No tenía ni idea de por qué el director me mandaba a Boys State. No había infringido ninguna norma y no había problema disciplinario de ninguna clase. Aunque estaba en tercer curso de secundaria, era solo mi segundo año en un instituto público después de nueve años de educación católica, y todavía tenía que acostumbrarme a estar sin monjas o sacerdotes que me dirigieran. Pero pensaba que me había adaptado muy bien al instituto de Davison. El primer día de segundo curso, Russell Boone, un chico grandote y mayor que sería uno de mis mejores amigos, dio un manotazo y me tiró los libros que llevaba mientras recorría el pasillo entre la cuarta y la quinta hora de clase.
—No has de cogerlos así —me gritó—. Los coges como una chica.
Recogí los tres o cuatro libros y miré a mi alrededor para ver si alguien se había parado a reírse del chico que llevaba los libros como una chica. No había moros en la costa.
—¿Cómo tengo que llevarlos? —pregunté.
Boone me cogió los libros y los sostuvo en la copa de la mano con el brazo extendido hacia el suelo, dejando que los libros colgaran al costado.
—Así —dijo mientras caminaba de forma varonil por el pasillo.
—¿Y cómo los llevaba yo? —pregunté.
—Así —espetó mientras se burlaba de mí, sosteniendo los libros en el centro de su pecho como si se acariciara las tetas.
—¿Así es como lo hacen las chicas? —pregunté, avergonzado porque durante la primera mitad de mi primer día en la escuela pública todo el mundo me había visto caminando como un marica.
—Sí. No vuelvas a hacerlo. O no sobrevivirás aquí.
Punto. Así que medio día pasando por una chica. ¿Qué más había hecho para merecer Boys State?
Bueno, hubo lo de esa vez, unos pocos meses después en el autobús de la banda. Boone se había quedado dormido sin calcetines ni zapatos. Sinceramente, no sé si tenía calcetines. Pero ahí estaba, descalzo, con la pierna apoyada en el reposabrazos del asiento de enfrente. Larry Kopasz llevaba sus cigarrillos y se decidió resolver el problema de ¿cuánto tiempo tarda un cigarrillo en consumirse cuando lo fuma un pie? Encendió uno y lo puso entre los dedos del pie de Boone para averiguarlo. (Respuesta: siete minutos y medio). Boone gritó cuando la ceniza caliente del Lucky Strike alcanzó sus dedos, y no tardó ni un segundo en enzarzarse en una pelea con Kopasz en el suelo del autobús, lo cual captó la atención del conductor. (En aquellos días, cuando la mayoría de los adultos fumaba sin parar, el estudiante que fumaba solía pasar desapercibido porque su humo simplemente entraba en el mismo aire cargado de humo que todos respirábamos). En cierto modo, fui partícipe de la pelea, porque Boone nos consideraba a todos colectivamente responsables. (En ese mismo viaje de la banda nos metimos en la habitación de Boone para hacer otro experimento científico: ¿poner la mano de una persona dormida en un bol de agua caliente hace que se mee encima? Respuesta: sí. Y esta vez llevamos una Polaroid, así que tendríamos una prueba contra él en el caso de que Boone, el tubista que mojaba la cama, nos delatara).
Pero eso fue todo. En serio. Saqué buenas notas, formé parte del equipo de debate, nunca me salté clases y, salvo por la pieza burlesca que escribí en la semana de la comedia sobre la vida secreta del director como Pickles el Payaso, no tuve ni una mancha en mi expediente.
Resultó que Boys State no era un reformatorio de verano para gamberros y descontentos. Se consideraba un honor especial que te eligieran para asistir. En junio, después de que terminaran las clases, cada instituto del estado enviaba entre dos y cuatro chicos a la capital estatal para que jugaran a gobernar durante una semana. Te elegían si demostrabas ser un líder y un buen ciudadano. Yo había mostrado la capacidad de que se me ocurrían algunas bromas divertidas para gastarle a Boone.
