El primogénito de mi familia no llegó a nacer.
Y luego vine yo.
Hubo otro niño en camino, un año antes que yo, pero un día mi madre sintió un fuerte dolor y, en cuestión de minutos, Mike el Primero se lo pensó mejor antes de su muy esperado debut en la Tierra, gritó: «¡La cuenta, por favor!», y salió del útero antes de que el público, con su aplauso, decidiera quién era Reina por un Día.
Este repentino y desafortunado suceso entristeció sobremanera a mi madre, de manera que, para consolarla, mi abuela la llevó de peregrinación a Canadá para que rogara misericordia a la santa patrona de las mujeres de parto, la madre de la mismísima Virgen María, santa Ana. Santa Ana era también la santa patrona de Quebec, y se había construido un altar en su honor en la basílica de Sainte-Anne-de-Beaupré, en la provincia de Quebec. La basílica contenía algunos de los huesos de la santa además de otros objetos sagrados en los cimientos del santuario, cubiertos por la Escalera Santa. Se decía que si subías esos escalones de rodillas, la madre de la Santa Virgen te ayudaría a hacer lo que no hacen las vírgenes, concebir.
Y así pues, mi madre subió cada uno de los veintiocho escalones de rodillas; y en cuestión de semanas, con la misma seguridad con que Dios es al mismo tiempo mi testigo y mi especialista en fertilidad, yo fui concebido en una calurosa noche de julio, primero como idea y luego…, bueno, el resto, lo dejo a tu imaginación. Baste decir que en cuestión de nueve meses el óvulo fecundado se desarrolló en un feto y que, finalmente, se convirtió en un niño de casi cuatro kilos que nació con el cuerpo de un defensa de fútbol americano y la cabeza de Thor.
Sedaron a mi madre para que no experimentara de primera mano el milagro de la vida. Yo no fui tan afortunado. Tiraron, pincharon y empujaron y, en lugar de dejarme que yo me ocupara a mi debido tiempo, me agarraron y me sacaron a un mundo de luces brillantes y desconocidos que llevaban máscaras, obviamente para ocultarme su identidad.
Y antes de que pudiera sentir el amor que reinaba en la habitación, me dieron un buen azote de los años cincuenta en el trasero. ¡Ay! ¡Buaaaa! ¡Eso duele! Y luego, fijaos bien, cortaron mi órgano más importante, ¡el tubo de alimentación que me unía a mi madre! Simplemente me separaron de ella. Me di cuenta de que este no era un mundo que creyera en el consentimiento previo ni en mi necesidad de una fuente ininterrumpida de nutrición básica.
Después de que me separaran de manera permanente de la única persona que me había amado (una mujer buena y decente a la que habían drogado y asaltado y que todavía estaba fuera de combate media hora después), llegó el momento de la comedia. La enfermera bromeó con que pensaba que yo «era tan grande como dos gemelos». ¡Risas! El doctor subrayó que al menos tres de esos casi cuatro kilos tenían que estar en mi cabeza. ¡Menudas carcajadas! Sí, esos tipos eran la monda.
Reconoceré que tenía una cabeza inusualmente grande, aunque eso no era raro para un bebé nacido en el Medio Oeste. Los cráneos en nuestra parte del país estaban diseñados para dejar un poco de espacio adicional, con la finalidad de que el cerebro creciera si alguna vez teníamos la oportunidad de aprender algo situado fuera de nuestras vidas rígidas e insulares. Quizás un día estaríamos expuestos a algo que no comprendíamos del todo, como un idioma extranjero, o una ensalada. Nuestro espacio craneal adicional nos protegería de esos contratiempos.
Ahora bien, mi cabeza era diferente a las de otros bebés de Michigan de cabeza grande, no por su peso y tamaño real, sino porque no parecía la cabeza (o la cara) de un bebé. Daba la sensación de que alguien había pegado con Photoshop la cabeza de un adulto en el cuerpo de un bebé.
