Veinte nombres

—Moore, ¡llevas la camisa por fuera!

Era la voz del señor Ryan, el subdirector para disciplina del instituto y lo tenía encima. No en sentido figurado. Lo tenía literalmente pegado a mi espalda.

—¡Date la vuelta!

Obedecí.

—Conoces las reglas. Hay que llevar la camisa por dentro.

Me la puse.

—Inclínate.

Llevaba el azote, un versión reducida de un bate de criquet con agujeros para imprimirle la máxima velocidad.

—Vamos, no es justo —protesté—. ¡Es una camisa!

—Inclínate, no hagas que te lo pida otra vez.

Hice lo que me pidió. Y mientras me estaba doblando, marqué la fecha en mi calendario mental como la última vez que iba a obedecer.

¡Zas!

Lo sentí intensamente. La plancha de madera plana y dura golpeando mi trasero y el retraso de dos segundos hasta la aparición del dolor.

¡Zas!

Lo hizo otra vez. En esta ocasión dolió mucho. Ya sentía el calor de mi piel a través de los pantalones y quería quitarle ese azote y partírselo en la cabeza. ¡Zas!

El peor dolor era la humillación que estaba experimentando debido a la creciente multitud y a que todos los presentes en la cafetería estaban levantando la cabeza para ver lo que ocurría en el pasillo.

—Con esto servirá —dijo el sádico—. Que no vuelva a verte otra vez con la camisa por fuera.

Y dicho esto se alejó. No tenía idea de lo profundamente que había cambiado mi vida, y la suya. En un único acto de castigo corporal se había labrado su propia desgracia. ¿Cuántas veces había pegado a un niño en su carrera? ¿Mil? ¿Diez mil? Fuera cual fuese la cifra, esta vez sería la última.

Tiene gracia, ¿no? En un momento vas caminando por el pasillo con la camisa por fuera, estás pensando en chicas o en un partido de béisbol o en que solo te queda un chicle del paquete, y una hora más tarde estás tomando una decisión que afectará al resto de decisiones que tomarás el resto de tu vida. De un modo tan aleatorio, sin planear. De hecho, hace que te avergüences de la idea de hacer planes para tu vida y te das cuenta de que en realidad estás perdiendo el tiempo si de verdad quieres planificar a qué universidad ir, o cuántos hijos tener o dónde quieres estar dentro de diez años. Un día estoy pensando en la facultad de derecho y la semana siguiente he consagrado todos los magros recursos y energía de un adolescente a privar a un adulto de cualquier poder que crea ostentar con ese azote.

Me enderecé, colorado para que me vieran todos en la cafetería. Había muchas risitas y carcajadas, pero sobre todo abundaba esa expresión que la gente tiene cuando acaba de ver algo que no ha visto nunca antes. Yo era conocido por ser un buen estudiante. Era conocido como alguien al que nunca le habían dado con el azote. Nadie esperaba ver al subdirector atizándome. No era la clase de estudiante al que le dicen: «Inclínate». Y eso era lo que resultaba tan entretenido en esa azotaina en particular para la multitud reunida.

No es que el subdirector para disciplina Dennis Ryan no me la tuviera jurada ni que no hubiera hecho nada que mereciera su ira. Había hecho muchas cosas. Cuando estaba a mitad de mi último curso, había organizado mis propias miniprotestas contra casi todas las órdenes de Ryan y el director, el señor Scofield. La última de estas revueltas había consistido en convencer a nueve de los dieciocho estudiantes de la clase de Shakespeare de último año de abandonar la clase.

El profesor acababa de devolver mi trabajo de veinte páginas de Hamlet con un gigantesco 0 en rojo. Esa era mi nota. Nada. Cero. Me levanté.

—No puede tratarme así —le dije con educación—. Y oficialmente me voy de la clase —me volví hacia los estudiantes—. ¿Alguien quiere unirse a mí?

La mitad lo hicieron.

El cero bajaría mi promedio a un 3,3 a final de año. Y era imposible que me importara menos.

No era mi primer encontronazo con un profesor. El profesor que dirigía la clase de consejo estudiantil también me suspendió. Seguramente, presenté más mociones y participé en más debates que nadie. Y eso era lo que molestaba al profesor que era el asesor del consejo estudiantil.

—¿Cómo puede suspenderme? —le confronté.

