Nazi sexy y bronceada

Sí, era sexy. Sí, estaba bronceada. Tenía una larga melena rabia y una sonrisa dulce. ¿Qué estaba haciendo ahí?

Me acerqué a hacerle esa misma pregunta, pero en ese momento apareció su novio nazi (no, no quiero decir que su novio actuara como un nazi, quiero decir que era un nazi auténtico en uniforme negro de las Stoβtruppen). La cogió del brazo, la acompañó a su furgoneta Ford Econoline, abrió la puerta corredera y la metió en la parte de atrás para que pudieran, supongo, hacer tiernamente el amor al estilo nazi en una tarde soleada de abril.

Unas semanas antes había recibido una llamada de James Ridgeway, el columnista político del Village Voice de Nueva York. Quería hacer un documental sobre el auge de la extrema derecha en el Medio Oeste tras la recesión de Reagan. La economía estaba fatal en cualquier lugar dedicado a la industria, y Flint, Michigan, recibió especialmente el impacto. Los distintos movimientos de extrema derecha vieron en estos trabajadores desempleados de la industria del automóvil potenciales reclutas para su movimiento de supremacía aria. Tenían una respuesta sencilla de por qué Flint estaba empezando a desmoronarse: «Es culpa de los negros y los judíos». Eso no funcionó bien con la mayoría de la gente, pero llevó a suficientes de aquellos que va no aguantaban más a considerar las enseñanzas y prédicas de estos hombres.

Roben Miles era el antiguo jefe del Ku Klux Klan de Michigan. Había nacido en Washington Heights, Manhattan, y viéndolo nunca sospecharías que era uno de los más notorios grandes magos del Klan. Hablaba con voz pausada, era inteligente, culto y tema ese acento neoyorquino que desarmaba y que le hacía sonar más como un sacerdote en una película de Bing Crosby que como un racista declarado que pasó siete años en prisión por quemar diez autobuses escolares en Pontiac, Michigan: su particular contribución para intentar detener el plan de integración racial del distrito.

Miles creía en la violencia y en la separación de las razas. Quería que el Gobierno de Estados Unidos declarara una zona exclusivamente blanca donde los blancos pudieran vivir en paz: Montana, Idaho, Wyoming, Oregón y el estado de Washington. Cedería a los hispanos Arizona y Nuevo México, y los negros podían quedarse los estados del sur profundo.

Para que su revolución tuviera éxito, necesitaba unir los grupos dispares que formaban el movimiento de supremacía blanca y conseguir que accedieran a trabajar juntos. Así que hizo un llamamiento a una convención de racistas que iba a celebrarse un fin de semana de abril, en la primavera de 1986, en su granja del sur de Flint. Todos los que fueran retorcidos y blancos, sin tener en cuenta sus diferencias, estaban invitados: los diversos grupos del Klan, Naciones Arias, Nazis Americanos, Identidad Cristiana, los cónclaves de «poder blanco», cualquiera que fuera racista y loco, iba a estar allí.

Ridgeway me había llamado para ver si podía convencer al Gran Dragón Miles de que permitiera que él y su equipo asistieran a la reunión para filmarla. Estaba seguro de que la respuesta sería que no, pero quería que intentara convencerlo.

Yo presentaba un programa de radio en la emisora de rock de Flint llamado Radio Free Flint. Había tenido al señor Miles en mi programa un par de veces. Yo era exactamente la clase de alimaña que él y su gente querían borrar de la faz de la tierra, pero no pudo ser más amable o más educado cuando visitó la emisora.

Así que pensé que podría convencerlo. Sabía que cuando la mente de alguien ha dado un giro psicótico es difícil revertido. En su caso, la prisión claramente no cumplió con su función. Tenía sus creencias grabadas a fuego: veía a los blancos como el pueblo elegido, y todos los demás estaban aquí para servirnos. No es una mala configuración si tú eres el tipo blanco, ¿eh?

Llamé a Bob y le pregunté si podía ir a su granja para pedirle un favor. Él estuvo encantado de tener noticias mías y me invitó a comer un viernes por la tarde. Su mujer, una mujer sociable y de buen corazón, preparó un estofado irlandés, galletas caseras y un poco de té helado. Bob se sentó y me habló de sus primeros años en Nueva York. De adolescente se unió a un grupo juvenil cuya principal actividad consistía en salir los fines de semana a Union Square y apalear a socialistas y comunistas. Estudió en la George Washington High School, donde Henry Kissinger iba un curso por encima del suyo.

