Registro

Me convertí en periodista a los nueve años. La escuela primaria de St. John the Evangelist no tenía periódico estudiantil, de manera que pensé en empezar uno. No le pedí permiso a las monjas. ¿Por qué habría tenido que hacerlo? Solo quería informar de los resultados de nuestros equipos deportivos… sobre todo. También quería escribir sobre lo ocurrido el último viernes en la clase de ciencias. La señora LaCombe trajo la única televisión de la escuela en un carrito con ruedas y la encendió para que pudiéramos ver una clase de ciencias en NET (National Educational Televisión), un canal especial consagrado para su uso en las aulas de todo el país (después se convertiría en la PBS).

Me encantaban esos días especiales en que veíamos la tele en la escuela. Daba la sensación de que nos estábamos librando de algo. Y me encantaban los programas de ciencias, sobre todo cuando explotaba algo en un tubo de ensayo.

Mientras estábamos viendo la lección, la imagen de la pantalla se interrumpió y de repente apareció Chet Huntley, el presentador de NBC News, para leer un boletín.

«Acabamos de saber que han disparado al presidente Kennedy en Dallas…».

La señora LaCombe contuvo un grito y fue a buscar a la madre superiora. Ella entró y miró la noticia con nosotros. Cuando dijeron que todavía estaba vivo y que lo habían llevado al hospital nos pidieron a todos —y avisaron a las otras clases que nos dirigiéramos directamente a la iglesia, nos pusiéramos de rodillas y rezáramos, rezáramos y rezáramos por su vida.

Demostrando una vez más que o bien Dios tiene un gran plan misterioso que ninguno de nosotros puede alterar, o que de vez en cuando se toma un día libre, Kennedy sucumbió. Nos enviaron a todos a casa antes de hora. Cuando mi padre llegó de la fábrica, mi madre salió a recibirlo. Estaba lloviendo. Esa noche comimos pescado en silencio.

Dos días después, mientras estaba sentado en el suelo de la sala viendo en directo el traslado de la policía de Dallas del supuesto asesino Lee Oswald, Jack Ruby puso una pistola en el abdomen de Oswald y disparó. Mi madre estaba pasando la aspiradora.

Le grité.

—¡Apaga la aspiradora! ¡Han disparado a Oswald!

Ella no me oyó, así que siguió con la aspiradora. Yo me acerqué y la desconecté.

—Han disparado a Oswald. Acabo de verlo.

No todos los niños de nueve años pueden ver cómo matan a una persona real en directo en televisión. Durante el fin de semana decidí que quería escribir sobre eso. Le pregunté a mi padre si podía empezar un periódico.

—¿Cómo vas a hacerlo exactamente? —me preguntó.

Éramos una familia de trabajadores de General Motors. No fundábamos periódicos.

—Pensaba que podía escribirlo en una hoja. Dijiste que donde trabajas tenías una nueva máquina que imprime papel. Si escribo algo en un par de hojas, ¿podrías hacer treinta copias?

Se lo pensó un momento.

—Bueno, se llama ciclostil. Y está en la oficina del encargado. Tendría que mecanografiarlo y pedir permiso. Ya veremos.

El lunes siguiente, papá vino a casa y dijo que podía imprimir veinticinco copias de mi periódico de dos páginas. Entusiasmado por la perspectiva, me senté con el lápiz y escribí la página uno: mis ideas sobre por qué ya no teníamos un equipo de fútbol americano de séptimo y octavo curso, cómo sería nuestra temporada de baloncesto y mis estadísticas de béisbol favoritas que salían en la parte de atrás de los cromos de los chicles Topps.

En la página dos hablaba de lo que sentí con la muerte de Kennedy y al ver que disparaban a Oswald.

Al día siguiente, mi padre hizo veinticinco copias del St. John Eagle en AC Spark Plug y las trajo a casa. Él mismo había mecanografiado, impreso y grapado cada ejemplar. Era como un regalo de Navidad anticipado, y me di cuenta de que a mi padre le hacía feliz verme feliz de tener en mis manos mi primer periódico.

