La bendición

Mi sacerdote tenía una confesión que hacerme.

—Tengo sangre de verdad en las manos, Michael —dijo el padre Zabelka en voz baja—. Quiero que lo sepas.

El padre George Zabelka y yo estábamos sentados en el porche de la oficina de mi periódico. Él era el antiguo pastor de la iglesia del Sagrado Corazón de Flint (la iglesia en la que después me casaría). El padre Zabelka se había retirado, pero todavía trabajaba en una amplia gama de proyectos en la zona de Flint, entre los que estaba ayudarnos como voluntario del Flint Voice.

Viviendo en el centro de Flint, había dejado de ir a misa unos seis años antes, y por eso el padre George era lo más cercano que tenía a un sacerdote, porque yo todavía creía mucho en los principios fundamentales de la fe: ama al prójimo, ama a tu enemigo, trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti. Estaba de acuerdo en que uno tenía la responsabilidad personal de asistir a los pobres, los enfermos, los presos y los marginados. En cambio, no defendía muchas de las doctrinas de la Iglesia en lo referido a determinadas cuestiones, normalmente las que hacían daño a la gente (gais), convertían a otras personas en ciudadanos de segunda clase (mujeres) y usaban el fuego del infierno para asustar a los creyentes en relación al sexo.

Disfrutaba en mis reuniones semanales o mensuales con el padre Zabelka e incluso asistía a sus oficios religiosos en iglesias del condado de Genesee. Se convirtió en mi pastor de facto.

Pero ahora quería decirme algo. Entonces solo hacía unos meses que lo conocía, y por eso la frase de las manos manchadas de sangre fue un poco sorprendente, y me sentí incómodo al momento.

Sacó una vieja fotografía y la señaló. En el centro de la foto había un avión, y delante del avión, un grupo de aviadores. Y en medio de los aviadores había un capellán, un sacerdote.

—Ese soy yo —dijo, señalando a una versión mucho más joven de sí mismo—. Ese soy yo.

Me miró como si se supusiera que yo tenía que saber algo o decir algo. Yo lo miré, perplejo y tratando de comprender lo que se suponía que tenía que comprender. Entonces caí en la cuenta de que él, como mi padre, acarreaba todas las cicatrices de la guerra. Solo por haber estado allí, ese buen párroco debía sentir todavía que era partícipe de un montón de muerte y sufrimiento. Lo comprendí.

—Así que estuvo en la Segunda Guerra Mundial —dije con simpatía—. Mi padre también. ¡Tanta muerte y destrucción! Tuvo que ser terrible ser testigo de eso. ¿Dónde estuvo destinado?

Él continuó mirándome como si no lo entendiera.

—¿Qué pone en el avión? —preguntó.

Miré de cerca para ver lo que estaba escrito en el morro del avión.

Oh.

Enola Gay.

—Exacto —dijo el padre Zabelka—. Yo era el capellán de la 509 en la isla de Tinian. Era su sacerdote.

Y a continuación añadió:

—El seis de agosto de mil novecientos cuarenta y cinco, bendije la bomba que iban a arrojar sobre Hiroshima.

Respiré hondo, mirando la foto, luego aparté la vista y por fin lo miré nuevamente a él. Sus ojos oscuros parecían más oscuros todavía.

Yo era el capellán del Enola Gay. Dije misa para ellos el cinco de agosto de mil novecientos cuarenta y cinco, y a la mañana siguiente los bendije al partir en su misión para exterminar a doscientas mil personas. Con mi bendición. Con la bendición de Jesucristo y de la Iglesia. Yo hice eso.

No sabía qué decir.

Él continuó:

—Y tres días después, bendije a la tripulación y al avión que lanzó la bomba en Nagasaki. Nagasaki era una ciudad católica, la única ciudad de mayoría cristiana de Japón. El piloto del avión era católico. Acabamos con las vidas de cuarenta mil compañeros católicos, con setenta mil personas en total.

Casi se le saltaban las lágrimas cuando me contó semejante horror.

—Había tres órdenes de monjas en Japón, todas con sede en Nagasaki. Hasta la última de ellas se evaporó. Ni una sola monja de las tres órdenes sobrevivió. Y yo bendije eso.

No sabía qué decir. Estiré el brazo y le puse una mano en el hombro.