El Boys State de Michigan se celebraba a cinco kilómetros del edificio del capitolio estatal, en el campus de la Universidad Estatal de Michigan (las chicas tenían un evento similar llamado Girls State al otro lado del campus). Dos mil chicos se reunieron para elegir a nuestro ilusorio gobernador de Michigan, una falsa asamblea legislativa estatal y un imaginario tribunal supremo. La idea era que los chicos nos dividiéramos en grupos y nos presentáramos a diversos cargos para aprender las maravillas de hacer campaña y gobernar. Si eras uno de esos chicos que se presentan a delegado de clase y te encantaba estar en un consejo estudiantil, ese lugar era tu droga.
Sin embargo, después de haber hecho campaña por «Nixon el candidato de la paz» siendo estudiante de primer año, había desarrollado alergia a los políticos y lo último que quería era ser uno de ellos. Llegué a la residencia de la Universidad Estatal de Michigan, me asignaron habitación y, después de una «reunión gubernamental», donde un chico llamado Ralston me comió la cabeza explicándome por qué él debería ser tesorero estatal, decidí que lo mejor que podía hacer era atrincherarme en mi habitación durante toda la semana y no salir nunca salvo a las horas de las comidas.
Me dieron una pequeña habitación individual que pertenecía al supervisor de planta. Aparentemente no se había llevado todas sus cosas. Encontré una grabadora y unos álbumes al lado del alféizar. Yo me había traído unos cuantos libros, además de una libreta y un bolígrafo. Era todo lo que necesitaba para pasar la semana. Así que esencialmente deserté del Boys State y encontré refugio en la bien surtida habitación de la quinta planta de la residencia Kellogg. En la colección de álbumes de mi habitación estaban Sweet Bahy James de James Taylor, Let it Be de The Beatles, American tornan de The Guess Who y algo de Sly and the Family Stone. Había una gran máquina de aperitivos a monedas al fondo del pasillo, de manera que tenía todo lo que necesitaba para pasar la semana.
Entre escuchar los discos y escribir poemas para divertirme (los llamaba «letras de canciones» para que pareciera un esfuerzo que merecía la pena), me enamoré de una nueva marca de patatas fritas que no había encontrado antes. La máquina de aperitivos ofrecía bolsas de Ruffles. Me asombraba cómo podían poner colinas y valles en una sola pauta. Por alguna razón, estas «colinas» (las llamaban «riscos») me daban la impresión de que tenían más patata en cada patata que una patata normal. Me encantaron.
Al cuarto día dentro de mi búnker había acabado con las existencias de Ruffles e hice una salida al pasillo para conseguir más. Encima de la máquina de aperitivos había un tablón de anuncios, y cuando llegué allí vi que alguien había clavado un volante. Decía:
CONCURSO DE DISCURSOS SOBRE LA VIDA DE ABRAHAM LINCOLN.
ESCRIBE UN DISCURSO SOBRE LA VIDA DE ABE LINCOLN Y GANA UN PREMIO.
CONCURSO PATROCINADO POR EL ELKS CLUB
Me quedé allí mirando el cartel durante un rato. Me olvidé de las Ruffles. Simplemente, no podía creer lo que estaba leyendo.
El mes anterior, mi padre había ido a apuntarse al Elks Club local. Tenían un campo de golf a solo unos kilómetros de donde vivíamos, y a él y sus compañeros de la cadena de montaje les encantaba el golf. Normalmente la clase obrera de lugares como Flint no jugaba al golf, el deporte de los ricos. Sin embargo, los mandamases de General Motors ya hacía tiempo que habían pensado en maneras de convencer a los trabajadores inquietos de que el sueño americano también era suyo. Al cabo de un tiempo comprendieron que no podían aplastar a los sindicatos sin más; la gente siempre trataría de fundar sindicatos, simplemente por la naturaleza opresiva de su trabajo. Así pues, los ejecutivos de General Motors que dirigían Flint sabían que la mejor manera de sofocar la rebelión era dejar que los proletarios tuvieran algunos de los accesorios de la riqueza: hacerles creer que vivían como en The life of Riley, hacerles creer que, por medio del trabajo, ellos también podrían ser ricos algún día.