Después del ataque a Pearl Harbor, Miles se alistó en la Marina y combatió durante toda la guerra. Cuando se licenció, él y su mujer se trasladaron a Michigan, donde se convirtió en vendedor de seguros. Finalmente ascendería hasta ser director de la Asociación de Ejecutivos de Seguros de Michigan. En aquellos días, los vendedores de seguros iban puerta por puerta para convencer a la gente de que necesitaban un seguro y una póliza de vivienda. Era un trabajo difícil, porque esta nueva categoría demográfica llamada «clase media» desconocía el concepto de dar a alguien el dinero que tanto le había costado ganar a cambio de algo que podría no usar nunca. Para tener éxito en el negocio de los seguros hacía falta labia, pero también poseer la voz de la razón, y del miedo. Tenías que hacer que una familia temiera todas las posibles contingencias: y si mi casa se quema, y si mi hijo se enferma y si muero antes de tiempo y dejo a mi familia sin un centavo. No pasó mucho tiempo hasta que todos tuvieron a alguien al que se referían como su propio «corredor de seguros». Bob Miles tuvo que ser muy bueno en eso, y una vez que cruzó al lado oscuro del Klan, se convirtió en el perfecto reclutador para Naciones Arias: tu amable corredor de seguros vendiéndote una sencilla póliza para protegerte de la locura de los no blancos que venían a quemarte la casa, robarte a tus hijas y acabar con tu vida. Su tono era cordial y sonaba razonable. Tenía un talento que el palurdo medio no poseía y lo utilizó para hacer del Klan de Michigan uno de los grupos racistas más poderosos del país.

Pero esa tarde de viernes, mientras se preparaba otro té, Miles dijo que estaba más que contento de dejar que mis amigos de Hollywood vinieran a su granja y lo filmaran a él y su reunión.

—Sé que no crees en lo que estamos haciendo —dijo, al limpiar el fondo del plato del estofado con su pan blanco—, pero pienso que si llegas a conocernos te darás cuenta de que no tenemos cuernos ni cola. Lo único que pedimos es que muestres honestamente lo que veas aquí y dejes que la gente del cine decida por sí misma.

Le dije que James Ridgeway traería a dos ayudantes de dirección: una mujer, Anne Bohlen, que había recibido una nominación al Oscar por un cortometraje sobre la gran huelga ocupación de Flint, y Kevin Rafferty, que había rodado diversos documentales. Le expliqué que ellos no editorializaban en sus películas, que no usaban un narrador, que preferían situarse fuera de la escena y dejar que las cámaras funcionaran. Le gustó todo eso y dio su bendición para que su reunión de grupos de odio apareciera en una película.

Ridgeway, Bohlen y Rafferty llegaron en avión el día antes de la convención para poder reunirse conmigo y trazar un plan. Fue la primera vez que estuve con un equipo de filmación o algo parecido. Era todo oídos.

—Vale —dijo Kevin Rafferty, que era claramente el líder del grupo—. Mike, confían en ti, así que quédate con nosotros. No hay necesidad de decir nada; nosotros dirigiremos las preguntas. Jim ha hecho toda la investigación. Quédate cerca por si te necesitamos.

—Claro —dije, animado de formar parte de un equipo de filmación, significara lo que significase—. Lo que te haga falta.

—Yo estaré en la cámara principal, Robert será el segundo cámara [Robert Stone, el aclamado director del documental Radio Bikini] y Anne [Bohlen] se ocupará del sonido con Charlie y Mo [dos estudiantes de cine]. Somos un equipo bastante grande, así que hemos de tratar de mezclarnos y no entrometernos en su camino.

«Mezclarse» no era posible. Cuando llegamos a la granja de Miles, vino a saludarnos un grupo compacto de ciudadanos de Estados Unidos, todos vestidos con uniformes nazis, original ropa de deporte estampada con diversas versiones de la esvástica, ropa del KKK, chapas e insignias de Naciones Arias, fajines que proclamaban el poder blanco y la superioridad cristiana y un nutrido grupo de chicos y chicas con aspecto de no seguir las guías de precaución del Instituto Nacional de la Salud en relación con los riesgos de la consanguineidad.

