Zoe

Su novio me llamó desde el hospital.

—El aborto, Mike. La han cagado. No llegamos a Nueva York.

En 1971, el aborto era ilegal en Michigan, un crimen, igual que en la mayoría de los estados. Si te quedabas embarazada, nueve meses después tenías un bebé. Y punto.

Yo estaba más unido a Zoe de lo que lo había estado a ninguna otra chica en el instituto. Ella era lo que podía llamarse mi mejor amiga. Tenía una gran melena rizada de hippy que aterrizaba donde se le antojaba. Tocaba el piano, pero también era un prodigio con el violín, que solo tocaba cuando iba descalza. Fumaba hierba en ocasiones en la casa de sus padres y en noches excepcionales tomaba LSD «para liberarme del policía fascista que llevo dentro». Zoe era un espíritu libre, una chica culta que no temía expresarse. Yo creía que algún día cambiaría el mundo.

Y por eso me desconcertó tanto que eligiera a Tucker como novio. Tucker era un negado absoluto, y tenía aspecto de que le encantaría clavarte un cuchillo en las costillas o participar en carreras de dragsters. Era del «barrio duro» de la localidad (dentro de lo que era Davison). Su pasatiempo favorito consistía en buscar pelea, y aunque Zoe trató de reformarlo, su afición por los puñetazos le valía numerosas suspensiones escolares. El sentido común más elemental era para él «una mariconada», y sabía poco del mundo más allá de su parque de caravanas; me sorprendería que se hubiera alejado más de diez kilómetros de su casa en toda su vida.

Pero Tucker tenía la sonrisa de Sundance Kid y los ojos de James Dean, y Zoe se enamoró perdidamente de él. Llevaba botas de matón y una cadena en la trabilla del cinturón, pero sin nada al extremo, como si fuera demasiado pobre para comprarse una billetera y más pobre aún para poner nada en ella. Siempre tenía un cigarrillo colgando de la comisura de la boca, y poseía el asombroso don de inhalar y echar el humo sin tocar nunca el Camel.

Tucker era el perrito faldero de Zoe, y ella a cambio era generosa con su cuerpo. Eso le valió a Tucker que la mayoría de los chicos lo consideraran el tipo más afortunado del instituto de Davison, ¡y todavía era de primer año! Pero no era un novato cualquiera: medía metro noventa y pesaba ochenta kilos. Zoe era de último curso, como yo, y yo estaba locamente enamorado de ella.

Me aseguré de que nunca detectara ni la más leve insinuación de mis sentimientos por ella. Y si Tucker hubiera sospechado cómo me sentía, seguramente habría visto el lado afilado de su navaja volando hacia mí. Pero no tenía ni idea. O bien yo era muy buen actor, o bien era patéticamente increíble que a alguien como yo pudiera ocurrírsele siquiera poner los ojos en Zoe. Y era aún menos plausible que ella me viera como algo parecido a un candidato a novio. Al fin y al cabo, yo formaba parte del paquete de chicos que normalmente salían disparados en cuanto llegaban las chicas. Yo no era James Dean; era más como Jimmy Dean, el rey de la salchicha. Un día que ella estaba preparando un «recital de protesta» a las puertas del centro de reclutamiento de Flint, le dije, para impresionarla, que podía tocar el chelo (muy difícil no podía ser, solo tenía cuatro cuerdas). Cogí un chelo y pasé el arco adelante y atrás de manera aleatoria, y ella me miró y se rio, y después me acusó de haberme comido todos sus brownies de marihuana.

Tucker no tenía nada de qué preocuparse conmigo, y Zoe apreciaba tener a un tipo que no intentara ligársela en el instituto. No quería decepcionarla, y había algo noble en ser diferente (¿mejor?) que los otros chicos a sus ojos. Por supuesto, no había nada noble en negar los sentimientos, sexuales o de otro tipo, pero ¿con quién iba a compartir eso? ¿Con Ann Landers? ¿Con la señora de la cafetería?

Después de reconocer que poseí ese deseo, también admitiré que tener una amiga como Zoe era una bendición, una bendición mayor de lo que nadie podía esperar al tratar de sobrevivir al suplicio de la adolescencia. Podía llamarla a cualquier hora, de día o de noche, y si no se estaba tirando a Tucker podía hablar con ella todo el tiempo que quisiera. Yo vivía en Davison, así que podía acercarme a su casa cuando quisiera, y estaba allí mucho más que Tucker, porque él vivía en el campo y no tenía carné de conducir.

