La guerra estaba en su sexto año y yo empezaba a quedarme sin tiempo. Acababa de cumplir dieciséis y sentía la posibilidad de que me reclutaran como el aliento de vómito de alguien en la nuca. Nueve chicos de mi instituto —nueve— ya habían vuelto de Vietnam en cajas envueltas en banderas. Lo mejor que podías decir de ello entonces era: al menos la caja estaba fabricada en América.
Hacía mucho que había dejado de levantarme al sonar el himno nacional en el partido de fútbol americano del viernes por la noche y en los partidos de baloncesto de los martes. Por fortuna, ya no estaba solo en esta imprudente protesta. Los hippies habían ganado adeptos significativamente en otoño de 1971 en el instituto de Davison, y los musculitos que querían tirarnos desde el puente de Main Street al Black Creek ahora estaban en minoría. Pero todavía podían partirnos a cualquiera de nosotros en dos si nos ponían la mano encima. Así que íbamos en grupos. Si un musculitos o un palurdo quería impartir una dosis de justicia rápida a un hippy, tenía que esperar al acecho y pillar a alguno de nosotros caminando solo después de que nos quedáramos hasta tarde en clase de francés o en el coro.
Dos de los muertos en Vietnam de Davison vivían en mi calle. Estadísticamente eso era un porcentaje escandaloso, teniendo en cuenta que la parte de mi calle en la que había viviendas solo se extendía cuatro manzanas. Si cada tramo de cuatro manzanas del país se viera obligado a entregar a dos jóvenes al sacrificio, ¿cuántos muertos habría en todo Estados Unidos? Millones, ¿verdad? Me convencí de que mi calle, South Main Street, era un bulevar marcado, elegido por Nixon o por ese aterrador ángel de la muerte por alguna razón que no alcanzaba a comprender. Estaba decidido a que mi casa no contribuyera con ninguna inmolación a su causa.
Fue en la mañana del 5 de mayo de 1970 cuando me cuadré. Antes había convencido a mi consejera escolar de que me dejara tomar clases de política siendo de segundo curso, aunque ese crédito se reservaba normalmente a los estudiantes de último curso. Sobre todo, quería librarme de la clase de gimnasia. Se exigían dos años de gimnasia para graduarse, pero yo mentí y le dije a mi consejera que cuando estuve en el seminario católico nos daban dos clases de gimnasia al día, con lo cual yo ya había cumplido con los dos años de educación física. Ella aprobó mi petición y me dejó tomar clases de política.
El 4 de mayo, la Guardia Nacional había matado a cuatro estudiantes de la Universidad Estatal de Kent, en Ohio, y herido a otros nueve. Eso me inquietó: «Vale, dejemos esto claro. No hace falta que vaya a Vietnam para que me maten, ¿me puede pasar aquí en casa?».
Al día siguiente, nuestro progre profesor de política, el señor Trepus, se saltó el plan de la lección y nos pidió que debatiéramos sobre lo que había ocurrido en Ohio. Muchos de los chicos mayores de la clase coincidieron en que el futuro se veía negro. Muchos estaban muy indignados, y un estudiante propuso una manifestación. Como yo era dos años menor que el resto de la clase, mantuve la cabeza baja, dibujando en mi libreta. En una hoja suelta empecé a dibujar cruces de tumbas, como las que había visto en el cementerio de Arlington, nada más que filas y filas de cruces, tantas que se fundían en el horizonte.
En un folio dibuje 260 cruces en 26 filas rectas.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Bob Bell, el estudiante de pelo largo y mocasines que tenía sentado a mi lado.
—Solo me estaba preguntando cuánto tiempo se tardaría en dibujar una de estas por cada tumba de un soldado que ha muerto en Vietnam.
—¿No son muchos?
—Creo que el señor Trepus dijo que eran casi cincuenta mil.
—Eh. Me gustaría ver eso —dijo con una curiosa sonrisa en el rostro.
Y así empecé. Tenía unas cien hojas en mi cuaderno. Una por una, dibujé las pequeñas cruces. En un momento dado, el señor Trepus se fijó en que estaba haciendo algo y recorrió el pasillo para ver de qué se trataba.
—Quiero ver cómo se ven cincuenta mil muertos en el papel —le dije, con la esperanza de no haberme metido en problemas.
Se lo pensó un momento.
—Bien. A mí también me gustaría ver eso.
Tarde casi dos días en completar mi proyecto. Cuando terminé, tenía 49 193 cruces en perfectas filas en 189 hojas y media de papel de tres agujeros. Corrió la voz de lo que había hecho, y muchos quisieron verlo. Otros pensaron que sería mejor que comiera solo en la cafetería («¡Chiflado!»). A los que quisieron verlo, les pasé las páginas una por una ante sus ojos, muy deprisa, como en un zoótropo. Las cruces no bailaban ni se movían; era más bien como ver miles de cruces apilándose encima de otros miles de cruces. Hizo llorar a una chica de la clase.