En la década de 1950, los hospitales se consideraban abanderados de la moderna sociedad de posguerra. Y convencían a las mujeres que entraban en ellos de que lo «moderno» era no dar el pecho a tu bebé: dar el pecho estaba pasado de moda y era malo. Las mujeres modernas usaban el biberón.
Por supuesto, «moderno» no era la palabra adecuada. Probemos con «maléfico». Convencieron a nuestras madres de que si un alimento viene embotellado —o en una lata o en una caja o en una bolsa de celofán— era mejor para ti que cuando lo recibes gratis a través de la madre naturaleza. Allí estábamos, millones de bebés con pañales y arrullos, y en lugar de acercarnos a los pechos de nuestras madres, nos pusieron biberones en las bocas. Y esperaban que encontráramos cierta dosis de placer en una falsa tetilla de goma cuyo color parecía el de la diarrea. ¿Quién era esa gente? ¿Tan sencillo era engañar a nuestros padres? ¿Si podían engañarlos tan fácilmente en esto, de qué otra cosa podían convencerlos? ¿De comprar crema de maíz en lata? ¿Fertilizante químico para el jardín? ¿Un Corvair?
A una generación entera nos presentaron en nuestra primera semana el concepto de que falso era mejor que real, de que algo manufacturado era mejor que algo que teníamos allí delante. (Después, esto explicó la popularidad de la comida rápida a base de desayuno con burritos, los neocons, las Kardashian, y por qué pensamos que leer este libro en una pantalla pequeña a la que le quedan tres minutos de batería es algo agradable).
Pasé una semana entera en la sala de maternidad del St. Joseph Hospital de Flint, Michigan, y dejad que os diga que —lo sé por algunas de las conversaciones que tuve con los otros recién nacidos— nadie entendía los falsos pezones de plástico, y eso hacía que nos sintiéramos como un grupo desdichado y cínico, y la mayoría de nosotros ya ansiábamos el día en que devolveríamos el golpe a esta generación con nuestro pelo largo, ingentes cantidades de sexo prematrimonial y Malcolm X. El biberón creó Woodstock y la quema de banderas y PETA. Puedes citarme.
El día en que me soltaron del St. Joe, me sacaron por primera vez a la calle y el sol me dio en la cara. Fue fantástico. Era un día bastante caluroso para un mes de abril en Michigan, pero a mí no pareció importarme, todo envuelto en un arrullo azul nuevo y confortable, satisfecho de estar en brazos de mi madre. Ella y mi padre entraron en el asiento delantero de su sedán Chevrolet Bel Air de dos tonos de 1954. Mi padre arrancó el coche. Mi madre dijo que tenía «calor». Yo estaba bien.
Ella le pidió a mi padre que abriera los conductos de aire para enfriar el coche. Y cuando él obedeció, toda la porquería que se había acumulado durante el invierno salió escupida por las rejillas: una sustancia negra como el hollín que se extendió sobre mi arrullo azul y sobre mí. Tenía la carita ennegrecida, y empecé a toser, resollar y llorar. «¡Llévame otra vez al hospital!». Mi madre no pudo contener un grito de horror y mi padre enseguida apagó la ventilación y empezó a ayudar a limpiarme.
En cuestión de veinte minutos, estábamos en mi primer hogar, un pequeño apartamento de dos dormitorios encima de Kelly’s Cleaners, una tintorería de lavado en seco del centro de Davison, Michigan. Davison era una pequeña población situada a nueve kilómetros de los límites de la ciudad de Flint. La familia de mi madre había vivido en la zona de Davison desde que Andrew Jackson era presidente; en otras palabras, desde mucho antes que nadie, salvo los nativos. La suya fue una de las primeras familias que fundaron la parroquia católica local. Mi padre, que procedía de una familia de origen irlandés de la parte este de Flint, disfrutaba del ambiente tranquilo y sencillo de Davison, completamente alejado de la existencia marginal a la que estaba acostumbrado en la ciudad. Su única experiencia anterior en Davison se remontaba a la vez en que su equipo de baloncesto del colegio secundario St. Mary de Flint vino a jugar contra los Cardinals de Davison, y la multitud empezó a hostigar a los jugadores con insultos anticatólicos («¡Eh, comedores de pescado!», era el mayor insulto que proferían los aficionados de Davison). Eso bastó para el padre Soest, el párroco de St. Mary. Se levantó, declaró el final del partido, se llevó a su equipo del gimnasio y se volvió a Flint. Por lo demás, a mi padre le gustaba Davison.
