Abu Nidal

Abu Nidal tenía un regalo de Navidad para mí. Iba a matarme.

No es que quisiera matarme a mí específicamente. Era más bien como un sorteo. O quizá solo estaba planeando una versión desquiciada del amigo invisible.

Pero él y yo, para bien o para mal, teníamos una cita no planeada una mañana de la semana de Navidad de 1985, en el Aeropuerto Internacional de Viena.

Y yo viví para contártelo.

Abu Nidal era el terrorista más temido del mundo a mediados de los ochenta, el Osama bin Laden de su época. Hasta Yasir Arafat y la OLP lo temían. Después de romper con Arafat una década antes, Abu Nidal formó el Consejo Revolucionario Fatá o, como él prefería llamarlo, la «Organización Abu Nidal». Abu Nidal creía que Arafat era demasiado blando con Israel. Él se oponía a cualquier concesión y creía que destruir objetivos militares era una pérdida de tiempo; pensaba que todos los esfuerzos debían dirigirse contra los civiles. Solo quería matar judíos, y a todos los palestinos que quisieran sentarse a negociar con los judíos. Él era así.

Lo que llevó a Abu Nidal a este camino profesional parecía evidente en su infancia. Su verdadero nombre era Sabri al-Banna y su padre, Jalil al-Banna, era uno de los hombres más ricos de Palestina, propietario de miles de hectáreas de frutales y exportador de fruta a Europa. Se decía que el 10% de los cítricos que llegaban de Palestina a Europa procedían de los árboles de al-Banna.

La partición británica (¡qué término tan educado!) de Palestina y la consecuente creación del estado de Israel —y las varias guerras que siguieron— dejaron a los al-Banna casi arruinados. Como Sabri era el duodécimo hijo de una de las muchas mujeres de Jalil, no le tocó mucho. De hecho, cuando su padre murió, su madre fue expulsada de la familia, y Sabri quedó relegado a un ostracismo que prácticamente lo obligó a valerse por sí mismo. Esto condujo a una serie de situaciones abusivas que lo convirtieron en un chico muy enojado que quería que le devolvieran uno o dos frutales.

Eligió el nombre de Abu Nidal («padre de la lucha») y se impacientó con la OLP. Uno de sus primeros trabajos cuando formó su propio grupo escindido fue empezar a cargarse dirigentes de la OLP. Los odiaba más de lo que odiaba a los israelíes, pero también le quedó tiempo para matar israelíes. En un período de veinte años, coordinó acciones terroristas en más de veinte países en las que murieron al menos novecientas personas. Era bueno en lo que hacía.

En octubre de 1985, solo dos meses antes de que mi camino se cruzara con el de Abu Nidal, su grupo escindido rival, el Frente para la Liberación de Palestina, dirigido por el igualmente temido Abu Abbas, secuestró el crucero Achille Lauro en la costa de Egipto y mató a un anciano estadounidense llamado León Klinghoffer. Le pegaron un tiro en la cabeza cuando estaba sentado en su silla de ruedas y luego empujaron a León y su silla al Mediterráneo.

Esta acción anonadó al mundo, y es justo decir que palestinos, musulmanes y árabes empezaban a presentar un problema de relaciones públicas.

Yo vivía en la parte de Estados Unidos (el sureste de Michigan) que tenía (y aún tiene) más araboamericanos y gente de procedencia árabe per cápita que ninguna otra parte del mundo no árabe. Yo crecí con palestinos, libaneses, sirios, iraquíes, egipcios. Pero en su mayoría palestinos. Los llamábamos árabes, pero pensábamos en ellos como blancos, de la misma forma que pensabas en los hispanos como blancos (claro, eran morenos, pero también eran católicos, así que tenían medio punto).

Los árabes de Flint poseían tiendas de comestibles, el cine, los grandes almacenes, la agencia inmobiliaria y un montón de gasolineras. Decir que a la gente de Flint les gustaban los árabes era como decir que se gustaban ellos mismos. Era más fácil que un hombre nacido en Palestina asistiera al parto de tu madre en el hospital a que te hiciera estallar en un avión. ¡Mucho más! Simplemente, no teníamos esa visión de ellos como «terroristas» y cuando «árabe» o «palestino» se convirtió en un insulto, no fue así para la mayoría de nosotros. Pregunta a cualquiera de Flint que hiciera la compra en Hamady, adquiriera la ropa escolar en Yankee’s, cenara en el American o bailara en Mighty Mighty Mikatam, y no sabrá de qué estás hablando cuando le señales que en la otra punta del mundo, los israelíes invadieron o arrebataron las tierras de los propietarios de estos establecimientos.