Y de esta manera construyeron campos de golf públicos en torno a las fábricas de Flint. Si trabajabas en AC Spark Plug, jugabas en los campos de golf IMA o Pierce. Si trabajabas en Buick tenías que ir al campo de Kearsley. Si trabajabas en la planta de Hammerberg Road, jugabas en Swartz Creek. Si trabajabas en «The Hole», jugabas en el campo de Mott.
Cuando sonaba la sirena de la fábrica a las dos y media de la tarde, nuestros padres cogían las bolsas del coche y empezaban a golpear bolas (jugaban nueve hoyos y llegaban a casa para cenar a las cinco). Les encantaba. Enseguida la clase obrera se convirtió en clase media. Había tiempo y dinero para vacaciones familiares de un mes entero, casas en barrios residenciales, un fondo para la universidad de los niños. Eso sí, con el paso de los años, cada vez iba menos gente a las reuniones mensuales del sindicato. Cuando la empresa empezó a pedir al sindicato contrapartidas y concesiones, y cuando la empresa pidió a los obreros que construyeran coches inferiores que el público pronto no querría, la empresa descubrió que tenía un socio voluntario en su desaparición.
Pero en 1970, esa clase de ideas habrían hecho que te encerraran en un manicomio. Eran los días dorados de la juventud. Y los chicos de la fábrica llegaron a creer que el golf era su juego.
El Elks Club poseía un hermoso recorrido que no estaba tan lleno como los campos públicos de Flint, pero tenías que ser socio. Así que fue una decepción cuando mi padre fue al Elks Club a apuntarse y se encontró con una línea impresa en la parte superior del formulario:
SÓLO BLANCOS.
Siendo blanco, eso no debería haber sido un problema para Frank Moore. Sin embargo, siendo un hombre de conciencia, la frase le dio que pensar. Se trajo el formulario a casa y me lo enseñó.
—¿Qué opinas de esto? —me preguntó.
Lo leí y se me ocurrieron dos cosas:
Mi padre estaba claramente perplejo ante la situación.
—Bueno, supongo que no puedo firmar este papel —dijo.
—No, no puedes —dije—. No te preocupes. Aún podemos jugar a golf en el IMA.
Ocasionalmente, mi padre volvió al campo de Elks si lo invitaban los amigos, pero no se apuntó. No era un activista de los derechos civiles. Generalmente no votaba, porque no quería que lo llamaran para hacer de jurado. Tenía todas las erradas «preocupaciones» raciales de la gente blanca de su generación. Pero también poseía un sentido muy básico del bien y el mal y de dar ejemplo a sus hijos. Y como el sindicato había insistido en la integración en las empresas ya en la década de 1940, trabajó junto a hombres y mujeres de todas las razas y, como resultado de semejante ingeniería social, llegó a ver a todo el mundo igual (o al menos «igual» en el sentido de «todos iguales a ojos del Señor»).
Y de repente, ahí estaba yo, delante de este cartel del Elks Club, junto a la máquina expendedora. La mejor manera de describir mis sentimientos en ese momento es decir que tenía diecisiete años. ¿Qué haces a los diecisiete años cuando observas hipocresía o te encuentras con una injusticia? ¿Y si encuentras las dos cosas a la vez? Tanto si se trata del club femenino local que se niega a admitir a una señora negra o un club masculino segregacionista como el Elks que tenía el descaro de patrocinar un concurso sobre la vida del Gran Emancipador, a los diecisiete años no tienes ninguna tolerancia por esta clase de crimen. El infierno no conoce indignación como la de un adolescente que ha olvidado que su principal misión era conseguir una bolsa de patatas Ruffles.
«¿Quieren un discurso? —pensé con una sonrisa maléfica abriéndose paso en mi semblante—. Creo que voy a escribirme un discurso».
Me apresuré a volver a mi habitación, sin la bolsa de Ruffles, saqué mi bloc, mi fiel boli Bic y toda la furia que pude reunir.