Sin embargo, pese a que nos miraban con la debida sospecha, casi todos deseaban que los filmaran. Salvo los dos cogurús de Miles: Robert Butler, el líder de Naciones Arias de Hayden Lake, Idaho, y William Pierce, jefe de Alianza Nacional (los herederos del Partido Nazi Americano) y autor de The Tumer Diaries, una novela sobre una América derrocada por los judíos, lo cual conduce a una guerra racial en la que todos los judíos y no blancos son exterminados[11].

Pierce y Butler eran claramente lo bastante listos para saber que no preparábamos nada bueno, y no compartían la actitud de Bob Miles de que no tenían nada que ocultar. Miles era tratado como el estadista veterano del evento y, como estaban en su granja, todos los demás acataban sus decisiones, aunque lo hicieran de forma un tanto reticente. Nos permitieron quedarnos.

Empezamos a pasar tiempo con algunos de los asistentes.

No eran tímidos con nosotros.

—¿Quiénes sois? —preguntó un tipo enfadado, acercándose mucho a nosotros—. ¿De dónde sois? ¿Trabajáis para los federales?

—Somos de Nueva York —respondió Anne haciendo todo lo posible por ocultar su nerviosismo.

—Lo suponía, panda de judíos —gruñó—. Soy un antisemita violento. Los odio a todos —dijo al tiempo que empezaba a alejarse.

—Ninguno de nosotros es judío —dijo Kevin, tratando de tranquilizar al hombre para que continuara hablando.

Yo le seguí la cuerda.

—Yo no soy de Nueva York. Soy de aquí mismo.

Como yo no era muy conocido entonces, y la verdad es que me parecía a muchos de ellos, el hombre se volvió, me miró de pies a cabeza y continuó, hablando solo conmigo.

—No pareces un traidor racial. Eres blanco y este es tu país. Nos lo han arrebatado un puñado de traidores de la raza. No descansaré hasta que los echemos a todos.

Yo puse cara seria de traidor de la raza. Éramos seis contra doscientos. Teníamos cámaras; ellos tenían armas. Montones de armas, supuse. Era como si nosotros fuéramos los patitos en una galería de tiro, pero en lugar de subir y bajar a cien metros de distancia, allí estábamos caminando entre la gente más vil, aborrecible y peligrosa que se puede encontrar en Estados Unidos. Pensé: «Es realmente estúpido estar en esta granja en medio de ninguna parte».

Yo no era el único que lo pensaba. Kevin y Jim propusieron que volviéramos a la furgoneta y nos reagrupásemos. Cuando estuvimos donde los supremacistas no podían oírnos, Jim expresó el sentimiento colectivo del grupo.

—No quiero salir en pantalla —le dijo a Kevin—. Creo que ninguno de nosotros debería aparecer en cámara. Es demasiado peligroso.

—Lo último que quiero —añadió Anne— es que sepan quién soy o dónde vivo si se estrena esta película.

—Creo que es inteligente —dijo Kevin, coincidiendo con la sensatez que acababa de expresarse. Entonces se volvió hacia el menos cuerdo del grupo—. ¿Y tú, Mike? ¿Cómo lo llevas? Me gusta cómo has interactuado con ese tipo. ¿Te sientes con ánimo de seguir así?

Kevin, el director, estaba haciendo un casting, y me estaba eligiendo a mí como chivo expiatorio. No tenía ni idea de por qué tendría que preocuparme porque esa gente me odiara una vez que me viera en una película burlándome de ellos.

—Claro. Haré lo que necesites. No me importa entrevistar a estos tipos.

—¿Te importa salir en cámara? —preguntó Kevin, para cerciorarse.

—Bueno, no soporto ver una imagen mía, eso desde luego —respondí con sinceridad—, pero saldré en cámara y mezclado con ellos si es lo que quieres. No me dan miedo estos… lo que sean. Vivo rodeado de ellos. Hay un montón de gente blanca cabreada.

Les conté la anécdota de cuando el Klan quemó una cruz en el patio de mis abuelos porque ella era católica y él protestante.

—Yo encantado de hacer lo que quieras que haga —dije.

—Deberías pensarlo antes de estar de acuerdo —dijo Anne—. Cuando esta película salga, puede que no les guste. Tú has de vivir aquí.