Este no era un sentimiento generalizado en el resto del país. «Árabe» se había convertido en sinónimo de «malvado», y entre la OPEP que subía el precio del petróleo y provocaba «escasez de combustible», las dos recientes guerras con Israel y el asesinato de atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Munich, los estadounidenses ya habían tenido suficiente para convencerse de que la última persona que querías ver en el barrio o en el avión a Fargo era un tipo árabe.

Una fundación araboamericana decidió que ellos también habían visto bastante y abrió una oficina de información y educación en Washington. Trataron de publicar comunicados de prensa para contrarrestar las historias de terrorismo que aparecían en los medios con noticias sobre lo que estaban haciendo los árabes americanos para engrandecer Estados Unidos. Mandaron portavoces a hablar con estudiantes en los campus. Patrocinaron becas de periodismo para llevar a grupos de escritores y periodistas al mundo árabe y enseñarles de primera mano cómo vivían y se comportaban la mayoría de los árabes.

En el verano de 1985, solicité una de esa becas. Las cuestiones relacionadas con los árabes eran una preocupación para los lectores de mi periódico —el Flint Voice, que entonces ya era el Michigan Voice—, muchos de los cuales eran araboamericanos de Flint y Detroit. Yo nunca había estado en esa parte del mundo, y la fundación prometía acceso pleno a lo que quisiéramos ver en los países que visitaríamos, incluidas entrevistas con líderes de estos países. En noviembre, supe que había sido seleccionado para una de las becas y que el viaje comenzaría el día después de Navidad.

Volé de Flint al aeropuerto JFK de Nueva York el 26 de diciembre por la tarde para conectar con el vuelo de Royal Jordanian Airlines que llevaría a nuestro grupo a Oriente Próximo. Nos dijeron a todos que nos reuniríamos en el check-in y me presentaron a la gente de Washington que organizaba la visita de dos semanas, así como al resto de periodistas del grupo: alrededor de una docena de tipos que procedían de casi todos los rincones del universo de los semanarios alternativos y periódicos de izquierda. No había ninguno de los medios principales y ninguno de los medios presentes llegaba a más de unos miles de personas. Supongo que el lavado de imagen de los árabes tenía que empezar en alguna parte.

Nos metimos en el vuelo de toda la noche de Royal Jordanian de Nueva York a Ammán, Jordania. Estaba previsto hacer escala en Viena, donde cambiaríamos a otro avión de Royal Jordanian que nos conduciría a Ammán.

Dormí durante la mayor parte de la travesía del Atlántico en el Jumbo, ocupado en su mayor parte por pasajeros árabes. Estudié y leí artículos que había copiado sobre los países que visitaríamos: Jordania, Kuwait, los Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí (después eliminada del itinerario). También visitaríamos los territorios ocupados por Israel en Cisjordania y la Franja de Gaza.

Al llegar a la costa de Europa, el sol estaba alto, y en cuestión de una hora o dos empezamos a descender hacia Viena. El piloto nos informó de que llegábamos con un retraso de veinte minutos.

Aterrizamos sin ningún percance y empezamos a rodar hacia la puerta. Al acercarnos, vi un jet de El Al aparcado junto a nuestra puerta. Me desabroché el cinturón y estaba empezando a recoger mis pertenencias para desembarcar cuando de repente el piloto frenó de golpe. La inercia hizo que me golpeara la cabeza con el asiento de delante.

Estábamos a no más de diez o quince metros de la puerta. Miré por la ventanilla y en cuestión de segundos había vehículos militares rodeando nuestro avión y el avión de El Al. Había unos cuantos jeeps con soldados y policía antidisturbios y un vehículo más grande que no reconocí, pero sí vi que tenía un cañón enorme encima. No era la familia Von Trapp dándonos la bienvenida a Austria. Al principio, simplemente me pareció raro, luego hollywoodesco y después inquietantemente espantoso.

