Todo buen católico culpaba a Lyndon Johnson de la muerte de Kennedy. No es que él tuviera nada que ver con el asesinato en sí (aunque había quienes lo creían), pero todos sabíamos que odiaba a Kennedy, y a Kennedy él le importaba bastante poco. Kennedy se vio obligado a presentar a Johnson de vicepresidente para conseguir que los estados racistas del sur votaran por él, estados que eran demasiado tontos para saber que Johnson no compartía nada de su odio por los negros y que, de hecho, les haría tragar la legislación más importante por los derechos civiles desde la guerra de Secesión en el momento en que llegó a la presidencia.
Lo que no podíamos aceptar era que a Kennedy lo asesinaran en el estado de Johnson, porque si alguien tendría que haber estado a su lado para impedir una tragedia ese debería haber sido Lyndon Baines Johnson. Si los católicos tomaron nota de alguna cosa después de noviembre de 1963, fue que nunca jamás se irían de vacaciones a Dallas.
Johnson, a los nueve meses de la muerte de Kennedy, intensificó la guerra de Vietnam contando una mentira. El 4 de agosto de 1964, anunció que ese día los norvietnamitas habían atacado un barco estadounidense en el golfo de Tonkin. Eso no ocurrió. Johnson presidió entonces el país durante una carnicería de proporciones épicas, echando por la borda cualquier bien que hubiera hecho por el que pudiera ser recordado, como las leyes de derechos civiles o su guerra contra la pobreza.
En marzo de 1968, Johnson renunció a presentarse a la reelección. Aunque yo solo tenía catorce años, seguí todo el proceso y deposité mis esperanzas en que Eugene McCarthy o Bobby Kennedy obtuvieran la nominación demócrata. Lo que era inaceptable para mí era el acceso del vicepresidente, Hubert Horatio Humphrey, a la Casa Blanca. Él había respaldado lealmente a Johnson en la guerra, y para mí con eso bastaba. Lo hecho, hecho está: Humphrey estaba descartado.
Yo estaba despierto viendo el programa de Joey Bishop cuando a Joe le pasaron una nota que le hizo atragantarse. Anunció que Robert F. Kennedy, al que la noche anterior habían disparado después de ganar las primarias presidenciales en California, acababa de morir. Yo grité, y mis padres, que ya estaban acostados, vinieron a la sala de estar.
—¿Qué estás haciendo viendo la tele? —preguntó mi madre.
—¡Bobby ha muerto!
—¡No! —exclamó mi madre, cruzando los brazos ante el pecho y sentándose—. Oh, Dios, oh, Dios.
—Solo cuélgalo allí en la puerta —dijo Salt, ordenándome dónde poner el póster de «Nixon es el nuestro». Ahí. Perfecto.
Thomas Salt era alumno de último año de secundaria y encargado del club Estudiantes por Nixon, y aunque yo era de primer año, ya había ascendido al número dos a cargo de todo lo que teníamos que hacer. Éramos estudiantes del seminario St. Paul de Saginaw, Michigan, y desde luego estábamos en minoría cuando se trataba de apoyar al bribón de Richard Milhous Nixon. Vivíamos en un oasis de demócratas (obviamente, todos eran católicos, y Nixon era el malvado que había sido derrotado por nuestro único presidente católico). Todo el seminario respaldaba a ciegas a Humphrey, pero no Salt ni yo, ni unos cuantos valientes más. No defendíamos a los belicistas. Punto. Fueran del partido que fuesen.
Bueno, no estoy seguro de si era aplicable a todos nosotros, porque los otros cuatro eran hijos de acaudalados republicanos cuyos padres eran o bien abogados de grandes empresas o ejecutivos en Dow Chemical o en alguna de las fábricas de automóviles. Probablemente les gustaba Nixon porque lo llevaban en la sangre. Yo me había unido a ellos porque me negaba a apoyar a Humphrey sobre bases estrictamente morales, y aunque podría parecer extraño usar la palabra moral respaldando a Richard Nixon, tal y como yo lo veía, no tenía elección.
Oh, lo siento, había alternativa. Estaba George Wallace, que se presentaba como klan-didato independiente a presidente (ganaría en cinco estados del sur). Mi congresista de Flint, Don Riegle, dijo que Nixon le había contado que «tenía un plan secreto para terminar con la guerra». Prometió que Vietnam terminaría a los seis meses de su victoria. (Y así fue. Seis meses después de su segunda victoria, en 1972).
