Dos citas

Estaban Linda Limatta y su hermana Sue, y también Mary Powers, Marcia Nastle y Luanne Turnen Estaban Barb Gilliam, Lisa Dean, Debbie Johnson, no me invento nada. Denise Hopkins, Cheryl Hopkins, Karen Hopkins y cualquier otra Hopkins. Estaban Kathy Minto y Kathy Collins, Kathy Root y Cathy O’Rourke, sí, si se llamaba Kathy también serviría. Estaban Mary Sue Johnson, Mary Jo Madore, Mary Sue Rauschl y Maribeth Beach. Jill Williams, Diane Peter, Lora Hitchcock, Wendy Carrell, Jeanie Malin, Madeline Peroni, Louise Prine, Suzanne Flynn y Susie Hicks, y no había ni una de ellas, ni una sola de ellas, a la que me atreviera a acercarme y simplemente preguntarle si quería venir conmigo al cine un viernes por la noche.

Bueno, estaba Susie Hicks. Yo iba por el pasillo con ella entre la quinta y la sexta hora, de camino a la clase de consejo estudiantil. En mi último año en el instituto me presenté al consejo estudiantil. Gané con una plataforma que prometía eliminar el concurso de reina de las exalumnas. Eso inmediatamente me eliminó de la lista de todas las chicas guapas del instituto. Pero no me importaba; no tenía ninguna oportunidad con ellas de todos modos.

Susie Hicks era la única excepción. Era la subdelegada de su clase, estaba conmigo en el consejo estudiantil, cantaba en el musical del instituto y también era buena deportista. Siempre se reía de mis chistes y yo, por supuesto, de alguna manera malinterpreté eso al creer que pensaba en mí como un posible novio. Claramente, no entendí que solo porque le caigas bien a una chica no significa que le gustes.

Susie y yo teníamos que recorrer tres largos pasillos antes de llegar al consejo estudiantil, lo cual me concedía mucho tiempo para dar el paso. Me había preparado el discursito esa mañana delante del espejo. Tranquilo, que no parezca que le estás pidiendo una cita, ten un plan de retirada para disimular el enorme daño y decepción si te dice que no. Con una previsión optimista como esa, estaba seguro de conseguirlo.

Usé todo el pasillo 1 caminando con ella y simplemente tratando de calmarme y conseguir que mi corazón latiera a intervalos regulares y dejara de salírseme del pecho a través de la camisa. El pasillo 2 lo gasté tratando de recordar mi guión: me había olvidado de qué decir y qué pedir (pero no de a quién pedírselo, sabía a quién pedírselo, ¡estaba caminando con ella!). Doblamos la esquina al tercer y último pasillo y, con el último oxígeno que me quedaba, abrí la boca.

—Su… Susie —tartamudeé—. Es-estaba pensando…

Y en ese momento un proyectil de mortero en forma de Nick West, capitán del equipo de baloncesto, delegado de la clase y propietario de una cara robada a Robert Redford se interpuso entre nosotros.

—Eh, Susie —dijo al acercarse a darle un rápido beso—. ¡Te veo después del consejo!

Si acaso me sentí agradecido por la interrupción de Nick. No tenía ni idea de que salían juntos y habría sufrido la peor de las humillaciones si hubiera llegado a formular la pregunta. Dejé escapar un suspiro de alivio. No sentía remordimientos por el hecho de que el mundo fuera un lugar injusto. Al contrario, estaba contento de que me recordaran que no me habían enviado a la Tierra para salir con reinas de la belleza. O al menos eso sonaba lo bastante bien para soportar la siguiente hora. (Sí, la eligieron reina de la belleza. Y lo reconozco, amaba desesperadamente a las reinas de la belleza, a todas y a cada una de ellas).

Confesión: cuando se trata de interacción social soy una persona tímida. Sí, yo. Mi idea de un sábado por la noche emocionante en el instituto era quedarme en casa viendo Mannix y Misión imposible en CBS (el viernes por la noche daban El gran Chaparral y Nanny y el profesor). De vez en cuando salía con mis amigos, y cuando parecía que la actividad planeada por la noche no incluía infringir leyes estatales o federales o ir en coche con un borracho de dieciséis años al volante, participaba en encender sacos de excrementos de perro en el porche de alguien para luego tocar el timbre y salir pitando.