A la mañana siguiente, llevé el St. John Eagle a mi clase de cuarto curso y lo repartí a los compañeros que pensaba que lo leerían. La señora LaCombe lo vio y me pidió un ejemplar. En su rostro apareció una gran sonrisa.

—Vaya, mira tú —dijo ella—. Tiene buen aspecto.

¿Pensaría lo mismo la madre superiora? Cuando la señora LaCombe le enseñó mi periódico, ella pidió que me presentara en su despacho.

—¿Puedes decirme qué es esto? —preguntó sin rodeos.

—Es nuestro nuevo periódico estudiantil, el St. John Eagle —dije con orgullo, sin esperar ningún mazazo.

—No tenemos periódico estudiantil, Michael —dijo ella—. Y no lo necesitamos. Esto no está autorizado y no podemos aprobarlo. Así que vas a tener que recoger los ejemplares que has repartido y entregármelos.

Estaba aplastado. No tenía sentido para mí. ¿Qué había hecho mal? Pero no me atreví a protestar, de modo que me rendí con un «sí, madre», y volví al aula para recoger el contrabando.

Al año siguiente, todavía con ganas de publicar un periódico, empecé uno nuevo llamado Hill St. News, y este no tenía por objetivo la escuela, sino nuestro barrio. Una vez más, mi padre me hizo las copias en el trabajo con dinero de General Motors, y esta aventura duró tres números antes de que un padre del barrio llamara a mi madre, furioso porque había puesto que su casa estaba en venta en mi sección de clasificados.

—Pero tenían un cartel de EN VENTA en el patio —rogué—. Solo estaba tratando de ayudar.

Por supuesto, no tenía ni idea de lo que costaban las casas, así que me adelanté y dije que vendían la suya por 1200 dólares, lo cual, para un chico de diez años, era una fortuna. No importa, el Hill St. News cerró.

Dos veces más intentaría fundar un periódico escolar en el St. John, en sexto y octavo curso. Y cada vez me cortaron el grifo. Recibí el mensaje y me retiré del negocio del periodismo durante los nueve años siguientes.

Cuando vives en una población como Flint, desarrollada en torno a una empresa, casi todos los medios son propiedad y están controlados por esa empresa o sus lacayos (es decir, los representantes electos locales). En el caso de nuestro único diario, el Flint Journal, la situación era particularmente patética. El Journal estaba tan enamorado de General Motors que nunca vería con ojo crítico sus operaciones. Era un periódico de animadoras: ¡la empresa no puede hacer nada mal!

La población obrera de la zona de Flint odiaba ese periodicucho, pero era nuestro único diario, y por eso lo leíamos. Todos lo llamaban el Flint Urinal. Desde el punto de vista editorial, el periódico había estado históricamente en el lado malo de todos los conflictos sociales y políticos fundamentales del siglo XX; el «lado malo» significaba que, fuera cual fuese la posición que tomaban los sindicatos, el Urinal tomaba la contraria. En los primeros años atacó al alcalde socialista que había elegido la gente de Flint. Atacó la formación de la United Auto Workers y la gran huelga ocupación de 1936-1938 que obligó a General Motors a firmar su primer contrato con el sindicato. Apoyó al candidato republicano a la presidencia mientras los trabajadores votaban demócrata. Apoyó la guerra de Vietnam. Y se convertiría en un impulsor incorregible del despilfarro en el desarrollo urbanístico que devastó el centro de la ciudad.

En 1976, mis amigos y yo ya nos habíamos quejado lo suficiente unos a otros sobre el estado del periódico en Flint y decidimos fundar uno nosotros. Al principio, lo llamamos Free to Be, pero eso sonaba demasiado hippy, así que lo cambiamos a Flint Voice en honor de la gran alternativa semanal que recibíamos por correo desde Nueva York, el Village Voice. Éramos siete los que fundamos el Voice, con edades comprendidas entre los diecinueve y los veinticinco años, pero solo tres teníamos algo de experiencia periodística: Doug Cunningham, que tenía un periódico underground en el instituto, el Mt. Morris Voice; Alan Hirvela, que participaba en un periódico alternativo en el campus de la Universidad Central de Michigan, y yo, con mi historial de cuatro periódicos fallidos en la escuela primaria. Solo Al tenía formación universitaria.