Pero, por el momento, Nixon era el «candidato de la paz», y eso era todo lo que necesitaba oír. Además, estaba a favor de rebajar la edad de voto a los dieciocho años. Dijo que crearía una agencia de protección ambiental (la EPA). Sostuvo que legalizaría tratar a las chicas en las escuelas de manera diferente que a los chicos (título IX). También era un personaje sombrío, cambiante, e instintivamente sabías que no se podía confiar en él más que en su perro, Checkers. Pero dijo que terminaría con la guerra.
Además de nuestra campaña en el campus del seminario, pasamos las tardes de sábado yendo puerta por puerta en Saginaw, una ciudad de obreros que no servía de mucho a los republicanos. Hicimos campaña de todas maneras, e hicimos todo lo posible por el hombre al que todos llamaban Tricky Dick.
Yo era de primer año, así que necesitaba obtener un permiso especial para hacer campaña por Nixon fuera del seminario. Se me concedió, siempre y cuando aceptara hacer algunas tareas en casa del obispo auxiliar de la diócesis (y antiguo rector del seminario), James Hickey.
Era a principios de octubre de 1968, y mi trabajo consistía en ayudar a vaciar y limpiar la piscina exterior del obispo. El obispo Hickey permanecía al corriente de los tejemanejes del seminario que había ayudado a fundar una década antes, y eso significaba que había oído hablar de nuestra campaña por Richard Nixon.
—Me he enterado de que te interesa la política —me dijo, mientras yo limpiaba el interior de la piscina.
—Sí, su ilustrísima. Mi familia siempre ha prestado atención al gobierno y eso.
—Ya veo, pero ¿por qué Nixon?
Ya estaba bastante nervioso, porque no terna ni la más ligera idea de cómo limpiar una piscina. Temía que pudiera dar la respuesta equivocada y que eso supusiera mi «adiós al sacerdocio».
—La guerra está mal. Matar está mal. Él terminará con la guerra.
—¿Sí? —dijo el obispo mirándome fijamente por encima de sus gafas de montura metálica.
—Eh, eso es lo que dice. Dentro de seis meses no habrá guerra.
—Sabes que este hombre tiene un, ¿cómo decirlo?, un historial de no decir la verdad.
Me había metido en un problema enorme. Lo siguiente que esperaba oír era que estaba cometiendo un pecado mortal por ayudar a Richard Nixon.
—Recuerdo la primera vez que se presentó al Senado en California —continuó el obispo—. Inventó un montón de cosas sobre su oponente que no eran ciertas. Cosas horribles. La gente no lo descubrió hasta después. Pero era demasiado tarde. Entonces ya era senador.
Yo no sabía de qué estaba hablando. La temperatura de octubre estaba bajando y el agua que me salpicaba de la manguera era fría y desagradable. No quería escuchar ese sermón. Además, ¿qué hacía un obispo con piscina propia?
—No lo sabía —dije con respeto—. No lo apoyé en mil novecientos sesenta —agregué con la esperanza de que me sirviera de dispensa.
—¿Qué edad tenías en mil novecientos sesenta?
—Iba a primer curso. Incluso memoricé el discurso de investidura del presidente Kennedy.
—¿Aún puedes recitarlo?
Por supuesto que podía. Había estado recitando el discurso a las monjas durante años para ganar puntos.
—Bueno, deja que te escuche un poco.
Así que me puse firme, con el trapo y la escobilla en la mano, y recité mi parte favorita.
«El mundo es muy diferente ahora. Porque el hombre tiene en sus manos mortales el poder de terminar con todas las formas de pobreza humana y también con todas las formas de vida humana. Y aun así las mismas convicciones revolucionarias por las que lucharon nuestros antepasados siguen debatiéndose en todo el globo: la convicción de que los derechos del hombre no proceden de la generosidad del Estado, sino de la mano de Dios».
Le gustó. Así que pensé que continuaría con otro fragmento, esta vez poniendo el acento de Kennedy:
«A esas gentes de chozas y aldeas de todo el globo que luchan por romper las cadenas de la miseria les decimos que haremos todo lo posible por ayudarles a que se ayuden a sí mismos durante el período que haga falta; no porque los comunistas puedan hacerlo, ni porque busquemos sus votos, sino porque es justo. Si una sociedad libre no puede ayudar a los muchos pobres, no podrá salvar a los pocos ricos».