—Te suspendo porque has creado demasiados problemas aquí —respondió con petulancia—. Me gusta tener un buen consejo estudiantil, pacífico y tranquilo. Me has puesto las cosas muy complicadas este año.

Todo esto pesaba en mi mente al volver a casa ese día de mi azotaina pública por parte del subdirector. ¿Cómo iba a vengarme? Esa noche no tuve que mirar más allá del periódico vespertino.

Un ejemplar del Flint Journal local forraba la caja de basura que estaba sacando del garaje. Bajé la mirada y, entre manchas de salsa de ensalada y refresco de fresa, me fijé en un artículo que me recordó que la edad de voto en Estados Unidos acababa de bajarse a dieciocho años. «Hum —pensé—, cumpliré dieciocho dentro de unas semanas».

Entré en la casa y, al cabo de una hora, cogí el semanario de la ciudad, el Davison Index. Allí, en primera página, acechándome, retándome, me llamaba mi futuro: «Hola, Mike, lee esto». ¿El titular?

ELECCIONES AL CONSEJO EDUCATIVO EL 12 DE JUNIO, DOS VACANTES.

Eh. Podré votar para el consejo educativo en unos meses. Bien.

Espera.

Espera un momento. Si puedo votar… ¿puedo presentarme? ¿Puedo presentarme a un puesto en el consejo educativo? ¿Eso no me convertiría en uno de los jefes del director y el subdirector? ¿Sí? ¿Sí? Guau.

Al día siguiente, llamé a la oficina del condado, el organismo que se encargaba de las elecciones.

—Eh, sí —tartamudeé al teléfono, sin llegar a creer que estaba haciendo esta llamada—. Eh, quería saber si, ahora que los chicos de dieciocho pueden votar, ¿también podemos presentarnos?

—No. No a todos los cargos. ¿A qué cargo se quiere presentar?

—Consejo educativo.

—Un momento, deje que lo mire —al cabo de un minuto volvía a estar al teléfono—. Sí. La edad requerida para los candidatos al consejo educativo es dieciocho años.

Guau. No podía creerlo. Pero entonces me entró el pánico. ¿Cómo iba a costearme algo así? Debían de cobrar mucho dinero para poner tu nombre en la lista.

—¿Cuánto cuesta ir en la lista? —le pregunté al hombre.

—¿Costar? Nada. Es gratis.

¿Gratis? La cosa mejoraba. Hasta que añadió lo siguiente:

—Por supuesto, necesita tener el número requerido de firmas en una petición para que su nombre esté en la lista.

Maldición. Sabía que tenía que haber alguna pega. Había veinte mil residentes en el distrito escolar de Davison, contando la ciudad de Davison y los distritos municipales de Davison y Richfield. Ir por todo el distrito escolar para recoger Dios sabe cuántas firmas iba a ser casi imposible. O sea, todavía tenía que hacer un montón de deberes de álgebra.

—¿Cuántos nombres necesito en estas peticiones? —pregunté con resignación.

—Veinte.

—¿Veinte?

—Veinte.

—¿Ha dicho veinte?

—Sí. Veinte. Necesita veinte firmas en peticiones que puede recoger en las oficinas del consejo educativo.

No podía creer que solo se necesitaran veinte nombres en una petición, y luego, de repente, sería candidato oficial. O sea, ¡veinte nombres no era nada! Conocía a no menos de veinte colgados que firmarían cualquier cosa que les pusiera delante.

Le di las gracias al hombre y al día siguiente fui a la oficina del superintendente a recoger la petición. La secretaria me preguntó si estaba recogiendo la petición para uno de mis padres.

—No —respondí. Y en lugar de añadir: «¿Quiere ver las marcas en mi trasero o mejor llamo a los servicios de protección a la infancia?», simplemente dije—: Es para mí.

Ella cogió el teléfono e hizo una llamada.

—Sí, tengo aquí a un jovencito que dice que quiere presentarse al consejo educativo. ¿Cuál es la edad requerida? Ajá. Ya veo. Gracias.

Colgó y se mordió el labio.

—¿Qué edad tienes? —preguntó.

—Diecisiete —contesté.

—Oh, bueno, entonces no te puedes presentar. Has de tener dieciocho.

—Pero tendré dieciocho el día de las votaciones.

—Un momento —dijo, y cogió el teléfono otra vez.

—¿Puede presentarse un chico de diecisiete años que cumplirá dieciocho antes de las elecciones? Ajá. Ya veo. Sí. Gracias.

