Bitburg

Gary Boren no tenía nada contra los alemanes, al menos contra los vivos. En la década de 1970, cuando estaba en el instituto, había sido estudiante de intercambio en Bremen, Alemania Federal, y había vivido durante un año con una familia alemana. Así que Gary estaba familiarizado con la generación de alemanes más jóvenes, de posguerra, y sabía que no se parecían a sus padres.

Era el Primero de Mayo de 1985. Mi conversación con Gary fue así:

GARY: Bitburg.

YO: ¿Pittsburg?

GARY: Bitburg.

YO: ¿Por qué quieres ir a Pittsburg?

GARY: Yo nunca he querido ir a Pittsburg. Quiero ir a Bitburg.

YO: Ah.

Gary se educó en Flint. Yo no lo conocí de más joven, pero ya de adulto era, entre otras cosas, el abogado ad honórem de mi periódico (y el mío personal cuando necesitaba librarme de una multa de tráfico o una disputa con el casero).

—Mike, ¿puedes creer que Reagan vaya a Bitburg? —me preguntó, con la esperanza de que compartiera su incredulidad, y lo hice—. Quiero ir allí y que sepa cómo me siento —continuó—. ¿Quieres venir?

En la primavera de 1985, las siete mayores potencias económicas del mundo (lo que después se conocería como el G-7, luego el G-8, el G-20, etc.) decidió celebrar una cumbre económica en Bonn (RFA). El presidente Ronald Reagan asistiría en representación de Estados Unidos.

En algún momento del proceso, alguien en su Administración pensó que sería buena idea que cuando Reagan estuviera en Alemania fuera a dejar una corona oficial en las tumbas de algunos soldados nazis. Varios grupos judíos y de defensa de los derechos humanos protestaron, pero él se cerró en banda y se negó a cancelar la ceremonia; y de hecho, solo para probar su tozudería y su decisión, subió la apuesta y dijo que no solo dejaría coronas en las tumbas de algunos nazis cualesquiera, sino que lo haría en las tumbas de los psicópatas de las SS. Muy bonito.

La ceremonia se celebraría en la pequeña localidad de Bitburg, cerca de la frontera con Luxemburgo. Y Gary quería ir a Bitburg.

Garv no era un activista político. No tenía tendencia a actuar por impulsos. Era la clase de persona cuyo patrón de actividades diarias —comer, hacer ejercicio, dormir— es de los que pueden servirte para poner el reloj en hora. Así que la rabia en su voz y su ansiedad de actuar políticamente —y públicamente— fue un agradable sobresalto para mi tarde.

Gary era único en otro aspecto. Su padre y su madre eran supervivientes de los campos de concentración de Auschwitz y Bergen-Belsen. Más de un millón de personas murieron en Auschwitz y 50 000 en Bergen-Belsen. Sus padres sobrevivieron. Eran de una pequeña ciudad de Polonia llamada Kielce. En 1940, Kielce tenía una población de 200 000 personas, entre ellos 20 000 ciudadanos judíos. Alemanes y polacos establecieron el gueto judío en 1941, pero en agosto de 1942 se desmanteló el gueto y la mayoría de sus habitantes fueron enviados al campo de concentración de Treblinka. Solo un par de miles se quedaron para trabajar como obreros forzados (es decir, esclavos). Los padres de Gary, Bella y Benny, estaban entre los esclavos. Ambos estaban casados con sus respectivos cónyuges, pero ninguno de estos sobrevivió a la guerra.

En 1944, los enviaron a Auschwitz, donde sobrevivieron al proceso de «selección» (los consideraron suficientemente aptos para el trabajo forzado). En 1945, cuando los rusos estaban a solo unos días de distancia de Auschwitz, los alemanes se llevaron a los que todavía necesitaban para el trabajo esclavo y los condujeron en lo más crudo del invierno hasta una estación de tren de Gliwice, Polonia, a treinta kilómetros de distancia. Muchos murieron. Aquellos que sobrevivieron, incluidos los padres de Gary, fueron cargados en carros de ganado hasta Bergen-Belsen, donde los británicos los liberaron el 15 de abril de 1945.