—¡Impresionante! —exclamó, con una sonrisa aprobatoria en el rostro—. Estas son palabras importantes. No las olvides nunca —hizo una pausa—. Y, por supuesto, no te estoy diciendo lo que has de votar, pero hazme un favor y reflexiona sobre las palabras que acabas de recitarme.
La guerra, por supuesto, no terminó seis meses después de que Nixon llegara al poder. Empeoró. Invadimos otro país (Camboya), se espió a grupos y periodistas contrarios a la guerra y, para celebrar la Navidad de 1972, tiramos más bombas en Vietnam del Norte que en cualquier otra batalla de la guerra. En total, terminamos matando a más de tres millones de personas en el sureste asiático, y más de cincuenta y ocho mil de nuestros soldados no volvieron vivos. El obispo sabía esto; después me di cuenta de que no me había llamado para que limpiara su piscina, sino para lavarme él la cabeza. La primavera siguiente el obispo Hickey fue enviado a Roma, más tarde se convirtió en obispo de Cleveland y, finalmente, en cardenal de la archidiócesis de Washington D. C. Dos mujeres misioneras que él envió a El Salvador fueron brutalmente asesinadas junto con otras dos religiosas por parte del gobierno respaldado por Estados Unidos. En Washington fue categórico en su oposición a las guerras en Nicaragua y El Salvador.
Al cabo de un año de esa conversación, después de dejar el seminario, hice un pacto conmigo mismo para no revelar nunca que había hecho campaña por Richard Milhous Nixon.
—No te vas a llevar a tu hermana a Washington —dijo mi padre, sentado a la mesa del comedor.
—Ni hablar —intervino mi madre.
Era un adulto de dieciocho años y podía hacer lo que quisiera, pero mi hermana Anne tenía diecisiete y aún iba al instituto. Yo había anunciado que iba a ir con amigos a Washington para participar en una multitudinaria manifestación contra la guerra el día que Nixon iba a ser investido por segunda vez. En el coche teníamos que ir yo, nuestros líderes juveniles de la iglesia, Gary Wood y Phyllis Valdez, el amigo de ambos Peter Case, mi colega Jeff Gibbs y mi hermana, Anne.
La disputa en la mesa para que viniera Anne se intensificó. Todos los temas estaban abiertos a debate: la guerra, el pelo largo, la misa con guitarras, John Sinclair (que creció en la misma calle), los Weathermen que se reunían en Flint, signos de la paz pintados en las paredes del sótano, el efecto que todo ello estaba teniendo en nuestra hermana menor Verónica, etc.
Al final, Anne dijo que iba a venir y no hubo más discusión. Silencio. Fin de la cena.
Llegamos a la casa de mi primo Pat, a las afueras de Washington, antes de medianoche. Allí nos quedamos planchados y, cuando nos despertamos, hicimos los planes para el día. Había un foro y Leonard Bernstein iba a dirigir un Concierto de Petición de Paz en la catedral nacional, con la participación de los senadores Edward Kennedy y Eugene McCarthy.
Cuando llegamos a la catedral la tarde siguiente, nos asombró el tamaño de la multitud que trataba de entrar. La cola se extendía en lo que parecía un kilómetro. No había forma de que entráramos, hasta que Peter dijo que tenía una idea.
—No me quitéis ojo —dijo—, y uno por uno venís y os unís a mí.
Peter abrió una bolsa de cacahuetes, se acercó a la parte delantera de la cola, encontró a alguien de aspecto amable y le ofreció cacahuetes. Siguió una conversación jovial que hizo que pareciera que Peter conocía al tipo que «obviamente» le guardaba un sitio. A continuación los otros cinco teníamos que repetir este encuentro casual para acercarnos y que pareciera que aquel era nuestro sitio. Y uno por uno lo hicimos. Al parecer fue demasiado para un tipo de la fila que estaba observando cómo se desarrollaba toda la treta. Dejó su lugar en la fila y caminó hacia nosotros.
—Me estoy preguntando cómo maneja esto tu conciencia ahora mismo —dijo en una voz que sonó notoriamente similar a la de mi conciencia—. ¿Crees que está bien colarse así y privar a la gente que ha llegado antes que tú de la oportunidad de entrar?
Ninguno de nosotros dijo nada. Ninguno estableció contacto visual con él. Era como si no estuviera allí. Pero nosotros sí estábamos.
—Es increíble —comentó, negando con la cabeza—. ¿No tenéis nada que decir? En una iglesia, nada menos.
