Parnaso

En 1986 fui testigo de una trama de asesinato. Estuve allí, en la misma sala donde los que estaban al mando concibieron su plan de matar a la clase media americana. Ocurrió en un ático de un exclusivo hotel de Acapulco, en una reunión privada organizada por altos mandatarios de la administración Reagan. Me colé y lo vi y lo oí todo, y salí vivo para poder contar una historia que, por desgracia, nadie quiso oír o creer entonces. ¿La muerte de la clase media? ¿Planeada por nuestro propio gobierno? Ja, ja, ja, ja, ja.

Pero perdóname, creo que me estoy adelantando.

Deja que empiece otra vez:

Pensaba que todos los liberales y gente de izquierdas eran iguales: gente de buen corazón, buenos políticos. Hizo falta una llamada de la capital del liberalismo, San Francisco, para que me despertara y me diera cuenta de que había varias formas de liberales, y la forma que nunca había encontrado en Flint era el rico liberal que amaba a la humanidad, pero odiaba a la gente. Es el liberal que apacigua su conciencia con la generosidad de su talonario de cheques, siempre y cuando tú, el receptor de su generosidad, mires para el otro lado y no tengas en cuenta de dónde ha sacado su dinero.

Pero me estoy adelantando otra vez… Durante los casi diez años que dirigí y publiqué el Flint Voice (que en 1983 se convirtió en el Michigan Voice) nunca gané más de 15 000 dólares al año. En dos ocasiones, el Voice estuvo tan quebrado que tuve que despedirme. No era inusual que me retrasara en el pago de los 200 dólares mensuales de mi alquiler. No había muchos negocios interesados en anunciarse en un periódico especializado en escándalos que constantemente sacaba trapos sucios de las mismas empresas a las que pedía que se anunciaran.

Viene al caso: el Howard Johnson’s Motor Lodge. Tenían una política de no contratar negros y negarse a alquilar habitaciones a ningún afroamericano. ¿Cómo lo supe? Me lo dijo una empleada. Una cosa que aprendí siendo periodista es que al menos hay una persona enfadada en todos los puestos de trabajo del país, y al menos el doble de esa cifra tienen conciencia. Por mucho que lo intenten, simplemente no pueden dar la espalda a una injusticia cuando ven que se produce.

Ese era el caso de Carole Jurkiewicz, la encargada de la recepción del hotel de Howard Johnson en Miller Road, Flint. Un día entró en mi oficina y me entregó diversas solicitudes de gente que buscaba trabajo en Howard Johnsons. Muchos de ellos teman una estrella marcada en bolígrafo en la parte superior.

—Estas son las personas blancas que se presentan —dijo Jurkiewicz—. La dirección me pidió que pusiera una estrella en todos los que fueran blancos. Después vi que el director rompía todas las de los negros.

De 130 empleados, solo había siete afroamericanos (en esta ciudad que ahora tenía mayoría negra), y cuatro de ellos estaban emparentados.

El director le dijo a Jurkiewicz en varias ocasiones:

—A los negros no les importa que los insulten… Conducen coches grandes… Son holgazanes… Normalmente causan problemas… Hablan a escondidas, no tienen respeto… Todos son parecidos.

Era la década de 1980 y la historia simplemente parecía demasiado podrida para ser cierta. No estamos hablando del sur en 1950. Era Michigan, un estado fronterizo con Canadá. Y no se trataba de ningún motelucho, sino de Howard Johnson’s, una respetada cadena nacional de restaurantes y hoteles. Le pregunté a Carole si firmaría una declaración jurada atestiguando estos hechos, y tanto ella como otra empleada lo hicieron.

Para comprobarlo más, decidí ver qué ocurría si un amigo mío negro se presentaba a pedir empleo en Howard Johnson’s. Lamont entró, llenó la solicitud y se marchó. Después, Dan, un tipo blanco, entró al cabo de media hora y también pidió trabajo.

Al día siguiente, Carole me trajo ambas solicitudes y, desde luego, la del solicitante blanco tenía una gran estrella roja encima. La de Lamont, no.