—Aparentemente, puedes presentarte —dijo, al tiempo que buscaba en el archivador y sacaba la petición—. Asegúrate de que todas las firmas son de votantes registrados que viven dentro de los límites del distrito escolar. Si no tienes veinte nombres válidos, no entrarás en las listas.

Tenía los nombres en cuestión de una hora. Cuando los veinte firmantes me preguntaron para qué me presentaba, simplemente dije:

—Para echar al director y al subdirector.

Esa fue toda mi plataforma desde el primer día, y pareció funcionar bien, al menos con veinte ciudadanos.

—¿Y la universidad? —preguntó mi madre, perpleja cuando le dije que había decidido presentarme al consejo educativo—. ¿Cómo puedes formar parte del consejo educativo e ir a la Universidad de Detroit?

—Supongo que si gano podré ir a la Universidad de Michigan en Flint.

A ella le gustó cómo sonaba. Si ganaba, no me iría de casa. Mis padres no eran de los que te dan la patada a los dieciocho (aunque fue a esa edad cuando se marcharon mis hermanas). No les gustaba vernos marchar.

Volví al día siguiente al consejo educativo y entregué mi petición. Enseguida se corrió la voz en la ciudad de que un hippy se había presentado a las elecciones de junio. Me marqué el objetivo de llamar a todas las puertas del distrito escolar. Escribí un folleto para entregarlo a los votantes en el que subrayaba mis opiniones sobre la educación en general y sobre las escuelas de Davison en particular. Le dije a la gente que había que echar a los administradores del instituto. Supongo que eso asustó a la mayoría de los padres.

No obstante, había algunos en la ciudad que estaban encantados con la idea de tener a un joven en el consejo educativo. Está bien, todos tenían menos de veinticinco años.

Y luego estaba la mayoría, los que se fijaban en que llevaba el pelo largo. La semana que empecé la campaña, el gobernador racista de Alabama, George C. Wallace, ganó las primarias presidenciales demócratas en Michigan. No era una buena señal respecto a mis posibilidades. (Esta fue también la primera vez que voté. Entregué mi primer voto como ciudadano a la congresista Shirley Chisholm para presidente).

Los tipos de la Cámara de Comercio de la ciudad estaban horrorizados ante la idea de que ganara yo, un crío, igual que lo estaban muchos de los pastores protestantes, los palurdos locales y la multitud que defendía la guerra (que estaba formada por todos los anteriores).

El problema era que los mandamases de la ciudad tenían una estrategia francamente mala para detenerme. Seis de ellos fueron al consejo educativo y entregaron sus propias peticiones para presentarse contra mí. Seis contra mí. Estaba claro que se habían saltado algunas clases de educación cívica cuando eran jóvenes. No ganas presentando más candidatos: divides el voto y tu oponente saldrá ganando con la pluralidad. Por suerte para mí, no sabían lo que significaba pluralidad y yo sí. Los provoqué y reté a más republicanos a presentar sus propias candidaturas para ver si podían ganarme.

Y fue entonces cuando tuve que probar mi propia medicina. Además de los seis adultos conservadores que se opondrían a mí, una joven de dieciocho años también decidió presentarse, y así dividió el ya muy escaso voto joven liberal que iba a recibir. La otra candidata de dieciocho años no era sino la vicepresidenta del consejo estudiantil, Sharon Johnson, la chica que había sido una de mis dos únicas citas en el instituto.

—¿Por qué te presentas? —le pregunté, un poco fastidiado de que me estuviera robando protagonismo.

—No lo sé, pensaba que estaría bien. ¡Podríamos estar los dos en el consejo educativo!

Había dos vacantes en el consejo, y su idea era que podríamos ganar los dos y trabajar juntos.

¿Por qué seguía atormentándome? Primero el consejo estudiantil, luego el sujetador, después las ventanillas empañadas y ahora iba a dividir el voto joven y hundir cualquier pequeña oportunidad que tuviera de resultar elegido.

Una semana antes de las elecciones, recibí mi primer mensaje anónimo de odio. Estaba dirigido a los dos jóvenes de dieciocho años que se presentaban. Decía:

Sharon Johnson.

Michael F. Moore.

¿Qué subnormal os ha convencido de presentaros al consejo escolar?

Moore, hablas de tu amplio conocimiento de toda clase de cuestiones. ¿Dónde y cuándo has adquirido esos conocimientos? Si ni siquiera tienes conocimiento para cortarte el pelo.

