No estoy seguro de cuándo terminó la luna de miel, pero mis días en que era la novedad por ser el cargo electo más joven estaban llegando a su fin. Y fue Dios quien me mató.
Fue en una reunión mensual del consejo educativo de Davison, más o menos como cualquier otra reunión mensual. Preguntas de los ciudadanos. Flecho. Solicitud de baja maternal. Aprobada. Una moción sobre el pago de algunas facturas. Aprobada. Entonces yo presenté una moción para que nuestras escuelas públicas abrieran las noches de los miércoles para actividades extracurriculares, igual que cualquier otra noche de la semana. Como era la «noche de la iglesia» (la noche en que las iglesias protestantes celebraban los servicios intersemanales), las escuelas públicas estaban siempre cerradas. Yo planteé al consejo educativo que eso era ilegal. Traje a un abogado de la ACLU a la reunión para que defendiera el caso. Como si lo hubiera traído de Moscú. Miraron al abogado de la asociación de defensa de los derechos civiles como si fuera un intruso que se metía donde nadie lo llamaba. Toda la cuestión se pospuso para su «posterior estudio».
En la siguiente reunión, el comité creado para investigar si tenía que mantenerse o no el veto a las actividades escolares nocturnas la noche de los miércoles presentó sus hallazgos: había que eliminar el veto. Amén.
El presidente también mencionó que negar el acceso a nuestras escuelas a estudiantes que no van a la iglesia podría ser una violación de la Constitución. Y que probablemente no venceríamos en un juicio.
Yo no había amenazado con ninguna acción legal, pero supongo que eso es lo que supusieron al ver al abogado de la ACLU sentado en primera fila. Presenté otra vez la moción, uno de los otros dos católicos del consejo la secundó, y el consejo votó de manera unánime por hacer lo correcto. Pero fue un voto a regañadientes, y a los otros miembros del consejo no les gustó que los colocaran en la posición de tener que votar contra los deseos de los cristianos evangélicos del pueblo.
Las Iglesias metodista libre y baptista de Davison me vigilaban. No iban a olvidar lo que había hecho para desafiar su influencia y poder en la localidad. Y no se limitarían a rezar una plegaria por mi alma.
La prudencia habría dictado que me calmara, que retrocediera un poco, que tratara de volver a congraciarme con ellos para poder seguir teniendo cierta eficacia en el consejo. Y durante un tiempo eso fue lo que hice. Pero me acercaba a los veinte años, la vida pasaba por delante muy deprisa, y me estaba haciendo mayor. La prudencia todavía no se había asentado.
—Señor presidente —dije—, me gustaría presentar una moción para que apoyemos la declaración de Lansing y reafirmemos públicamente que nuestras escuelas defienden una política de no discriminación y que creemos que las escuelas integradas proporcionan la mejor educación.
Y luego —¿por qué no?— otra vuelta de tuerca.
—Y que invitamos a gente de todas las razas a venir y establecer su hogar en Davison.
Una pausa larga, muy larga.
—Esto es ridículo —dijo finalmente el presidente del consejo Russell Alger, exasperado—. En Davison no discriminamos y no hay necesidad de hacer esto. Siguiente punto del orden del día.
—No ha preguntado si alguien secunda mi moción.
—¿Por qué está haciendo esto? Cualquiera puede mudarse a Davison y asistir a nuestras escuelas —dijo el dentista del consejo.
—Entonces ¿por qué de seiscientos estudiantes solo hay unos quince negros?
—Bien —dijo—. Secundaré la moción.
Hubo entonces una ronda de votación y todos votaron en contra.
—¿Hay otras mociones? —espetó el presidente Alger.
—Sí —dije, todavía sin rendirme—. Me gustaría proponer que la Escuela Primaria Central lleve el nombre de Escuela Primaria Martin Luther King, Jr. Creo que esto enviará un mensaje positivo a los estudiantes y al resto del condado de Genesee de que Davison es de verdad el lugar que acaba de describir.
—Michael —dijo el miembro del consejo Patrick McAvinchey, el único que seguía siendo afable mío—. No has de seguir insistiendo. Todo el mundo lo entiende. Sigamos adelante.
Nadie secundó esa moción. El periódico local se hizo eco de mi idea de una manera que inflamó a los residentes locales. Decidí que necesitaba tener un registro de lo que realmente decía en esas reuniones.
Entré en la siguiente reunión y puse mi grabadora Sears Silvertone encima de la mesa.