Zoe y yo intimamos mucho y compartíamos todo de la forma en que lo haces con ese amigo especial del instituto cuando estáis tumbados en la sala o en el dormitorio a cualquier hora del día o la noche, debatiendo sobre cualquier tema imaginable: quién se «cepillaba» a quién, qué clases eran penosas, formas de evitar a los padres, cómo ayudar al chico del final de la calle al que su padre pegaba cada noche, cómo sacar a Nixon del Gobierno, poner el nuevo álbum de los Moody Blues, colarnos en una peli clasificada para adultos (Cowboy de medianoche) y turnarnos para escribir versos de poemas que luego se convertirían en letras de canciones para las que ella escribiría la música y que tocaría para mí. Así de unidos estábamos: un día, ella me informó de que sus labios vaginales no eran como los de la mayoría de las mujeres, porque sus labios menores eran más grandes que sus labios mayores y eso causaba que sus labios interiores se doblaran por encima de sus labios exteriores. Me contó esto como si me estuviera leyendo algo de la guía de la tele, y mi rostro no expresó nada más que mi deseo de ver otra reposición de Mayberry RFD.

Había veces en que ella y Tucker «rompían» durante días, y yo contemplaba fugazmente la ocasión que se me presentaba. Y en una de esas tardes llenas de lágrimas, por un segundo (o quizá toda la noche) ella también la «contempló».

Nunca se volvió a hablar de eso.

Tucker volvió y continuó la extraña saga de la pareja que no tenía nada en común salvo la perfección de sus cuerpos.

Era un domingo por la noche cuando Zoe llamó y me dijo que necesitaba que nos reuniéramos en un sitio privado. Yo cogí el coche, pasé a recogerla y fuimos a dar una vuelta por la montaña.

—Estoy embarazada —dijo en cuanto se cerró la puerta. Yo retrocedí con cautela por el sendero de entrada, con el corazón acelerado, y ella empezó a sollozar—. No puedo creer que haya sido tan estúpida. No puedo tener un bebé. —Se apoyó en mi hombro.

—Lo siento mucho —dije, de la manera en que un mejor amigo dice una cosa así. Y entonces hice una pausa para recuperar el aliento y hacer las cuentas. Bien.

»No te rindas —dije—. Esto ocurre hasta a la gente más lista».

Su llanto continuó. Traté de mantener la mirada en la carretera.

—Chis. No llores. Estoy aquí.

Ella continuó llorando y yo aparqué y la abracé fuerte, de la manera en que un mejor amigo abraza fuerte.

—He de terminar con esto —dijo, escupiendo las palabras.

¿Terminar con qué? Pensé. ¿Con Tucker? ¿Con su vida? Dios, por favor.

—Te refieres al embarazo —dije en tono afirmativo.

—Sí —dijo—, pero ¿cómo voy a hacerlo? —Me miró con aquellos ojos suyos—. ¿Cómo?

Me contó que se había hecho un test de embarazo en el servicio de planificación familiar, donde le explicaron que el aborto, al menos en nuestro estado, era ilegal.

—Quizá tus padres conocen a un doctor que podría…

—¡No puedo contárselo! No puedo decepcionarlos así.

—Tus padres, mucho más que otros, lo entenderían.

—No. Esto los aplastaría. He de ocuparme por mí misma.

—No puedes tratar de abortar sola —dije.

—No haría eso —me aseguró.

—¿Sabes? —dije—. El aborto es legal en Nueva York.

No tuve ningún conflicto moral por hacer esta sugerencia. Sabía que un óvulo fecundado no era un ser humano[8].

—Te ayudaré si es eso lo que quieres hacer —dije.

—Gracias, Mike —dijo al secarse los ojos.

—Podemos ir a Buffalo —dije—. Probablemente no está tan lejos.

—Ajá.

—O podemos ir a Nueva York. Conozco muy bien la ciudad.

Por supuesto, estaba haciendo ofertas que no sabía cómo cumplir. Por ejemplo, cómo podía llegar a Nueva York sin que mis padres se enteraran. Eso no iba a ocurrir.