«¡Cómo se atreve el Elks Club a manchar el buen nombre de Abraham Lincoln patrocinando un concurso como este! —empecé, pensando que tendría que comenzar con sutileza y dejarlo bueno para después—. ¿No tienen vergüenza? ¿Cómo es que una organización que no admite personas negras en su club forma parte de Boys State, extendiendo su intolerancia bajo la capa de una buena acción? ¿Qué clase de ejemplo están dando a la juventud? ¿Quién les ha permitido estar aquí? Si Boys State ha de apoyar alguna clase de segregación, entonces, por supuesto, que sea la segregación que separa a estos racistas del resto de nosotros, que creemos en el estilo de vida americano. ¡Cómo se atreven a entrar aquí!».
Continué contando la historia de cuando mi padre fue a apuntarse al Elks y se negó a hacerlo. Cité a Lincoln (las constantes paradas de mi madre en Gettysburg cuando íbamos a Nueva York iban a servir para algo). Y terminé diciendo: «Tengo la sincera esperanza de que el Elks Club cambie su política segregacionista, y de que Boys State no vuelva a invitarlos nunca más».
Me salté la cena para dar los últimos retoques al discurso, reescribiéndolo un par de veces en el bloc, y luego me quedé dormido escuchando Sly and the Family Stone.
A la mañana siguiente, se solicitó a todos los concursantes que se presentaran en el aula de trabajo social y dieran su discurso. Había menos de una docena en la sala y, para mi sorpresa (y alivio), no había nadie del Elks Club presente. Los discursos tenían que ser juzgados por un solitario profesor de Lansing. Me senté al fondo de la sala y escuché a los chicos que hablaron antes que yo. Se refirieron en tono laudatorio a los éxitos de Lincoln y a su humanidad, pero sobre todo a cómo ganó la guerra de Secesión. Era la clase de material que un alcalde podía decir en un picnic del Cuatro de Julio. Inofensivo. Simple. Exento de polémica.
Pocos en la sala estaban preparados para la andanada de insultos que estaba a punto de lloverle al Elks Club. Toma a William Jennings Bryan, añade un poco de Jimmy Stewart y una buena dosis de Don Rickles y supongo que así es como sonó a los reunidos cuando lancé mi invectiva camuflada de discurso.
A medio camino de mi andanada, miré hacia el profesor-juez. Estaba sentado sin mostrar ninguna emoción, inexpresivo. Sentí que me daba un vuelco el corazón, porque no estaba acostumbrado a verme en apuros, y lo último que quería era que mis padres tuvieran que conducir hasta East Lansing para llevarme a casa. Ocasionalmente miré a los otros chicos de la sala para ver cómo se asimilaba mi discurso. Algunos me miraban asustados, otros tenían esa expresión de «se la va a ganar» y el chico negro de la sala…, bueno, ¿qué puedo decir?, era el único chico negro en la sala. Estaba tratando de taparse la sonrisa con la mano.
Cuando terminaron los discursos, el profesor-juez fue a la parte delantera de la clase para dictar su veredicto. Yo me hundí en mi asiento, con la esperanza de que solo anunciara al ganador y no reprendiera a nadie.
Gracias a todos, por vuestros discursos bien pensados y bien escritos —empezó—. Estoy impresionado con todos y cada uno de vosotros. El ganador del concurso de discursos de este año del Elks Club es… ¡Michael Moore! Felicidades, Michael. Has sido muy valiente. Y tienes razón. Gracias.
No me di cuenta, pero ya me estaba dando la mano, lo mismo que un tercio del resto de los chicos.
—Gracias —dije con cierta timidez—, pero no quería ganar nada. Solo quería decir algo.
—Bueno, a buen seguro que has dicho algo —repuso el profesor—. Recibirás tu premio mañana en la ceremonia de clausura con la asistencia de los dos mil chicos.
»Oh, y leerás el discurso ante ellos».
—¿Qué? ¿Leer qué ante quién?
—Es la tradición. El ganador del concurso del Elks Club lee su discurso ante la asamblea de clausura, donde se anuncian los resultados y se entregan los premios.