La señora Ude, la secretaria del consejo, me preguntó para qué era eso.
—Es para que pueda grabar nuestra sesión pública. Solo para mi uso personal —pulsé el botón de grabación.
Ella miró al presidente Alger con expresión de horror que parecía decir: «Párelo, por favor». Alger se levantó, se acercó y apagó la grabadora, de la manera en que un padre apagaría la tele cuando te niegas a irte a dormir. Yo volví a pulsar el botón. Esta vez el dentista del consejo, el doctor McArthur, se acercó desde el otro lado de la mesa para apagarla.
—No va a grabar estas sesiones —dijo—. No haga que le quitemos la grabadora.
He visto bandas callejeras y, desde luego, pueden ser amenazadoras en ocasiones. Si has de enfrentarte a una banda de representantes públicos electos —adultos que tienen al menos treinta años más que tú— y te amenazan de esta manera, bueno, te hace falta un minuto para procesarlo.
—Escuchen —dije—, no deberían ver esto como nada distinto de lo que es, una oportunidad para que yo tenga constancia de lo que se dice aquí, especialmente de lo que digo yo. Esto es una sesión pública. No debería haber problema.
—Señor presidente —dijo otro miembro del consejo, el señor Greiner—, quiero presentar una moción para desautorizar aparatos de grabación de cualquier clase durante nuestras sesiones.
—Lo secundo —dijo el doctor McArthur.
—¿Todos a favor? —preguntó el presidente.
La votación fue 6 a 1. Se me ordenó que apagara la grabadora o terminarían la sesión.
Les dije que la apagara el sargento de armas. Como no tenían una «sargento de armas», la apagó el dentista.
Al día siguiente, el periodista del Flint Journal que estaba presente en la sesión escribió un artículo sobre lo ocurrido. Causó un revuelo entre los periodistas de la zona, y por supuesto entre los tipos de la ACLU. En la siguiente sesión, se presentaron ellos y unos cuantos ciudadanos, y pusieron sus grabadoras sobre la mesa del consejo educativo.
Me fijé en que dejaban que la gente grabara sin tener que solicitar permiso. Pregunté si iban a imponer su política por la fuerza.
—No vamos a permitir ninguna grabación de estas sesiones —bramó el presidente Alger—. Apaguen todas las grabadoras ahora y sáquenlas de nuestra mesa.
—Se da cuenta de que Michigan ha aprobado una ley de sesiones abiertas —intervino el periodista del Journal.
—No está autorizado. Retire este aparato.
Nadie se movió. Todos los miembros del consejo me miraron a mí: «¡Tú nos has hecho esto! ¡Estás acabado!».
La sesión se levantó abruptamente. Voces airadas llenaron la sala.
Al día siguiente, llamé al fiscal del condado, Robert Leonard, para ver si podía ayudarme. Para ser fiscal, Leonard era un tipo bastante liberal. Había establecido en el estado la primera oficina de defensa del consumidor. Un día, mientras hablaba en una manifestación contra la guerra, señaló desde la tarima al agente infiltrado del FBI que estaba entre la multitud.
—Ahí está, espiándoles por ejercer sus derechos constitucionales —gritó Leonard al micrófono. Eso no le granjeó el cariño del FBI.
El fiscal Leonard estaba encantado de ayudarme. Hizo que su ayudante informara al consejo de que estaban infringiendo la ley al no permitir que el público o la prensa grabara las sesiones. Para un grupo de gente bien peinada y defensora de la ley y el orden, que les reprendieran las fuerzas de seguridad de una manera tan pública era una humillación que iba más allá de cualquier otra cosa que hubieran experimentado antes. Me arriesgaría a decir que esa gente ni siquiera había visto una multa de aparcamiento en su vida. Si hubieran podido enviarme a mi habitación y castigarme durante un año, lo habrían hecho de inmediato.
También presenté una demanda contra el consejo. No podían creer lo que estaba haciendo. En la siguiente reunión, dieron marcha atrás y retiraron la norma que prohibía las grabadoras.
Una vez aprobada la moción, le di al botón de grabación. Querían pegarme.
Todos los miembros del consejo menos uno me dieron la espalda en sus sillas giratorias. Evitaron cualquier contacto visual o cualquier conversación conmigo. Yo era el chivato, y ellos habían alcanzado el punto de ebullición.