Estás pidiendo a los ciudadanos de Davison que te voten al consejo educativo y de hecho insultas su inteligencia al hacerlo.

¿Mi consejo para los dos? Que mamá os quite los pañales; conseguid un trabajo o id a la escuela, adquirid un poco de sabiduría que solo se consigue por medio de la experiencia y los golpes y luego volved y presentaros a cargos. Ni siquiera habéis empezado a vivir todavía.

Sharon, al menos eres una jovencita hermosa y mereces un mejor destino que ser elegida para el consejo educativo, que en realidad es un trabajo desagradecido.

Uno que sabe de qué está hablando.

Sí, Sharon, eres una hermosa jovencita y no como ese melenudo.

Por lo que respecta a los mensajes anónimos, este fue uno de los más amables que recibí jamás.

La mañana del día de las elecciones, me levanté, me comí mis cereales con coco y fui al instituto. Aún faltaban cinco días para la graduación, y tenía exámenes finales. Se repartieron los anuarios y estos contenían los resultados de otras elecciones: la clase de los mayores me había votado como «cómico de la clase». Cuando terminaron las clases matinales a las 13:30, fui a votar por mí. Había centrado toda mi campaña en conseguir que todos los jóvenes de entre dieciocho y veinticinco años acudieran a votar. Había casi doscientos potenciales votantes solo en mi último curso. Había gastado menos de cien dólares en la campaña. Teníamos carteles pintados con troquel y aerosol en el sótano de mis padres. No preparé anuncios, solo el volante de una página que había entregado puerta por puerta.

Hubo gran afluencia de votantes y cuando cerraron las urnas a las 20 horas comenzó el escrutinio. Menos de dos horas después, se anunciaron los resultados.

—Damas y caballeros —anunció el vicepresidente del consejo—, tenemos los resultados. En primer lugar… Michael Moore.

Estaba anonadado. El grupo de estudiantes hippies que se había reunido para observar el escrutinio enloqueció de alegría. Un periodista de una emisora local me preguntó cómo me sentía después de batir a siete «adultos».

—Bueno —dije—. Yo también soy adulto. Y me siento estupendamente.

—Pues felicidades —dijo el periodista—, es la persona más joven que ha sido elegida nunca para un cargo público en el estado de Michigan.

—¿De verdad?

—Sí. Has mejorado el récord anterior en tres años.

En el gimnasio donde se habían contado los votos, vi las caras de decepción de los agentes inmobiliarios, los vendedores de seguros, las mujeres del club de campo. Al día siguiente, un periodista de Detroit me llamó para decirme que era el más joven cargo electo en todo el país (no había nadie de menos de dieciocho años que ostentara un cargo público). ¿Tenía que hacer algún comentario?

—Guau.

¿Qué más iba a decir? Estaba sumido en mi propio torbellino sobre lo que acababa de ocurrirme en la vida. Iba a ser una de las siete personas a cargo del distrito escolar, y el jefe tanto del director como, lo que era más importante, del subdirector Ryan. Estaba en posición de arrebatarle ese puto azote.

A la mañana siguiente fui a clase como había hecho en los últimos doce años. Iba caminando por el pasillo hacia la clase de escritura creativa del señor Hardy cuando vi al subdirector Dennis Ryan viniendo hacia mí. Tiene gracia, no llevaba nada en la mano.

—Buenos días, señor Moore.

¿Señor Moore? Era la primera vez. Pero, eh, al fin y al cabo, ¿de qué otra forma te dirigirías a tu nuevo jefe? Sin embargo, seguía siendo un estudiante. Raro. Él siguió caminando y yo también.

Se convirtió en una semana de choques de palmas y saludos al estilo black power (ya lo sé, ya lo sé, era Davison) entre los estudiantes, muchos de los cuales se regodeaban del caos que iba a provocar. Estaba haciendo diversas propuestas a mis electores: que los deportistas fueran a clase; poner una máquina de cigarrillos en la cafetería; instituir la jornada lectiva de cuatro horas; tirar la leche y que sirvieran solo chocolate; descubrir el contenido de la «sorpresa de los jueves» en el almuerzo al matar a la persona que la preparaba.