Se conocieron al año siguiente en un campo de refugiados de Munich y se casaron. Uno de ellos tenía un tío que veinte años antes había emigrado a Flint, Michigan, para trabajar en las fábricas de General Motors. Debido a esa conexión pudieron venir a Estados Unidos y a Flint, donde fueron bien recibidos y lograron prosperar.

La terrible experiencia de Bella y Benny Boren se cobró un peaje no solo en ellos, sino también, en años venideros, en sus hijos, Gary y sus tres hermanos. Casi todos los demás miembros de su familia en Europa; —abuelos, tías, tíos, primos— perecieron en el Holocausto.

El viaje a Bitburg, me contó Gary, sería su declaración personal contra aquellos que le hicieron eso a sus padres y, quizá más importante, un acto solitario de desafío contra su propio presidente que o bien era insensible o estúpido o cruel. En cualquiera de los casos, era imperdonable.

¿Y cuál era exactamente el propósito de que lo acompañara?

—Tú sabrás cómo colarnos en el cementerio —dijo Gary como si tal cosa.

Gary entonces sacó a relucir mi currículo de importantes coladas: en la planta de la Convención Demócrata de 1984 en San Francisco sin credenciales de prensa; al viajar a través de Nicaragua hasta la frontera de Honduras sin documentos o visados adecuados; en el backstage superando el servicio de seguridad de los conciertos para conocer a Joan Baez o Pete Seeger.

—¿Cuándo va a ir Reagan? —pregunté.

—Este domingo.

—¿Este domingo?

—Sí, vamos. Yo me encargaré de los billetes de avión.

No necesitaba que me convencieran. Estaba preparado para la aventura y estaba preparado para cualquier cosa que molestara al actor presidente. Si Bonzo iba a Bitburg, yo también.

Cuarenta y ocho horas más tarde estábamos en un avión de Detroit a Hamburgo, Alemania Federal. Llegamos a Bonn, la capital de la RFA, a última hora de la tarde del viernes.

Nuestro primer paso después de desembarcar consistía en convencer a las autoridades alemanas de que nos dieran las credenciales de prensa que necesitábamos para acompañar a Reagan en Bitburg. No iba a ser fácil, considerando que la fecha límite para solicitar esas credenciales era un mes antes, y la Cumbre Económica de Bonn ya estaba a mitad.

Había miles de periodistas en Bonn, todos para cubrir un gran no evento dirigido por los líderes de Francia, Alemania, Italia, Reino Unido, Estados Unidos, Canadá y Japón. Al final de la cumbre, los líderes posaron para los fotógrafos e hicieron público un comunicado conjunto en el que afirmaban que iban a seguir en el camino (no dijeron en qué camino iban a seguir). También dijeron que todos se oponían a la inflación. Vale.

Pero la gran noticia de la cumbre económica —al margen de la revelación de que Reagan se hospedaba en un castillo propiedad de un ahijado de Adolf Hitler— fue la primera acción de Reagan cuando bajó del avión en Bonn. A diferencia del resto de nosotros, que corríamos a presentar protestas por pérdida de equipaje, Reagan dictó una orden ejecutiva que prohibía todo comercio con Nicaragua. Los otros líderes mundiales se quedaron perplejos por esta medida —no tenía nada que ver con su cumbre económica y rápidamente trataron de poner la máxima distancia entre ellos y Reagan—. Ninguno de los líderes —ni siquiera sus compañeros de derechas, Margaret Thatcher del Reino Unido o Brian Mulroney de Canadá— apoyaron el embargo de Reagan de lo que él calificó de «régimen comunista».

Fuimos a la oficina de prensa de la cumbre y un encargado de relaciones con los medios de la Casa Blanca nos dijo que deberíamos hablar con «Herr Peters en el Centro de Prensa de Estados Unidos, al lado del Bundestag» para solicitar las credenciales.

—Lo siento, pero creo que llegan un poco tarde —nos dijo Peters cuando finalmente lo encontramos—. Ya no se conceden más credenciales de prensa.

Insistimos en que nos habían asegurado credenciales y en que se suponía que tenía que ocuparse de nosotros.