Ninguno de nosotros se sentía orgulloso de lo que había hecho. Lo que habíamos hecho estaba mal. Pero también habíamos conducido mil kilómetros y en realidad nos importaba un pimiento. O al menos tratábamos de aparentarlo. Todos los que nos rodeaban oyeron el sermón y teníamos todas las miradas clavadas en nosotros. No veíamos la hora de entrar en la iglesia y que nos bajaran de la cruz.
El concierto no se pareció a nada que hubiera visto antes. Bernstein dirigió a miembros de la Sinfónica Nacional y otras orquestas en la Misa en tiempos de guerra de Haydn. Fue una obra de música clásica evocadora y hermosa, y me fijé en la tristeza en los rostros de muchos de los que me rodeaban. Hubo lecturas y poemas, y emocionó profundamente a las dos mil quinientas personas que estaban presentes (otras dos mil quinientas escucharon a través de los altavoces situados en el césped, a las puertas de la catedral).
El día de la investidura llegamos temprano para poder atisbar la limusina de Nixon antes de que entrara en el Capitolio. Había mucha seguridad, pero nos acercamos lo suficiente para ver el coche blindado y gritarle y levantar nuestros carteles para que pudiera verlos. El presidente saludó al pasar y nosotros devolvimos el saludo, aunque no mostramos los cinco dedos. Yo estaba muy lejos del seminario.
Esta manifestación en la Elipse, junto al monumento a Washington, no fue tan multitudinaria como anteriores concentraciones contra la guerra, pero aun así asistieron más de setenta y cinco mil personas. Era la mayor multitud de la que había formado parte, y fue una experiencia intensa y cargada de ira. La gente estaba harta de Nixon y sus maneras asesinas. Nos pusimos en lo alto de la colina, al pie del monumento a Washington, mirando directamente a la manifestación y la Casa Blanca, con la esperanza de que Nixon hubiera vuelto y estuviera mirando por la ventana.
Después de un par de horas, algunos de los manifestantes decidieron que había llegado el momento de una acción más agresiva. El monumento a Washington está rodeado por las banderas de los cincuenta estados. Un grupo de estudiantes pensó que las banderas tendrían mejor aspecto si ondeaban cabeza abajo. Y se pusieron manos a la obra. La policía de parques nacionales estaba en minoría y pidió refuerzos. En cuestión de minutos llegó la caballería. Decenas de policías a caballo ascendieron por la colina hacia el monumento. Como no estábamos participando en esta manifestación paralela no temíamos que pudiera pasarnos nada. Errónea suposición. Los hombres a caballo empezaron a golpear con sus porras a todo el que veían. Salimos corriendo colina abajo, como la mayoría de la multitud. La policía decidió perseguirnos. No sabía si era humanamente posible dejar atrás a un caballo, pero de alguna manera bajamos la colina como balas. Oí a un caballo detrás de mí, y en ese momento pensé que podía hacer al instante algo que el caballo no podía hacer.
Parar.
Al frenar en seco, el caballo pasó de largo. Había muchos más manifestantes que perseguir. Yo grité al resto del grupo para que me siguieran y salimos por el lado derecho de la muchedumbre, donde no había policía. Sin aliento, todos coincidimos en que nos había ido de un pelo y decidimos que ya habíamos hecho suficiente para hacer oír nuestras voces. Hicimos un último gesto obsceno a la Casa Blanca («¿lo has visto en la ventana?», «sí, creo que lo he visto») y nos dirigimos a Michigan.
Había trabajado para él, había protestado contra él. Y ahora quería un cierre. Quería decirle adiós.
Estaba claro que Nixon no iba a durar en la Casa Blanca. A finales de la primavera de 1974, después de la entrada en las oficinas Watergate del Partido Demócrata, después de las vistas en el Senado y de las revelaciones de John Dean, después de que Alexander Butterfield reconociera que Nixon grababa todas las conversaciones en el Despacho Oval, después de que la Casa Blanca autorizara la entrada en el consultorio del psiquiatra de Daniel Ellsberg, después de que Nixon perdiera en el Tribunal Supremo y de que se publicaran los papeles del Pentágono, y después de que intentara taparlo todo, el presidente Richard Milhous Nixon colgaba de un hilo cuando decidió visitar tres pequeñas localidades situadas al norte de Flint, Michigan.