Era el momento de la segunda parte. George Moss, profesor afroamericano en el instituto Beecher de Flint, entró al día siguiente en Howard Johnson’s y pidió una habitación. Yo estaba en el jardín, tumbado boca abajo en el césped para que nadie pudiera verme desde dentro. Me acerqué más a la ventana, desde donde tenía una clara imagen de la recepción a través de mi cámara de 35 milímetros con teleobjetivo. Y, claro está, mientras yo disparaba un rollo de película, a George le dijeron que se marchara porque no había habitaciones libres.

Al cabo de diez minutos le pedí a Mark, un hombre blanco, que entrara y tratara de conseguir una habitación. «Por supuesto», dijo el hombre de la recepción, y le dio una habitación individual con cama doble, todo ello, claro está, capturado por mi cámara.

Lo publiqué todo en el Flint Voice y la comisión de derechos civiles no tardó en condenar a Howard Johnson’s (les obligaron a pagar 30 000 dólares de indemnización a una de las mujeres negras que se había presentado a solicitar empleo y se le había denegado). A partir de ese momento habría una empresa menos que discriminara en Flint, y un anunciante menos en el Flint Voice.

Publicar artículos como ese cada mes durante diez años tuvo la extraña consecuencia de reducir los ingresos por publicidad y empecé a entender por qué los grandes medios se resisten a contarle al público la verdad sobre cualquier cosa que pueda costarles dinero. El Voice no tardó en convertirse en paria, no solo para la comunidad empresarial de Flint, sino también para su establishment político (que era propiedad de la comunidad empresarial) y los medios locales (que dependían de los mismos ingresos por publicidad).

A finales de 1985, cuando el desempleo en Flint superaba con creces el 20%, había cada vez menos formas disponibles para financiar el Voice. Nuestro principal benefactor había sido el maravilloso cantante folk Harry Chapin. Años antes, me había colado en el backstage de un concierto suyo en Grand Rapids. Un vigilante de seguridad me agarró cuando me acercaba al camerino de Harry.

—¿Adónde crees que vas? —me espetó.

—Oh, solo pasaba a ver a Harry —dije como si tal cosa.

—¿Quién demonios eres? —dijo, al tiempo que empezaba a sacarme a rastras por el cuello de la camisa.

El alboroto fue lo suficientemente ruidoso para que Harry abriera la puerta.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Harry.

—Este tipo dice que ha venido a verle —dijo el gorila.

—Bueno… deja que me vea.

El vigilante me dejó pasar a regañadientes, y yo entré en el camerino de Harry.

—¿Así que quieres verme? —preguntó Harry, sonriendo.

—Ah, sí, perdón por causar un alboroto. Solo quería pedirle un favor.

—Dispara.

—Bueno, unos cuantos de nosotros en Flint queremos empezar un periódico alternativo y nos preguntábamos si podría ayudarnos viniendo a Flint y haciendo un concierto benéfico.

Al decir estas palabras no podía creer lo presuntuoso y ridículo que soné. «Eh, estrella del rock, no tienes nada mejor que hacer que venir a Flint y tocar para nosotros». ¡Cielo santo!

—Háblame de tu periódico —dijo.

Y lo hice. Le hablé de que General Motors tenía al diario local metido en el bolsillo y que nosotros queríamos presentar las noticias que no se cubrían.

—Parece un esfuerzo que merece la pena —dijo Harry—. Este es el número de mi manager. Llámalo y veré qué puedo hacer.

Anonadado, salí de la zona de bastidores en el quinto cielo (por alguna razón, mi pesimismo eterno sobre mí mismo siempre me impedía una euforia mayor). Volví a Flint para contarle a mi equipo lo que había ocurrido. En cuestión de meses, Harry Chapin estaba delante de un público que había agotado las localidades en Flint, y teníamos dinero para financiar nuestro periódico.

