Entró directamente por la puerta de la calle, empuñando una escopeta.
Los profesores que me habían formado en intervención de crisis me habían advertido que este día llegaría alguna vez. Lo llamaban el suicidio espectáculo.
—Se acabó, hijos de puta —gritó después de entrar en el centro de ayuda telefónica donde yo trabajaba—. Adiós y que os den por el culo a todos.
—Espera —dije en voz baja mientras salía de la sala de los teléfonos—. Espera. Habla conmigo.
Hay algunas situaciones en la vida que el ciudadano promedio trata de evitar:
Por desgracia para mí, yo era el único presente, haciendo el «turno de cementerio». Mierda, ¿acababa de llamarlo así?
—Vamos —continué, tratando de ocultar el temblor en mi voz—. No va a pasar nada. Estamos aquí por ti.
Con esa última palabra, el movimiento amplio y disperso de sus ojos se detuvo y se clavó en mí. Y entonces empezó a sollozar, pero sin lágrimas.
—Vamos, hermano, no pasa nada. Desahógate.
Y dicho esto dejó de sollozar.
—¿Eras tú el que ha hablado conmigo por teléfono? —preguntó.
—Creo que no —contesté—. Debes de haber hablado con Craig. Su turno acaba de terminar y ya se ha marchado. Pero yo hablaré contigo. Primero baja el arma, ¿vale?
Y en cuanto lo dije puso el dedo en el gatillo.
Se me cerraron los pulmones y sentí que mi corazón quería seguir el mismo camino. Tenía medio segundo para decidir qué hacer. ¿Correr? ¿Embestirlo? ¿Rogarle que me perdonara la vida? ¿Tratar de permanecer en calma y aparentar fortaleza para calmarlo? ¿Rezar mi última oración?
—¡Espera! —dije imperiosamente, sin gritar—. Eso no es una opción.
Él se detuvo y me miró como un perro que no quiere obedecer la orden de su amo, pero por alguna razón su cerebro sabía que debía hacerlo.
—¿Qué quieres decir con que no es una opción? —me gritó.
—Porque —dije con firmeza y utilizando la mirada más severa de que fui capaz teniendo en cuenta el miedo que sentía—. Porque… yo… lo digo.
Una idea de mi formación hizo clic en mi cabeza: lo llamaban el suicidio espectáculo porque el suicida necesita público. Si me mataba, no tenía público. Sabía que no iba a matarme. Iba a matarse él. Y dejarme vivir con esa imagen durante el resto de mi vida. Yo era el sustituto del padre abusivo, la mujer infiel, el amigo desleal, el jefe cabrón, la voz en su cabeza. Iba a castigarme como lo habían castigado a él durante toda su vida, o quizá solo la semana anterior.
Con el dedo en el gatillo, colocó el cañón bajo su barbilla y se preparó para apretarlo.
—No estoy impresionado —espeté—. ¿Me oyes? Y ahora mismo me estás cabreando porque no tienes ni idea de lo mucho que me importas y ahora mismo soy lo único que tienes y, maldita sea, si te das un momento para bajar esa arma y hablar conmigo sabrás que tienes un amigo aquí, yo, aquí mismo, y joder, ¡merezco al menos un par de minutos de tu tiempo!
No tenía ni idea de lo que acababa de decir. Lo que sí sabía era que sonaba fatal. Nada de eso estaba en la «formación en empatía» que los trabajadores sociales del condado nos impartieron cuando se me ocurrió la idea de abrir este sitio. Entonces tenía diecinueve años, y no veía que ninguna organización de adultos trabajara bien cuando se trataba de ayudar de verdad a gente joven. Un adolescente huía y luego lo atrapaban, y en lugar de tener a alguien que escuchara porque había huido —porque a lo mejor tenía una razón para huir— simplemente lo devolvían a casa, muchas veces para que volvieran a maltratarlo o a abusar sexualmente de él. La experiencia que tuve con una amiga que necesitaba abortar pero no pudo hacerlo porque era ilegal en Michigan, además de un compañero de clase que había muerto por sobredosis y otro chico de mi antiguo grupo de boy scouts que se había ahorcado bastaron para que pusiera en marcha esta línea de emergencia. Mis reglas: la dirigirían personas jóvenes para personas jóvenes. Necesitas un sitio para quedarte a dormir, lo tienes. Necesitas un test de embarazo, te lo proporcionamos. ¿Estás colocado? Pásate y vamos a bajar mientras estás sentado con nosotros. Nunca llamaremos a la policía, y tus padres nunca lo sabrán.
El espíritu del proyecto era espeluznante para muchos de los adultos de la zona, aunque algunos, como los Veteranos de Guerras en el Extranjero y los rotarios, nos extendieron cheques porque sabían que estábamos haciendo un buen trabajo, aunque no fuera ortodoxo. Los resultados eran que los fugados no seguían huyendo, que las chicas no eran obligadas a tener bebés que no podían cuidar a los dieciséis años; proporcionábamos control de natalidad gratuito y nuestras líneas telefónicas estaban en funcionamiento desde las tres de la tarde a la medianoche (hasta las dos de la madrugada los fines de semana), siete días por semana.