Había estado escondiéndose en la Casa Blanca, bebiendo, hablando a viejas pinturas en la pared, temiendo salir y enfrentarse a la opinión pública, la mayor parte de la cual ahora quería que o bien dejara la presidencia por voluntad propia o que fuera el primer presidente en ser destituido. Nixon no quería ninguna de las dos cosas. Era un luchador. Nunca se había rendido, ni siquiera cuando lo tenía todo en contra, como muchas veces antes. Era Dick Nixon de Yorba Linda, California, y no iba a ir a ninguna parte salvo al lugar que su destino le deparara.
Obligado a tener que decir durante una conferencia de prensa: «No soy un sinvergüenza» (el mantra de los sinvergüenzas en cualquier parte), Nixon estaba buscando una forma de esquivar a la prensa —«el enemigo», «los judíos»— y conectar directamente con la gente, con su «mayoría silenciosa», que sabía que lo idolatraba.
Esa oportunidad llegó cuando nombró al congresista republicano James Harvey juez federal en enero de 1974. Esto creó la necesidad de unas elecciones parciales para cubrir su escaño, y Nixon decidió que la sólidamente republicana zona de Michigan era el lugar perfecto para tomar el reconstituyente que necesitaba.
También fue donde yo decidí que finalmente lo conocería y le pediría que dimitiera. Fue en abril de 1974, y mi amigo Jeff, mi hermana Verónica y yo subimos al coche y nos dirigimos a Bad Axe, Michigan, la pequeña población donde Nixon haría la que sería la última aparición de campaña de su presidencia.
Bad Axe era la capital del condado de Hurón, Michigan. Tenía un juzgado y un cine que estaba rodeado por kilómetros y kilómetros de terreno agrícola. (Fue en una de estas granjas al sur de Bad Axe donde Timothy McVeigh y Terry Nichols se quedaron con el hermano de Nichols antes de las bombas de Oklahoma City).
La zona formaba parte de una península rodeada por tres lados por el lago Hurón, y estaba poblada por alguna de la gente más conservadora del estado de Michigan. ¿Cómo de conservadores? El liberal más cercano probablemente vivía al otro lado del lago, en Canadá.
Bad Axe nunca había merecido una visita presidencial antes. Así que todo el pueblo estaba engalanado de rojo, blanco y azul para recibir al primer delincuente de la nación. Se planeó un desfile para Nixon, y nos preparamos para unirnos a la comisión de bienvenida.
Por fortuna, cuando llegamos a Bad Axe vimos que no éramos los únicos que pensábamos que Nixon tenía que dimitir. Había al menos otras trescientas personas que protestaban entre los pocos miles de felices ciudadanos de Bad Axe que esperaban ansiosamente la llegada del presidente.
Encontré un buen lugar en la acera, en primera fila de la calle principal. Llevaba un cartel que decía en letras gruesas «Nixon sinvergüenza». Jeff y Verónica llevaban carteles que decían «Impeachment ya» y «Criminal de guerra». Mensajes básicos, directos. Sin ambigüedades ni sutilezas. Lo bastante cortos para que pudiera leerlos al pasar.
Los vecinos que nos rodeaban trataron de bloquear nuestros carteles. Pero con trescientos compañeros al lado era imposible que consiguieran que nos fuéramos. La gente nos gritaba: «largo los de fuera» y «hippies, arded en el infierno». Muy directo. Sin ambigüedad. Pero sin violencia.
Después de alrededor de una hora, el desfile empezó a recorrer Hurón Avenue. Había camiones de bomberos y coches de policía y una banda de música y animadoras y boy scouts y jóvenes de Futuros Granjeros de América. Sentados en el techo de dos coches iban el alcalde y el candidato republicano al Congreso, James Nadiemeconoce Sparling, saludando a la multitud que vitoreaba. Si era eso lo que esperaba Nixon —una manifestación emotiva de apoyo desbordante— iba a conseguirlo en Bad Axe.
Por fin apareció la limusina presidencial. Nixon iba de pie y sacaba la cabeza por el techo solar, moviendo la cabeza y saludando como un Jack-in-the-Box. Exhibía su famosa sonrisa de Nixon, mostrando las manos con la señal de la V de la Victoria que hacía con los dedos índice y corazón. Estábamos a menos de tres metros de él, y yo levanté el cartel a la altura de sus ojos para que pudiera verlo con claridad.
