Nacimientos, matrimonios y defunciones
SI BECKY HABÍA trazado algún plan encaminado a favorecer el triunfo de las ansias amorosas de William Dobbin, debió de creer conveniente envolverlo en el mayor misterio y secreto, pues no sabemos que hiciese nada después de haber escrito y enviado a su destino el billetito de que hicimos mérito en el capítulo anterior. Verdad es que ella sobrepuso siempre el interés personal a la conveniencia ajena, y aquél la inducía a prestar atención a infinidad de cosas que la afectaban directamente y en mayor medida que la felicidad de Dobbin.
A consecuencia de los incidentes narrados, se encontró de pronto, repentina e inesperadamente, hospedada en lujosas habitaciones, rodeada de amigos, de personas de corazón sencillo y afectuoso, de almas nobles como no había tenido la fortuna de encontrar en muchos años. Vagabunda por temperamento, aventurera por inclinación, había días en que anhelaba, en que suspiraba por la tranquilidad y el reposo, de la misma manera que el árabe más aficionado a cruzar el desierto a lomos de su dromedario, gusta a veces descansar bajo la sombra de las palmeras y al borde de las aguas, o bien penetrar en las ciudades, visitar el mercado, probar las delicias de los baños y rezar sus oraciones en las mezquitas, antes de entregarse de nuevo a la existencia errática y de merodeo. A nuestra ismaelita le agradaron las tiendas de Joseph, y en ellas hizo alto.
Contenta ella, puso todo su empeño, toda su habilidad, en conseguir que lo estuvieran los demás, y ya sabemos cuán competente era en el arte de hacerse agradable. La voluntad de Joseph se la había ganado ya en la buhardilla de la fonda del Elefante; no nos extrañe, pues, que, al cabo de una semana, nuestro amigo fuese su esclavo más rendido, su admirador más entusiasta. Ya no se dormía después de comer, como era su costumbre invariable si en la compañía de Amelia se encontraba; salía con Becky en coche descubierto, proponía a ésta mil distracciones y organizaba en su honor mil excursiones de placer.
Tapeworm, el que tantos horrores había dicho de Becky, fue un día a comer con Joseph, y luego fue de los que a diario acudían a ofrecer sus respetos a la señora de Crawley. La pobre Amelia, cuya conversación nunca fue muy animada y cuya melancolía y tristeza habían aumentado desde que se fue Dobbin, quedó relegada al olvido más completo desde que hizo su aparición Becky, cuyo talento e ingenio brillantes eclipsaban los mediocres suyos. De ella se apasionó el ministro francés con tanto entusiasmo como su colega y, enemigo el inglés, dándose el caso estupendo de que una vez en la vida coincidieran los sentimientos de aquellos graves personajes. Las damas alemanas, habituadas a no asustarse por una pizquita más o menos de moralidad, no se cansaban de ponderar el talento de la encantadora amiguita de la señora viuda de Osborne, y aunque Becky no mostró deseos de ser admitida en los salones de la corte, es lo cierto que los personajes más augustos y transparentísimos de aquélla anhelaban conocerla y tratarla. Cuando se hizo público que era noble, descendiente de una aristocrática y antiquísima familia inglesa y esposa de un señor coronel de la Guardia y gobernador excelentísimo de una isla, separada de él por diferencias que carecen de importancia en un país donde todavía leen a Werther y donde el Wahlverwandschaften de Goethe pasa por libro edificante y moral, a nadie se le ocurrió la idea de vedarle la entrada en los salones más encopetados del pequeño ducado. Las damas alemanas se mostraron incluso más dispuestas a tratarla de tú y a brindarle una amistad eterna, de lo que se había mostrado, para otorgar iguales pruebas de amistad, con Amelia. El amor y la libertad son interpretados por aquellos simples espíritus en una forma que no resulta muy comprensible para las honestas gentes de Yorkshire y Somersetshire. Una señora, en las civilizadas ciudades alemanas, puede conservar su posición en sociedad aunque esté divorciada varias veces. Joseph estaba en sus glorias, porque nunca su casa fue tan agradable como era desde que Becky la animó con su presencia. Ésta cantaba, jugaba, reía, hablaba dos o tres idiomas, atraía a lo mejor de la capital y… hacía creer a Joseph que no era ella, sino el talento excepcional de que él estaba dotado, el imán mágico que llevaba a su casa lo mejor de la sociedad de Pumpernickel.