—Yo no quiero acabar debajo de una de esas cruces —le dije.
Al año siguiente, en tercero, la guerra seguía en pleno apogeo, yo llevaba el pelo un poco más largo, la rabia ardía con más intensidad. Con el sorteo del reclutamiento a menos de doces meses, era el momento de tomar medidas contundentes.
Había oído hablar de chicos que la noche antes de la prueba física hacían cosas como beberse cuatro litros de café para que les subiera la presión arterial o dispararse un perdigonazo en la ingle. Eso me parecía un poco dramático y doloroso. Otros falsificaban certificados médicos, algunos intentaban actuar como si fueran retrasados mentales.
Tal y como yo lo veía, solo tenía tres opciones:
Aunque vivía a una hora de la frontera, sabía poco de Canadá. No había pasado tiempo allí de niño. El padre de mi madre era canadiense, pero de joven cambió Canadá por Michigan, y así nuestro contacto con su tierra natal era limitado.
Nuestros parientes canadienses hacían la ocasional excursión para vernos, y nosotros íbamos menos allí. ¿Quizás a nuestros padres les preocupaba que no estuviéramos preparados para el viaje internacional? ¿Quizá Canadá todavía no tenía cañerías interiores? No lo sé. Era una tierra distante, era «el extranjero» y en su moneda estaba la reina de Inglaterra. Más allá de eso, no pensamos en ello.
Como las fronteras no pueden detener las ondas (entonces la televisión se transmitía gratuitamente a través del aire), veíamos mucha televisión canadiense: CKLW, Channel 9, desde Windsor, Ontario. La mayoría de la programación del Canadian Broadcasting Channel consistía en documentales de naturaleza y programas de comedia en blanco y negro con un humor irónico que no comprendíamos. Había policía montada y camisas de leñador y montones de imágenes de praderas. Teman un gran programa de películas clásicas los domingos por la tarde, estaba el apasionante Hockey Night in Canada el sábado por la noche, y estaban las noticias canadienses.
Y fue allí, siendo yo un jovencito, cuando una noche me topé con la verdad. Hice una pausa en Channel 9 mientras iba pasando canales, y estaban dando noticias. Estaban cubriendo la guerra del Vietnam, pero había algo equivocado en lo que estaban enseñando. Las imágenes no eran de Vietnam del Sur, sino ¡de Vietnam del Norte! ¡El enemigo! ¿Por qué estaban haciendo eso? Estaban mostrando la destrucción causada por nuestros bombardeos en pueblos de civiles. Una mujer mayor lloraba mientras enseñaba su cabaña, que «los aviones americanos habían bombardeado». ¡No! ¡Basta de decir eso! ¡Somos los buenos! ¡Ellos son los alemanes!
Esa noche, no. Y no pude apartar los ojos de la CBC después de eso. Y no era el único. Si vivías a cien kilómetros de la frontera canadiense y tenías una antena decente o un dipolo podías escuchar la Verdad sobre la guerra de Vietnam que los canadienses contaron desde el principio. Esto me descolocó, porque no tenía ni idea de que nuestro propio gobierno nos mintiera. O sea, eso habría sido antiamericano. Y aun así, ahí estaba nuestro vecino aburrido y amable susurrando cada noche desde el otro lado del seto que estábamos haciendo algo malo, muy malo. Me sentía como cuando resultó que Santa Claus era mi padre, o cuando supe que Cheez Whiz no era verdaderamente queso, pero al menos esas dos cosas siguieron dándome felicidad en mi infancia. Esta revelación no era nada semejante. Fue un bofetón en mi tierna cara de dieciséis años, y no me gustó nada.
Gracias al canal canadiense, llegué a temer y odiar esta guerra. Me sentía como si fuera el único en el barrio que había encontrado la llave secreta, el tesoro enterrado, y desde entonces empecé a no creer nunca lo que veía en la televisión estadounidense, aunque todavía soñara con Jeannie o vitoreara la huida del Fugitivo.
En verano de 1971, antes de mi último curso, había tomado una decisión: si me llamaban a filas escaparía a Canadá.
En clase de política no te enseñaban a huir a otro país y pedir asilo. Pero yo acababa de obtener el rango de Eagle Scout, y eso conllevaba el conocimiento de muchas técnicas de supervivencia y haber ganado medallas al mérito en Pistas, Acecho de Animales, Puntería, Cestería, Encuadernación, Señalización, Metalurgia, Albañilería, Cultivo de Frutas y Frutos y Plermandad Mundial. Con un historial así, seguramente podría cruzar cualquier frontera y sobrevivir con un arco y una flecha, una colmena y algunas banderas de señales.