—George, usted no tiró la bomba. Usted no planeó la destrucción de esas ciudades. Estaba allí haciendo su trabajo, ocupándose de las necesidades espirituales de esos hombres jóvenes.

—No —insistió—, no es tan sencillo. Formé parte de ello. No dije nada. Quería que venciéramos. Yo formaba parte del esfuerzo bélico. Todo el mundo tenía una misión que cumplir. Mi misión era aprobarlo en el nombre de Cristo.

Explicó que lejos de sentir repulsión cuando oyó la noticia sobre Hiroshima al día siguiente, experimentó lo mismo que la mayoría de los estadounidenses: alivio. Eso podría poner fin a la guerra.

—No lo dejé —dijo con énfasis—. Seguí siendo capellán, incluso después de la guerra, en la Reserva y en la Guardia Nacional. Durante veintidós años. Cuando me retiré, era teniente coronel. Pocos capellanes alcanzan ese rango.

A continuación narró que, un mes después de las dos bombas, se unió a las fuerzas estadounidenses que entraron en Japón tras la rendición nipona. Terminó en Nagasaki y vio a los supervivientes y fue testigo del sufrimiento que pasaban. Encontró el cuartel general, en ruinas, de una de las órdenes de las monjas. En la catedral, encontró el incensario bajo los escombros, la parte superior estaba intacta. Participó en la ayuda humanitaria. Eso hizo que su conciencia se sintiera mejor.

—Pero ¿sabía la mañana del seis de agosto que el Enola Gay iba a tirar esa bomba? ¿Sabía siquiera lo que era esa bomba?

—No, no lo sabíamos —dijo Zabelka—. Lo único que sabíamos era que era «especial». Decíamos que estaba «trucada». Nadie tenía ni idea de que poseyera la capacidad de hacer lo que hizo. La tripulación recibió instrucciones especiales, sabían que no tenían que mirar y que tenían que salir de allí lo más deprisa posible.

—Entonces, si no lo sabía, no es responsable.

—¡No es cierto! —dijo con firmeza—. ¡No es cierto! Es responsabilidad de todo ser humano conocer sus acciones y las consecuencias de sus acciones y hacer preguntas y cuestionar las cosas que están mal.

—Pero, George, era la guerra. Nadie estaba autorizado a hacer preguntas.

—Y es exactamente esa clase de actitud la que continúa metiéndonos en más guerras: nadie pregunta nada, y menos en el ejército. Obediencia ciega, pero nosotros no dejamos que los alemanes se salvaran con esa excusa, ¿verdad?

—Pero, George, la diferencia es que nosotros éramos los buenos, fue a nosotros a los que atacaron.

—Todo eso es verdad. Y la historia la escriben los vencedores. Hay que tener en cuenta que los japoneses ya habían decidido rendirse. Queríamos lanzar esas bombas. Queríamos enviar un mensaje a los rusos.

Me miró directamente y continuó:

—Puedes decir que antes de Hiroshima yo no sabía nada sobre lo que haría esa bomba. Pero ¿qué pasó tres días después? Entonces lo sabía. Sabía lo que ocurriría en la siguiente ciudad, que resultó ser Nagasaki. Y aun así lo bendije… bendije la bomba. Bendije a la tripulación. Bendije la carnicería de setenta y tres mil personas. Que Dios se apiade de mí.

George me contó que entre mediados y finales de los sesenta tuvo su «momento de San Pablo» en el que «cayó de su caballo» y se dio cuenta de que los hombres en el poder no pretendían nada bueno y que siempre eran los pobres quienes sufrían. Decidió consagrar su vida al pacifismo total y se convirtió en portavoz crítico de la guerra de Vietnam en sus sermones del domingo. Se implicó en el movimiento por los derechos civiles de Flint. Era la definición misma de un sacerdote radical. Apoyó a Students for a Democratic Society, y cuando en 1969 los Weathermen celebraron reunión del consejo de guerra en Flint, de infausta memoria, abrió las puertas de su iglesia a los participantes (que desde luego no eran todos pacifistas) para que tuvieran un sitio para dormir. Se hizo famoso como el sacerdote que no retrocedía, que no renunciaba en cuestiones de guerra, raza y clase. Había oído hablar del padre Zabelka durante todos esos años. Simplemente no sabía por qué era como era. En ese momento lo supe. Y por mucho que trabajara por la paz, nunca podría dejar de ser el sacerdote que «bendijo la bomba».