—Señores pasajeros —dijo una voz a través del intercomunicador—. Vamos a estar aquí un rato, así que siéntense y les mantendremos informados.

Eso es lo que no hicieron. Hubo silencio desde la cabina. Una hora de silencio. Nadie dijo nada, aunque la idea colectiva en ese avión de Royal Jordanian era desconcertante y estaba cargada de imaginación:

No comprendía por qué no nos decían nada, y los pasajeros del avión estaban empezando a sentirse igual. Elegí un método sencillo de descubrir la verdad. Me levanté del asiento, caminé hasta la cabina y llamé a la puerta. Una azafata me pidió que me sentara. Se abrió la puerta de la cabina. Era el copiloto.

—Lamento molestarle —dije con educación—, pero la gente se está asustando con toda esta actividad y nadie sabe lo que está pasando.

—Estamos a punto de anunciarlo. Dentro ha habido disparos y han lanzado granadas y parece que hay varios muertos. Nos están reteniendo aquí. Es lo único que sabemos. Y necesito que vuelva a su asiento.

Estaba sin habla. Desde luego no era la respuesta que estaba esperando. Probablemente esperaba que la rampa móvil o la manga no funcionaran bien. Por supuesto, eso no explicaría la presencia del ejército austríaco.

—¿Por qué no han dicho nada? —pregunté.

—Como he dicho, estamos a punto de hacerlo. Por favor, siéntese.

Sentí una náusea al caminar por el pasillo. Uno de los pasajeros que viajaba conmigo me preguntó si estaba bien.

—No —contesté—, no estamos bien.

En ese momento el piloto habló por el intercomunicador.

—Me temo que tenemos malas noticias, y quiero que todo el mundo permanezca tranquilo, porque estamos todos bien —empezó—. Se ha producido un incidente en la terminal que ha causado que cierren el aeropuerto. Al parecer ha habido un atentado terrorista dirigido contra los pasajeros del avión de El Al que está a nuestro lado. El atentado ha terminado y no estamos en peligro. Solo les pedimos que permanezcan en sus asientos y les proporcionaremos toda la información que recibamos. Gracias.

Así que estás sentado en un avión lleno de árabes y musulmanes y recibes un anuncio cordial como ese. Y no estás sentado en un avión cualquiera, estás sentado en el avión de Jordanian, al lado del objetivo, el avión israelí. ¿Cuál es el ambiente en el avión? ¿Todos continúan hojeando la revista de a bordo, Better Homes and Jordán? ¿Las azafatas se disculpan por el inconveniente y anuncian que los auriculares para la película serán gratis? ¿Zumo de manzana y cacahuetes con miel cortesía de la casa? ¿Chalecos antibalas para los pasajeros de primera clase y los demás a colocarnos en posición fetal?

No. El avión se convirtió en una zona de pánico. No bulliciosa, sino atemorizada y silenciosa, donde los pasajeros se acostumbran a una sensación cercana al ahogo. Saben que son todos, todos, sospechosos al instante. Los que no somos árabes evitamos el contacto visual y nos quedamos sentados en nuestros asientos. Estar en un avión lleno de árabes en una aerolínea árabe te ayudaba a recordar que estas cosas normalmente acaban mal, y normalmente terminan allí mismo, en la pista del aeropuerto, justo donde estábamos sentados. Los atletas de Múnich y sus captores murieron en la pista. Igual que un soldado estadounidense en un avión secuestrado, brutalmente apaleado hasta la muerte y arrojado por la ventanilla del avión al asfalto. ¿Asalto en Entebbe? Los israelíes entraron disparando con metralletas en el aeropuerto de Uganda. Y terminaron con el problema del avión de Air France. Allí mismo.

Pasa otra hora, y hay una llamada a la puerta de la cabina principal. Las autoridades del aeropuerto han acercado una escalerilla metálica a la cabina del avión. La puerta delantera se abre y entran hombres uniformados portando armas. No son del servicio de catering.

—Damas y caballeros, atención. Las autoridades austríacas han subido al avión y quieren ver el pasaporte de todos ustedes. Les agradeceremos que sean tan amables de cooperar con ellos. No será mucho tiempo.