Había conocido a Joey, Ralph y Jacko en una manifestación contra la guerra en la que participé días antes de recibir mi carné de conducir. Los sucesos de la Universidad Estatal de Kent estaban frescos en la mente de todos, y Willson Park, en el centro de Flint, era el lugar de reunión hippy de los rebeldes y descontentos, donde cada mes se quemaban cartillas militares. Joey era del distrito de Burton, donde vivían los blancos pobres; y baste con decir que no te encontrabas a muchos de ellos en las orgías de los pacifistas. Aunque estoy seguro de que proporcionaban más carne de cañón que cualquier otra parte del condado de Genesee (excepto el extremo negro del norte de Flint), apoyaban la guerra de Vietnam y al presidente Nixon (pese a ser su segunda opción a la presidencia después del gobernador de Alabama George Wallace). El distrito de Burton estaba poblado mayoritariamente por familias que habían llegado de los estados del sur para trabajar en las fábricas de automóviles de Flint. Desplazarse hacia el norte no las disuadió de sus reflexiones raciales, y si no eras de raza blanca, sabías que más te valía no aventurarte a entrar en el sur de Burton por la noche.
Joey había escapado de alguna manera de la mayor parte de las deficiencias de conducta de su barrio, y sin embargo conservaba un encanto hillbilly agradable, que parecía gustar bastante a las chicas de ciudad de Flint. No tenía ninguna tendencia política particular, simplemente comprendía que la guerra era estúpida y no sentía el menor deseo de ver el mundo más allá de Maple Road.
Ralph vivía en un barrio hispano, al este del centro de Flint. Sus padres eran de México, y él también había nacido allí. Llegó al país de bebé, cuando su madre y su padre trabajaban de cosechadores de los cultivos estivales de remolacha azucarera y arándanos.
De los cuatro, Ralph era el más intenso. Resentido desde una edad temprana por presenciar el tratamiento de sus padres en una zona urbana donde todo era cuestión de ser blanco o negro sin el menor reconocimiento de que el marrón desempeñara papel alguno en la paleta de colores. Ralph también era el más fuerte de los cuatro y, aunque también era el más bajito, a nadie se le ocurría meterse con él. Dábamos por sentado que llevaba algún tipo de arma, tal vez un cuchillo, pero la verdad es que ninguno se lo quiso preguntar.
Jacko —nunca supimos cuál era su verdadero nombre— venía de una familia acomodada que vivía en el barrio contiguo a la escuela universitaria y la sede de la Universidad de Michigan en Flint. Llevaba el pelo como el Chico Azul pintado por Thomas Gainsborough, pero era astuto y temerario y no le costaba nada meterse en dificultades con la policía local de vez en cuando (dificultades que su padre abogado no terna problema en hacer «desaparecer»). Si se te ocurría una idea descabellada, Jacko encontraba una forma de convertirla en realidad, y encima la hacía aún más descabellada.
Y fue una de esas ideas la que le propuse un domingo por la tarde del otoño de 1971, para la cual Jacko era mi conspirador perfecto. Bautizamos nuestra idea como «La gran fuga del Blue Water Bridge».
—Estaba pensando que si me reclutan no voy —dije mientras estaba tomándome un refresco A&W apoyado en el Impala del 69 de mi padre.
—Yo tampoco —dijo Joey—. Ni hablar.
—Bueno —agregó Ralph—, nunca me encontrarán. Pasaré a la clandestinidad y punto.
—No vamos a pasar a la clandestinidad —replicó Jacko—. Y no vamos a ir a la cárcel. He estado allí. No es para mí.
—Podríamos apuntarnos como objetores de conciencia —sugerí.
—¿Qué es eso? —preguntó Joey.
—Significa —intervino Ralph— que has de firmar un papel que diga que eres una nenaza, y ninguno de nosotros lo va a hacer.
—Sí, yo tampoco quiero hacer eso —me apresuré a añadir, aunque sin descartar la posibilidad en mi cabeza—. Ser objetor significa darle al Tío Sam dos años de tu vida haciendo para él otra cosa que no requiera un arma. —Hice una pausa—. ¿Y si escapamos a Canadá?
—¿Por patas? —dijo Ralph con sorpresa.
—No, por patas no —dijo Jacko—. Sería más bien como Steve McQueen en La gran evasión. Engañar a los hijos de puta. Saltar la valla y vivir como reyes en Canadá.
—No hay ninguna valla entre nosotros y Canadá —le dije—. Todo es agua.
De lo que no estaba seguro era de la cantidad de agua que había, y no quería corregirlo respecto a Steve McQueen (cuyo intento de huida en moto al final no tuvo éxito), porque sabía que el plan canadiense era el camino a seguir.
—Yo digo que lo estudiemos —intervino Jacko—. No tenemos nada que perder.