La tienda que ocupaba la planta baja de nuestro edificio era propiedad del padre de mi madre, mi abuelo el doctor Wall, quien durante medio siglo fue conocido como el «doctor del pueblo» de Davison. El doctor Wall y su mujer, Bess, vivían en la casa blanca de dos plantas en la que había nacido mi madre, dos puertas más allá. Cada día el buen doctor subía los veintiún escalones hasta nuestro apartamento para ver cómo le iba a su nieto. Creo que también estaba intrigado por el nuevo artefacto que teníamos en la sala: una televisión Westinghouse de diecinueve pulgadas, y se pasaba una hora o dos mirándola. Mi abuela comentaba que yo había salido a él, y al doctor le gustaba. Incluso tenía su propio nombre para mí —Malcolm— y componía canciones que luego me cantaba («Es un chico excelente, y un polvorilla, y arreglaremos su cochecito con una almohadilla»). Mi abuelo falleció antes de que yo cumpliera tres años, y solo tengo dos vividos pero maravillosos recuerdos de él: construyéndome una tienda hecha de mantas en su sala de estar y la música animada que tocaba para mí con su violín irlandés mientras yo cabalgaba precariamente en su rodilla trotadora.
Según me contaron, mis primeras horas en mi nuevo hogar transcurrieron sin incidentes. Pero con el paso de la tarde empecé con un ininterrumpido ataque de llanto que, a pesar de las mejores intenciones de mi madre para consolarme, no cesó. Después de más o menos una hora, ella empezó a preocuparse y llamó a sus padres para pedirles consejo. La abuela Bess llegó enseguida y, después de inspeccionar al bebé llorón con la cabeza del tamaño de un adulto, preguntó:
—¿Cuándo ha sido la última vez que le has dado de comer?
—En el hospital —respondió mi madre.
—¡Pero si hace horas! ¡Este niño tiene hambre!
Gracias, abuela Bess, por decir esas palabras que todavía no tenía en mi vocabulario.
Mi madre encontró la bolsa que le habían dado en el hospital y buscó el biberón, pero no estaba. Ni biberón, ni leche preparada. Pero, espera un momento… ¿no hay ningún pecho en la habitación? ¡Hola!
Mi madre debió de oírme, y por eso intentó, siguiendo las instrucciones de su propia madre, darme el pecho. Pero o las cañerías no funcionaban o yo ya estaba enganchado al líquido azucarado con aspecto de leche, porque no me enteraba. El llanto continuó y Bess le pidió a su hija que despertara a mi padre (que ya estaba dormido; el primer turno en la fábrica empezaba a las seis de la mañana) y lo envió a Flint a comprar leche preparada en el único establecimiento de la ciudad abierto las veinticuatro horas.
En cuanto a mí, ¡estaba convencido de que esa gente intentaba matarme de hambre! ¡Y no sabía por qué! El llanto continuó. Diligentemente, mi padre se vistió y tomó la carretera de dos carriles que llevaba a Flint para comprar leche preparada y un biberón. Volvió al cabo de una hora, y enseguida prepararon el biberón y me lo dieron. Yo lo agarré con las pocas fuerzas que me quedaban. Y no dejé de tragar hasta que me lo terminé.
Por alguna razón, nunca encontré la senda llamada «normal» y tuve suerte de que la ciencia y la empresa todavía no hubieran conspirado para inventar formas de sedar y desensibilizar a un pobrecito como yo. Es una de las pocas veces en que doy gracias a Dios por crecer en los ignorantes e inocentes años cincuenta y sesenta. Aún tendrían que pasar unos años antes de que la comunidad farmacéutica descubriera cómo drogar a un bebé como yo y para que maestros y madres te enviaran al «rincón de pensar». Con frecuencia he imaginado lo que los pediatras de hoy en día me habrían hecho si hubieran vivido entonces y hubieran sido testigos de mi extraño comportamiento.