Por lo que se refiere a Amelia, la cual halló muy en breve que únicamente era la señora de la casa cuando del pago de cuentas se trataba, Becky descubrió sin grandes esfuerzos de imaginación la manera de tenerla contenta. A todas horas le hablaba de William Dobbin, y no vacilaba en proclamar muy alto su admiración hacia aquel noble y excelente caballero, ni en repetir a su amiga que le había tratado con crueldad muy dura. Defendíase Amelia y se esforzaba por demostrar que su conducta la inspiraron los principios religiosos más puros, que la mujer que había tenido la fortuna de casarse con un ángel como el que a ella cupo en suerte, casada estaba para siempre etc., etc. Por lo demás, creía perfectamente justos los elogios que Becky prodigaba al coronel y hacía que girase la conversación sobre aquél veinte veces al día.
Con sencillez suma se ganó el favor de George y de los criados. La doncella de Amelia admiraba a Dobbin y le reverenciaba como a un santo: como es natural, cobró aversión a Becky en los primeros días, porque sabía que ésta había sido la causa ocasional de la marcha del coronel, pero se reconcilió con ella al verla convertida en la admiradora más ardiente y defensora más decidida del ausente. Durante los cónclaves que las dos damas celebraban después de las veladas, mientras arreglaba los rizos amarillentos de la una, y las trenzas castañas de la otra, siempre hallaba medio de pronunciar alguna frase en favor del santo caballero Dobbin, frase que no desagradaba a Amelia, como no la desagradaba la entusiasta admiración de Becky. Amelia hacía que su hijo George escribiese a Dobbin con mucha frecuencia, y le encargaba que no dejase de enviarle «recuerdos cariñosos de su mamá».
El heroico sacrificio de Amelia distaba mucho de haber asegurado su felicidad. Parecía distraída, nerviosa, descontenta, apenas hablaba y se irritaba con inusitada frecuencia. Su familia la encontraba triste y doliente; todos los días cantaba algunas romanzas de Weber, especialmente la Einsam bin ich nicht alleine, que siempre escuchó Dobbin con entusiasmo. A veces, se interrumpía a media romanza y entraba corriendo en su alcoba, indudablemente para pedir a la miniatura de su marido un valor que la abandonaba.
Habían quedado en la casa algunos libros propiedad de Dobbin, en cuyas portadas aparecía escrito el nombre del propietario. Amelia los retiró, guardándolos junto a sus libros de oraciones y a los retratos de los dos Georges. Dobbin, al marcharse, dejó olvidados sobre la mesa los guantes: pues bien; un día, George, que andaba registrando las gavetas de la mesa de su madre, encontró los mencionados guantes en una de las gavetas más secretas, cuidadosamente plegados y envueltos.
Como las reuniones no tenían el menor atractivo para Amelia, ésta acostumbraba dar largos paseos con su hijo, dejando a Becky con Joseph, y durante los paseos hablaba tanto sobre Dobbin, que hasta el inocente niño sonreía. Decíale que Dobbin era el mejor y el más santo de los hombres, el más dulce, el más bravo y el más humilde; repetía un día y otro día que los dos eran deudores de cuanto en el mundo poseían a aquel amigo generoso y desinteresado; que fue Dobbin el único que les prestó todo su apoyo durante su época de miseria e infortunio, el único que les favoreció cuando todos les despreciaban; añadía que su valor sin igual le conquistó la admiración de todo el ejército, aunque él jamás habló de sus heroicas hazañas; que George padre le quería con delirio, con el mismo delirio con que le idolatraba a él el buen William.
—Me decía tu padre —repitió mil veces Amelia a su hijo— que de niños William le defendió contra el tirano del colegio donde ambos estudiaban, y que su amistad continuó sin enfriarse hasta el día que tu santo padre cayó con gloria en el campo del honor.
—¿Y no mató Dobbin al hombre que mató a papá? —preguntaba George—. Sí, le mató, estoy seguro… y si no le mató, sería porque le fue imposible, ¿verdad, mamá? Yo querría matar a todos los franceses.
A estos coloquios consagraban la mayor parte de las horas del día madre e hijo. Amelia, ingenua como siempre, había hecho del muchacho su confidente. Acertada fue la elección, pues George adoraba a Dobbin con tanto ardor como todos los que le conocían a fondo.
Digamos de paso que Becky, no queriendo ceder a nadie en ternura, colgó una miniatura en su habitación, con sorpresa de todo el mundo y encanto del original, que no era otro que nuestro buen amigo Joseph. Cuando entró por primera vez en la casa de los Sedley, Becky, avergonzada sin duda de la pobreza de su equipaje, habló con gran respeto, conforme recordará el lector, del que había dejado en Leipzig, y dijo que no tardaría en recibirlo… ¡Desconfía, hijo mío, del viajero que habla perpetuamente del espléndido equipaje que… no lleva consigo! Desconfía, porque hay noventa y nueve probabilidades contra una de que el tal viajero sea un impostor.