Y durante los siguientes cinco años, hasta el trágico accidente que le costó la vida en la carretera en julio de 1981, Harry Chapin vino todos los años a Flint, e hizo un total de once conciertos benéficos para el Flint Voice. Esos ingresos nos mantuvieron a flote, y después de la muerte de Harry, sus hermanos, Tom y Steve, y su banda continuaron con la tradición de tocar en el concierto anual de Flint.

Pero en 1985, no bastaba para sostener el periódico, y la situación para continuar su publicación estaba empeorando.

Fue entonces cuando recibí una llamada telefónica de un hombre de San Francisco. Era Adam Hochschild, el multimillonario liberal que dirigía la fundación propietaria de la revista Mother Jones, la publicación de mayor tirada de la izquierda. Dijo que había estado siguiendo el Flint Voice y que le gustaba lo que veía, y quería saber si estaría interesado en hacer lo que hacía en Flint pero a escala nacional.

La oferta sonaba tentadora, y lo era. Cerré mi amado Voice, vendí todo lo que tenía y me trasladé a Parnassus Avenue, en el distrito Upper Haight de San Francisco. Sin embargo, no tardé mucho en darme cuenta del error enorme que había cometido. Yo quería convertir Mother Jones en una revista para la clase obrera (al fin y al cabo la revista llevaba el nombre de Mary Mother Jones, una sindicalista radical del siglo XIX). Hochschild (cuya fortuna familiar y herencia procedía en parte de las minas de la Suráfrica del apartheid) quería un periódico de comentario y noticias más erudito y «sublime», que rivalizara con el New Yorker o el Atlantic. De hecho, su segunda opción de nuevo director había sido Hendrik Hertzberg, un instinto que debería haber seguido. (Hertzberg sería luego director ejecutivo del New Yorker).

Yo era un pez fuera del agua en San Francisco. No comprendía cómo se hacían las cosas en la revista y mis intentos de hacer cambios toparon con mucha resistencia. Querían que el pesado de Paul Berman se ocupara de los sandinistas en Nicaragua. Yo quería a Alexander Cockburn. Querían hacer un artículo de investigación sobre los tés de hierbas; yo quería hacer una columna mensual sobre un obrero de la cadena de montaje de Flint. Ellos eran Oliva y yo era Bruto. Al día siguiente del Día del Trabajo, cuando solo llevaba cuatro meses en el puesto, Hochschild me despidió. Dijo que no «encajábamos». Tenía razón. Yo lo demandé por incumplimiento de contrato y fraude y gané 60 000 dólares.

Ya no tenía ningún periódico al que regresar en Flint, y todos los intentos de buscar empleo en otras publicaciones liberales de izquierdas en ambas costas se encontraron con el abrazo que uno da a un leproso. Nadie de la izquierda quería cabrear a Mother Jones. Nadie quería contratar a este tipo de Flint. Salvo la gente que trabajaba en la oficina de Ralph Nader en Washington, nadie iba a ofrecerme trabajo.

Y eso, amigos, se supone que era lo último que iban a oír de mí. Mis quince minutos en la escala nacional habían terminado.

Después de un mes de estar tirado en la cama y quejándome de mi destino, me levanté un día y fui a la librería. Allí, mientras hojeaba de manera despistada las pilas de revistas, me encontré con una noticia en una publicación empresarial que captó mi atención. Decía:

EXPO MAQUILA 86 PRESENTADA POR

DEPARTAMENTO DE COMERCIO DE ESTADOS UNIDOS Y CÁMARA ESTADOUNIDENSE DE COMERCIO EN MÉXICO.

DESCUBRA CÓMO USAR MÉXICO PARA MEJORAR SU EMPRESA.

«DESPLAZAR LA PRODUCCIÓN AQUÍ SALVA EMPLEOS EN EL PAÍS».

SOLO POR INVITACIÓN. CONTACTO USDOC.

¿Qué? ¿De qué se trataba? Contacté con el Departamento de Comercio para averiguarlo.

—Es una conferencia de tres días en Acapulco para que asistan empresas americanas y les ayuden a crecer —dijo la voz femenina del Departamento de Comercio al teléfono—. Solo está destinado a propietarios de negocios y ejecutivos, no al público en general o la prensa.