Debido al color de mi piel y a que no llevaba ningún pañuelo palestino, estaba bastante a salvo, y probablemente no era la persona a la que ellos estaban buscando. Pero «¿a quién están buscando? Pensaba que el atentado había “terminado”. ¡Están buscando a alguien en este avión!».

Nada de lo que ocurría tenía buen aspecto, y no importaba que yo no fuera árabe. Miré a nuestro grupo de líderes con una mirada acusatoria. Gracias por llevarme en este viaje para mejorar la imagen de los árabes. Estamos empezando bien. ¡Me muero de ganas de ver la siguiente parada del viaje! Un pintoresco paseo a una parada de autobús repleta de Jerusalén Oeste en hora punta y un: «Eh, ¿alguien se ha dejado una bolsa aquí?». ¡Bum!

Vivía en Flint. Vivía cerca de Detroit. En 1985, las tasas de homicidios en ambas ciudades competían entre sí para liderar la nación. No es que no estuviera acostumbrado al peligro o a actos aleatorios de «te veo en el otro mundo». Pero no se trataba de eso. Me había encontrado en medio de un incidente terrorista donde me decían que había gente muerta dentro del edificio.

No nos dicen toda la verdad: que un total de cuarenta y dos personas han resultado heridas de bala o a consecuencia de la metralla de granadas. Peor todavía, no nos han dicho que en el mismo momento en que en Viena se producía el atentado a unos pasos de nosotros, otro grupo de la misma organización terrorista abría fuego en el Aeropuerto Internacional de Roma. Dieciséis personas yacían muertas allí, junto con otros noventa y nueve a los que habían disparado o herido.

Como los atentados estaban sincronizados para producirse de manera simultánea, la policía creía que las acciones de la mañana no habían terminado y que posiblemente habría más. ¿Había terroristas en nuestro avión de Jordanian Airlines que habían planeado bajar cuando teníamos que cambiar de avión para unirse al atentado, quizás ahí mismo en la puerta de al lado del avión de El Al? Pero no pudieron porque llegaron veinte minutos tarde. Si hubiéramos llegado a tiempo, habríamos estado justo en el interior de la terminal donde se produjo la masacre. Nunca había estado más feliz de que mi vuelo se retrasara (y desde entonces nunca me he quejado por el retraso de un vuelo).

La policía no quería correr riesgos. Querían ver quién iba a bordo de nuestro avión. Estaban preparados para entrar en acción.

El proceso «pasaporte, por favor» transcurrió sin incidentes. Todos mostraron la mejor conducta, y había tanto silencio que ni siquiera los bebés se atrevían a llorar o balbucir nada. Después de cuarenta y cinco minutos sin ninguna eventualidad, las autoridades bajaron del avión. Luego volvimos a la espera y al agujero negro de la ausencia de información.

En un momento, quizás a las cuatro horas del inicio de esa terrible experiencia, el piloto volvió al intercomunicador.

—Bueno —dijo con un suspiro—, esto es lo que vamos a hacer. Los austríacos no quieren que nadie baje de este avión y entre en Austria. La mayoría de los que viajan en este vuelo iban a cambiar a otro avión para ir a Ammán, de manera que simplemente vamos a repostar combustible y llevarlos a todos a Ammán. A aquellos de ustedes que tenían que conectar con otro vuelo en Oriente Próximo los conectaremos vía Ammán. Si alguien es ciudadano austríaco, puede levantarse ahora y le dejaremos bajar del avión. El resto de ustedes, siéntense y prepárense para partir de Viena dentro de veinte minutos.

Ahí estábamos, a unos metros de la puerta de embarque, pero los austríacos no iban a correr riesgos. Mejor sacarlos a todos de aquí lo antes posible y dejarlos en su propio desierto patético. Aparecieron los camiones de combustible, conectaron sus mangueras de petróleo árabe y llenaron el depósito para volar a Jordania.