Nuestros primeros números apuntaban directamente al orden establecido de Flint. Publicamos artículos sobre el juez de Flint, que condenaba a los negros a sentencias más largas que a los blancos, sobre comisionados del condado que desplumaban al tesoro, sobre los coches trucados que Buick enviaba a la EPA para registrar un menor consumo de gasolina, y sobre algunas otras cuestiones que me sonaban familiares: otro consejo educativo de Flint que celebraba sesiones secretas, estudiantes de Flint a los que zurraban 8264 veces en un año escolar o una encuesta que mostraba que la mayoría de los católicos ya no creía en el infierno. También hubo artículos que parecían adelantados a su tiempo: una columna de opinión sobre un palestino local titulada «Dónde está mi tierra prometida», una noticia que afirmaba que el azúcar procesado era veneno (acompañada por una receta de un aperitivo hecho con «ingredientes naturales»), así como una advertencia de que General Motors, que entonces empleaba a ochenta mil personas en Flint, tenía un plan magistral para dejar la ciudad yerma. Este último artículo me instituyó firmemente como el loco del pueblo.

El periódico pronto se convirtió en lectura obligada para quienes prestaban atención a la política de Flint. El Flint Voice era un auténtico especialista en escándalos al que no le importaba a quién cabreaba. No hacíamos artículos sobre «Las 10 mejores heladerías de la ciudad» o «Veinte excursiones de un día que no te querrás perder». Nuestro periodismo era implacable y despiadado. Llevamos a cabo operaciones trampa en establecimientos que no contrataban empleados negros. Hicimos la crónica de cómo General Motors utilizaba deducciones fiscales para construir fábricas en México. Una noche, los pillamos literalmente desmantelando toda una cadena de montaje y cargándola en un tren para que luego la embarcaran hacia un país llamado China. Muchos no podían creer un artículo como ese: «¿Qué diablos va a hacer China con una cadena de montaje de automóviles? ¡Michael Moore está loco!». Fui blanco de las burlas por exponer estos tejemanejes.

También ofrecíamos un refugio donde los escritores brillantes de Michigan podían encontrar una salida. Muchos, como Ben Hamper, Alex Kotlowitz, James Hynes y el dibujante Lloyd Dangle terminarían convirtiéndose en autores superventas y periodistas cuyas columnas se publicaron en todo el país. Nunca dejamos pasar una oportunidad para meternos con el Flint Journal y, en 1985, escribí un artículo de investigación sobre ese miserable diario para la Columbia Joumalism Review.

Además del plan de General Motors para destrozar Flint (un artículo al que solo nosotros podíamos dar cabida a finales de los setenta y primeros de los ochenta), nada consumió tanto nuestra atención como el alcalde de Flint, James P. Rutherford. También era el exjefe de policía de Flint y había dejado en el departamento a varios agentes descontentos que estaban encantados de filtrarnos documentos y pruebas de sus actividades controvertidas. Uno de nuestros primeros artículos de portada sobre él se tituló «El alcalde Rutherford recibió un “regalo” de 30 000 dólares de un jugador condenado». Nos adelantamos al Journal una y otra vez (no es que fuera difícil), pero un día se cansaron de que los ganáramos, así que uno de sus columnistas simplemente nos robó nuestro artículo de investigación y lo publicó como si hubieran hecho el trabajo ellos. Cuando ocurrían cosas así, teníamos formas de defendernos. Como no estábamos educados y no nos movíamos en los círculos de la buena sociedad, no tolerábamos muy bien los robos, sobre todo si el ladrón era el Flint Journal. El día después del plagio, hicimos una visita a su sala de redacción. Llevamos un pastel para regalárselo al director. No, no éramos de los que lanzan tartas, éramos de los que reciclábamos regalos. La lata de la tarta estaba toda llena de mierda de perro. En lo alto de la pila de bosta humeante había una gran señal de copyright dibujada con nata montada de bote.