—Ya veo. Soy propietario de una pequeña empresa de componentes de automóvil en Michigan —dije, inventándomelo antes de saber qué estaba haciendo—. ¿Cómo puedo conseguir más información?

La mujer dijo que me enviaría un paquete.

No sabía qué haría con el paquete, pero sonaba interesante. Había estado hablando con la gente de la oficina de Ralph Nader para ir a Washington a hacer algún trabajo para ellos. Ellos tenían dos docenas de interesantes proyectos públicos en marcha, incluida una revista llamada Multinational Monitor, que se dedicaba básicamente a lo que su nombre daba a entender. Les hablé de esta descabellada conferencia que iba a celebrarse en México, que tenía que ser alguna clase de broma, porque ¿para qué iba nuestro propio Departamento de Comercio a ayudar a eliminar empleos aquí en Estados Unidos para trasladarlos a México?

—La administración Reagan —dijo John Richard, el jefe de estado mayor de Nader— está en una misión desde que llegó al gobierno.

—Sí, lo sé, pero esto parece que es cruzar una línea, ¿no?

Me había ocupado de esta cuestión en Michigan: General Motors estaba usando reducciones de impuestos para trasladar puestos de trabajo al extranjero, pero entonces no conseguí que nadie me escuchara.

—Te enviaremos a Acapulco si quieres colarte allí y contarnos lo que planean hacer —dijo Richard—. Luego quizá puedas escribir algo para Multinational Monitor.

Guau. Una misión internacional, yo disfrazado, la intriga. ¡Un trabajo pagado! Mi mujer me llevó a una tienda de ropa y me vistió de manera adecuada para el resort. Compré un par de camisas de golf, unos pantalones de hilo, una camisa hawaiana y una chaqueta barata de cloqué amarillo. Me costó la paga de una semana del desempleo. Mi mujer me cortó el pelo y me puso un poco de gel para darme un aspecto más de empresario. Compré un pequeño pin con la banderita americana para la solapa. Me puse algo de joyería masculina que adquirí en una esquina del Tenderloin. No parecía yo.

Firmé como gerente de mi pequeña empresa («de menos de cincuenta empleados») y me dirigí a México para aprender cómo dejarlos a todos sin trabajo.

Estaría mintiendo si no reconociera lo nervioso y asustado que estaba cuando aterricé en Acapulco con mi traje de cloqué. No quería que me descubrieran. La gente desaparece en México. Los cadáveres no se encuentran.

Entré en el ático del Excelaris Resort, que ofrecía unas vistas espléndidas de las maravillosas y doradas playas de Acapulco. El cartel de encima de la puerta decía: «El trabajo lo hace todo posible» (para los que hablan alemán: «Arbeit Macht Alles Möglich!»).

Oí a dos hombres hablando de que el Departamento de Comercio tenía que actuar de manera «no tan pública» en su apoyo de la actividad de ese fin de semana, porque aparentemente algunos demócratas del Congreso simpatizantes de los sindicalistas habían encontrado una cláusula en alguna «ley ridícula» que afirmaba que era ilegal (¡ilegal!) que los dólares de los impuestos de Estados Unidos se destinaran a algo que prometía el traslado de empleos al extranjero. Así que el Departamento de Comercio estaba presente, solo que oficialmente dejaba que la Cámara de Comercio y la firma mexicana Montenegro, Saatchi & Saatchi se encargaran de dirigir el cotarro.

La sala estaba llena de banqueros, ejecutivos, emprendedores y asesores, todos los cuales se aplicaban en ayudar a aquellos que habíamos ido a Acapulco para averiguar cómo cerrar nuestro negocio en Estados Unidos y trasladar nuestras operaciones al sur de la frontera. Hice todo lo posible por integrarme y el primer día nadie sospechó nada al verme. Olvidé que para la mayoría de aquellos tipos simplemente bastaba con ser un hombre blanco bien vestido.