Por ejemplo, la forma en que me transportaba en mis primeros años. Gatear y luego caminar, como hacen la mayoría de los bebés, no bastaba para mí. Yo tenía otros planes. Para empezar, me negué a gatear. No gatearía por nadie. Mis padres me ponían en el suelo y yo hacía huelga. «No me muevo. No voy a ninguna parte. Os podéis quedar ahí mirándome hasta el día del juicio, pero no pienso moverme».
Al cabo de un tiempo percibí su decepción, así que alrededor de mi noveno mes decidí gatear… hacia atrás. Me ponían en el suelo y yo simplemente iba marcha atrás. Nunca hacia delante, solo hacia atrás. Y quiero decir que, en cuanto tocaba el suelo, salía disparado en dirección contraria. Pero nunca choqué con nada. Era extraño, como si tuviera ojos en la parte de atrás del pañal. A mi pequeño cuerpo se le había atascado la marcha atrás, y si querías que fuera hacia ti, tenías que colocarme en dirección contraria para que pudiera retroceder.
Esto se convirtió en fuente de diversión para los adultos. «Demasiado divertido», pensé cuando la gente empezó a pasarse por casa para ver al bebé que gateaba hacia atrás, así que decidí cambiarlo. Lenta y metódicamente empecé a gatear hacia delante. No de manera despreocupada como la mayoría de los bebés, sino de manera muy decidida, reflexiva, con una mano delante de la otra, y no antes de sentir primero la textura del suelo (un poco aquí, un poco allí) y luego eligiendo el lugar exacto que era aceptable para mi estética y mi gusto. Y entonces gateaba. Si tenía ganas.
Caminar parecía sobrevalorado, y mientras observaba a los otros bebés del barrio levantándose y agarrándose a los muebles y a perneras de pantalón para equilibrarse antes de caer unos pocos cientos de veces, yo prefería retrasar esta fase de mi vida.
Se convirtió en el pulso de la casa. Ya había otro bebé en camino, e incluso después de que mi hermana Anne naciera y estuviera lista para gatear, yo todavía no caminaba. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que malgastar energía? Ya había tenido ocasión de ver lo que implicaba la mayoría de la vida: un tercio de ella se pasaba tumbado en una cama, durmiendo. Otro tercio tenías que estar de pie en un sitio toda la jornada, en una cadena de montaje o sentado detrás de un escritorio. Y el tercio final del día se pasaba sentado a la mesa del comedor o en un sofá mirando la televisión. ¿Y para qué necesitaba caminar un bebé mientras hubiera cochecitos, patinetes, andadores, triciclos y padres que te llevaran? ¡Dame un respiro! Además, no es que tuviera ningún sitio al que ir ni un lugar en el que estar.
Esta actitud no me estaba granjeando muchos elogios de mis padres. Un niño de un año y medio necesita amor y adoración, y me daba la sensación de que esos sentimientos estaban apagándose rápidamente. Así que un día, en mi decimoséptimo mes, pensé que sería mejor levantarme y mostrarles de qué pasta estaba hecho. Me levanté como un gimnasta de Alemania del Este y caminé recto como una flecha hasta el ventilador para meter la lengua en él. Mis padres estaban encantados y horrorizados.
¿Queréis que camine? Pues así es.
Mi madre sabía que yo era diferente, así que decidió compartir conmigo un secreto cuando cumplí cuatro años. Me enseñó a leer. Este aumento de autonomía no tenía que producirse hasta al cabo de un par de años, y por una buena razón: si sabes leer, sabes algo. Y saber algo, sobre todo en los años cincuenta, era una receta para tener problemas.