El director no estaba, de manera que nos quedamos un rato esperando a que volviera. Alguien debió de avisarlo porque nunca apareció. Por fin nos cansamos de esperar y simplemente dejamos el regalo en su escritorio y nos fuimos. Al día siguiente publicaron una corrección en la que reconocían que el artículo que habían publicado era originalmente nuestro.

No aflojamos con el alcalde y sus relaciones con los promotores inmobiliarios, General Motors, la Cámara de Comercio o la Fundación Charles Stewart Mott. En septiembre de 1979, publicamos un artículo de primera página que subrayaba que los empleados públicos habían contribuido a su reelección haciendo campaña puerta por puerta para él en horas pagadas por el ayuntamiento.

El alcalde se enfureció y amenazó con demandarnos por libelo. No lo hizo. Continuamos. No le gustó.

El defensor del pueblo municipal cogió nuestros hallazgos e hizo su propia investigación del alcalde. Los estatutos le exigían que presentara sus hallazgos al alcalde cuatro días antes de hacerlos públicos. Nuestras fuentes consiguieron una copia del informe confidencial —el cual certificaba que el 100% de nuestras acusaciones contra el alcalde eran correctas— y publicamos un artículo en el Flint Voice que aseguraba que el defensor del pueblo nos había respaldado.

El alcalde acusó al defensor del pueblo de violar los estatutos municipales y pidió al departamento de policía que investigara cómo habíamos conseguido el informe para el Voice. Nos negamos a cooperar y continuamos publicando artículos al empezar el año 1980.

En mayo de 1978, el Tribunal Supremo de Estados Unidos había dictado que era legal que la policía entrara en una sala de redacción y requisara material, con ciertas restricciones. Zurcher vs. Stanford Daily fue un caso que implicó a un periódico estudiantil, el Stanford Daily, y las fotografías que había tomado en una manifestación en la que nueve policías resultaron heridos mientras los estudiantes ocuparon el hospital del campus. La policía quería ver todas las fotos que había tomado el Daily con el fin de identificar a los estudiantes que habían participado en el altercado. Los estudiantes demandados aseguraron que se habían violado sus derechos constitucionales. El Tribunal Supremo no estuvo de acuerdo y falló que la policía tenía derecho a realizar esa investigación, siempre que tuvieran alguna base para hacerlo.

El dictamen del tribunal fue aclamado por los cuerpos de policía y por aquellos que odian a los medios en todas partes. Los periodistas se quedaron atónitos y advirtieron que se producirían abusos. Señalaron que las fuentes temerían confiar en los periódicos si sabían que la policía podía entrar como Pedro por su casa y recoger y llevarse archivos llenos de información confidencial.

Pasaron dos años y no hubo ni un solo registro policial más en las salas de redacción de todo el país.

Hasta la mañana del 15 de mayo de 1980.

A las 9:05, la policía de Flint, después de obtener una orden de registro del juez Michael Dionise, entró en las oficinas del periódico donde se imprimía el Flint Voice y confiscó todos los materiales relacionados con el número de noviembre de 1979 —que contenía el informe crítico de la supuesta infracción del alcalde—, hasta las planchas usadas para imprimir el Voice.

El Flint Voice se imprimía en la imprenta del Lapeer County Press (un semanario del condado que había sido colonizado en parte por mi familia en la década de 1830). No era la primera visita de la policía de Flint a nuestro impresor. Habían llamado ya en noviembre, pidiendo que entregara todo lo que el County Press tenía sobre nosotros. El editor, acogiéndose a la Primera Enmienda, se negó. Seis meses después, se presentó la policía. El editor preguntó si tenían orden de registro. «No», dijeron los policías. «Entonces no pueden entrar», dijo el editor.

Al cabo de unos días volvieron con la orden en la mano y se llevaron todo lo relacionado con el Flint Voice. Le dijeron al editor que no revelara que estaban allí. El editor obedeció.

Cinco días más tarde, el 20 de mayo, sonó mi teléfono en la oficina del Voice.