A finales de 1986, muchas empresas estadounidenses habían empezado a trasladarse a México de manera discreta. No tantas para que alguien se hubiera dado cuenta, claro. General Motors solo tenía 13 000 trabajadores mexicanos (una gota en el océano de los empleados de GM que se cifraban en más de medio millón); General Electric tenía 8000 empleados en México. Empresas estadounidenses habían abierto fábricas en más o menos una docena de ciudades del lado mexicano de la frontera. Algunas de estas fábricas estaban a ciento cincuenta metros de Estados Unidos. Era como estar en casa, salvo que pagabas a tus obreros cuarenta centavos la hora, les hacías trabajar diez horas al día y te asegurabas de que no tenían derechos. El 70% de los trabajadores mexicanos de estas plantas eran mujeres, normalmente de menos de veintiún años y en ocasiones de solo trece o catorce. Las empresas estadounidenses no querían contratar hombres cabeza de familia, porque era más probable que se sindicaran o exigieran un descanso para ir al lavabo. Estas mujeres jóvenes eran más manejables. El único problema real con ellas era que, como las mujeres jóvenes de todas partes, tendían a quedarse embarazadas. También estaban desnutridas y hambrientas. Así que General Motors y los demás hicieron algo bonito: proporcionaron control de natalidad gratuito para aumentar la facturación y les dieron desayuno gratis (porque desmayarse en la cadena de montaje causaba que cosas como los parabrisas desaparecieran de la parte frontal del coche).

Al Cisneros, de la Comisión de Desarrollo Económico de Tejas, hablaba de manera elogiosa de los planes de General Motors para convertirse en el primer empleador de México.

—Van a tener un total de veintinueve fábricas en México —me dijo—. ¡Abrirán doce solo el año que viene!

Me dijo que el jefe de General Motors, un hombre llamado Roger Smith, había dicho recientemente que trasladarse a México era «una cuestión de supervivencia».

Pensé en esto por un momento y me pregunté en qué planeta vivía ese tal Smith. ¿Supervivencia? El año anterior, 1985, General Motors había presentado unos beneficios de casi cuatro mil millones de dólares. En 1984 habían superado su récord de siempre con unos beneficios de 4500 millones de dólares. Eran la empresa número uno del mundo. Y aun así estaban hablando constantemente de que estaban luchando por la supervivencia. No era más que una trampa para convencer a la opinión pública de que, si no trasladaban su producción a México, podrían caer, y entonces la economía se hundiría con ellos. Se trataba de una gran mentira, pero al menos la administración Reagan se la creyó y estaba allí vendiéndola. Estaban vendiéndola porque Reagan, el antiguo líder sindical, quería aplastar a los sindicatos. Había ganado la presidencia consiguiendo que un montón de sindicalistas blancos lo votaran. Apelando a sus miedos —de secuestradores iraníes, de hombres negros, del gobierno— cabalgó una ola que finalmente hundiría a la misma gente que lo puso en el cargo.

Por supuesto, no podía decir nada de esto al señor Cisneros, en parte porque no conocía el futuro entonces, y sobre todo porque habría echado por tierra mi tapadera. Me preocupaba llevar escrito en la cara cada palabra de este último párrafo.

—Desde luego —respondí—. General Motors ha de seguir siendo competitiva. Si no se recortan costes, el… el… —pugné por encontrar una forma de acabar la frase. Debería haber preparado mejor el papel—. Bueno, se desatará el infierno.

—Desde luego —coincidió el señor Cisneros (no sé bien con qué).

Cisneros tenía otra preocupación: el comunismo. Le preocupaba que si la América empresarial no bajaba a México y establecía un bastión capitalista, México cayera en manos de Castro o los sandinistas.

—La empresa libre es lo único que salvará a México de una revolución comunista —dijo—. Si no ayudamos al desarrollo de México tendremos otra Nicaragua en la puerta de casa.