—Eh, no, no quiero hacer eso —dije, angustiado, esperando que se apiadara de mí—. No quiere que dé ese discurso, ¿no?
—Oh, sí. Pero de todos modos no depende de mí. Has de hacerlo. Es la norma.
También me dijo que, por mi bien, no iba a mencionar a nadie el contenido del discurso antes del día siguiente. «Oh, sí, mucho mejor», pensé. Mejor pillarlos por sorpresa, menuda sorpresa, de las que provoca que el orador termine perseguido por la gran sala, con el premio en una mano y su vida en la otra.
Después de ganar el concurso de discursos, mi noche continuó más o menos así: Fire and Rain, cuarto de baño. Across the Universe, cuarto de baño, Hot Fun in the Summertime, cuarto de baño. Y cuando tienes diecisiete años y no tienes coche y no te gusta mucho caminar largas distancias, y vives en un estado donde el transporte público está prohibido, hay una sensación de encarcelamiento. Eso es: estaba en la prisión de Boys State. Por la mañana, recé mis últimas oraciones y me prometí a mí mismo que, si salía vivo, nunca volvería a causar un problema así.
Llegó la hora y miles de chicos del Boys State entraron en el paraninfo. En el estrado había distintas personalidades, entre ellas, creo, el gobernador de Michigan. Me senté por delante, en un lado, y enseguida examiné la gran sala en busca de tipos que disfrutaban siendo blancos. Casi no había pelos largos allí en 1971, y muchos de los presentes teman ese corte de pelo disciplinado, esa expresión agresiva que probablemente les serviría después de un año o dos en el Hanoi Hilton, o en el Congreso de Estados Unidos.
Tenéis que perdonarme por el orden de lo que ocurrió a continuación, porque tengo un recuerdo borroso. Mi instinto de supervivencia básico se había activado, y eso era lo único que importaba. Alguien fue elegido vicegobernador o fiscal general o «máximo candidato a ser pillado algún día en el cuarto de baño del Senado». En alguna parte en medio de esos anuncios oí mi nombre. Me levanté de la silla (contra la sensata advertencia de mi aparato excretor) y me acerqué al escenario. Los pocos chicos con los que establecí contacto visual tenían expresión de «Oh, vaya, otra mierda de discurso». Por un instante, sentí que estaba a punto de hacerles un enorme favor. Lo que iba a decir no iba a sonar como nada de lo que estuvieran acostumbrados a oír en la clase de educación cívica de tercera hora. Eso por descontado.
Subí al escenario y pasé junto a los dignatarios aposentados en sus cómodas sillas. Al mirarlos uno por uno, me fijé en un hombre que llevaba astas. ¡Un sombrero con astas! No era Bullwinkle, y no era la noche de Halloween. Ese hombre era el jefe alce[7], el jefe de todos los alces, y mantenía en su regazo el trofeo del concurso de discursos Elks Club del Boys State. Lucía una sonrisa amplia, enorme, más apropiada para un kiwani o un rotario, con más dientes de lo que creía humanamente posible, y estaba orgulloso de verme en el estrado. Oh, tío, pensé, este tipo va a tener un día muy malo. Esperaba que lo hubieran cacheado.
Al desenrollar las páginas de mi discurso, miré a la masa de testosterona recién generada. Chicos de dieciséis o diecisiete años que deberían estar haciendo cualquier cosa en ese momento —tirando a canasta, besando chicas, destripando truchas—, cualquier cosa menos estar allí sentados escuchándome. Respiré profundamente y empecé el discurso.
—¿Cómo se atreve el Elks Club…?
Recuerdo que fue más o menos en ese momento cuando sentí un zumbido de tensión en la sala, centenares de murmullos, risitas entre dientes. «Dios, por favor —pensé—, ¿puede algún adulto responsable subir al escenario de inmediato y poner fin a esto?».