Sin embargo, las chicas me intimidaban demasiado para que me acercara a ellas, y eso no estaba mal. Tenía cosas que hacer, libros para leer y… y…, se me ha olvidado, ¡pero era importante! Me consolaba con las estadísticas y la probabilidad: si había 1500 millones de mujeres en el planeta, la posibilidad de que al menos una de ellas quisiera estar conmigo eran de cómo… ¡el cien por ciento! Así que estaba en alguna parte. Por favor, ¿podía ser entre Bay City y Sterling Heights? Si resultaba que a mi único amor verdadero lo habían colocado (por error) en Eslovenia, entonces supongo que lo único que podía hacer era sentarme y esperar que la CBS continuara con otra temporada de Mannix.

Cita 1

Fue en tercer año cuando los dioses, tal vez aburridos de que sus mentes omniscientes fueran tan divinamente perfectas todo el tiempo, decidieron gastarme una broma, solo para ver cómo me derrumbaba en un charco de sufrimiento. De manera inesperada, me mandaron a Linda Milks, de último año ¡y animadora!, a mi taquilla en el último día del curso escolar.

—Eh, estaba pensando, ¿quieres salir conmigo?

Supuse que estaba hablando con alguien del otro lado de la taquilla, así que seguí tratando de marcar mi combinación.

—Eh, tú —dijo, tocándome suavemente en el hombro—. ¿Quieres salir conmigo?

Yo estaba paralizado por el miedo y no podía hablar. El miedo se convirtió rápidamente en vergüenza al mirar alrededor para ver quién la había enviado a gastarme esa broma pesada. Pero no había nadie en el pasillo. Solo Linda, mirándome con aquellos ojos castaños, cabello largo y oscuro y un cuerpo (¡un cuerpo de chica!) que estaba cubierto por una toga de graduación granate y oro.

—Eh, ¿yo?

—Sí, tu. Vamos, que será divertido. Te gusto, ¿no?

—Eh, sí, seguro. Claro, quiero decir, eres… ¡Linda!

Por fin fui capaz de decir una palabra sin tartamudear: «Linda».

—¿Dónde está tu anuario? Quiero firmarlo.

Busqué en mi taquilla y se lo di. Ella escribió junto a su foto de último curso: «Tu amiga es la respuesta a tus necesidades. Consulta la página 200. Con amor, Linda».

A continuación, pasó a la página 200 del anuario y escribió una carta a toda página sobre lo mucho que significaba para ella y asegurando que siempre estaría ahí para mí. Y lo firmó de nuevo con «amor».

Me quedé allí leyéndolo, sin tener ni idea de qué decir o hacer. Finalmente la miré, a la animadora, y ella era todo miradas empalagosas y sonrisas. Quería preguntarle si estaba colocada o se había confundido con alguien de la clase de taller.

—Gracias. Es muy bonito. La gente no suele escribir este tipo de cosas en mi anuario. ¿Estás segura de que no quieres tachar nada de esto?

—Ja, ja, ja ¡Tonto! Por eso me gustas. Bueno, aquí está mi número… —estaba escribiendo en una hoja que había arrancado de su cuaderno—. Llámame este verano. Iremos a pasar el rato y hacer algo.

—Vale. Lo haré. Gracias.

—No me lo agradezcas todavía. ¡Y no te olvides de llamar!

Sin creer todavía que era real, me revisé para ver si todavía estaba vivo: ¿pelo despeinado? Sí. ¿Nariz taponada? Sí. ¿Rollo de grasa? Sí. ¿Granos en la frente? Sí. Sí, estaba entero. Seguía siendo yo.

¿Y era a eso a lo que la animadora acababa de invitar a salir?

Linda Milks era un año mayor que yo. Decidió tomar clases de discurso en su último año y formar parte del equipo de debate, algo inusual para una animadora. No estaba muy interesada en los temas que se trataban, pero sí estaba interesada en lo que yo decía en clase, sobre todo cuando hacía mi imitación de Nixon. Eso la alegraba, y a menudo se volvía y me lanzaba una sonrisa que decía… ¿qué decía? ¡No tenía ni idea! Estaba en el último curso y era animadora y me sonreía a mí. Con eso bastaba.