Hicimos un plan para ir en coche hasta la frontera el sábado siguiente y evaluar nuestras posibilidades de entrar en Canadá. Yo me encargaba de la logística. Ralph dirigiría lo que podría denominarse seguridad («Ningún canadiense quiere meterse con un mexicano», nos aseguró). Jacko conseguiría algo de dinero de su padre para lo que necesitásemos. Y Joey traería la barca.
—¿La barca? —dijo Ralph—. ¿Para qué queremos la barca?
—Mike dice que todo es agua —respondió Joey—. Y mi padre y yo tenemos una pequeña barca que remolcamos en el coche cuando vamos a pescar al norte. Está al lado del garaje. La saco cuando quiero.
Jacko era todo sonrisas.
—Mola la barca. ¡Ya nos veo cruzando el lago Hurón como James Bond!
Ralph no era persona de barcas, pero se dio cuenta de que estaba en minoría. Supuse que su oposición se debía a que no sabía nadar y la idea de enfrentarse al agua no le resultaba agradable.
El sábado siguiente, Joey se presentó en mi casa. Les dije a mis padres que iba al cine, y afortunadamente nunca miraron por la ventana, lo cual podría haberlos llevado a preguntarse por qué necesitábamos una barca para ir al cine. Nos dirigimos al este de la ciudad por la M-21, a través de Elba, Lapeer e Imlay City y pasamos por la iglesia de Capac, cuyo campanario había construido mi tío abuelo. A menudo comentaba estos datos históricos a mis amigos de Davison en el instituto, y ellos soportaban con humor mi actitud de «siento ser tan inteligente». A esos tipos de Flint no los conocía tan bien, lo que hacía que esa aventura me resultara más peligrosa y seductora. En poco más de una hora estábamos en Port Hurón, Michigan. Port Hurón, lo había aprendido en la preparación de la fuga, era uno de los tres únicos cruces fronterizos entre Michigan y Canadá; los otros dos eran Detroit (que tenía un túnel y un puente) y Sault Sainte Marie, en la península superior. Al parecer también se podía cruzar en barco por el río Detroit, al sur de la ciudad; había un puesto de aduanas en el lado canadiense.
Port Hurón era una ciudad pequeña, poco conocida en aquel entonces, pero todos los escolares de Michigan sabían que era allí donde creció Thomas Edison. Los que participábamos en mítines contra la guerra sabíamos que Port Hurón era el lugar donde un grupo de estudiantes de la Universidad de Michigan, encabezado por Tom Hayden, escribió el manifiesto de los Estudiantes por una Sociedad Democrática (SDS), conocido como la Declaración de Port Hurón. Ninguno de nosotros había leído el texto, pero sabíamos que la simple mención de las siglas SDS enfurecía a nuestros padres, así que nos consideramos automáticamente miembros y exhibíamos de manera prominente copias de «La Declaración» (que adquirimos en el head shop local) en sitios donde un padre o un ayudante del director pudiera verlo y ponerse colorado.
Yo había elegido Port Hurón como punto de fuga no por su significación histórica, sino porque aparentemente tenía la distancia más corta de agua entre los dos países. El río Saint Clair tenía menos de un kilómetro de ancho, y en el lado canadiense se alzaba la ciudad de Sarnia, Ontario. Pero cuando llegamos a Port Hurón y miramos hacia Sarnia, nos encontramos con que era un sitio francamente feo. Toda la orilla del río estaba ocupada por una refinería de petróleo o una planta química (el gran cartel de DOW, que podía verse desde el otro lado del río, lo delataba).
En un punto del camino a Port Hurón, Jacko se había preguntado si podríamos simplemente nadar hasta Canadá (creo que lo dijo para cabrear a Ralph). Una mirada al río Saint Clair disipó cualquier idea de intentarlo, si es que en realidad había sido una idea. Daba la sensación de que si lanzabas una cerilla en el Saint Clair ardería como Cleveland.
Solo había una manera de cruzar en coche a Canadá, y era por el Blue Water Bridge. Desde debajo del puente divisábamos lo que parecían ser los puestos de control a ambos lados del cruce. No parecía acogedor. Decidimos que el puente no iba a funcionar. Usaríamos la barca de Joey.
Entonces la misión se convirtió en encontrar un lugar donde bajar la barca para cruzar el río hasta Canadá, un lugar con aspecto lo bastante desierto para que no nos atraparan. Justo al norte del puente comenzaba el lago Hurón, y este se extendía tan deprisa que a los seiscientos metros ya eran al menos ocho los kilómetros de lago que separaban ambos países. Justo al sur de Port Hurón había un pequeño pueblo llamado Marysville. Nos dirigimos allí y encontramos un parque con una rampa de botadura. No había policía ni nadie de inmigración cerca. Todavía se veía un montón de basura de aspecto industrial al otro lado del río, en Canadá, pero justo al norte de eso parecía haber una larga extensión de campos y bosques. Daba la impresión de ser nuestra mejor opción.