Pero Buffalo era posible. Empecé a tramar un plan en mi cabeza. Podía salir a las siete, a la hora de ir a la escuela, y podíamos estar en Buffalo a mediodía. ¿Cuánto tiempo tardaría el procedimiento? Ni siquiera sabía exactamente en qué consistía el «procedimiento», pero pongamos tres horas, luego otras cinco horas de vuelta: podía estar en casa a las ocho de la noche; llegaría tarde a cenar, claro, pero no sufriría más que unas palabras de reproche.

—He de hablar con Tucker —dijo ella, al tiempo que la alerta de la mala idea sonaba en mi cabeza.

La llevé a la caravana de Tucker y esperé fuera mientras ella entraba a darle la noticia. Quince minutos después salieron de su caravana, del brazo, y yo suspiré. Entraron en el asiento delantero conmigo; Zoe se sentó en medio.

—Gracias, tío, por ofrecer ayuda —dijo Tucker al tiempo que estiraba el brazo sobre mi hombro.

—Eh, no hay problema. Estoy seguro de que harías lo mismo por mí si me quedo embarazada.

Zoe rio. Tucker continuó:

—Estaba pensando que deberíamos quedarnos con el bebé —dijo el estudiante de primer año sin carné de conducir, encantado con la idea de que había producido algo en su vida.

—Sí, bueno, eso no va a pasar —dijo Zoe, haciéndolo callar y aliviándome.

Fuimos al A&W a buscar refrescos y patatas para seguir planeando el final del embarazo no planeado.

En los días siguientes investigué y encontré las clínicas abortistas con mejor reputación de Nueva York. Planeé todo nuestro viaje, un viaje que contaría con el permiso de mis padres, aunque no sabrían nada del aborto. Nos quedaríamos en casa de mi tía en Staten Island. Le dije a mi madre que quería pasar el fin de semana en Nueva York, porque estaba considerando ir a la facultad allí.

—No podemos permitírnoslo —contestó ella sin avergonzarse.

—He estudiado las becas y creo que tengo una buena oportunidad. He mirado en Fordham. Son jesuitas. Está muy bien.

Allí estaba jugando otra vez la baza católica, y que me aspen si no funcionaba siempre. Su hermana se había casado con un hombre que fue e Fordham y yo le dije que eso me abriría una puerta. Prometí que solo estaría fuera el fin de semana y que no me perdería clases.

—¿Y te quedarás con la tía Lois?

—Claro.

A mis padres les caía bien Zoe y, como su radar no podía detectar ningún aroma carnal en su dirección, no la consideraban una amenaza.

Tenía a Zoe y Tucker entusiasmados con lo mucho que íbamos a divertirnos en Nueva York. Cualquiera habría pensado que íbamos allí a arrancar una muela, para luego pasarnos por Times Square a ver Hair y por el Village para escuchar a Joni Mitchell. Quizás incluso podría sacar unas entradas para Dick Cavett.

Pero mis padres tuvieron demasiado tiempo para pensar en este extraño viaje, y en cuestión de días se fue al traste. Yo me resistí, pero no había forma de superar esto: «¿Y quién es ese Tucker?».

—Eh —dijo Zoe—, no te sientas mal. Lo has intentado. Quizá deberíamos volver al plan de Buffalo.

—Claro —dije algo derrotado—. Tiene buena pinta.

En ese momento, Zoe y Tucker empezaron a darse cuenta de que para un aborto tres es multitud, y me dijeron que ellos se ocuparían a partir de entonces.

Les habría dicho que estaban cortando un cordón umbilical, pero no era momento para bromas malas, aunque desde luego era así como me sentía. No podía hacer otra cosa que aceptar la situación tal y como era. Tucker estaba siendo muy bueno con ella, y Zoe se había calmado y estaba muy tranquila respecto a su viaje. Les presté todo el dinero que tenía —cincuenta dólares— para añadirlo a lo que estaban consiguiendo entre los dos.

El día que supe que se marchaban, fui a la escuela como si se tratara de un día normal. Pero mi mente estaba en otra parte. Los pensamientos de uno normalmente no vagan hacia Buffalo, pero no podía hacer mucho más ese día salvo preocuparme por la seguridad y el bienestar de mi mejor amiga.

Después de cenar, sonó el teléfono. Respondió mi hermana.

—Mike, es Tucker.

Fui al teléfono, sabiendo que ya habrían vuelto.

—Eh.

—El aborto, Mike —dijo, susurrando sin aliento y, de no haberse tratado de Tucker habría dicho que estaba llorando—. La han cagado. No llegamos a Nueva York. No llegamos a Buffalo. Estamos en Detroit.