Al cabo de veinte minutos, como se había prometido, los vehículos del ejército se apartaron y nos permitieron salir marcha atrás hasta la pista de despegue. Menos de tres horas después estábamos en Ammán. Los organizadores del grupo hicieron lo posible por poner todo el día en contexto, pero no había nadie entre nosotros que necesitara un discursito sobre la cabezonería de medir a todos los árabes con el mismo rasero. Estábamos bien, estábamos a salvo, y todavía no conocíamos la historia completa de lo que había ocurrido. Nuestro chófer nos llevó a Ammán y la vista era hermosa llegando de las colinas que dominan la ciudad. Pensé que quizá Roma habría tenido ese aspecto antes de modernizarse. Estaba oscuro cuando llegamos al hotel y nos registramos. Fui a mi habitación, me tumbé en la cama y encendí la televisión. Estábamos en el mejor hotel de Ammán (¡querían causar una buena impresión!), así que tenían el canal conocido como Cable News Network. Tumbado en la cama, observé horrorizado. Me enteré por primera vez de todo lo que no nos habían dicho sobre los sucesos del día en Roma y Viena, con imágenes en color y comentarios coloridos. Cuarenta y dos heridos esparcidos en el suelo de la terminal de Viena, 115 en Roma. Obra de Abu Nidal. Abu Nidal había elegido este día, ese momento, para un asesinato masivo. Yo simplemente tenía que ser un extra en su película de terror, representada en el escenario del mundo del que se había apropiado. No me conocía a mí ni a nadie que fuera en ese avión o estuviera en esa terminal. Solo éramos algunas de las docenas de personas sin rostro a las que dispararían con metralleta o lanzarían una granada o ambas cosas, para luego, si esa era nuestra suerte, morir desangrados delante del free-shop. Por supuesto, teníamos rostro, nombre y tierra, porque si no tienes tierra no hay free-shops en los campos de refugiados, ni Jamba Juice en el puesto de al lado hechos con naranjas que fueron tuyas. Te dejaron vivir una vida donde te desangrarías hasta la muerte (aunque de una manera mucho más lenta), lo mismo que tú querías que me pasara a mí, porque los israelíes y el mundo entero te han declarado un fracasado, un ser insignificante, una molestia que debería desaparecer. Yo odiaba todo ello y odiaba este mundo en el que no había pedido vivir. Todos son castigados.

El periodista contó la historia de lo que ocurrió en Viena y Roma con un inicio, un nudo y un final; y aunque yo había estado presente, era como si no hubiera estado allí. Alguien que no había estado allí, ese periodista de Atlanta, Georgia, sabía más que yo. Y en ese momento me convertí en parte del selecto grupo de personas de finales del siglo XX que han estado presentes en un acto de terrorismo. Me senté en la cama y me sentí como se sintieron la mayoría de los presentes en el montículo de hierba de Dallas en ese día de dos décadas antes. Sabías que algo malo había ocurrido, pensabas que habías visto algo terrorífico, pero no podía ser, simplemente no podía ser.

Y todo terminaba tan deprisa que tu cerebro no podía eliminar tan pronto las imágenes de las córneas y procesarlas en una explicación razonable de lo que acababa de ocurrir. No había un narrador en la plaza Dealey ni en el aeropuerto de Viena, no había nadie que fuera tu cronista, tu guía; una voz pausada capaz de dar sentido a todo para que tú pudieras entenderlo.

Y para aliviarte. Pero no hay alivio posible. Porque tú no lo has visto en una pantalla de veinticinco pulgadas en un bar de Boulder, estabas allí. Y no eras tu propio narrador porque para ti no era una noticia, era un maldito momento real de «¿voy a sobrevivir?» y «qué coño está pasando aquí». La televisión me lo explicó todo. Antes en el avión había mantenido relativamente la calma, confundido, sí, preocupado, sin duda alguna. Pero había mantenido la calma, como el resto de los pasajeros. Sabíamos que había muerto gente, pero también teníamos que ir al lavabo.

Ahora, por primera vez ese día, con la mirada clavada en la CNN, empecé a temblar y luego a llorar. Mucho. La historia en la televisión era más real que la realidad de la que tan cerca había estado. Pensé en esos veinte minutos de retraso del avión. Cogí el teléfono y llamé a mi mujer en Estados Unidos. Ella había estado llamando a todas partes, tratando de localizarme. Me quedé en silencio. Y entonces empecé a llorar otra vez.