Joey dio marcha atrás en el coche por la rampa de botadura, hasta el borde del agua. Ralph estaba nervioso por la posibilidad de que nos descubrieran, y yo mantuve la mirada fija en el otro lado del río, en busca de los canadienses. No vi ninguno y el sol de última hora de la tarde iluminaba la costa canadiense desde el oeste y no revelaba absolutamente ninguna actividad. No había guardias de fronteras con prismáticos vigilándonos ni patrulleras protegiendo su territorio soberano. Solo menos de un kilómetro de río que lamía nuestra orilla de la misma manera que lamía la suya. Aunque se suponía que iba a ser solo un ensayo, una parte de mí ya quería subirse a la barca en ese mismo momento, cruzar el Saint Clair y no regresar.
Eso no iba a suceder. A Joey se le escapó un «¡Mierda, mierda, mierda!», y yo salí a ver cuál era el problema. ¡No está el motor! ¡Mi padre se ha llevado el fueraborda! ¡Mierda!
—¡Joder, Joey! —Ralph dio varias patadas al remolque de la barca, pero ninguna de ellas hizo aparecer el motor fueraborda—. ¿Cómo puedes ser tan estúpido?
El Eagle Scout con la medalla al mérito de remo tomó la palabra:
—Eh, son unos ochocientos metros de río y somos cuatro. ¡Rememos!
—No tenemos remos —dijo Joey en voz baja, sintiendo la vergüenza de haber destrozado nuestra gran evasión—. Mi padre debe de haberlos cogido. Usamos la barca la semana pasada. No puedo creer que no lo viera cuando me fui.
—Genial, simplemente genial. —Ralph seguía cabreado—. Sabéis que no sé nadar.
Lo sabíamos.
—No vamos a nadar —intervino Jacko—. Vamos a comprar comida para llevar en White Castle y pasaremos un rato aquí. Y he traído «postre». —Llevaba un canuto muy grande, pero perfectamente enrollado en la mano.
Esto pareció quitar hierro a la situación, y si había una cosa en la que podías contar con Jacko era en que tenía la marihuana mejor y más cara de tierras lejanas.
Nos dirigimos de nuevo a Port Hurón. Encontramos un local de hamburguesas y nos llevamos nuestro picnic al parque de la ciudad, junto al río. Había un monolito con una placa en honor a Thomas Edison. Nos sentamos allí con nuestras hamburguesas, mirando al monumento y tratando de elaborar una lista de cosas que inventó Edison: bombilla, tocadiscos, proyector de cine. Había más, pero con eso bastaba para que fuera un gran tipo.
—Tío —añadí, cayendo accidentalmente en el modo sabelotodo—, hay un montón de inventores de nuestro estado: Edison, Henry Ford, Kellogg, Dow. No está mal para un solo estado.
—Bueno, a la mierda Dow —interrumpió Ralph.
—Sí, a la mierda Dow —repitió Jacko.
—Sí, a la mierda Dow, que le den —agregué, en caso de que hiciera falta más énfasis.
—Edison dijo que, pese a todos sus inventos, de lo que más orgulloso estaba era de no haber inventado jamás armas ni nada para la guerra —dijo Jacko.
Nos quedamos impresionados de que supiera algo tan serio, tanto si era cierto como si no.
Yo estaba mirando al puente que teníamos encima. Ya empezaba a bajar la luz y —aunque esta aventura, a pesar del percance con el motor, era más divertida que nada que hubiera hecho hasta entonces en mi último año— continuaba empeñado en no irme de la zona fronteriza sin un plan para escapar a Canadá. Terna que mantener la misión en marcha. Por supuesto, la capacidad de conseguir que los otros tres volvieran a centrarse en por qué estábamos allí era un poco más difícil en ese momento, porque ya se habían fumado la mitad del canuto king-size.
—Vamos, tío, pruébalo —me imploró Jacko—. Solo una vez.
Yo todavía era virgen en lo que respecta a, bueno, en lo que respecta a todo; pero en ese momento era el único joven de diecisiete años que conocía que por lo menos no había probado la marihuana u otras sustancias ilegales. Yo no estaba contra ella por ningún motivo legal ni moral, y no me preocupaba que mi primer porro me llevara a inyectarme de heroína. De hecho, me daba cuenta de que todo el mundo se volvía más agradable y divertido, una vez colocado, y no había nada malo en ello. Mi temor era el siguiente: en mi opinión, yo ya estaba demasiado puesto, colocado, loco. O al menos lo pensaba. Estaba convencido de que mi estado alterado natural cotidiano no necesitaba ningún potenciador. De verdad creía que si fumaba un porro o probaba un ácido podría no bajar nunca. Estaba bien donde estaba, pensando en cosas como colarnos en Canadá en una barca sin motor.