—Mierda —dije demasiado alto—. ¿Qué estáis haciendo en Detroit? ¿Cómo está Zoe?

—No… no está bien —dijo, ahora claramente llorando—. Mike, ayúdame. Está sangrando. Está sangrando mucho. No sé qué hacer.

—¿Dónde estáis? —pregunté, tratando de no gritar ni llorar yo.

—La he llevado al hospital… aquí en Detroit. Horrible. Oh, Dios… ¡no quiero perderla!

No podía tragar. El nudo en la garganta hizo que me atorara. Tapé el teléfono con la mano, tiré del cordón a lo largo de la pared del comedor y entré en la cocina para que nadie pudiera oírme ni verme. Traté de mantenerme entero y pensar en lo que había que hacer.

—¿Qué dicen los médicos?

—Dicen que ha perdido mucha sangre. Pierde y recupera la conciencia. No me dejan entrar. Tengo quince años y seguro que ya han llamado a la policía. ¡No sé qué hacer! —Se quebró de manera incontrolable.

—Vale, escucha. ¡Cálmate! Voy a coger el coche ahora mismo. Estaré allí en menos de una hora. Si se presenta la policía, no digas nada. Di que quieres un abogado y no dejes de repetirlo. Y si te dejan entrar, cógele la mano y que sepa que no está sola, y dile que voy en camino.

—Vale. Vale. Lo siento mucho. Fue idea mía. No teníamos dinero para ir a Buffalo. Alguien nos dijo que había un sitio barato en Detroit. Fue mal desde que llegamos allí y deberíamos haber dado media vuelta y largarnos. Lo siento mucho. Por favor… perdóname.

En aquel momento nada de eso importaba. Yo grité que iba a salir con Tucker y Zoe y que volvería en un par de horas.

—A las diez aquí —gritó mi madre.

—Sí. A las diez. Adiós.

Aceleré por la M-15 hasta Clarkston y me metí en la 1-75 pisando a fondo. En ocasiones el cuentakilómetros marcaba casi ciento cincuenta. El motor de ocho cilindros en V del Chevrolet Impala me llevó a Detroit en cincuenta y dos minutos. Seguí las indicaciones hasta el hospital, aparqué en el estacionamiento de urgencias y eché a correr. Tucker estaba allí, con los ojos rojos.

—Tranquilo, tranquilo —le dije, al abrazarlo.

Le pregunté a la enfermera si podía ver a Zoe y dijo que no. Pregunté por su estado.

—¿Eres un familiar? —inquirió.

—Soy su hermano —dije sin pensar.

—¿Y dónde están tus padres?

—¿Dónde están los tuyos? —le solté, dándome cuenta al instante de que eso no iba a servirme. Cambié el tono inmediatamente—. Mira. Lo siento. Estoy preocupado. Tengo diecinueve años, ella tiene dieciocho, y no queremos implicar o preocupar a nuestros padres con esto si está bien. Espero que lo comprendas.

La historia me había quedado bien, pero las lágrimas que se acumulaban en mis ojos eran reales.

—Está bien, de acuerdo —dijo, dejando de lado mi insulto para retribuírmelo después—. Espera aquí. Iré a ver si puede venir un médico a hablar con vosotros dos.

Esperamos casi media ahora hasta que vino el residente a buscarnos.

—¿Quién de los dos es familiar?

—Soy yo —dije.

—Vale. Solo deja que te diga que es la cosa más estúpida que podíais hacer. Esos abortistas de callejón no son doctores. No tienen ninguna preparación, y solo lo hacen para ganar dinero y aprovecharse de gente como vosotros.

—Es lo único que podíamos pagar —intervino Tucker de manera innecesaria.

El médico hizo una pausa mientras valoraba exactamente quién era ese matón.

—Es ilegal —dijo, subrayando la palabra como si estuviera abofeteando a Tucker—. Podrías haberla matado. Pero no lo has hecho. Se va a recuperar. Habéis corrido un riesgo enorme.

—¿Cuál es su estado ahora mismo? —pregunté, esperando terminar con el sermón.

—Tiene un corte interno en el cuello uterino. También parece que han usado algún tipo de amoníaco, así que tiene diversas quemaduras. Hemos contenido la hemorragia de las paredes internas y ha sufrido un shock. Ahora está descansando y sedada, y está recibiendo la atención adecuada que necesita. ¿Tus padres están en camino?