—Tendré mucho de lo que responder cuando me encuentre con san Pedro en esas puertas —dijo—. Espero que sea misericordioso conmigo.

Estaba agradecido por el hecho de que me hubiera contado su historia y escribí sobre ello en mi periódico. Él continuó ayudando en el Voice, haciendo cualquier trabajo que hubiera que hacer, como llevar periódicos al norte de Flint.

Cuatro años después, el padre Zabelka decidió que era el momento de cumplir más penitencia, y difundir el evangelio de la paz. Empezó por recorrer América hasta Tierra Santa, un recorrido a pie desde Seattle a Nueva York, luego un viaje en avión sobre el océano (no había perfeccionado lo de caminar sobre las aguas) para después continuar caminando hasta Belén. Un total de doce mil kilómetros. Y lo hizo en solo dos años. En paradas a lo largo del camino contó la historia de su transformación de un capellán partidario de la guerra atómica en un pacifista radical.

Cuando regresó, paró en el Voice un día y dijo que quería verme.

—Michael, he estado pensando un tiempo y preguntándome por qué dejaste el seminario, por qué no te ordenaste sacerdote.

—Bueno —dije—, por varias razones. Solo tenía catorce años al entrar. A los quince, las hormonas empezaron a actuar. Además, no me importaba y no me importa la institución y su jerarquía. Y lo que la institución dice que defiende hoy tiene poco que ver con las enseñanzas de Jesucristo.

»Ah, y también me dijeron que no volviera».

Puede que Zabelka fuera un sacerdote radical, pero seguía siendo un sacerdote y todavía tenía mucha fe en la Iglesia católica.

—He estado leyendo algunos de tus comentarios sobre la Iglesia y el Papa en el Voice, y me preocupo por ti. Y por tu alma.

Me reí.

—George, no ha de preocuparse por mi alma. Me va bien.

—Pero parece que has dejado la Iglesia.

—Digamos que soy un católico en recuperación.

Que no se recuperó bien.

—¿Me harías el favor de rezar conmigo ahora?

—¿En serio?

—Sí. Solo quiero asegurarme de que estarás bien.

—Estaré bien. Y rezo cuando lo necesito.

—Solo reza un padrenuestro conmigo ahora.

Empezó:

«Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…».

—George, basta. Esto no es necesario.

»Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como…».

—¡George! ¡Basta! Me está asustando.

—No digas eso sobre el padrenuestro, Michael —dijo, interrumpiendo la oración—. Creo que lo necesitas.

—No lo necesito. No lo quiero. Y no sé lo que le está pasando.

Se quedó en silencio. Me miró. No dijo nada. No sabía qué decir. El silencio era insoportable.

—Es importante que continúes —dijo, cuando finalmente habló—. Es importante que hagas lo que haces. Pero no puedes hacerlo sin la Iglesia. Necesitas a la Iglesia y la Iglesia te necesita a ti. Has de volver a misa. Has de buscar un lugar dentro de la Iglesia donde puedas encontrar la paz.

Me di cuenta de que estaba hablando de sí mismo. Me di cuenta de que todavía se culpaba por lo ocurrido en la isla de Tinian, comprendí que si no fuera por la Iglesia, por su fe, quién sabe qué habría sido de él. Por cada azote que se daba a sí mismo por Hiroshima y Nagasaki, tenía a la Iglesia católica a su lado para darle una oportunidad de redimirse. Seguía siendo sacerdote. Todavía podía hacer el bien con eso, y quizá pensaba que, si lo hacía lo bastante bien, sería perdonado el día del Juicio. Miré a ese hombre mayor y comprendí que todavía llevaba demonios consigo. No me ofendía que pensara que necesitaba alguna clase de «salvación». Era algo fácil por lo que perdonarlo.

Hablé:

«El pan nuestro de cada día dánoslo hoy y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación más líbranos del mal, amén».

Sonrió.

—Eso es. ¿No era tan difícil, no?

—No, padre George —dije con amabilidad—, no.

—¡Bien! Ahora, ¿qué quieres que haga para el periódico de la semana que viene?