—Siempre podemos simplemente echar una carrera por el puente —propuse, sabiendo que, con el porro rematado, estarían dispuestos a cualquier cosa.
—¿Qué significa echar una carrera? —preguntó Ralph en un tono que indicaba un raro momento de lucidez.
—¿No te refieres a echar a correr? —se preguntó Joey.
—No, no me refiero literalmente a echar una carrera por el puente —le expliqué—. Quiero decir que nos metemos en el coche y hacemos como que vamos a visitar a nuestros primos canadienses. Yo puedo hablar un poco de canadiense. Lo único que tienes que hacer es hablar más despacio y poner una «u» de más en algunas palabras.
—Pensaba que hablaban francés —interrumpió Ralph.
—Lo hacen —le dije—. Es como un lenguaje secreto al que recurren cuando no quieren que Estados Unidos sepa lo que están diciendo. Ya he estudiado dos años de francés, así que estaré listo si tratan de recurrir a ese truco.
—Bien pensado —dijo Joey.
—Pero no hemos de preocuparnos por el francés en el puesto de control estadounidense —les aseguré—. Solo les diré a los guardias fronterizos que vamos a pescar un poco con nuestros parientes canadienses. Luego pisaremos a fondo y pasaremos al otro lado antes de que se les ocurra que no parecemos muy emparentados.
—Hombre, no sé —dijo Jacko sin pensar mucho en ello—. ¿Qué pasa si sacan sus armas y empiezan a disparar? ¿Y si nos persiguen con algún puto camión del ejército o algo así? Joder, no sé.
—Además —añadió Joey—, no olvides que remolcamos la barca de mi padre.
—Podríamos dejar la barca a este lado con una nota —sugerí—. Recuerda que esta noche no vamos a pasar para quedarnos. Solo vamos a ver si, cuando necesitemos escapar, seremos capaces de hacerlo.
—Bueno, si no va en serio, entonces prefiero que no nos separemos de la barca —respondió Joev.
—Tiene más sentido llevar la barca —dijo Ralph—. De esa manera se ve que vamos en un viaje de pesca o algo así.
—De acuerdo, llevamos la barca —dije, sintiéndome como si estuviera hablando a Cheech y Chong, y otro Chong—. Pero vais a tener que dejar que conduzca yo, porque no tenéis aspecto de poder poneros detrás del volante. Y Jacko, asegúrate de que no llevas más drogas encima. Eso sí que nos dará problemas si nos paran.
—Estoy limpio, señor —dijo riendo.
—Supongamos que pasamos el control de Estados Unidos —se preguntó Ralph— y llegamos al otro lado del puente. Cuando estemos en la parte canadiense, ¿qué decimos?
—Creo que hemos de decir lo que vamos a decir de verdad el año que viene cuando tengamos que hacer esto. Hemos de decirles que nos resistimos al reclutamiento y hemos venido para solicitar asilo de una nación amante de la paz.
—Y ahí es cuando sacan sus pistolas canadienses y nos disparan —propuso Jacko—. Cuatro cabrones americanos menos. Buen trabajo, chicos —dijo con su mejor acento británico de Flint.
—No nos van a disparar, y no son británicos —les recordé—. Solo se lo creen. Ni siquiera creo que lleven pistolas. Pero podrían llevamos a interrogar, así que simplemente diré que estaba bromeando, que solo estamos en el instituto y que hemos de volver a casa esta noche, porque tenemos que ir a la iglesia por la mañana.
—No te pases, Mikey —advirtió Jacko—. Tampoco tenemos pinta de monaguillos.
—Mira, creo que deberíamos probarlo —supliqué—. Estamos aquí. Tenemos que saber a qué nos enfrentamos y, suponiendo que pasemos a los soldados estadounidenses, creo que todo irá bien.
Hubo algunos murmullos más acerca de no querer recibir un disparo ni de que el coche se precipitara desde el puente, pero después de unos minutos me había convencido de que era lo mejor que podíamos hacer. Me puse en el asiento del conductor, Ralph se sentó delante conmigo y Joey y Jacko se acomodaron en la parte de atrás, tratando de recuperar la sobriedad.
El Blue Water Bridge, a pesar de que solo tema que cruzar ochocientos metros de agua, era una estructura imponente. Se elevaba más de 50 metros por encima del río Saint Clair. Se construyó así para que pudieran pasar por debajo los enormes barcos de los Grandes Lagos. Era la puerta de entrada al lago Hurón, y para llegar al puente tenías que subir por una larga rampa que se elevaba por encima de un barrio antiguo de Port Hurón que había albergado a los inmigrantes irlandeses del lado paterno de mi familia. Cuando el coche enfiló la rampa, mi corazón comenzó a latir acelerado. Todo el mundo se arregló el peinado cuando avistamos el solitario punto de control estadounidense. Había una serie de cabinas para cada carril de tráfico, algunas con luz roja, otras con luz verde, y pensé que sería mejor estar en el carril de la luz verde. Había focos enormes, y vimos a los hombres de uniforme dentro de cada caseta. Al acercarnos a una cabina solté una advertencia final.