—Me temo que lo único que pueden hacer en este punto —dijo— es dirigirse a Frau Schmidt.

Oh, genial. El viejo recurso a «Frau Schmidt».

Encontramos a Frau Schmidt. Estaba recogiendo para irse a casa cuando llegamos a su despacho.

—Lo siento, no están en la lista —nos dijo después de hojear un fichero de tarjetas.

—Pero hemos de estar en la lista —repuse—. Hablé con la Casa Blanca la semana pasada y nos garantizaron credenciales de prensa. «Solo vayan a ver a Frau Schmidt cuando lleguen a Bonn», me dijeron. Así que ahora hemos volado hasta aquí con un gran gasto para nuestro periódico y, por alguna metedura de pata, no hay credenciales para nosotros.

La posibilidad de que hubiera habido una metedura de pata, un error cometido por falta de atención, o tal vez por pereza, era una idea repulsiva y altamente insultante para una alemana entrada en años. Se alejó, y al cabo de diez minutos volvió para entregarnos nuestros pases de prensa oficiales de la «Visita al Estado del presidente Reagan» con cordones bordados con los colores de la bandera de la República Federal de Alemania.

No usamos mucho los pases en Bonn, salvo para conseguir la primera comida decente en treinta horas. El Gobierno alemán había abierto su edificio parlamentario para agasajar a la prensa con toda la comida y bebida que pudiera consumir. El banquete ocupaba fácilmente dos manzanas.

—Ya sabes lo que dicen —remarcó Gary con una sonrisa mientras se tragaba su quinto paté de caviar—. Una prensa bien alimentada siempre cuenta la verdad.

Partimos hacia Bitburg por la mañana. Situada a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de Bonn, Bitburg era una localidad de 24 000 habitantes: 12 000 alemanes y 12 000 soldados estadounidenses de la base aérea vecina, hombres y mujeres, y sus familiares. Bitburg, arrasado por Estados Unidos en un ataque aéreo en la Nochebuena de 1944 (era una escala y depósito de aprovisionamiento para las tropas nazis en la batalla de las Ardenas), se había convertido en un pueblo pintoresco enclavado en las colinas de Renania.

No hacía ni cinco minutos que habíamos bajado del autobús cuando se nos acercó el comité de bienvenida organizado para los periodistas visitantes. Nada de ir de oficina en oficina mendigando credenciales de prensa en Bitburg: esta gente tenía una alfombra roja para desplegar ante cualquiera que tuviera una cámara, una libreta o un lápiz bien afilado. Bernd Quirin, tesorero del ayuntamiento y director local de la Reserva del Ejército Alemán, nos reconoció como estadounidenses y se ofreció a brindarnos una visita personal por Bitburg, incluido el cementerio.

Aceptamos, y él nos condujo en su Audi durante las siguientes dos horas. Escuchamos la historia completa de Bitburg, que su padre fue herido en el frente ruso, cuánto amaban él y los ciudadanos de Bitburg a nuestro país y a Ronald Reagan… Los 12 000 soldados estadounidenses nunca causaron ningún problema en el pueblo, y no hubo discusiones sobre la visita de Reagan a aquellas tumbas de las SS; al fin y al cabo, explicó, esos SS solo eran «chicos obligados a servir en el ejército nazi».

Bernd nos llevó luego al cementerio. Por supuesto, no tenía ni idea de que estaba participando en una misión de reconocimiento, ayudando a un judío y a un periodista que planeaban crear un alboroto al día siguiente. Nos sentimos mal al pensar que, después de que nos detuvieran, probablemente irían a buscarlo a él para interrogarle sobre por qué había hecho «de chófer» de estos anarquistas.

A primera vista, lo que llama la atención del cementerio de Bitburg es lo pequeño que es. Si tenía en mente las imágenes de Arlington o Normandía, estas se borraron rápidamente por esta parcela de dos mil metros cuadrados de lápidas planas con seis cruces de cemento y una capilla que más parecía un crematorio.