Nadie lo hizo. Seguí avanzando, y casi al final oí la cadencia en mi voz y pensé que no estaría nada mal si estuviera cantando el discurso en un grupo de rock. Terminé con mi ruego de que el Elks Club cambiara su manera de actuar y, al volver la cabeza para ver la marea carmesí en que se había convertido la cara del jefe alce, cuyos dientes parecían dos sierras de cadena listas para hacerme pedazos, espeté:
—¡Y puede quedarse su apestoso trofeo!
Se desató la locura. Casi dos mil chicos se levantaron, gritaron y me vitorearon. Los vítores no se detuvieron y hubo que restablecer el orden. Yo bajé del escenario y traté de salir de allí. Tenía la ruta de escape planeada de antemano. Pero había demasiados chicos del Boys State que querían estrecharme la mano o darme una palmada en la espalda al estilo del vestuario, y eso me frenó. Un periodista empezó a dirigirse hacia mí, libreta en mano. Se presentó y dijo que estaba anonadado por lo que acababa de ver y que iba a escribir algo y a ponerlo en el teletipo. Me hizo unas cuantas preguntas como de dónde era y otras cosas que no quise responder. Me escabullí y me dirigí rápidamente hacia una puerta lateral. Con la cabeza baja, y evitando la senda principal del campus, volví a la residencia Kellogg, miré en la máquina expendedora para ver si había Ruffles, corrí a mi habitación y cerré la puerta con cerrojo.
Todavía no había Ruffles en la máquina, pero allí estaban The Guess Who: subí el volumen para darme un poco de tiempo y descubrir qué demonios había hecho.
Al menos pasaron dos horas, y parecía que estaba a salvo. No habían venido las autoridades a llevárseme, ningún miliciano del Elks llegó en busca de venganza. Todo parecía haber vuelto a la normalidad.
Hasta la llamada a la puerta.
—Eh —espetó la voz anónima—. Hay una llamada para ti.
Las habitaciones de la residencia no tenían teléfono.
—¿Dónde está el teléfono? —pregunté sin abrir la puerta.
—Al final del pasillo.
Puf. Fue un largo paseo. Pero necesitaba Ruffles, y quizás habían reabastecido la máquina. Abrí la puerta y enfilé el largo pasillo hasta el teléfono público. El receptor pendía del cable, como un ahorcado colgando de la soga. Lo que no sabía era que al otro lado de la línea estaba el resto de mi vida.
—¿Hola? —respondí con nerviosismo, preguntándome quién sabía que estaba allí o cómo localizarme.
—Hola, ¿es Michael Moore? —preguntó la voz de la línea.
—Sí.
—Soy un productor de CBS Evening News de Walter Cronkite y le llamo desde Nueva York. Hemos recibido esta noticia que iba en el teletipo de lo que ha hecho hoy, y nos gustaría enviar un equipo a entrevistarle para los noticias de esta noche.
—¿Eh? ¿De qué estaba hablando?
—Estamos preparando un reportaje sobre su discurso en el que ha puesto en evidencia al Elks Club y su política racial. Queremos que venga a la tele.
¿Ir a la tele? No había suficiente Clearasil en el mundo para conseguir que hiciera eso.
—Eh, no gracias. He de volver a mi habitación. Adiós.
Colgué, corrí a la habitación y cerré la puerta otra vez. Pero no importaba. Se convirtió en mi primera lección sobre los medios: yo no decido lo que sale en el periódico de la mañana ni en las noticias de la noche. Esa noche, me presentaron al mundo.
«Y hoy en Lansing, Michigan, un chico de diecisiete años ha dado un discurso contra el Elks Club y sus prácticas segregacionistas, denunciando el hecho de que sigue siendo legal que los clubes privados de este país discriminen por cuestión de raza…».
Al día siguiente, el teléfono sonó y sonó pese a que estaba haciendo las maletas para irme. No respondí a ninguna de las llamadas, pero oí decir a los otros chicos que había periodistas que llamaban de Associated Press, de dos cadenas de televisión, de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, de un periódico de Nueva York y otro de Chicago. A menos que fueran a darme comida gratis o a presentarme a una chica a la que pudiera caerle bien, no quería que me molestaran.