Pasaron las siguientes sesiones con poca o nula fanfarria, y los asuntos se decidían con rapidez y suavidad, sin apenas discusión. Era tranquilo. Demasiado tranquilo. Algo no olía bien.
En ese momento, uno de los miembros del consejo se refirió a lo que otro había dicho en la «sesión anterior». Pero yo había estado en la sesión anterior y, gracias a las maravillas del casete, sabía que no se había dicho nada semejante en la última sesión. Después de la sesión, me acerqué al único miembro del consejo que todavía me hablaba. Le pregunté qué era esa cuestión que habían discutido.
Suspiró.
—Nos hemos reunido sin avisarte —dijo en tono de disculpa—. No es correcto y no iré a ninguna sesión más. Les he dicho que hemos de parar.
Estaba hundido. ¿Estaban celebrando reuniones secretas del consejo educativo a mis espaldas? Dijo que se habían reunido en la casa del presidente para que nadie se enterara.
Fui a casa, anonadado. No había Internet en esa época, así que no podía buscar «cómo detener a un ciudadano». Al día siguiente, fui a contarle al fiscal lo que había ocurrido. Se subió por las paredes.
—¡Esos cabrones! Estoy harto de ellos. ¡Los mandaré a todos a prisión!
Estuve a punto de preguntarle si podía decirlo otra vez solo para regodearme.
—Kenny —dijo gritándole a su ayudante—, llama a la radio y a las teles. Vamos a presentar cargos contra los miembros del consejo educativo de Davison.
Y lo decía en serio. Y lo hizo. Solo era una falta, pero aun así, le dijo a los medios que iba a presentar órdenes de detención. Por si acaso preferían ir a prisión que trabajar conmigo, también presentó una orden para asegurarse de que se cumplía con la ley estatal que requería sesiones abiertas. El fiscal Leonard ya estaba harto después de las numerosas violaciones de la separación Iglesia-Estado, la prohibición de las grabadoras en sesiones públicas y ahora eso.
—Son reincidentes —declaró el fiscal a la emisora de radio local—. No dejan de infringir la ley, y no conozco ninguna otra forma de llamarles la atención.
La noticia agitó a la pequeña población republicana, y el presidente del consejo educativo que estaba infringiendo la ley se reunió de inmediato con el fiscal y se comprometió a no volver a hacerlo.
—Es culpa suya —me dijo la impenitente señora Ude antes de la siguiente reunión—. Fue su conducta lo que nos llevó a reunirnos sin usted. ¿Qué le hace pensar que le queremos en nuestras reuniones?
—No son sus reuniones —le dije—. ¡Estas sesiones corresponden a los ciudadanos de este distrito! Y ellos me han elegido para que los represente. Y cuando celebran reuniones secretas sin informarme, elimina el derecho de esas personas a participar.
—Oh, vaya —fue lo único que pudo decir antes de alejarse.
Al cabo de unos meses me fijé en que el distrito escolar estaba repartiendo contratos de obras y servicios sin convocar concursos públicos.
—Es ilegal no hacerlo —dije, usando su palabra favorita que empezaba por «i»—. La ley del estado exige que hagamos licitaciones en todos los casos y que aceptemos el mejor precio para el distrito escolar.
Me senté y me pregunté por qué tenía que explicar a gente que afirmaba que amaba el capitalismo y la libertad de empresa que el mercado competitivo era una buena idea. Pero no me hicieron caso, asegurando que era poco práctico e innecesario.
Al cabo de unos días concerté una reunión con la oficina del fiscal general y conduje hasta Lansing con el fin de reunirme con el ayudante del fiscal general para tratar de esta práctica ilegal.
El ayudante del fiscal miró los registros que le traje y manifestó su acuerdo: el consejo educativo de Davison estaba infringiendo la ley.
—¿Por qué no se lo dice? —propuse—. Creo que están cansados de oírlo de mi boca.
—Eso es justamente lo que pienso hacer.
Se corrió la voz en la población de que la máxima autoridad policial de Michigan estaba investigando ahora al consejo educativo de Davison. Y claro está, en la siguiente sesión se anunció que se instituiría un proceso de licitación pública. También se nos dijo, amargamente, que «ser obligados a aceptar la oferta más baja no garantizaba el mejor trabajo, y que podría terminar costándonos más caro a largo plazo».