Era el día anterior a la visita de Reagan y los alemanes estaban ocupados poniendo flores en todas las tumbas y haciendo limpieza. La prensa también estaba presente, fotografiando las tumbas de las SS desde todos los ángulos imaginables y entrevistando a ciudadanos de Bitburg sobre su relación con las SS.

Una mujer mayor estaba por ahí sacando flores de tumbas de no nazis y colocándolas abundantemente en las tumbas de los SS. Estaba murmurando algunas palabras desagradables en alemán mientras seguía en su cruzada personal mientras las cámaras filmaban. Su presencia estaba poniendo nerviosas a las autoridades de Bitburg.

—¿Por qué la está filmando? —preguntó el teniente de alcalde de Bitburg al equipo de televisión de la ABC.

Humillado por este tratamiento periodístico, se volvió hacia mí y me dijo:

—Ustedes los americanos no escuchan. Imprimen lo que quieren para que encaje en sus ideas de lo que es y lo que no es.

Entonces sacó dos cubiertas de la revista Newsweek. Una de ellas era la edición estadounidense; la otra, la internacional. Ambas tenían la misma foto de la tumba de un miembro de las SS, pero en la edición estadounidense se veían dos banderas de la RFA metidas en la tumba nazi.

Newsweek manipuló esta foto para dar a entender que los alemanes de hoy veneran a los nazis —dijo—. ¿Ha leído El honor perdido de Katharina Blum? Eso es lo que quieren los americanos: arrebatarnos nuestra dignidad y nuestro honor.

Nos despertamos el domingo por la mañana del gran día y empezamos a poner en marcha nuestro plan. Debajo de su jersey, Gary se envolvió el torso con una pancarta de casi cuatro metros cuadrados que nuestros amigos Jack y Laurie habían pintado para nosotros en Ann Arbor. Decía:

VENIMOS DE MICHIGAN, ESTADOS UNIDOS,

PARA RECORDÁRSELO:

ELLOS MATARON A MI FAMILIA.

Con pases de prensa verdaderos y falsos en torno al cuello y bolsas de cámara en mano, partimos en una caminata de tres kilómetros hasta el cementerio.

Lo que descubrimos fue que de la noche a la mañana Bitburg se había convertido en un estado policial con 17 000 soldados, agentes de seguridad y policías alemanes de toda clase que habían rodeado el pueblo y establecido una serie de puestos de control, impidiendo el acceso al cementerio. Una cosa de la cual los alemanes se estaban cerciorando: nadie se acercaría al cementerio de Bitburg sin haber demostrado que era Walter Cronkite o David Brinkley. Y en el camino que conducía al cementerio, a unos ochocientos metros, la policía alemana nos paró.

—No pueden pasar de aquí —espetó un agente en alemán.

Gary, que habla alemán con fluidez, le dijo que nos habían asegurado que podríamos acceder al cementerio.

—Tendrán que discutirlo con el jefe de policía —dijo el agente, e hizo un gesto para que volviéramos a encaminamos hacia el pueblo.

Regresamos al pueblo y fuimos al ayuntamiento, donde encontramos al jefe de policía asediado por otros periodistas, que al parecer se habían encontrado con el mismo destino que nosotros. Sopesando la situación, me dio la impresión de que los periodistas del grupo Knight-Ridder estaban teniendo la mejor de las suertes con el jefe, así que fuimos gravitando hacia ellos y nos quedamos cerca como si formáramos parte de su equipo. Por fin, el jefe se puso al teléfono y solicitó al puesto de mando del camino del cementerio que dejara pasar a este grupo de periodistas. Así que nos enganchamos a ellos, como si fuéramos sus fotógrafos.

De nuevo en el puesto de control, el mismo policía de antes nos dejó pasar. Nuestro alborozo por este golpe maestro no tardó en remitir cuando nos dijeron que era solo el primero de ¡siete! puestos de control que teníamos que superar.

Los siguientes dos controles policiales fueron pan comido con muchos «Guten morgen» y «Qué tal». La cuarta parada exigía un registro, pero no corporal, así que la pancarta de Gary pasó desapercibida.