Y lo hizo. El coche no iba a más de diez por hora. Al pasar a mi lado, lo miré directamente a los ojos, y él a los míos. En ese instante me pareció que todo ocurría a cámara lenta. Me miró, con mi pantalón de peto y pelo largo. Yo lo miré. El maquillaje que llevaba era tan exagerado, tan grueso, que tenía la cara como una losa naranja petrificada y sus intentos de sonreír estaban en cierto modo impedidos por el enlucido que le habían puesto en la jeta. Parecía enfermo. Muy enfermo. No esperaba ver eso. Por razones que tendré que explicar en la puerta de San Pedro, sentí una tristeza instantánea por él. Era como un cadáver al que habían sacado sobre ruedas para agitar a la gente y conseguir que votara por un hombre al que ni siquiera conocían. Aunque la multitud del pueblo estaba animada y feliz de verlo, Nixon no se alegraba de verlos a ellos. Era como cuando vas a una obra de teatro o a una película y «ves» la actuación, «ves» al actor interpretando su papel, cumpliendo el expediente, y en ese momento la obra se ha perdido, ha terminado y no se puede recuperar. Eso fue Nixon en Bad Axe. El hombre que había sido congresista, senador, vicepresidente y ahora presidente, el hombre que se había reunido con líderes del mundo y en un momento se planteó lanzar una bomba atómica sobre Vietnam del Norte, el hombre que trepó hasta lo más alto más de una vez, ahora estaba en un lugar que no había visto nunca, reducido a pasearse en un Pontiac en un desfile preparado como una sesión fotográfica, una bonita noticia de la tarde, pero no estaba engañando a nadie. No era Nixon en China. Era Nixon en Bad Axe. Aplastante e irrevocablemente humillante. Era lo único que le quedaba.
Cuando sus ojos miraron mi cartel de «Nixon sinvergüenza», hizo lo posible por apartar la mirada y simular estar contento, pero al lado había otro cartel y al lado otro y 297 más. Cuando vi su triste reacción a mi cartel, instintivamente lo bajé, avergonzado de estar golpeando a un hombre caído, un hombre despiadado y despreciable, pero de todos modos un hombre avergonzado y solo. Un hombre de vuelta al condado de Orange o a la cárcel. Puede que estuviera rodeado por miles de personas en Bad Axe, pero la única hacha[10] que contaba en ese momento era la que solo unas semanas después le golpearía en la cabeza. William Milliken, gobernador republicano de Michigan, rechazó unirse a él en el desfile. Nixon era un paria, y él lo sabía, y, además, ¿qué sentido tenía todo en ese momento?
Os lo diré. Nixon dijo que acabaría con la guerra —¡nos aseguró que acabaría con la guerra!— y en cambio envió a otros veinte mil jóvenes americanos a la muerte. Dejó caer tantas bombas sobre civiles en Vietnam, Laos y Camboya que hasta el día de hoy no existe un recuento exacto de víctimas. (¿Son 2 millones? ¿3 millones? ¿4 millones? A ese nivel estamos hablando de cifras de holocausto, y aquel que pagaba sus impuestos, lo había apoyado y era culpable y lo sabía y solo tenía ganas de vomitar). Nixon había cometido crímenes de guerra tan atroces que todavía hoy vivimos con el legado de sus acciones. Perdimos nuestra brújula moral con él y nunca la recuperamos. Ya no sabemos cuándo somos los buenos y cuándo somos los terroristas. La historia ya ha escrito nuestra derrota y la historia dirá que empezó con Vietnam y Nixon. Antes de Vietnam había mucha esperanza. Desde Nixon solo hemos conocido la guerra permanente.
Por alguna razón, sin saber entonces lo que ocurriría en nuestro país, levanté otra vez mi cartel. No quería saber nada de eso y no quería saber nada de él.
Caminamos hacia el lugar donde iba a dar su discurso, pero la policía se aseguró de que no nos acercáramos a él. Él alardeó por los altavoces de sus subsidios a los agricultores locales. Preguntó a la multitud si su médico «tenía que trabajar para sus pacientes o para el gobierno». Y luego se dirigió a los jóvenes reunidos allí.
—Os he traído una paz duradera —les dijo—. La vuestra será la primera generación en este país que no conocerá la guerra. Y vosotros, los jóvenes de allí, ¡seréis el primer grupo de chicos de dieciocho años que no serán reclutados en más de veinticinco años!
La multitud vitoreó. Nixon, el presidente de la paz. Nosotros abucheamos lo más alto que pudimos. Era más bien un alarido. Nixon no haría ninguna otra aparición de campaña antes de renunciar a la presidencia al cabo de unos meses. Estuvimos en la última.
Ojalá pudiéramos decir también que fue la última guerra de Estados Unidos.