Cuando me pedía ayuda en los deberes se la ofrecía con gusto. Pero habría hecho lo mismo por el chico de granja con ropa heredada o por el matón que siempre me decía que quería ver si su puño podía ayudar a reorganizar mi cara para darme «una mejor oportunidad con las damas». Linda dijo que hacía debate para ganar algo de «confianza en sí misma», así que la ayudé de varias formas y con distintos métodos a dar un discurso eficaz. Un par de veces pasó por mi casa para hablar, pero hasta que leí su carta en mi anuario no me di cuenta de que venía a por algo más. De verdad quería que fuéramos amigos. Estaba desconcertado. Pensé que estaba recibiendo la oportunidad de practicar hablando con una chica de último curso, lo cual era un gran éxito de por sí. Debo admitir que me gustaba cuando se ponía su uniforme de animadora los días de partido. Hacía que la clase de discurso cobrara vida.

Después de que terminaran las clases, pasó un mes entero antes de que me atreviera a marcar su número, y solo después de ensayarlo una docena de veces. Finalmente lo marqué de verdad, y me contestó. Una respiración profunda, y a continuación mi propuesta: vamos a una sesión matinal en la que proyectan una película nueva titulada Willy Wonka y la fábrica de chocolate, y luego a un picnic a Richfield Park después del cine. Todo inocente, actividades seguras, a la luz del día. Le encantó la idea y me pidió que la recogiera el sábado a mediodía.

La parte más importante de esto era que mis padres no iban a tener ni idea de que tenía una cita. Si lo averiguaban, me enfrentaría a una inquisición a la que no creía que pudiera sobrevivir.

¿Quién es?

¿Qué? ¿Es mayor que tú?

¿No es católica?

¿Es una animadora?

¿Estás seguro de que no te ha confundido con otro Mike? No la conocemos.

¿Dónde vive?

¿Quiénes son sus padres?

¿Cómo es que nunca hemos oído hablar de ella?

¿Qué notas ha sacado?

¿No va a ir a la universidad?

Espera, dame tu anuario. ¿Es esta? Oh, no señor, ¡no vas a ninguna parte con ella!

Algo por el estilo, pero con más preguntas.

Así que el truco consistía en conseguir el coche para la tarde sin levantar sospechas. Les dije que iría a recoger a un par de chicos y que nos iríamos a jugar veintisiete hoyos en el campo de golf Flint Park. Eso era un montón de golf, especialmente para mí. Pero estoy seguro de que estaban felices de saber que iba a hacer ejercicio, así que me dieron las llaves y yo partí a la Tierra Prometida.

El asiento de control de natalidad (quiero decir, el asiento envolvente) aún no se había fabricado en serie, de manera que los asientos eran solo un banco largo. Cuando Linda entró en el coche se puso a mi lado, y yo no tenía ni idea de cómo iba a ser capaz de conducir después de eso. ¿He mencionado que era animadora? ¿He hablado de su sonrisa perfecta y su piel de ángel blanco y la forma en que cruzaba las piernas, como dos vigas diseñadas para soportar el peor de los terremotos? Creo que no.

Fuimos al cine del centro comercial Dort, una sala de la primera generación de cines de centro comercial, diseñados para ofrecer una «mayor comodidad», y en este caso significaba que tenían respaldos metálicos rígidos que podían reclinarse para estar más relajado. Al menos uno de nosotros se relajó durante Willy Wonka. Desde luego no era yo. No recuerdo mucho de la película, porque no podía parar de pensar en el picnic que había dejado en el coche. Había puesto un cubo de Kentucky Fried Chicken en el maletero y era un día de treinta y dos grados. Mi otra preocupación era: ¿qué estaba haciendo en una película infantil en mi primera cita? Sin embargo, Linda pensó que era dulce, y al salir me dijo que la mayoría de los chicos no la habrían llevado a ver una película como esa. No lo tomé como un cumplido. Yo quería ser como la mayoría de los chicos.