El quinto grupo de policías —esta vez con aspecto menos policial y más de un grupo de rangers rubios, musculosos y bien armados con una extraña vibración homoerótica— era un poco más cascarrabias, porque nuestras credenciales no eran las oficiales emitidas por la Casa Blanca para el selecto grupo previamente aprobado de treinta periodistas que estaban autorizados a estar presentes en el cementerio, a solo unos metros del presidente. Pero como Gary hablaba perfectamente en alemán —y yo mentía a la perfección— de alguna manera los convencimos y pasamos por este penúltimo puesto de control.

Ahora el cementerio estaba a la vista. Estábamos asombrados de haber llegado tan lejos y decidimos que necesitaríamos una acción audaz para franquear la puerta final que nos llevaría a la tierra prometida. De manera inesperada apareció una camioneta con material de televisión de CBS News. Los tipos que la conducían empezaron a cargar sus cajas metálicas. Me acerqué a ellos y les pregunté si necesitaban ayuda.

—Claro —dijo con brusquedad uno del equipo—. Coge un par de esas.

Y esta, queridos lectores, se convirtió en una de las pocas veces en mi vida en que parecer un transportista se convirtió en un plus. Cogí la caja, Gary entró justo detrás de mí, y antes de poder decir «Deutschland über alies», ya estábamos dentro del cementerio de Bitburg, con libertad para movemos por allí a nuestro antojo.

Los corresponsales en Bonn de Newsweek y Associated Press, a quienes habíamos conocido en la capital alemana (donde les confiamos cuáles eran nuestros verdaderos planes) nos localizaron y corrieron a felicitarnos.

—¿Cómo demonios lo habéis conseguido? —preguntó Ken Jones de AP, con una gran sonrisa en la cara.

—Me refiero —añadió Andrew Nagorski de Newsweek— a que los alemanes llevan dos meses hablando de cómo han preparado los sistemas de seguridad más sofisticados para este viaje, y luego llegáis vosotros y entráis como si tal cosa.

Esbozamos una sonrisa de culpabilidad, y ellos prometieron no delatarnos.

Una hora antes de que llegara Reagan, apareció el servicio secreto en dos furgonetas negras para reconocer el cementerio, lo cual significaba que iban a hacer una última inspección en busca de bombas y que volverían a revisar una vez más las credenciales de todos.

Nos sacaron del cementerio para que la policía pudiera inspeccionarlo. Todo ese trabajo, ¡y otra vez estábamos fuera! Nos pusieron en un campo al lado del cementerio y nos prometieron que podríamos volver a entrar en cuanto terminaran la inspección. Cuando el cementerio fue considerado seguro, prepararon unos arcos detectores estilo aeropuerto para hacernos pasar a todos por ellos. Transcurrieron diez o quince minutos y el servicio secreto no logró conseguir que la máquina detectora de metales funcionara. (Esto llevó a que uno de los policías alemanes comentara en inglés: «Estúpidos americanos, pueden poner a un hombre en la Luna, pero no consiguen que funcione algo tan sencillo como esto»).

Los federales por fin renunciaron al artefacto, sacaron sus detectores de metales manuales y empezaron a revisar a todos los de la fila, uno por uno. También estaban haciendo cacheos manuales de cuerpo entero, que sin duda descubrirían la pancarta enorme que envolvía el torso de Gary. Parecía que la aventura iba a acabarse.

Estábamos más o menos en la posición veinte de la fila y las cosas avanzaban con mucha lentitud. Hasta que, cuando la persona de delante de Gary dio un paso adelante para que lo cachearan, el jefe del servicio se acercó y dijo:

—Nos estamos quedando sin tiempo. Saltaos los cacheos y solo usad los detectores.

Uf. Gary y yo pasamos sin complicación.