Mamá empezó con el periódico del día. No con un libro infantil (de los que había un montón en la casa), sino con el Flint Journal. Primero me enseñó a leer la previsión meteorológica. Eso era información útil, y yo valoraba saber algo que los otros niños no sabían, como si iba a llover o a nevar al día siguiente. También me obsesionaba la concentración de polen. Podía decirle con orgullo a cualquiera que me cruzara por la calle cuál era la concentración de polen del día. Creo que Davison se convirtió en la población más competente en cuestión de polen gracias a mí. Hasta el día de hoy, tú vas a Davison, Michigan, y preguntas a alguien: «¿Eh, cuál es la concentración de polen?», y te la dirá bien contento, sin vacilación ni prejuicios. Eso lo empecé yo.
Después de la previsión del tiempo y la concentración de polen, mi madre me enseñó a leer los titulares de primera página, y más tarde, la previsión astronómica diaria y los resultados deportivos. No me enseñó el abecedario. Me enseñaba palabras. Palabras conectadas con otras palabras. Palabras que tenían significado para mí y palabras que me dejaban perplejo, pero ansioso por saber lo que significaban. Cada palabra de la página se convertía en un rompecabezas a resolver, ¡y era divertido!
Enseguida empezamos a ir a la biblioteca una vez por semana, y yo siempre sacaba el máximo permitido: diez libros. Normalmente trataba de colar un undécimo en la pila, y tuve la suerte de que las amables bibliotecarias o bien eran malas en matemáticas o, lo que es más probable, veían lo que estaba haciendo y lo último que querían era desalentar a un niño que quería leer.
Y de pronto comenzó el maltrato infantil: ¡mis padres me enviaron a la escuela! Me aburría como una ostra, pero me guardé mucho de dejar que los demás alumnos se enteraran de que sabía leer y escribir y hacer cuentas. Eso habría sido el beso de Judas, sobre todo con los niños, que me habrían pegado constantemente; por seguridad, traté de sentarme al lado de niñas listas como Ellen Carr y Kathy Collins. Si las maestras hubieran sospechado algo habrían recurrido a la Inquisición para averiguar quién me estaba enseñando todo eso de manera inapropiada.
Así que disimulé, y aprendí un talento adicional: actuar. Mientras los otros chicos cantaban «a, be, ce, de, e, efe, ge», yo me «esforzaba» con ellos al tiempo que leía en secreto los libros del Dr. Seuss que tenía en el cajón del pupitre. ¡Oh, los lugares a los que iría mientras la hermana Marv no se enterara!
—¿De dónde has sacado este libro? —me preguntó la amable monja el día que me pilló.
—Un niño de tercer curso me deja mirar los dibujos —dije, con cara tan seria que hasta Beaver Cleaver se habría sentido orgulloso.
Pero las monjas me tenían calado, y lejos de condenarme por saber leer, hicieron la única cosa razonable y educativa que podían hacer.
—Michael —me dijo un día la hermana John Catherine antes de que sonara el timbre de la mañana—, hemos decidido que ya sabes lo que estamos enseñando en primer curso, así que vamos a pasarte a segundo.
Mis ojos se abrieron en expresión de victoria.
—Pero mira, si te ponemos en segundo, no serás el niño más listo de la clase como aquí. ¿Te parece bien?
—¿Significa que no tendré que cantar más el abecedario?
—Exacto. Ya no habrá más abecedario. De hecho, tendrás que aprender caligrafía de inmediato. ¿Te parece bien?
—Sí, hermana, ¡gracias!
Fue como si el guardián le dijera al prisionero que lo iban a pasar de una celda de aislamiento a, no sé, Disneylandia. No podía esperar a llegar a casa para dar la buena noticia a mis padres.
—¿Que han hecho qué? —gritó mi madre, sin dar crédito a lo que acababa de contarle.
—¡Me han puesto en segundo curso! He pasado todo el día en segundo curso. ¡Ha sido genial!
—Pues vas a volver a primero.
—¿Qué? ¡No! ¿Por qué?
—Porque quiero que estés con niños de tu edad.
—Pero solo tienen un año más.
—Y son un año más grandotes y te llevan un año de ventaja, y si te quedas con ellos te perderás un año en tu educación.