La segunda parte de la cita fue mejor. En primer lugar, no morimos por intoxicación alimentaria. Encontramos un lugar agradable en el parque y yo abrí el cubo de pollo y saqué un poco de limonada caliente. Extendí una manta sobre la hierba y nos sentamos y hablamos de Vietnam, de la clase de arte de la señora Corning y de la Galería nocturna de Rod Serling. Me dijo que había sido bueno para ella, y yo la miré y traté de averiguar lo que quería decir. Luego llegó el momento de irnos (tenía que devolver el coche). Tiramos las sobras en el cubo de basura, enrollamos otra vez la manta y entramos en el coche. La llevé a su casa. Nos sentamos en el sendero de entrada.

—Gracias por el buen rato —dijo.

—No hay de qué. Yo lo he pasado bien.

—¿Ha sido tu primera cita? —preguntó con compasión.

—Eh, ¿qué quieres decir? No, ya había salido. Un montón.

Ella sonrió, se inclinó y me besó en la mejilla.

—Salgamos otra vez —dijo.

—¿Otra vez? ¿Quieres decir, pasar por todo esto otra vez?

Yo estaba agotado.

—Claro —dije—. Será divertido. Se levantó, me ofreció otra de sus dulces sonrisas y nunca la volví a ver.

Cita 2

Sharon Johnson era la vicepresidenta del consejo estudiantil. A menudo nos enfrentábamos y votábamos en sentido contrario. Ella defendía mucho que todo el mundo se llevara bien y quería encontrar «puntos de consenso». En ese momento yo estaba en último curso, quería organizar manifestaciones, un boicot a la cafetería y revueltas en la hora de estudio. Ella odiaba a los hippies, pero tocaba la guitarra en el coro y dirigía a la escuela en Where have all the flowers gone en el festival de talentos de primavera. Pensaba que el consejo estudiantil tenía que planificar bailes escolares y organizar «jornadas de fiesta» temáticas. Yo creía que el consejo estudiantil tenía que preguntar por qué no había profesores negros. Ella ponía los ojos en blanco y negaba con la cabeza.

Era la candidata perfecta para una cita.

Habían pasado casi cuatro meses desde mi primera y única cita y, siendo un adolescente, me estaba volviendo loco. ¿Y qué mejor manera de saltar del acantilado que obsesionarme con una chica que me encontraba ligeramente reprobable?

El congresista local, Don Riegle, entonces un republicano liberal (más tarde cambió de partido), había solicitado reunirse con dos representantes estudiantiles de cada una de las escuelas secundarias del condado en su oficina de Flint. En Davison High nos eligieron a Sharon y a mí. Me ofrecí a conducir y le dije que pasaría a recogerla.

Era un sábado por la mañana temprano cuando aparqué en el sendero de entrada de su casa. Toqué el claxon para hacerle saber que estaba allí (salir del coche y llamar a la puerta me habría hecho parecer demasiado atrevido; tenía que actuar con calma). No hubo respuesta, así que toqué el claxon por segunda vez. En ese momento apareció en la ventana de su habitación del piso de arriba. Solo llevaba un sujetador.

—¡Para el carro! —me gritó—. ¡Ya te he oído la primera vez!

Solo con desear que tuviera otras cosas que gritarme para que se quedara allí un ratito más en ropa interior no iba a hacer que sucediera. Cerró bruscamente la ventana. Me quedé con la mirada clavada en esa ventana y esperando ansiosamente la repetición.

Pero cuando volví a ver a Sharon, estaba saliendo por la puerta principal, esta vez con la ropa puesta.

—Vamos —ordenó—. Y deja de mirarme al pecho.

—¿Qué quieres decir? ¡Acabas de enseñarme el pecho!

¿Eso era lo mejor que podía hacer? ¿Hacerme el ofendido? ¿Como si estuviera loco por verle los pechos? Joder, podría haber pensado en algo agradable, podría haberle ofrecido un cumplido o una indicación de que estaba guapa, incluso podría haber adivinado que ella había salido a la ventana de esa manera porque yo le gustaba. Pero era incapaz de encontrar esa posibilidad en la piscina de poca profundidad que era la experiencia de mi vida con las chicas.

Llegábamos tarde a la reunión del congresista. ¿Y qué? ¡Había visto a Sharon Johnson en sujetador! Fui incapaz de escuchar nada de lo que el congresista tenía que decir, porque estaba tratando de recordar y guardar esos cuatro segundos en la ventana[9].

Cuando llegó el momento de despedir a los chicos de secundaria, me acerqué al señor Riegle a pedirle un favor.