Pero todavía teníamos que volver al cementerio, y para volver a entrar tendríamos que demostrar otra vez que formábamos parte del grupo de la prensa. Maldición. No teníamos esas tarjetas de prensa azules de la Casa Blanca, y nos habíamos fijado en que no dejaban pasar a otros que tampoco las llevaban. Volvían a enviarlos al campo, desde donde no podía verse el cementerio. Eso no nos servía a Gary y a mí. Decidimos que en lugar de que nos enviaran al campo, nuestra mejor opción consistía en rodear el cementerio por la parte exterior para quedarnos justo en medio de toda la acción. Nos situamos al lado del sendero por el que tendría que pasar la limusina de Reagan para entrar por la puerta del cementerio. La ubicación era perfecta. Era imposible que Reagan no nos viera. Tampoco necesitábamos estar con el grupo, porque continuaban llevándolos por las narices hasta los lugares aprobados oficialmente. Ninguno de esos periodistas estaría a una distancia en que Reagan pudiera oír sus preguntas. Además, en ese lugar nos encontrábamos con el grupo de periodistas reales, los que no estaban bajo ninguna obligación de seguir la reglas.

Solo faltaban unos minutos para que llegara Reagan, de manera que nos situamos en el sendero y nos preparamos para sacar la pancarta. Estábamos en una zona repleta de policía alemana, prensa internacional y unas pocas familias que tenían la desgracia de vivir en el barrio.

Corrió la voz de que la caravana estaba en camino. Gary y yo —sobre todo yo— nos estábamos poniendo cada vez más nerviosos. De repente, me quedé paralizado. ¿Qué demonios estábamos haciendo? Sabía que en el momento en que metiéramos la mano dentro de las chaquetas para sacar algo, iban a abalanzarse sobre nosotros, o algo peor. Comprendí que era una locura. La cara de todos los policías alemanes mostraba que estaban por la labor. Y nosotros estábamos a punto de convertirnos en su labor, su labor sanguinaria.

Atenazado por el pánico, localicé al corresponsal de prensa de la ABC Pierre Salinger (antiguo secretario de prensa del presidente Kennedy) y al instante se me ocurrió que podría protegernos de que nos aporrearan. Fui a hablar con Salinger.

—Señor Salinger —dije con nerviosismo—, mi amigo y yo estamos aquí y no formamos parte de la prensa. Hemos venido a llevar a cabo una acción cuando llegue Reagan, una acción no violenta. Sus padres son supervivientes del Holocausto.

—¿Cómo habéis llegado aquí? —preguntó, asombrado.

—Teníamos algunas credenciales y somos de Flint —dije, pensando que sonaba absurdo.

—Está bien, no delataré vuestro secreto —prometió.

—¿Podría hacer algo más por nosotros? —pregunté—. Estamos asustados de que puedan hacernos daño. Cuando saquemos la pancarta, ¿puede asegurarse de que su cámara nos está enfocando para que vean que esta imagen va a salir en directo por televisión? Tengo la sensación de que lo último que quieren hoy los alemanes es una grabación en la que salgan golpeando a un judío en el cementerio de Bitburg.

Se rio de buena gana.

—No, eso no lo quieren —dijo, todavía riendo—. Me gusta esto. Me gusta. Vale, tienes mi palabra, tendremos la cámara aquí mismo para protegeros.

—Gracias —dije—, gracias.

Calle abajo empezaban a oírse los vítores de la multitud. La caravana estaba a la vista. Era el momento. Gary metió la mano muy despacio en la chaqueta. Estaba tratando de cronometrar sus acciones para tener el tiempo justo de sacar la pancarta y darme un extremo mientras él cogía el otro, y que eso ocurriera justo cuando Reagan se acercaba a nosotros. Si lo hacía demasiado pronto, la policía nos sacaría de allí antes de que la limusina franqueara la verja. Si lo hacía demasiado tarde, perderíamos la oportunidad. En el momento que creyó que era el preciso —este hombre de Flint que era más analítico y puntual que nadie que hubiera conocido— sacó la sábana, me pasó una punta a mí y enseguida la desplegó antes de que nadie se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. Con Reagan a solo unos metros de distancia, exhibimos la pancarta ante la limusina, a escasos centímetros de la ventana donde podíamos ver las expresiones de Ronald y Nancy Reagan. El presidente sonriente leyó la pancarta y enseguida apartó la cara en lo que podría describirse como confusión. Nancy no estaba tan perpleja y nos miró con expresión de asco.