Mis padres estaban esperándome con el coche en la puerta para llevarme a casa. Esto sí puedo afirmarlo: mis padres no estaban descontentos de mis acciones.
Cuando llegué a casa, el teléfono continuó sonando. Finalmente, recibí una llamada de la oficina del senador de Michigan Phil Hart. Quería hablarme de que viajara a Washington. Su asesor dijo que se trataba de una ley que iban a presentar para prohibir la discriminación en instituciones privadas. Un congresista iba a llamarme para que testificara en un comité del Congreso. ¿Estaría dispuesto a hacer eso?
¡No! ¿Por qué me molestaban? ¿No había hecho bastante? Yo no quería causar semejante revuelo.
Le di las gracias y le dije que lo discutiría con mis padres (aunque no se lo dije; ellos habrían querido que fuera). Salí a cortar el césped. Vivíamos en Main Street, en una esquina, enfrente del parque de bomberos de la ciudad y en diagonal a la bolera. Por encima del ruido del cortacésped oí el bocinazo de un claxon.
—Eh, Mike —gritó Jan Kittel desde el coche que acababa de aparcar.
La acompañaba otra chica de nuestra clase. Conocía ajan desde quinto curso en la escuela católica. El año anterior ella y yo habíamos sido compañeros en el equipo de debate. Me gustaba. Era lista, guapa y divertida. Saludé.
—Eh, ven aquí. ¡He oído lo que hiciste en el Boys State! —dijo con entusiasmo—. Tío, estuvo genial. Lo has agitado todo. Estoy muy orgullosa de ti.
No estaba preparado para manejar el rango de sentimientos y temperatura corporal que estaba experimentando. No tenía la menor idea de qué decir salvo balbucir: «Gracias». Bajaron del coche y ella me pidió que les contara toda la historia, incluido el conato de disturbio que había causado, lo cual resultó en un montón de «bien hecho», y sí, en un gran abrazo por mis esfuerzos. Habían salido a hacer un recado y tenían que irse, pero no antes de que ella me dijera que esperaba volver a verme ese verano.
—Tú y yo arrasaremos en debate este año —comentó, mientras yo miraba aliviado la ambulancia aparcada delante del parque de bomberos—. Será divertido.
Partieron y yo terminé de cortar el césped. Comprendí que mi participación política me había granjeado problemas, pero también una chica se había parado a verme. Quizás había sido demasiado severo con los tipos que poblaban Boys State y su entusiasmo enfermizo por todas las cuestiones políticas. Quizá conocían cierto secreto. O quizá todos crecerían para poblar el Congreso con su labia y su voz melosa y nos venderían al resto por un centavo. Quizá.
El año siguiente no fue bueno para el Elks Club. Muchos estados le negaron licencias para vender licores (el peor recorte de todos). Las subvenciones escasearon. Se debatieron diversas leyes en el Congreso para pararlos a ellos y a otros clubes privados. Y un día los tribunales federales de Washington les asestaron un golpe mortal al retirarles el estatus que los eximía de impuestos. Enfrentándose a un derrumbe total y al desprecio de la mayoría de la nación, el Elks Club votó abandonar la política de segregación. Otros clubes privados siguieron el ejemplo. La onda expansiva llevó a la prohibición en todo el país de cualquier discriminación pública o privada.
Mi discurso fue citado ocasionalmente como la chispa de este paso adelante para corregir la discriminación racial en el gran experimento americano, pero hubo otros discursos mucho más elocuentes que el mío. Lo más importante para mí era que había aprendido una lección valiosa: podían ocurrir cambios, y estos podían producirse en cualquier parte, incluso con la gente más sencilla y la más descabellada de las intenciones, y provocar un cambio no siempre requería tener que consagrar todas tus horas de vigilia a ello con manifestaciones, organizaciones, protestas multitudinarias y apariciones televisivas con Walter Cronkite.
En ocasiones el cambio puede ocurrir solo porque querías una bolsa de patatas fritas.