Entonces, ¿qué hace alguien cuando quiere rebajar el nivel de animadversión? Escribe una obra de un solo acto en su tiempo libre y se presenta al concurso anual de talentos del distrito escolar para que se represente en el instituto. ¿Y cuál sería el tema de la obra? Oh, digamos que un número un poco vanguardista sobre la crucifixión de Jesús. En el último momento en el Calvario, Jesús, en lo alto de una cruz de papel de aluminio, decide que no quiere que lo crucifiquen así.
—¿Es aquí donde me queréis? —grita Jesús al público en la noche de estreno del programa de talentos—. ¿Clavado en una cruz? ¿Para no tener que escucharme más preocupándome por los pobres o los enfermos o los oprimidos? ¿Para poder pegar réplicas de mí en las paredes de vuestras casas mientras yo estoy en la cruz, sufriendo? Bueno, yo digo NO.
Y dicho esto, Jesús se arrancaba los clavos de las manos y bajaba de la cruz.
Tenía un grupo de amigos entre el público y, con eso como pie, se fueron levantando de manera aleatoria y empezaron a gritarle a Jesús.
—¡Vuelve a la cruz a la que perteneces!
—¡No te queremos vivo, te queremos muerto!
—¡Vuelve a la cruz! ¡Vuelve a la cruz!
Entonces todos empezaron a cargar hacia el escenario. Un hombre sacó una «pistola» y «disparó» a Jesús. El ahora muerto de nuevo Hijo de Dios fue arrastrado otra vez a su cruz y dejado allí. Los actores salieron entonces del escenario tan contentos.
El referéndum para echarme del consejo educativo se estableció para el primer viernes de diciembre. Solo habría una pregunta en el referéndum: ¿hay que emplumar a Michael Moore y sacarlo de la ciudad en un tren? De hecho, creo que la formulación oficial fue: «¿Debe ser retirado Michael Moore del consejo educativo de Davison?».
Eso era todo. Solo una pregunta en el referéndum, y toda la población estaba convocada a votar sobre esa única pregunta. Desde luego, no era exactamente un potenciador de la confianza.
En mi defensa he de decir que al comité de recusación —formado por hombres de negocios y amigos de los miembros del consejo educativo— no le resultó fácil conseguir las firmas necesarias en el período requerido para presentar la cuestión a votación.
De hecho, cuando llegó la fecha límite, les faltaban centenares de firmas. Así que el consejo educativo concedió diez días más al grupo.
Cuando pasaron los diez días, aún les faltaban unas pocas firmas. Y el consejo concedió otra prórroga (ilegal) de diez días. ¿Y sabéis qué ocurrió cuando pasaron esos diez días? Todavía no había suficientes nombres de personas que querían eliminarme. Así que, por increíble que parezca, el consejo les dio una tercera prórroga de diez días.
Yo fui a buscarme un abogado. Al final de la tercera prórroga de diez días, tenían por fin las firmas que necesitaban. ¿O no? Al repasar los nombres de las peticiones, me encontré con al menos media docena de personas que habían fallecido, y varias personas que habían firmado dos veces. Y luego allí estaba Jesse el barbero. ¡Había firmado tres veces! Estaba claro que quería que me echaran.
Presenté una demanda en el tribunal del condado para acabar con todo ese circo. El juez, que se afeitaba la cabeza todos los días para mostrar un aspecto de Kojak, presentó el siguiente dictamen:
—Parece que tanto el comité de recusación como el consejo educativo han cometido diversas irregularidades y posibles violaciones de la ley. No obstante, me parece que la gente de Davison quiere tener su referéndum en relación a usted, señor Moore. Así que voy a autorizar su celebración. Si se vota contra usted, señor Moore, puede volver a apelar a este tribunal.
Me daba vueltas la cabeza. El juez acababa de señalar numerosas instancias de la ley que se habían infringido, pero aun así iba a autorizar la votación. Estaba condenado.
Programar la votación en un viernes de la temporada navideña fue una jugada genial del consejo educativo. ¿Alguna vez has ido a votar en viernes? Exactamente. Así pues, ¿quién iba a saber que era día de elecciones cuando llegara ese viernes? Los que me odiaban y querían sacarme de allí, esos.
Cada parte tenía que escribir algo en la papeleta. Los que querían eliminarme disponían de un centenar de palabras para resaltar mis «crímenes». Y yo contaba con un centenar de palabras para responder a sus acusaciones. Decidí que no valía la pena perder el tiempo. Escribí simplemente: «La cuestión que se les plantea en esta votación es una cuestión moral que debe decidir entre usted y su conciencia. Sinceramente, confío en que tomará la mejor decisión posible para usted y sus hijos. Con cariño, Mike». Además de ser el cargo electo más joven, podría haber sido la primera persona en inscribir la palabra «cariño» en una papeleta de votación.