Ja. Por supuesto. ¿De qué otra forma podían los reaganistas racionalizar y vender la exportación de empleos a México? Porque hemos de salvar a México de los comunistas. Si elevamos el nivel de vida de los mexicanos haciendo que trabajen para nosotros, no querrán el socialismo porque estarán disfrutando de la vida de clase media.

—Creo que, en menos de quince años, estas ciudades mexicanas de frontera van a parecer barrios residenciales de Estados Unidos —añadió Cisneros[12].

Paul D. Taylor, vicesecretario de Estado de Reagan para Asuntos Interamericanos, había declarado ese mismo año que empezar a construir fábricas estadounidenses en México podía ayudar a contener la marea roja en nuestra frontera sur. Fábricas estadounidenses podían ayudar a México a «reorientar» su economía de tendencias socialistas al nirvana capitalista de su vecino del norte.

—Estamos haciendo historia aquí —dijo uno de los oradores—. Los que estáis aquí esta noche seréis recordados como los pioneros, los héroes que ayudaron a transformar América de una economía basada en la manufactura a una economía de servicio, una economía de alta tecnología. Y podréis decir que estuvisteis aquí cuando empezó todo.

Solo le faltó comparar este momento histórico con la Conferencia de Wannsee o con la reunión de los cabezas de familia de Vito Corleone. Pero la cabezonería del momento —la importancia de quiénes eran y lo que pretendían— no se le escapó a nadie en esa sala de Acapulco.

Descubrí que había ejecutivos de al menos diez empresas de Michigan en la conferencia, incluida la gente de Iroquois Die and Manufacturing, Deco Grand y Dynacast. Pensé que sería sensato evitarlos, porque se darían cuenta de que no dirigía una empresa de componentes de automóvil de Flint. Pero no pude contenerme. Quería saber por qué esos chaqueteros planeaban echar a compañeros michiganenses. Quería mirarlos a los ojos, quería saber si habían ido a la Universidad Estatal de Ohio.

Me quité la etiqueta de identificación y me senté a la mesa donde se habían reunido varios de ellos. Arthur Goodsel era el presidente de Hurón Plastics. Tenía diez plantas en Michigan y en el resto del país. Me dijo que el traslado a México que estaba considerando no era voluntario.

—Los fabricantes de coches se trasladan aquí, de eso no cabe duda —dijo en tono de resignación—. No lo reconocerán públicamente, pero vienen aquí. Y nos están diciendo a proveedores como yo que, si queremos hacer negocios con ellos, será mejor que también nos traslademos aquí para estar cerca de ellos. Si no lo hacemos, pues adiós. Entonces ¿qué voy a hacer?

Esa era la historia que había estado oyendo de las pequeñas empresas. Estaban siendo coaccionadas o extorsionadas para que se trasladaran. En la expresión de sus caras vi la pistola invisible en sus cabezas. No daba la impresión de que estuvieran allí de vacaciones.

—Sí, a mí me pasa igual —dije—. ¿No cree que cuando la gente de Michigan lo descubra nos echará de la ciudad?

Oh, ni siquiera sé cómo voy a darles la noticia a mis empleados —dijo con tristeza un hombre llamado Bill—. Algunos de estos tipos llevan veinte años conmigo. Tienen familias. Pero supongo que encontrarán otros trabajos. Hay muchos trabajos en Michigan.

—Eso es verdad —agregué.

Saltándome el paralelismo y el esquí náutico, asistí a todas las conferencias y presentaciones. Eran fascinantes. En la pantalla lo mostraron todo, cómo esta o aquella agencia gubernamental estadounidense ayudaría a allanar el camino «para su traslado a México». Se gastó poco tiempo en tratar de justificarlo («¡Piensen en todos los empleos de transporte que se crearán en Estados Unidos!»). Un orador tras otro explicaron a los reunidos la mina de oro que los esperaba al sur de la frontera. Y si no entraban en esa fiebre del oro, bueno, simplemente quedarían atrás como los fabricantes de calesas al principio del siglo XX cuando se burlaron del «coche sin caballos».