Estábamos en 1975 y yo tenía veintiún años. Aquel fue mi primer enfrentamiento con un arma cargada. Mi único objetivo era conservar los dos cartuchos en los cañones de esa escopeta. El siguiente sonido que oí no fue el estallido de un disparo.
—¡No me grites! —me chilló.
¡Uf! Había preferido entablar conversación conmigo a apretar el gatillo.
—Lo siento, no quería gritar —dije con voz temblorosa—. Es solo que he pasado un mal día y esto no puede terminar con un suicidio.
Ponerlo todo de mi lado lo desconcertó.
—Eh, tío —dijo, bajando el arma—. ¿Estás bien?
Bien. Así que ahora había confundido a un tipo loco y angustiado. La situación podía evolucionar de diferentes maneras. Decidí esforzarme y mantener la calma.
—Lo siento —dije—. No es muy profesional por mi parte.
—Es que no puedo continuar —dijo él, calmándose un poco—. Nada en mi vida ha funcionado. Y no quiero que me detengas. Solo quiero que me dejes irme de este mundo y…
—Eh, eres tú el que tiene el arma —en realidad no tenía que recordárselo—. Tienes el derecho y el poder para dejar este mundo en el momento que quieras. Lo único que te pido son unos minutos de tu tiempo. ¿Puedes darme eso, por favor?
Los músculos de su cuerpo se relajaron un poco más, y pareció olvidar que todavía empuñaba un arma lista para disparar.
—Sí, puedo hacerlo.
—¿Y si me dejas que te guarde la escopeta mientras hablamos? Cuando terminemos te la devolveré. Todavía cargada. Entonces podrás tomar tu decisión.
Hubo una larga pausa y una mirada aún más larga mientras consideraba la oferta.
—Vamos. Dame el arma —dije con una leve sonrisa—. Lo último que tú y yo necesitamos ahora mismo es un arma.
Mientras lo decía, se me escapó una risa nerviosa y una mueca destelló fugazmente en su cara. Me había acercado más a él y estaba extendiendo la mano. Me entregó el arma. Suavemente puse el seguro con mano temblorosa y luego abrí la escopeta y saqué los cartuchos.
—No se perderán —le tranquilicé—. Vamos a hablar allí dentro.
Y durante las dos horas siguientes escuché la historia de su vida. Como era el único que estaba allí, oí que sonaban los teléfonos en la otra sala y saltaba directamente el contestador. Me habló de que había dejado la escuela taller y luego había perdido una serie de empleos por su afición a la bebida. Su mujer lo había abandonado y había vuelto con él dos veces, pero ahora había empezado a salir con otro tipo del mismo edificio. No tenía hijos, aunque le gustaría tenerlos, y sus padres lo consideraban un perdedor. Vi lo bajo que había caído, y empecé a preguntarme si había algún punto de no retorno más allá del cual uno no puede salir del pozo de la desesperación. Se cansó al cabo de un rato y me preguntó si había alcohol en el local. Le dije que no estaba permitido, a menos que se tratara de ocasiones especiales como que algún tipo quisiera volarse los sesos. Se rio con eso y a continuación decidió centrarse en mí.
—Bueno, ¿cuáles son tus problemas? Todo el mundo tiene problemas. ¿Cuáles son los tuyos?
No quería deprimirlo más. Le dije que los mismos que los de todos los hombres: las tías.
—Tienes razón en eso, tío. Nos tienen pillados. Y luego no aflojan.
—Sí —dije—, pero tienen sus cosas buenas.
—Je, je, tienes razón en eso, sí señor —dijo en ese código especial que solo se usa entre tíos.
—Solo hemos de insistir hasta encontrar la buena —continué—. Están en alguna parte. La tuya y la mía. Hay demasiadas mujeres en este planeta para que no haya una buena para cada uno de nosotros. Solo hay que seguir buscando.
—Sí, seguir dándole.
Ya se nos habían acabado los clisés de los años setenta cuando cayó en la cuenta de que los teléfonos habían estado sonando sin parar.
—Tío, ¿no hay nadie más aquí?
—No.
—Oh, mierda, no te estoy dejando trabajar. Será mejor que vuelvas al trabajo —hizo una pausa y pensó un momento—. A menos que necesites que me quede un rato y te eche una mano con los teléfonos.
—No, está bien. Ya estoy a punto de cerrar en cuanto haga el papeleo. ¿Estás bien ahora?
—Eso creo. ¿Vas a devolverme la escopeta?
—Sí. Ese era el trato. Tu vida está en tus manos. Solo te pido que pienses en no ponerle fin esta semana. Podrías intentar una visita a Alcohólicos Anónimos. Salir con tus amigos sobrios. ¿Puedes hacerlo?
—Claro. Puedo intentarlo.
Le devolví la escopeta.
—¿Y los cartuchos?
—No, creo que me los quedo. Un recuerdo de esta noche, ¿te parece bien?
—Sí —dijo, asintiendo con la cabeza.
Cuando se fue en su camioneta escuché en su radio a todo volumen Fly by Night de los Rush. Al verlo enfilar Coldwater Road hasta el cruce de la M-15, me fijé en que respetaba todas las señales de tráfico y límites de velocidad, pequeñas señales que proporcionaban aquellos que, al menos por el momento, en esa apacible noche de verano, querían vivir.