—Está bien, tranquilos, dejad que hable yo, y si hay algún problema, piso a fondo. Solo mantened la cabeza abajo por si empiezan a disparar. —Pausa—. Estoy bromeando. Nadie nos va a disparar. —O al menos eso creía.
El soldado de la cabina me hizo una seña para que pasara. Cuando me acerqué a su lado, la ventanilla de la cabina estaba abierta, pero dentro no había un soldado. Parecía más bien un voluntario de camino escolar.
—Son veinticinco centavos, por favor.
—¿Eh?
—Veinticinco centavos.
Yo no entendía.
—Un cuarto de dólar, hijo.
Quería que le pagáramos.
—Claro —le dije. Busqué en mi bolsillo—, tenga.
Le di el cuarto de dólar.
—Gracias.
¿Eso era todo?
—¿Nada más? —le pregunté al hombre.
—Bueno, por lo general, la gente piensa que es demasiado. Siguen hablando de subirlo a medio dólar. No creo que le siente muy bien a la gente.
—No, me refiero a si ya podemos ir a Canadá ahora. ¿No tiene que hacernos preguntas ni nada?
—Oh, Señor, ¡no! —se rio—. Yo solo cobro el peaje. Os harán algunas preguntas cuando lleguéis allí —agregó, señalando a Canadá.
—Así que cualquiera puede irse de Estados Unidos, así como así, sin que le hagan preguntas.
—Bueno, eso espero. Es un país libre. Dime, ¿hay alguna razón por la que no podáis salir? ¿Vuestros padres saben dónde estáis?
—Oh, no, o sea, sí… Solo preguntaba. Nuestros padres iban delante de nosotros. Nos esperan allí.
—Bueno, entonces, mejor que os pongáis en marcha. ¡Y ahora estás interrumpiendo el tráfico!
Pisé suavemente el pedal del acelerador, o por lo menos creo que lo hice, y el coche se propulsó hacia delante. En ese mismo instante, sonó un fuerte silbato. Pisé el freno. Estaba tan confundido y asustado que no sabía qué hacer. Jacko seguía diciendo: «¡Acelera!». Y Ralph decía: «¡No! ¡Para!». No puedo recordar lo que hice, o lo que hice mal, o por qué alguien hacía sonar un silbato, pero en el retrovisor lateral vi que el hombre había salido de la cabina y se acercaba a mi puerta. ¡Sabía que había sido una trampa! Me armé de valor para lo que iba a suceder. Miré a Ralph. Había sacado su cuchillo.
—Joder, guarda…
El viejo estaba al lado de mi ventana.
—Lo siento, hijo —dijo educadamente y un poco sin aliento—. No había visto la barca que remolcas.
¡La barca! ¡La barca! La maldita barca nos iba a delatar. ¿Qué coño estábamos haciendo con una barca? Oh, mierda, ¿dónde nos había metido?
—Serán otros veinticinco centavos por la barca.
Mierda. ¡Uf!
Pero en ese momento, Jacko, que al parecer no había oído la petición del hombre de otro cuarto de dólar, abrió la puerta, bajó y echó a correr por el Blue Water Bridge.
Al tiempo que yo le entregaba al hombre los veinticinco centavos, este le gritó a Jacko.
—Hijo, ¡vuelve al coche! ¡No hay tránsito de peatones en el puente!
—Voy a buscarlo —le dije de manera apresurada—. No se preocupe. ¡Lo siento!
Pisé el acelerador y alcancé a Jacko en cuestión de segundos.
—Entra de una puta vez o harás que nos detengan —le gritó Ralph.
Paré el coche y Ralph agarró a Jacko del brazo. Jacko recuperó la sensatez y entró en el coche.
—¡Joder! —dije—. Eso ha sido una estupidez.
—Eh —dijo—, no quería correr ningún riesgo.
—Jacko —dijo Joey—. Ese tipo no va a hacernos nada. ¡Es un viejo! Debe de tener cincuenta años.
Las cosas se calmaron y cruzamos el río Saint Clair, dejando atrás Estados Unidos. A mitad de camino, había un cartel grande que decía «Bienvenidos a Canadá», y todos soltamos un gran «Yuju».
Pero todavía teníamos que pasar el puesto de control canadiense. Paré el coche junto a la cabina de Canadá. Esta vez, no era un guardia de camino escolar. Ese canadiense tenía aspecto oficial, como uno de los policías montados, aunque no lo era. Me hizo una seña para que me acercara.