Un bonito rasgo en las presentaciones era el racismo. Y la mentalidad generosa de plantación que se expresó. Orador tras orador siguieron usando el nombre de Pancho cada vez que se referían al hipotético trabajador mexicano que estaban tan ansiosos de explotar.

Pancho hará esto por ti. Pancho hará lo otro para ti.

Pancho no se afiliará a ningún sindicato.

Pancho es un trabajador obediente.

Pancho, por supuesto, no estaba presente en la reunión, salvo los Pancho que nos servían los solomillos y flambeaban el helado.

Al tercer día, sorprendentemente, no me habían pillado. Era ligeramente decepcionante en cierto nivel que resultara creíble en el papel de gerente. Pero conocía bien los componentes del automóvil para seguir la charla, y conocía todos los insultos apropiados sobre los sindicatos y los codiciosos obreros de las fábricas. Un tipo dijo que nunca había oído hablar de mi empresa, y siguió presionando para que le diera más información hasta que por fin le dije que mi empresa acababa de inventar un artículo innovador y Chrysler me había prohibido que dijera nada más. Entonces paró. Vi que le hacía feliz imaginarse al cabo de seis meses diciendo que había conocido al tipo cuando ese invento era alto secreto.

La cena de clausura se celebró en el exterior, donde se asó un cerdo entero al espetón para nosotros. El orador clave fue el congresista republicano Jim Kolbe, de Arizona. Kolbe era un gran defensor del traslado de las empresas estadounidenses a México porque, como señaló, «el setenta por ciento de los salarios de estos mexicanos cruza la frontera y se gasta en El Paso y Yuma, así que todo son ganancias para nosotros».

Ya todos llevaban las pegatinas de «El trabajo lo hace todo posible» en el abrigo. ¿Y la idea clave de Kolbe?

—Estas empresas americanas de México no se llevan trabajos de Estados Unidos —dijo con cara seria—. ¡Salvan empleos!

Kolbe dijo que «un país libre ha de permitir que las empresas americanas operen con libertad». Y además, añadió, si no se facilitaba que las empresas estadounidenses operaran en México, «entonces estos coches y otros elementos van a fabricarse en Asia». El público se rio. Ja. ¡Americanos que compran coches asiáticos! ¡Por favor! Y pásame un poco más de ese cerdo.

Cuando Kolbe terminó, el funcionario mexicano que era el maestro de ceremonias presentó una «moción» para «nominar al congresista Kolbe para presidente de Estados Unidos»[13]. El público respondió con un aplauso atronador. Sí, así es como hacemos las cosas en Estados Unidos, un puñado de ejecutivos sentados en una sala y nominando al presidente. El banquero japonés sentado a mi mesa, que antes se había ofendido un poco por el comentario «asiático», se lo tomó todo con alegría.

—Lo que vemos aquí —me dijo— es solo el principio. General Motors cerrará esas nueve plantas en Estados Unidos el año próximo y muchas más en los años venideros. Esto es el futuro, y a alguna gente le irá muy bien.

Miré a mi alrededor a la multitud que estaba mareada con la idea de que eran los elegidos para embalar Estados Unidos (o al menos su más precioso recurso nacional, sus empleos) y trasladarlo al soleado México.

El alcance de aquello de lo que había sido testigo durante el fin de semana era al mismo tiempo nauseabundo e imponente. Una máquina bien aceitada que ya estaba acelerando y en movimiento para eliminar a la clase media americana. Y, pensé: «Nadie sabe esto». Ahí estaba, comiendo entre los conspiradores. En los años siguientes sería testigo de la destrucción completa de ciudades como Flint en todo el país, y pensaría: «Yo estuve allí. Vi cómo planeaban el crimen. La trama para matar al sueño americano se incubó y representó justo delante de mis ojos». Fui testigo de una ejecución inminente y el ejecutado todavía no tenía ni idea de que ya habían disparado la pistola y la bala estaba en camino.

En el avión de vuelta, con el traje de cloqué bien doblado en el portaequipajes de arriba, pensé mucho en todo esto y en lo que planeaba hacer.