—Congresista —dije—, quería saber si vendría a nuestra escuela a hablar sobre la guerra.

—Si se ajusta a mi agenda, claro. Pídeselo a mi equipo y veremos si podemos arreglarlo.

Acompañé a Sharon a su casa. Ella no estaba contenta con mi petición al congresista, porque era famoso por ser uno de los solo dos republicanos del Congreso que se oponían a la reelección de Nixon a causa de la guerra. Sharon sentía que mi invitación a Riegle iba a incomodar al director de nuestro instituto.

¿Qué va a decir el señor Scofíeld cuando llame el congresista y diga que puede hablar en la escuela? —preguntó, preocupada—. ¿Crees que será capaz de decirle que no a un congresista? ¡Por supuesto que no!

—Me alegro de que estés conmigo en esto —le dije con una sonrisa—. ¿Quieres ir al cine alguna vez?

Guau. Lo había hecho. Lo había dicho. Y lo único que había hecho falta era ver un sostén.

¡Pero espera! Oh, no, aquí viene el rechazo.

—Por supuesto. ¿Qué tal el sábado por la noche?

—Perfecto.

—Nos vemos el lunes en el consejo estudiantil.

Y el lunes ya estábamos otra vez, con ella votando al lado de la mayoría para rechazar mi última propuesta de declarar inconstitucional la «noche de la iglesia» (no se permitían actividades extraescolares los miércoles por la noche en las escuelas públicas de Davison, porque era la noche en que las iglesias protestantes de la ciudad celebraban sus cultos intersemanales).

Cuando llegó el sábado, elegí la película a la que iba a llevarla, una que había visto en el verano y no me había cansado de ella: Billy, el defensor. Creía que esa película la convertiría a mi visión del mundo: un exboina verde de origen nativo y aspecto zen que la toma con los paletos locales y los conservadores cuando estos intentan cerrar una «escuela libre-hippy». ¡Y había pechos en la película!

Era una gélida noche de otoño cuando metí el Impala de mi padre en el sendero de su casa. Esta vez me levanté y me acerqué a la puerta. Su padre abrió y me saludó con la sospecha justificada que se requería en esos tiempos. Digamos que cuando hizo un análisis rápido de mi mirada no le gustó lo que vio. Sharon apareció vestida con un suéter recatado, pero con un escote lo suficientemente bajo como para confirmar la evaluación de su padre de lo que los dos pretendíamos.

—¿Cuándo piensas traerla a casa? —preguntó.

—En cuanto termine la película, señor Humphrey —dije en mi mejor imitación de Eddie Haskell—. Solo dos horas, señor.

—De acuerdo, no más tarde de las once y media.

Bien. Las once y media. Perfecto. Eso nos daría unos buenos veinte minutos para darnos el lote, fuera lo que fuese.

Nos metimos en el Chevrolet y cerramos las puertas. Puse la llave en el contacto y la giré. Nada. La giré otra vez. Todavía nada. Muerto. Pisé el pedal del acelerador y traté de arrancar otra vez. Silencio. Ese coche no iba a ninguna parte. Afortunadamente, estaba lo bastante oscuro como para que no se viera lo colorada que tenía la cara.

—Uf. Lo siento mucho —le dije—. Le pasa esto de vez en cuando. Creo que necesita una batería nueva.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —dijo Sharon con voz coqueta.

—Supongo que podemos pedirle a tu padre que nos acerque.

—Sí, podríamos hacer eso, pero no creo que sea buena idea.

—Entonces, ¿qué propones?

—Podríamos quedarnos aquí sentados hablando.

—Claro —dije—, pero ¿no nos verá aquí fuera?

—No se ve nada desde dentro por la noche. Y no mirará aquí hasta que sean casi las once y media. Además, piensa que ya nos hemos ido.

Eh. Vale. Parecía un plan. Así que hablamos.

Hablamos de los maestros que nos gustaban y de los que no. Hablamos de tener hermanos, hablamos del equipo de fútbol y el coro y de a qué universidad pensaba ir cada uno de nosotros. Hasta hablamos de nuestras batallas en el consejo estudiantil.