—Señor Moore, al habla el Departamento de Policía de Flint —dijo la voz al teléfono.

El agente que llamó no me dijo —y yo no lo sabía— que cinco días antes habían hecho un registro en la oficina de la imprenta. Sí me dijo que sabían «exactamente» la hora y el día en que había recibido el informe del defensor del pueblo y que parecía que se había cometido un delito. Preguntó si la filtración procedía del propio defensor del pueblo. Le dije que no era asunto suyo. Me recomendó que le dijera la verdad, porque iba a descubrirla tarde o temprano, y las cosas serían más fáciles si cooperaba.

Le di las gracias por su tiempo y colgué. Cuatro horas después, recibí una llamada del Lapeer County Press que se sentía «obligado» a contarme que se había llevado a cabo el registro y que la policía de Flint había confiscado todo lo relacionado con el Flint Voice. Me dio escalofríos. ¿La policía ya estaba en camino para hacer lo mismo en nuestras oficinas?

Volví a llamar al Departamento de Policía de Flint. Les dije que acababa de enterarme del registro. ¿Pensaban hacer lo mismo aquí?

—Oh, no, ¡no vamos a hacer ningún registro!

El agente del otro lado de la línea explicó que eso probablemente sería un incordio para él y para mí. ¿Por qué para mí?

Le dije al agente que si iban a venir al periódico tendría a las cámaras de televisión en camino en cuestión de minutos.

—Escuche —dijo sin rodeos—, si quisiéramos registrarle, ¿cree que iba a decírselo? Ni siquiera se enteraría, igual que no se enteró de nuestro registro de la oficina de la imprenta en Lapeer.

Llamé a una de mis fuentes en el Departamento de Policía de Flint y le pregunté qué sabía. Me llamó al cabo de una hora.

—Oh, sí, planean registrar tu local. Ya han redactado la solicitud al juez.

Llamé de inmediato a las agencias de prensa locales y a Associated Press.

—Necesito vuestra ayuda —les dije a cada uno de ellos—. La policía va a registrar nuestro periódico. Ya han hecho un registro en la oficina del periódico donde se imprime el Voice. ¿Podéis venir pronto?

Para que conste, estaban en nuestra oficina en la esquina de Lapeer y Genesee en cuestión de minutos. Todos menos el Flint Journal.

Se enfrió el asunto. La policía negó que estuviera planeando intervenir en nuestra oficina. Pero no podían explicar por qué habían confiscado todos nuestros materiales del periódico que era nuestro impresor. ¿El registro pretendía intimidarnos? Pasé la noche sacando todos nuestros archivos y documentos del edificio y almacenándolos en un lugar seguro donde la policía no pudiera encontrarlos.

En veinticuatro horas la CBS había enviado un equipo desde Chicago y el New York Times estaba cubriendo la noticia. Al fin y al cabo, era el primer registro en un periódico desde que el Tribunal Supremo había decidido autorizarlos. Llegaron más periodistas desde Detroit y Chicago. Llamó la ACLU y también el Comité de Periodistas por la Libertad de Prensa. Su director, Jack Landau, ofreció la asistencia legal que pudiéramos necesitar.

—Eres el primero —dijo—, pero no serás el último. Hemos de pararlo ahora mismo.

Presentamos una demanda en el tribunal del distrito para conseguir una sentencia que prohibiera a la policía entrar en nuestras oficinas. El juez dictó una moratoria y logró que la policía prometiera no intervenir hasta que él tuviera ocasión de estudiar el caso.

Los periódicos de todo el estado, desde Detroit a Battle Creek, publicaron editoriales que amonestaban a la policía de Flint por sus acciones y alentaban al juez a posicionarse a favor de la primera y la cuarta enmiendas. Los medios de todo el país cubrieron el caso, y Flint fue centro de atención por un motivo nada agradable. Yo no dormí mucho y estaba preocupado por lo que pudiera estar tramando la policía.

Dos semanas después, estábamos otra vez en el tribunal. Después de oír los argumentos, el juez falló a nuestro favor y comunicó a la policía que si después decidían que tenían base para un registro, tendrían que pasar antes por él. Nuestros partidarios vitorearon en la sala. Fue una rara victoria contra ese alcalde y su fuerza policial.