El día de la recusación volví al mismo gimnasio donde había ganado el puesto dos años y medio antes. Cuando llegué a las 7 de la mañana, el comité ciudadano de recusación ya estaba en acción. La secretaria del consejo educativo les permitió sentarse a la mesa donde los votantes se registraban. Cada media hora, más o menos, leían los nombres y llamaban a aquellos que todavía no habían ido a votar. Era una operación digna de observar y una vez más se habían pasado de listos, y me habían ganado por desgaste. En las semanas anteriores al referéndum hice lo que había hecho antes para ser elegido. Escribí una «Carta a la población de Davison» y fui a llamar a todas las puertas del distrito.
La cola serpenteaba a lo largo del gimnasio hasta las puertas de atrás, salía por el pasillo y llegaba a la entrada de la escuela. Cuando cerraron las urnas trece horas después, estaba claro que la participación había sido muy elevada.
En medio del gimnasio instalaron cuatro largas mesas de comedor para formar un cuadrado en el que vaciaron las papeletas. Empezó el recuento con la colocación de las papeletas del «Sí» en una mesa y las del «NO» apiladas en la otra. Durante la siguiente hora y media, hubo cambios en quién tenía la pila más alta. Subieron cada vez más, hasta la altura del cuello. Y entonces ocurrió algo. La pila de papeletas del «NO» siguió creciendo: 100 más alto, 200 más alto, 300 más alto. La última papeleta se colocó encima de la pila de las que me favorecían y la secretaria declaró que la recusación había fracasado y que yo había ganado.
Alguien gritó en la tribuna descubierta del lado sur del gimnasio, donde se habían apostado alrededor de un centenar de estudiantes, y luego siguieron más gritos. Se desató una fiesta espontánea y hubo saltos y bailes en todo el gimnasio. Me sentí aliviado. Las cámaras de televisión estaban allí para filmar el evento y yo salí en directo con el presentador a las once de la noche. Le di las gracias a la gente de Davison, declaré muerto al Partido Republicano local y prometí permanecer fiel a mí mismo. También pedí disculpas a mis padres por haberles hecho pasar por todo aquello. Había sido especialmente duro para mi madre. El comité de recusación estaba formado por gente con la que ella había vivido en Davison toda la vida. El director del comité había estado en el equipo de fútbol americano del instituto que entrenaba mi padre. Las copias de las peticiones de recusación que obtuve en el tribunal revelaron los nombres de muchos de quienes pensábamos que eran amigos de la familia. El tipo que iba a la iglesia con mi padre había firmado. La amiga del instituto de mi madre había firmado. La chica que se sentaba a mi lado en la banda había firmado también. Estaban todos allí. Y hasta el día de hoy, si le preguntas a mi padre (ahora tiene noventa años) si tal o cual firmó la petición, podría decírtelo en un instante.
Lo llaman «Alzheimer irlandés», te olvidas de todo menos de a quién le guardas rencor.
Cumplí con el resto de mi mandato, siempre votando en el sentido que quería, pero agotado por toda la experiencia. Me pidieron que hablara ante los estudiantes del instituto, y aproveché la oportunidad para leer un poema mío lleno de expletivos sobre el genocidio de los nativos americanos. El resultado fue que me vetaran del instituto de por vida (hasta el día de hoy no he vuelto).
Perdí en mi tentativa de reelección y me retiré del cargo público a los veintidós años para llevar una vida más tranquila. No olvidé que solo había hecho falta el consentimiento de veinte personas para ponerme en marcha en este camino. Me di cuenta de que ese era el mayor secreto de la democracia, que el cambio puede producirse solo con que unas cuantas personas hagan algo. No hace falta todo un movimiento, ni siquiera todo un distrito escolar. Puede empezar con solo veinte personas. Incluso con veinte colgados. Fue una lección buena, pero peligrosa para aprenderla a una edad tan temprana. Lo intimidante de la democracia es que parece imposible, inabordable, fuera del alcance de una persona promedio. A los veintidós años, sabía que eso era un mito. Y estaba agradecido a Davison por enseñarme que el mío era un gran país.
Pero nunca volví a cortarme el pelo en la barbería de Jesse.