Les recordé que, debido al empeoramiento de la economía, había decidido cerrar mi periódico. Había aceptado un trabajo en San Francisco, así que no iba a volver a Flint.

—No me pasará nada —los tranquilicé—. Creo que Flint y yo ya nos hemos visto bastante.

—Bien —dijo Kevin—, tú confía en tu instinto y podremos capturar lo que haces con ellos. Pero salgamos vivos de aquí.

Y así empezó mi incursión en el mundo del cine. Al menos durante ese fin de semana. Parecía que sería divertido, y enseguida encontré mi lugar entre mis compañeros cristianos blancos.

—Estamos aquí para derrotar al GOS —me explicó un hombre.

Repasé rápidamente en mi base de datos de siglas.

—¿Qué es el GOS? —pregunté.

—El Gobierno Ocupado por los Sionistas —respondió—. Es lo que tenemos ahora, un gobierno ocupado por los judíos y los traidores de la raza.

En el interior de su granero, Miles había preparado un escenario, un atril y sillas para diferentes sesiones plenarias. Desde luego, los momentos más divertidos del evento del fin de semana se produjeron cuando cada orador trataba de superar al anterior. Un hombre se levantó y dijo que su grupo de poder blanco no aceptaba ningún miembro que fuera del sur de Milán, Italia.

—No aceptaremos a nadie en nuestro clan de debajo de Milano —dijo, mostrando al mismo tiempo sus conocimientos de geografía de Europa y del idioma italiano—. Si viven más al sur, no son nuestra gente. No aceptaremos a nadie de debajo de la frontera entre Francia y España. Ni hablar.

»Somos más nazis que los nazis —concluyó.

El siguiente orador se levantó y habló de la vez que desfiló con su grupo ario por una calle principal de Carolina del Norte.

—Grité: «Creemos que tenéis a unos negros aquí. ¿Dónde están?». Y recorrimos otras dos manzanas y vi dónde estaban. En fila de unos ocho de profundidad a cada lado de la calle y marchamos directamente entre medio de ellos. Pero no tuvimos ningún problema porque no atacaron a nadie. Solo daban saltos en la acera. Si habéis visto monos excitados, cómo saltan arriba y abajo, eso es lo que parecían.

Un amigo de Miles subió al escenario con su presentación de diapositivas, señalando en una pantalla que los blancos tomaban el noroeste del Pacífico, y las otras razas recibirían otras partes de Estados Unidos después de la revolución. Esto enfadó a un hombre del público.

—He de decir que es la propuesta más estúpida y ridícula que he oído en mi vida —gritó desde su asiento—. Si somos los guerreros arios que han conquistado el mundo, ¿por qué demonios hemos de quedarnos en un rincón del país? Por muy bonito que sea.

Al hombre del escenario le irritó el comentario, pero continuó y pidió a su mujer que repartiera los mapas entre los presentes. Claramente la situación había dado un vuelco, porque los reunidos estaban ahora de acuerdo con el hombre que se oponía a apartarse a un rincón.

—Yo vivo aquí en Michigan —intervino otro hombre—. No me voy a ninguna parte.

Las cosas se calmaron cuando William Pierce subió al escenario. Era lo más parecido a una estrella del rock.

Pierce habló como un intelectual y, lejos de apagar a ese público inculto, lo enloqueció con su vocabulario y su pasión. Posiblemente sentían que estaba muy bien tener a alguien tan listo (¡y no era judío!) de su lado. Pierce se había licenciado en física por la Universidad de Rice, tenía un máster en Cal Tech y un doctorado de la Universidad de Colorado. En la década de 1950 lo autorizaron a trabajar en los laboratorios de Los Álamos. Después ocupó un puesto de profesor asociado en la Universidad Estatal de Oregón.

Pierce habló con vehemencia de la necesidad de que su movimiento utilizara obras académicas e incluso «cómics de orientación racial» para conectar con la gente. También había una nueva tecnología que podía ayudar.

—La mayoría de los hogares americanos tendrán estos vídeos que permiten reproducir cintas —intervino Don Black, antiguo líder del KKK—. Lo que tendremos será nuestra propia programación privada de vídeo.