El incidente reactivó un proyecto de ley en el Congreso (presentado justo después de la decisión del Tribunal Supremo sobre el Stanford) para impedir registros policiales en las salas de redacción. Una semana después del veredicto del juez en Flint, el Comité Judicial del Senado de Estados Unidos convocó sesiones sobre la legislación. Jack Landau, el director del Comité de Periodistas, me llamó y me preguntó si podía viajar a Washington.

—Creemos que después de lo que te ocurrió en Flint es el momento perfecto para que se apruebe esta ley. ¿Puedes venir a Washington y ayudarnos?

—Cuando tenía diecisiete años me pidieron que fuera a Washington a testificar —le dije, lo que sonaba demasiado raro para explicarlo, así que no lo hice—. Simplemente no creo que sea bueno para esa clase de cosas. Además, los republicanos vendrán aquí dentro de unas semanas a la Convención Nacional Republicana. Quiero estar encima de eso. Reagan va a pedirle a Gerald Ford que sea su vicepresidente.

(Solo unas horas antes de que votara la convención, el expresidente de Michigan empezó a insistir en que Reagan también prometiera recuperar a Henry Kissinger. Reagan cambió entonces de opinión en el último minuto y sorprendió al elegir a George Bush. El futuro del país se desplegó a partir de esa decisión. No tengo tiempo para meterme en lo que ocurrió en los siguientes treinta años. Hay otros libros en las bibliotecas donde se puede leer al respecto).

El 20 de junio de 1980, el comité del Senado votó a favor de la Ley de Protección de la Intimidad, también conocida como la ley «escudo de la sala de redacción», una ley que impediría a la policía volver a entrar en una sala de redacción a menos que se estuviera cometiendo allí un crimen real como un atraco o un asesinato. Pero luego la ley se paralizó y no se programó para una votación del pleno del Congreso. Los grupos defensores de la Primera Enmienda se preguntaban si alguna vez se aprobaría.

Un mes después, la policía local de Boise (Idaho) entró en la sala de redacción de la delegación de la CBS en Boise y requisó los vídeos de una protesta para poder descubrir las identidades de aquellos que habían participado. La cadena de televisión demandó y consiguió su propio mandato judicial contra los policías de Idaho. Los medios del país cubrieron la noticia, y políticos de Washington exigieron otra vez que se tomaran medidas sobre la propuesta de ley. Escribí cartas a miembros del Congreso e hice entrevistas.

Y entonces un día contesté al teléfono.

—Hola —dijo la voz con acento británico (o irlandés)—. Estoy buscando a Michael Moore.

—Soy Michael Moore —dije.

—Soy John Lennon.

Como yo era conocido por ser un buen bromista, también era repetidamente víctima de otros bromistas que buscaban venganza.

—Vale, Gary, muy gracioso —dije. Y colgué.

Veinte minutos después, el teléfono sonó otra vez. Era el defensor del pueblo municipal de Flint, Joe Dupcza.

—¡Acabas de colgarle a John Lennon! —dijo con dureza—. ¿Por qué coño has hecho eso?

—Vamos, Joe —dije—, ¿tú también estás metido en esto?

—No estoy metido en nada —dijo, todavía enfadado—. Lennon me ha llamado hace un par de horas. Al principio yo tampoco lo creí. Así que no te culpo. Estamos todos un poco nerviosos después de toda esta mierda.

—Oh… sí —dije—. Gracias por afirmar lo obvio, pero ¿cómo sabes seguro que era John Lennon?

—Le pedí su número y le dije que lo llamaría. Luego lo cotejé.

«Cotejar» en jerga policial significa coger un número de teléfono o una matrícula y verificarlo en el ordenador central de las fuerzas policiales. Joe Dupcza fue policía de Flint antes de ser defensor del pueblo. El teléfono de John Lennon era sin duda bien conocido en el FBI y su ordenador. La agencia se había pasado casi una década construyendo un expediente sobre él y tratando de deportarlo.