No podía comprender esta lógica. Años más tarde, mi hermana Anne diría que era porque mamá era una republicana tradicional y pensaba: «Estoy pagando impuestos por doce años completos de educación. ¡Quiero que mi hijo curse los doce años completos!». Pero pagábamos para ir a una escuela católica. Si entonces hubiera sabido algo sobre economía familiar, habría señalado que saltarme un curso significaba que se ahorraría un año entero de educación. Claro que ella no quería que los niños mayores me pegaran.
—Voy a llamar a la madre superiora —anunció mientras se dirigía al teléfono de la cocina.
—No, mamá, ¡espera! No puedo estar en primero. Ya sé todo lo que están enseñando. La hermana te lo dirá. —Y a continuación usé la mejor baza, mi última esperanza—. La Iglesia católica dice que debería estar en segundo curso. ¡Has de obedecer a la Iglesia!
Ella se paró y se volvió durante una fracción de segundo, me fulminó con una mirada que decía «te estás quedando conmigo» y continuó hacia la cocina. Cogió el teléfono de la pared, pidió al vecino que estaba usando la línea compartida que por favor colgara y luego cerró la puerta corredera y llamó al convento. Escuché a través de la puerta corredera mientras ella, de manera respetuosa pero enérgica, informaba a la madre superiora de que no iban a subirme de curso. Hubo largas pausas durante las cuales la monja obviamente le estaba explicando de manera sensata y correcta por qué estaba aburrido y metiéndome en problemas y por qué debería estar en segundo curso (¡si no en tercero!).
Mi madre contestó que ya se había decidido, y eso fue todo. Terminó la conversación pidiendo educadamente a la madre superiora que no volviera a tomar de manera «unilateral» y sin contar con ella otras decisiones parentales. No sé bien qué quería decir eso, pero me hacía una idea por el tono. ¡Ay! No se habla así a la madre superiora. Yo pagaría por ello, seguro. Las mentes ociosas o bien son obra del demonio o sirvientes de la revolución. Aunque todas las monjas y maestras seglares me querían, ellas serían las primeras en afirmar que yo era una pieza. Tenía mis propias ideas sobre lo que debería estar haciendo la escuela y sobre cómo deberían educarme. Contaba chistes en clase y hacía bromas si era necesario. Cuando estaba de monaguillo, ponía muecas a la gente durante la comunión mientras sostenía el plato dorado debajo de sus barbillas para que no se les cayera el Señor. Una vez, el padre Tomascheski me pilló haciendo eso. Detuvo la comunión y me dijo en voz alta para que lo oyera toda la congregación: «¡Borra esa sonrisita socarrona!». Fue la primera vez que oí esa palabra, «socarrona».
Tuve mi propio programa de televisión simulado en la escuela (con canción y todo), y hacía participar a los demás niños como personajes (les decía que había cámaras ocultas filmando el programa). Creé mi propio periódico y escribí poemas y obras de teatro. En octavo, me presenté voluntario para escribir la obra de Navidad para las festividades escolares. Cuando las autoridades vieron el ensayo de vestuario, se decidió que la obra no continuaría. En la escena clave de la representación, todos los roedores de la nación acudían a la escuela St. John de Davison para celebrar su convención anual en nuestro viejo salón parroquial. El problema con los roedores era tan grave en la escuela que, en segundo, un ratón subió por el hábito de la hermana Ann Joseph, lo cual la hizo saltar de la silla y bailar como una watusi para sacarse al animal de encima. Así que pensé que sería divertido escribir sobre eso. En el acto final, el salón de la parroquia se derrumba y mata a todas las ratas. Los estudiantes y las monjas se regocijan. Dios triunfa sobre los roedores. El alborozo reina en todo el país.
El sacerdote propuso que los de octavo simplemente se quedaran allí cantando villancicos en el escenario. Conseguí que la mayoría de los chicos se unieran a mí en la protesta de no cantar la primera canción. Nos quedamos con las bocas cerradas, mirando adelante. Fue una mala idea, porque justo delante teníamos la mirada del temor de Dios que emanaba de la madre superiora. La siguiente canción la cantamos todos, por supuesto.
Mi madre debería haberme dejado saltar un curso. Habría ahorrado muchos problemas a todos los implicados.