—¿Ciudadanía?
Esa fue la única palabra que dijo. Vaya, pensé, aquí van directo al grano.
—Sí —respondí—. ¡Gracias!
—¿Ciudadanía? —dijo, en voz más alta.
—Sí —repetí—. Nos gustaría.
No podía creer la generosidad de los canadienses para que, de buenas a primeras, te ofrecieran la ciudadanía.
El canadiense me miró. Con dureza.
—No tengo tiempo para tonterías. ¿Cuál es tu nacionalidad y lugar de nacimiento?
Ah.
—Eh, Michigan. Estados Unidos.
—¿Y dónde naciste?
—Flint, Michigan.
—¿Y el resto?
—Estadounidense.
—Estadounidense.
—Estadounidense.
—¿Y dónde nacisteis?
—Flint.
—Flint.
—México.
Vaya.
—¿Eres ciudadano de México o de Estados Unidos?
—Tengo doble nacionalidad —dijo Ralph.
—¿Cuál es el propósito de vuestra visita a Canadá?
—Solo se nos ha ocurrido cruzar el puente porque nunca habíamos estado aquí —le dije.
—¿Para qué es la barca?
—Oh, es de Joey. Su padre la tenía enganchada al coche —le contesté, pensando rápido.
—¿Qué edad tenéis, chicos?
—Diecisiete.
—Diecisiete.
—Dieciséis.
—Diecisiete.
—Muy bien, parad en ese espacio de ahí.
Dirigí el coche a un pequeño aparcamiento situado delante, lleno de gente con aspecto oficial. Salió un hombre vestido de uniforme.
—Por favor, bajad del coche, abrid el maletero y entrad —bajamos y entramos en el edificio con el de la policía montada (o lo que fuera). Otros dos agentes comenzaron a registrar el coche—. Vosotros dos parecéis colocados —dijo, mirando a Jacko y a Ralph—. ¿Lleváis drogas?
—No, señor —dijo Jacko con educación—. Y no estamos colocados, señor. Estamos felices de estar en Canadá.
Oh, cielos.
—¿Qué es exactamente lo que pretendéis, chicos? ¿Sabes que tu barca no tiene motor?
—Sí, señor —le dije—. El coche y la barca son del padre de Joey y no quería que soltáramos la barca. Nos dijo que nos la podíamos llevar.
—Ajá —respondió el canadiense.
—Pero hay algo que me gustaría preguntarle —dije, decidiendo tirarme a la piscina—. Supongamos que quisiéramos huir del reclutamiento y trasladarnos a Canadá, ¿podríamos hacer eso?
El policía me miró de arriba abajo, y gritó en dirección al escritorio.
—Revisión de cavidades.
—¿Qué?
—Por aquí, por favor —dijo otro funcionario. Y entonces se detuvo, y los pseudopolicías montados se echaron a reír.
—Es broma. No somos como los guardias de frontera de Estados Unidos. No hace falta que os bajéis los pantalones. Solo los llamaremos y les diremos que ya estáis de vuelta.
Más risas. Yo conocía ese estilo de humor retorcido de la televisión canadiense. Lo necesitaban para contrarrestar todos esos documentales espantosos de castores y alces.
Nos acompañaron otra vez al coche, donde, afortunadamente, no encontraron nada, más que la barca sin motor.
—Podéis dar la vuelta y regresar a Estados Unidos —dijo el jefe canadiense.
Tentando mi suerte, le pregunté de nuevo.
—Pero, señor, ¿y si un día no queremos que nos recluten? ¿Podemos venir aquí o no?
—Si venís aquí legítimamente como objetores a la guerra, el Gobierno canadiense os dará asilo, sí. ¿Os han reclutado? ¿Alguno de vosotros está en las fuerzas armadas?
—No.
—Entonces, buenas noches. Y ya podéis iros.
Nos metimos en el coche de Joey y volvimos a Michigan cruzando el Blue Water Bridge. Los guardias fronterizos del lado estadounidense por suerte tenían prisa, así que nos hicieron las mismas preguntas sobre ciudadanía que los canadienses y nos dejaron pasar. No habría ningún control de cavidades esa noche. Durante el resto del viaje a casa no hablamos mucho, aparte de revisar lo que habíamos aprendido: Canadá nos aceptaría en caso necesario, pero habría que soportar su sentido del humor canadiense.
Un trato justo, para ambas partes.
En febrero, la fecha de mi cumpleaños fue la número 279 en el sorteo de reclutamiento, y al año siguiente fue la 115. Ambas cifras estaban más allá del corte. Me calificaron 4-F en mi tarjeta militar y no tuve que aprender francés ni el sistema métrico decimal, o cómo mojar las patatas fritas en requesón.
A pesar de eso, mi aprecio por Canadá se mantuvo durante mucho tiempo.