La policía nos rodeó de inmediato, igual que la cámara de ABC News. La policía vio la cámara y tomó la decisión rápida de no apalearnos. Los habíamos humillado al poner en evidencia un fallo de seguridad, y Dios sabe que querían castigarnos en ese mismo momento. Pero estábamos en la Nueva Alemania y las cabezas frías prevalecían. Ahora que los Reagan habían pasado la verja y estaban bajando del coche, nos quedamos en nuestro lugar. Las autoridades nos pidieron que retirásemos la pancarta y, sin querer tentar la suerte, obedecimos.

La ceremonia de depositar coronas en las tumbas duró solo ocho minutos. Antes de darnos cuenta, pasaron los Reagan otra vez. Así que, desobedeciendo órdenes o no, sacamos la sábana y aprovechamos esa última oportunidad para que el presidente pensara en lo que acababa de hacer:

«ELLOS MATARON A MI FAMILIA».

Con la limusina de Reagan saliendo del cementerio hacia los libros de historia, empezó la auténtica locura. Los vecinos, que habían sido vetados en la ceremonia presidencial abreviada, recibieron autorización para entrar en el cementerio de Bitburg y colocar sus propias coronas. Salieron rápidamente con un viejo alemán agresivo que gritaba de vez en cuando: «Fuera judíos». (Fue rápidamente silenciado, porque, bueno, no quedaban en Bitburg judíos que pudieran irse a ninguna parte). Quedó patente que se estaba refiriendo a Gary y a mí, ofendido porque habíamos desplegado nuestra pancarta. No tenía nada de que preocuparse. No teníamos ningún interés en quedarnos en Bitburg.

Ya sin controles policiales, un flujo constante de bitburgueses estaba embotando el camino de entrada al cementerio. Por centenares llegaron para dejar claro que iban a depositar coronas y flores en las tumbas de los nazis muertos.

El momento más destacado de esta ceremonia popular llegó cuando Gerard Murphy, representante de los Veteranos de Estados Unidos en Guerras en el Extranjero, y su homólogo alemán del grupo de veteranos nazis depositaron conjuntamente una corona en las tumbas de los SS y declararon el final de la Segunda Guerra Mundial, otra vez.

—Hemos de olvidarnos de la guerra y el Holocausto —dijo Murphy en su discurso en el cementerio—. No hace ningún bien recordar el pasado. La situación actual exige que nos unamos para luchar contra nuestro enemigo común, el comunismo.

La multitud vitoreó. Nos marchamos.

Al dirigirnos hacia la salida del pueblo, hicimos autoestop y nos paró una mujer alemana que se dirigía a Hannover, en la misma dirección que nuestro aeropuerto. Ella se detuvo en la gasolinera de Bitburg para llenar el depósito antes de salir a la carretera.

—¿Sabe? —dije—, esta gasolinera era la sinagoga antes de la guerra. Un hombre de la ciudad nos contó que la quemaron la Noche de los Cristales Rotos —la noche de 1938 en que los nazis de toda Alemania destruyeron casas, comercios y templos judíos—. Alguna gente quería poner una placa allí.

La mujer dijo que no sabía nada de eso, y tuvimos un viaje en silencio hacia el norte, salvo en un momento en que ella quiso saber algo más sobre nuestro exterminio de los indios americanos. Oh, sí, claro, todo el mundo tiene su holocausto.

Cuando nos acercábamos a Hannover, Gary propuso que parásemos en el campo de concentración de Bergen-Belsen, donde sus padres fueron liberados en 1945. La señora dijo que no sabía dónde estaba ni qué era. Le dimos las gracias, bajamos en el pueblo y tomamos un taxi hasta allí.

Llegamos a Bergen-Belsen cuando el sol se estaba poniendo sobre los numerosos montículos cubiertos de hierba que eran fosas comunes. Colina tras colina escondían los cincuenta mil cadáveres que se apilaban debajo. Sin lápidas, sin estrellas de David, sin nombres de nadie. Solo tierra apilada y hierba que crecía encima. No había nadie más aparte de nosotros.

Gary dijo que quería estar solo un rato.

Yo fui a sentarme en un banco y escribí esta historia.