—Lo he cotejado y coincidía. Joder, en serio, era el puto John Lennon de verdad.

Me sentí mareado de repente por haber colgado el teléfono a un Beatle. «Dios mío —pensé—, estoy tan anonadado por lo que ha estado pasando que ya no confío en nadie. Estoy fatal».

—Hemos hablado un rato —continuó Dupcza—. Se enteró de nuestro caso por el periódico y lo ha seguido y ha pensado que era horrible y quería saber si podía ayudar. Luego me ha pedido tu número.

Dupcza me dio el número de Lennon para que yo pudiera llamarlo a Nueva York, pero en cuanto colgué, el teléfono sonó otra vez. Esta vez identifique el acento. Liverpool.

—Hola, soy John Lennon otra vez —dijo, tratando de tranquilizarme.

—Lo sé, lo sé —dije en tono de disculpa—. Acabo de hablar con el defensor del pueblo. Lo siento mucho. Perdón, por favor. Es que las hemos pasado canutas por aquí.

—No, no, lo comprendo —dijo, todavía tratando de calmarme—. Ya sé lo que es que la vigilancia policial te haga la vida imposible.

Reí.

—Sí, y tanto.

—Bueno —continuó—, he estado siguiendo lo que te ha estado pasando y con esta posible ley en el Congreso, y te llamo para ver si hay alguna forma en que pueda ayudar. Tal vez podría hacer un concierto benéfico para pagar los gastos legales o para tu periódico.

—¿En serio? Mmm, uf, no sé qué decir.

—Bueno, no has de decir nada ahora mismo. Estoy bastante ocupado trabajando en un álbum nuevo, así que no tendré tiempo hasta después de Año Nuevo.

—Uf, eso es una noticia genial —le interrumpí, con la voz subiendo media octava hasta perderse en un tono de colegiala—. ¡Un álbum nuevo!

—Bueno, he estado bastante callado durante un tiempo, con la paternidad y eso. Pero estoy listo para empezar otra vez y, ahora que soy legalmente residente de tu país, tengo intención de implicarme más y… —puso acento americano— ejercer mis derechos constitucionales. Y bueno, si hay algo que necesites, te doy mi número y puedes llamarme cuando quieras.

Al escuchar esta asombrosa oferta de boca del hombre que había significado tanto para muchos de nosotros, simplemente no supe qué decir. Pero lo intenté.

—¿Puedes actuar en el Shea Stadium otra vez?

Rio.

—Dios mío, no. Con una vez fue suficiente. Eh, hice ese concierto en Ann Arbor…

—Por John Sinclair. Estuve allí. «Diez por dos». Fue a mi instituto.

—No me digas. El mundo es un pañuelo. Bueno, tengo que salir…

—John, yo, eh, mmm, muchas gracias. Han sido unos meses de locura. Seguro que te llamo. Muchas gracias. Esto significa mucho para todos nosotros.

—No te desanimes, socio —concluyó—. Ya nos veremos.

El 29 de septiembre el Senado aprobó la Ley de Protección de la Intimidad de 1980 por voto de voz. Dos días después, el Congreso lo aprobó 357-2. El 13 de octubre de 1980, el presidente firmó la ley. Así es como funcionaban las cosas entonces: ambos partidos salían de manera unánime en defensa de la intimidad de sus ciudadanos y los derechos de la Primera Enmienda. Y a apoyar la necesidad de que la prensa funcione sin amenazas ni intimidación.

Y lo único que tuvo que ocurrir para poner en marcha el proyecto de ley 96-440 y que se convirtiera en ley del país fue que dos policías entraran en la oficina donde se imprimía un pequeño periódico marginal en un lugar tan apartado como Flint, Michigan. Jaque. Y luego que lo hicieran otra vez en Boise. Mate.

Nunca llegué a devolverle la llamada a John Lennon. Ocho semanas después había muerto. Y un mes después de eso, Ronald Reagan y George H. W. Bush tomaron las riendas del país para los siguientes doce años. Había empezado una época oscura. Pocos se dieron cuenta al principio.