Cinco noches después, el 17 de junio de 1972 (alerta incongruente: a la misma hora, a ochocientos kilómetros de allí, unos ladrones estaban entrando en un lugar llamado Watergate), formé fila dentro del instituto de Davison con mis casi cuatrocientos compañeros de graduación, todos nosotros con nuestros gorros granate y oro y nuestras togas. Los códigos de vestimenta seguían vigentes, pero cierto número de estudiantes decidió en secreto no llevar pantalones ni faldas. Se aseguraron de que en la parte superior, bajo la toga, llevaban la blusa o camisa y corbata requeridos, porque eso podían verlo las autoridades. Mostrar las partes bajas se produciría después en el campo de fútbol, al final de las ceremonias. También contábamos con globos de agua bien escondidos.

El señor Ryan recorrió la fila cinco minutos antes de la ceremonia, inspeccionando a cada uno de los estudiantes, sobre todo para asegurarse de que no había proyectiles en manos de la gente y cerciorarse de que todos los chicos llevaban corbata.

Y fue entonces cuando Ryan se acercó a Billy Spitz. Billy era de una familia de escasos recursos. Su idea de una corbata era lo que se llama corbata de cordón, dos largas cuerdas colgando de un cierre ornamental en el cuello. Para muchos que venían del sur a trabajar en las empresas de Flint, ponerse una corbata de cordón equivalía a engalanarse. Era lo que llevabas a un baile o a la iglesia. Era una corbata.

Para Ryan, no.

—¡Sal de la fila! —le espetó a Billy—. ¿Qué es esto? —continuó al tirar de la corbata de cordón que Billy lucía bajo la toga.

—Es mi corbata, señor —respondió Billy con timidez.

—¡Esto no es una corbata! —repuso Ryan para que todos lo oyeran—. Te vas de aquí. Vamos. Fuera. No vas a graduarte.

—Pero, señor Ryan…

—¿Me has oído? —soltó Ryan, al agarrarlo y apartarlo físicamente del resto de nosotros, mostrándole la puerta.

Esto envió una onda expansiva en la fila de graduados. Incluso en el último minuto del instituto, teníamos que ser testigos de un postrero acto de crueldad.

Y ninguno de nosotros dijo nada. Ni el chico duro que estaba detrás de Billy, ni la chica cristiana que tenía delante. Ni yo. Pese a que ahora era oficialmente una de las siete personas a cargo de las escuelas, permanecí en silencio. Quizá solo estaba demasiado anonadado para hablar. Quizá no quería causar problemas antes de salir al campo de fútbol, porque estaba planeando causar un lío allí (los estudiantes me habían elegido para dar el discurso ante la clase). Quizá todavía me atemorizaba el señor Ryan y haría falta algo más que unas elecciones para que me enfrentara a él. Quizá simplemente estaba contento de que no me hubiera tocado a mí. La verdad es que no conocía a Billy, así que, como los otros cuatrocientos, me ocupé de mis asuntos.

Cuando llegó el momento de hablar en el escenario de la graduación, repasé las únicas tres frases que había escrito. Tenía siete páginas de papel amarillo enrolladas en la mano para que pareciera que había preparado el típico discurso de graduación. De hecho, tenía en mente decir otra cosa.

Me había enterado de que uno de nuestros compañeros de clase, Gene Ford, no iba a recibir los cordones dorados de la Sociedad Nacional de Honor, porque, debido a su grave discapacidad, había sido educado básicamente en su casa. Aunque sacaba buenas notas, nadie tuvo en cuenta sus notas de casa, lo cual sin duda lo habría calificado para la Sociedad de Honor.

Cuando no llevaba ni un minuto de discurso, hice una abrupta parada y le dije a la multitud que al estudiante sentado en la silla de ruedas en primera fila se le negaban sus cordones honoríficos porque no era «normal» como el resto de nosotros. ¿Y si fuéramos nosotros los anormales?, sugerí. Señalé que algunos de nosotros, alumnos de último curso, habíamos elegido no llevar nuestros cordones honoríficos para no separarnos de aquellos que, por la razón que fuera, no tenían las mismas notas que nosotros. Me metí en un discurso extemporáneo sobre la naturaleza opresiva de estar en las escuelas y no tener voz ni voto en nuestra propia educación. Entonces dije que me gustaría entregar mis cordones honoríficos a Gene.

Y así bajé del escenario e hice eso. ¿Y los miembros del consejo educativo presentes? Bueno, solamente habían disfrutado de un tráiler de la película que estaba a punto de empezar conmigo en los cuatro años siguientes.

Al día siguiente sonó el teléfono y mi madre dijo que era la madre de Billy Spitz. Cogí el teléfono. La mujer estaba conteniendo las lágrimas.