Durante dos días, los oradores siguieron con sus peroratas, y justo cuando pensaba que lo había oído todo, un nuevo orador presentó una teoría según la cual «la mezcla de razas ahora se está produciendo solo trabajando y respirando cerca de los negros», la prueba científica de que un esperma negro fertilizando un óvulo blanco ya no es la única forma de meter «sangre negra» en tus venas.

—Los estudios han mostrado que puedes captar células negras solo estando cerca de ellos.

—No ves a un pavo apareándose con un pollo, ¿no? —me preguntó un hombre durante un descanso al aire libre—. O un perro con un gato. Los animales se aparean con los suyos. Nosotros somos iguales. De otra forma es antinatural.

En ese momento, un pastor alemán excitado montaba a otro perro. Yo aprecié la sincronización de un acto así, y me fijé en que Kevin lo estaba enfocando con su cámara. De hecho, me fijé en que Kevin filmaba con un ojo en la lente y el otro bien abierto, buscando qué más podría estar ocurriendo en la periferia del encuadre de cámara.

Pero los perros copulando pronto dejaron de ser una fuente de diversión para convertirse en un problema enorme.

—Eh —dijo un hombre—. ¿Es una hembra la de piel clara?

Se dio cuenta de que de hecho ambos perros eran machos. Estaba en presencia de unos perros gais. Estaba siendo testigo de su primer acto homosexual y yo me sentí orgulloso de poder compartirlo.

Los otros hombres que se encontraban cerca no creían que nada de eso fuera divertido. La mera insinuación de que los perros de los nazis eran gais les resultaba insoportable.

—¡Deja de filmar eso! —dijo uno de ellos.

Kevin enseguida se disculpó y se apartó la cámara de la cara, pero siguió filmando todo. Había que tener pelotas, pensé, para mantener la cámara encendida.

Nos desplazamos a otra zona y empecé a implicar a más participantes. Pregunté a algunos de los jóvenes adultos en qué trabajaban. Uno trabajaba en una tienda de discos, otro en la industria del automóvil, el otro estaba desempleado. Su líder habló con nostalgia del momento en que entrarían en acción.

—¿Y cuándo va a ocurrir eso? —pregunté.

—En cuanto el negro de mierda decida actuar y esta economía que los judíos han construido se derrumbe. Dentro de unos veinticinco años.

Al lado de él estaba su novia. Ella también iba vestida con el mismo uniforme negro nazi que los demás, pero le daba un poco de encanto con una bufanda azul claro y un colgante brillante. Llevaba una blusa sin lazo, y se había desabotonado un botón o dos (o tres). Tenía el pelo largo y rizado con permanente y un sombrero sin ninguna esvástica. Hablaba en voz alta, suave, sexy; se había realzado los ojos con delineador índigo y lucía un bronceado perfecto de la cabeza a los pies. Esperé medio día a dar el paso.

—Eh —le dije después de comer—, ¿puedo hablar contigo un segundo?

—Claro —dijo de manera sensual.

Yo bajé el volumen de mi voz.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí?

Ella sonrió.

—No pareces la nazi típica. Ya sabes, como los que vemos en las películas —dije, sorprendido por el sonido flirteante procedente de alguien que, a los treinta y dos años, todavía no había aprendido a flirtear—. Podrías salir en un anuncio de Coppertone.

Ella rio.

—Oh —dijo en un tono que era un cruce entre Marilyn Monroe y Los Dukes de Hazzard.

—Solo estoy contra los judíos. Y los negros —una caída de ojos—. Bueno, poder blanco —otra gran sonrisa.

Sí, poder blanco. Sexy.

El último día de la exposición de odio, me senté en la sala de estar de la granja con varios de los «pastores» del movimiento Identidad Cristiana. Manejaban iglesias en sus comunidades y predicaban un evangelio de superioridad blanca, no porque ellos creyeran que eran mejores que los negros, sino porque Dios había dicho que ellos eran mejores que los negros.

—Desprecio más a los llamados pequeños líderes cristianos con ce minúscula que a los de color —dijo Alien Poe, el pastor de Grand Rapids, Michigan—. Los [Billy] Graham, los Falwell… —y luego entre dientes de manera despreciativa murmuró—: ¡Schwartz! —esta era su forma de indicar que no creía que Jerry Falwell fuera su nombre real y que tenía que ser judío—. Si de verdad queremos tomar este país por la fuerza, deberíamos juntar a todos esos tipos y silenciarlos.