Todo el tiempo me preguntaba cuándo empezaría la cuestión sexual. No tenía idea de por dónde empezar, de modo que asumí que ella acabaría tomando la iniciativa —imagino que se puede suponer eso cuando la persona en cuestión se acerca a la ventana y te saluda en sujetador— y seguí adelante con más conversación sobre todo en familia, Peter, Paul y Mary, la nueva autopista que atravesaría Flint, dardos, Jesús, cómo me libre de la clase de gimnasia en décimo curso, la reciente muerte de Jim Morrison, Walt Disney World que abría el mes siguiente, sus nuevos pantalones de campana, la reciente misión del Apolo 15, el Concierto por Bangladesh, dónde estaba Attica, una tienda de telas nueva que ella había descubierto en el centro comercial, el derecho al voto a los dieciocho años: todo menos sexo. Después de haber agotado todos los temas de debate, eché la precaución al asiento trasero.

—Bueno, nunca hemos hablado de ti en la ventana la semana pasada —le dije, como si simplemente estuviera pasando a la noticia siguiente.

—Oh, ¿te refieres a estos? —dijo mientras se bajaba ligeramente el jersey para revelar un poco más de escote.

—Sí, esos. ¿De dónde los has sacado?

Eso la hizo reír. Se deslizó en el asiento y puso su cabeza en mi hombro.

—Simplemente pensé que merecías un vistazo —dijo—. Nada más.

—¿Quieres decir nada más entonces, o nada más ahora mismo?

—Quiero decir que viste lo que viste, ahora disfrutemos de este momento.

Hice lo posible por disfrutarlo. Su pelo olía a frutas tropicales, aunque no tenía ni idea de qué eran en realidad las frutas tropicales a menos que contaran los plátanos. Puse mis dedos entre su cabello para apartárselo de la cara. Ella se sentó.

—Oh, Dios, ¡mira lo que hemos hecho a las ventanas!

«¿Qué ventanas?». Habría sido una buena pregunta, porque no podía ver las ventanas, o al menos no podía ver a través de ellas. El vapor cubría hasta el último centímetro después de dos horas hablando y dos minutos pensando en que «algo» iba a pasar. Ya no se veía la casa, y desde luego nadie podía ver el interior de ese coche. Si ese iba a ser el momento, entonces era la hora de actuar.

—Uf —continuó ella—, ¡parece que hemos estado tonteando aquí toda la noche!

—¡Pues vamos a justificar el vapor! —sugerí en un estilo anticuado.

—Creo que será mejor que entre antes de que mi padre nos vea.

Y dicho esto, abrió la puerta del coche.

—Vamos —dijo—, a ver si puede arrancar tu coche.

Salí y fui con ella hasta la puerta. Entramos en la casa y allí estaban su madre, su padre y su hermana menor, todos sentados en la sala de estar.

—¿Cómo ha ido la película? —preguntó su madre.

—Muy buena —respondió Sharon, convincente—. Papá, al entrar el coche de Mike se ha parado en el sendero. ¿Crees que podrías echarle un vistazo?

El señor Johnson, como la mayoría de los padres en un pueblo de fábricas de automóviles, estaba más que encantado de que lo retaran a mostrar sus conocimientos de mecánica.

—Claro, vamos a ver cuál es el problema.

Salimos y recorrimos el sendero. Cuando nos acercamos al Impala, las ventanas continuaban medio cubiertas de vapor. Empecé a preparar mi defensa.

—Mike, ¿por qué no arrancas? —dijo, ajeno a que la humedad de la boca de su hija había alterado el aspecto de mi coche.

Rápidamente entré y bajé la ventana con el fin de ayudar a disipar la traslucidez del parabrisas. También hice girar la llave en el contacto, pero el motor no hizo ningún ruido.

—Vale, vamos a arrancarlo y a ver si funciona.

Se fue al garaje, puso su coche al lado del mío, sacó sus cables y conectó su batería a la que estaba bajo mi capó.

—Prueba otra vez —gritó.

Giré la llave hacia la derecha y al instante el motor se encendió. Por fin algo arrancaba esa noche.

—Ya está —dijo, mirando por primera vez a través del parabrisas, ya desempañado—. Has de ir a que miren esa batería.

Le di las gracias y le dije adiós a Sharon.

—Nos vemos el lunes —dije, tratando de cubrir el sonido del final de mi carrera de citas en el instituto.

—Hasta el lunes —dijo.