—Sí —mentí—. No creo que tarden.

El médico volvió a fulminar con la mirada a Tucker.

—¿Te importa lo más mínimo si todavía tiene al bebé? —dijo, sin añadir la palabra implícita «capullo» al final de la frase.

—Sí, claro —dijo Tucker sin mirar al médico.

—Ha perdido el bebé —dijo, usando la palabra «bebé» por segunda vez para herir a Tucker. Me hirió a mí.

—No es un bebé —dije en voz baja—. Estaba embarazada de diez semanas. Era un feto. Si Michigan no estuviera tan atrasado, ella no estaría tumbada ahí dentro en ese estado. Eso es lo que me cabrea. Gracias por ayudarla.

El médico no apreció mi diatriba y simplemente se volvió y se dirigió otra vez a la sala de urgencias.

—¿De verdad vienen sus padres? —preguntó Tucker, presa del pánico.

—No. Pero hemos de llamarlos. Va a quedarse aquí al menos una noche, y estarán aterrorizados si no vuelve a casa. Yo los llamaré. Y trataré de ayudar cuando lleguen.

Fui al teléfono público y llamé a sus padres a cobro revertido. Les dije que no se preocuparan, que Zoe estaba bien, pero que la habían ingresado en el hospital de Detroit porque había venido a terminar su embarazo. Hubo llantos e insultos y yo les dije que lo sentía, que no lo sabía, que pensaba que Tucker les había avisado, que había venido al hospital nada más recibir la llamada de Tucker. Les dije que me quedaría con Zoe hasta que llegaran.

Cuando aparecieron, me interpuse entre ellos y Tucker para impedir cualquier violencia y pedí a todos que trataran de centrarse en Zoe y que ya podrían gritarse unos a otros luego. Su madre habló con la enfermera, luego con el doctor, y a ella y a su marido les dejaron entrar en la habitación. En cuestión de irnos pocos minutos, vinieron a decir que podía pasar el «hermano». Miré a Tucker, que parecía perdido y necesitado de una canguro o una madre en ese momento. Seguí a la enfermera a la habitación y ella corrió la cortina. Vi a Zoe, medio despierta en la cama, con su madre cogiéndola de la mano, su padre todavía mirando hacia otro lado, con ganas de pegarle a alguien.

—Hola, Zoe —dije, y rodeé la cama para cogerle la otra mano.

—Lo… siento mucho —murmuró—. Ha sido… un error.

—No pienses en eso ahora. El médico ha dicho que estás bien, que solo necesitas descansar y tu madre y tu padre están aquí y todo irá bien.

—Gra… cias —susurró con la garganta rasposa—. Eres… mi… —Se echó a llorar. No había una palabra adecuada para terminar la frase, ninguna que describiera apropiadamente nuestra relación, o si la había, no podía pronunciarse en esa habitación. La ayudé a terminar la frase.

—Amigo —dije, sonriendo.

—Sí. Siempre.

Zoe enseguida rompió con Tucker. Después de graduarnos, yo me concentré en mi primer año de universidad y en todas las cuestiones políticas, pero Zoe y yo todavía salíamos mucho, todavía escuchábamos música y compartíamos nuestros sentimientos más íntimos el uno con el otro. Ella ingresó en la escuela universitaria, pero a mitad del segundo semestre lo dejó, y se mudó con su familia al oeste. Permanecimos en contacto por carta, pero ella se metió en aventuras y empezó a salir con nuevos amigos hippies. Pronto perdimos el contacto, y la vida continuó.

La última vez que vi a Zoe fue hace una década. Estaba tocando en un recital en Chicago, y me dijo que trabajaba a tiempo parcial en varias orquestas sinfónicas (le hacían llevar zapatos). Llevaba un tiempo viviendo en Los Ángeles y había tocado en las secciones de cuerda en discos de pop y rock. Fue bueno vernos y hablar de los viejos tiempos. El hombre con el que estaba parecía simpático, pero de pocas palabras. Me fijé en que tenía la misma cadena que solía llevar Tucker, colgada de una trabilla del cinturón. Me fui de nuestra reunión sintiéndome bien por Zoe y por la vida que se había labrado, y en cierto modo me alivió ver que la cadena de su novio estaba conectada con algo sustancial en su bolsillo.