—No tú o yo, pero alguien —dijo una voz del otro lado de la sala, consciente de que las cámaras estaban grabando.

—Ahora estamos metidos con ordenadores —continuó el reverendo de Grand Rapids—. Y estamos haciendo listas. Listas de la gente blanca que no está con nosotros, listas de aquellos que no están del lado de su propia raza. Compartimos estas listas de traidores de su propia raza entre nosotros. Así cuando llegue el día de la revolución sabremos con quién hemos de enfrentarnos.

En un momento me miró a los ojos y dijo:

—¿Cuando nos aplasten a todos, dónde hemos de buscarte? ¿Debajo de la misma apisonadora?

¿Acababa de amenazarme? Miré a Kevin. No conocía el protocolo adecuado de un documental para tratar un momento como ese. Kevin me miró con el ojo que no tenía pegado a la cámara y sonrió.

—Nunca verá el día que quiere ver en este país —dije con frialdad—. No va a poder hacer nada de esto.

Uf. No podía creer que acabara de decirle eso. Todos en la sala sintieron que yo había cruzado la línea; los de nuestro lado, los de su lado, incluso el perro gay del rincón. Mis palabras pusieron colorado al reverendo Poe y explotó, con aspecto de ir a pegarme. Tenía los ojos en llamas.

—No vamos a perder, valiente —me gritó—. No me importa que solo quedemos diez. ¡Vamos a ganar! —entonces señaló al techo—. Él lo dice.

Me preparé para una posible agresión. Poe miró a la cámara y se dio cuenta de que golpearme no lo convertiría en el héroe de esta película. Al fin y al cabo, ¿quién era yo?, un simple asistente de producción de un pequeño documental que se había enganchado a hacer preguntas. Pero ya había oído lo suficiente de «negro esto» y «negro lo otro» durante todo el fin de semana y, si intentaba agredirme, mis principios de no violencia iban a tener que salir a estirar las piernas y volver al cabo de media hora. Se sentó en su silla.

Sin lugar a dudas estaba llegando la hora de recoger y marcharnos.

Fuimos a decir adiós al Gran Dragón Miles en su granero. Una vez dentro, Kevin quiso aclarar una cuestión.

—¿Por qué nos ha dejado venir aquí? —le preguntó a Miles—. Probablemente sabe que no compartimos sus convicciones. Entonces, ¿por qué lo ha hecho?

—Les invitamos a venir aquí para poder usarlos de la misma manera que nos usaban a nosotros —dijo con calma Miles—. Pero lo que no sabían es cómo los estábamos usando. Los hemos usado para llevar nuestro mensaje a una audiencia más amplia. Claro, por cada cien personas que vean esta película, noventa y nueve nos odiarán, pero una nos amará. Y así es cómo construiremos nuestro movimiento. Uno aquí, otro allí, de uno en uno. Solo asegúrense de mostrar esto al máximo de personas posible. Solo estamos buscando a esa alma en cada audiencia. Y ustedes nos ayudarán.

Oír a Bob Miles decir estas palabras fue una píldora amarga de tragar. Sabíamos que lo que estaba diciendo era cierto. Entonces ¿cuál sería nuestra responsabilidad en todo ello? ¿Es mejor no filmar nunca a gente o sucesos como los protagonizados por Naciones Arias, es preferible limitarse a no hacer caso? ¿O es mejor ponerlos al descubierto, confiando en que eso se convertirá en nuestra mejor defensa contra ellos?

Nos detuvimos en la gasolinera al salir de la ciudad. Había un cartel en la ventana que decía: «Películas en casa. Vídeo aquí».

—Uf —dije—. Mirad eso. Se puede alquilar un película en una gasolinera. ¿Es así como acabará? Ahora las películas venden como bolsas de Doritos o productos de bollería.

—Creo que el futuro está ahí —dijo Anne, señalando una gran antena de satélite en el patio de atrás de alguien—. Y estoy segura de que nuestros amigos arios encontrarán una forma de aprovecharlo.

—Ha sido un buen rodaje —remarcó Kevin—. Gradas por prepararlo para nosotros —me dijo—. Has actuado con mucha naturalidad entre estos tipos. Deberías pensar en dedicarte a esto.

—¿A salir con nazis sexys? —pregunté.

—Sí, eso —replicó con una sonrisa.

Entré e invité a todos a café y algo de comer.