—Mi marido y yo y la abuela de Billy estábamos sentados esperando a que Billy subiera al escenario cuando dijeran su nombre. Llamaron a toda la clase y nunca dijeron el nombre de Billy. No pudimos verlo sentado con el resto de vosotros.

»No lo entendíamos. Estábamos confundidos. Y entonces nos preocupamos. ¿Dónde estaba? Nos levantamos y empezamos a buscarlo. Fuimos al aparcamiento y lo encontramos en el coche —empezó a llorar—. Billy estaba allí, en el asiento de atrás, hecho un ovillo y llorando. Nos contó lo que había hecho el señor Ryan. No podemos creer que esto haya ocurrido. ¡Llevaba corbata! ¿Por qué ha pasado esto?».

—No lo sé, señora Spitz —dije en voz baja.

—¿Estabas allí? —me preguntó.

—Sí.

—¿Viste al señor Ryan haciendo eso?

—Sí.

—¿Y no hiciste nada?

—Aún era un estudiante —y un cobarde.

—¡También eras miembro del consejo educativo! ¿No puedes hacer nada al respecto?

Por supuesto, no podía hacer nada. No iban a postergar la graduación para corregir esta injusticia. Quizá tuve la ocasión de hacer algo la noche anterior. Pero no lo hice. Nunca olvidaría este pequeño pero poderoso momento de mi silencio y de mirar hacia otro lado. Le prometí que no dejaría las cosas así y que, como dije cuando me presenté, trabajaría para que echaran al señor Ryan.

Dos días después, me pidieron ir a la casa de la secretaria del consejo educativo y jurar el cargo. Fui en bicicleta a su casa, descalzo, y tomé el juramento sin zapatos.

—¿Dónde están tus zapatos? —me dijo.

—No llevo —dije.

Ella se limitó a mirarme los pies.

Levanté la mano derecha y cuando llegó el momento de decir las palabras sobre «defender la Constitución de todos los enemigos, extranjeros y nacionales», yo añadí:

—Sobre todo nacionales.

Ella me miró y puso los ojos en blanco. Había dado clases a mi madre en el instituto.

—Seguramente fue la peor maestra que he tenido nunca —me dijo después mi madre. También me dijo que debería haberme puesto zapatos.

El período de luna de miel en mi primer año en el consejo educativo fue mayor de lo que ninguno de nosotros había esperado. La mayoría de las mociones que presenté para mejorar las escuelas —entre ellas el establecimiento de algunos derechos para los estudiantes— se aprobaron. El consejo escuchó lo que tenía que decir sobre cómo se dirigía el instituto y cómo al subdirector más le valdría estar en el cuerpo de policía (de Chile). Dije que el director no era un pensador progresista; sofocaba las discrepancias y creaba un clima que no alentaba las nuevas ideas. En mi primer año me convertí en hilo conductor del consejo estudiantil, maestros y padres para que sus voces pudieran oírse.

Un lunes por la noche, unos ocho meses después del inicio de mi mandato, el presidente presentó «cartas de renuncia» del director del instituto y el subdirector de disciplina Dennis Ryan. Estaba aturdido. No podía creer que solo diez meses después de que me golpearan con una tabla de madera de alta velocidad, la misión que emprendí al presentarme para el consejo educativo se había cumplido. Me pilló por sorpresa, porque no creía que fueran a hacer nada respecto a ese problema. Cierto, no iban a despedirlos públicamente. Les dejaron dimitir para salvar la cara. Que salvaran la cara no era algo en lo que estuviera interesado todavía, porque todavía no era lo bastante mayor para sentir compasión y misericordia por dos hombres que simplemente se habían equivocado de oficio, y tenían derecho a ser tratados con dignidad y respeto, aunque uno de ellos no nos hubiera concedido el mismo derecho a mí ni a Billy Spitz ni a otros. Así que, para ahondar aún más en la herida, pregunté al presidente de la reunión pública si el director y el subdirector habían tomado esta decisión por cuenta propia o si él mismo les había pedido esas cartas. Asintió con la cabeza muy despacio y simplemente dijo:

—Esto último.

Al día siguiente, los estudiantes del instituto no podían creer que uno de los suyos les hubiera dicho al director y al subdirector: «¡Están despedidos!». Empezamos a pensar: «¿Qué más podemos hacer?».

Era una idea peligrosa.