Ni Joseph ni Amelia conocían esta máxima importantísima. Dieron por cierto que Becky guardaba abundante colección de ricos vestidos en sus invisibles baúles, mas como los que por el momento tenía a mano eran excesivamente pobres, Amelia la acompañó a las tiendas de confecciones más lujosas de la ciudad y la proveyó de un equipo más que respetable. La nueva existencia de Becky trajo consigo cambios radicales en sus costumbres; ya no apeló al colorete ni se entregó, como no fuera ocultamente, a otros hábitos reñidos con la templanza, aunque no imitara su saludable ejemplo el tunante de Kirsch, incapaz de substraerse al atractivo de la diosa botella. La franqueza e imparcialidad que nos hemos impuesto nos obligan a decir, sin embargo, que más de una vez no supo Kirsch cómo explicarse las reducciones extraordinarias de volumen que sufría el coñac de Joseph, reducciones independientes de las causadas por su sed y la del dueño del licor. Pero no ahondemos este tema: Kirsch hacía responsable de aquéllas a Becky. ¿La calumniaba? ¡Quién sabe! Lo que sí afirmamos es que, si bebía, hacíalo menos desordenadamente que antes de entrar a formar parte de aquella decorosa familia.
Llegaron al fin de Leipzig las tan cacareadas maletas y baúles de Becky, tres en número y ni tan suntuosas ni tan grandes como su propietaria había anunciado. De un baúl que contenía gran cantidad de documentos, sacó un cuadro, que se apresuró a colgar en su habitación, corriendo acto seguido a llamar a Joseph. Era el cuadro un retrato a lápiz de un caballero montado sobre un elefante. A lo lejos se veían algunos árboles exóticos y una pagoda, es decir, un paisaje de Oriente.
—¡Cielo santo! ¡Si es mi retrato! —exclamó Joseph. Lo era en efecto: un retrato de Joseph, hecho el año de 1804, el mismo que en tiempos remotos adornó los muros de la casa de la plaza Russell.
—Lo compré —explicó Becky, con voz que la emoción hacía temblorosa—. No me he separado nunca de él… ni me separaré.
—¿De veras? —preguntó Joseph, radiante de satisfacción—. ¿Le concedes algún valor porque es mi retrato?
—Sabes de sobra que sí… ¿A qué repetirlo?
La conversación de aquella velada embriagó a Joseph. Amelia regresó del paseo para meterse seguidamente en cama; no se sentía bien. Joseph y Becky tuvieron un tête-à-tête delicioso. Desde su dormitorio, contiguo al salón, Amelia, que no podía dormir, escuchó cómo Becky cantaba a Joseph las viejas baladas de 1815; éste, no debemos extrañarnos mucho por ello, no durmió aquella noche mejor que su hermana.
Era el mes de junio, el mes en que la temporada llegaba en Londres a su apogeo. Joseph solía favorecer a las señoras con la lectura del Galignani, el mejor amigo del inglés exiliado de su país. Todas las semanas publicaba el periódico en cuestión una nota detallada de todos los movimientos militares, que no podían menos de interesar extraordinariamente al lector, quien si no había sido militar, desempeñó altas funciones militares en la gloriosa batalla de Waterloo. Un día leyó Joseph la noticia siguiente:
REPATRIACIÓN DEL REGIMIENTO NÚMERO… —Gravesend, 20 de junio—. Ha fondeado esta mañana en nuestro muelle el Ramchunder, de la Compañía de las Indias Orientales, a bordo del cual vienen 14 oficiales y 132 soldados del valiente regimiento mencionado. Catorce años ha durado su ausencia del suelo patrio. Embarcó el regimiento el año siguiente al de la batalla de Waterloo, en cuyo glorioso hecho de armas tomó parte activa. Su veterano coronel, sir Michael O’Dowd, a quien acompañan sus distinguidas esposa y hermana, desembarcaron ayer, juntamente con los capitanes Posky, Stubble, Macray y Malony; los tenientes Smith, Jones, Thompson, y los alféreces Hichs y Grady. Una banda de música tocó el himno nacional mientras desembarcaban e infinidad de gentes siguieron a los repatriados hasta el hotel Wayte, donde esperaba un banquete suntuoso a los defensores de la vieja Inglaterra. Tanta era la animación en la calle, tan ruidosos y entusiastas los vítores y aclamaciones durante el banquete, que la señora O’Dowd y el coronel se vieron precisados a salir al balcón y a beber una copa de champaña a la salud de sus compatriotas.
En otra ocasión leyó Joseph que William Dobbin se había incorporado a su regimiento en Chatam, y que servía a las órdenes del general O’Dowd, ascendido por su soberano con la expresa condición de que había de seguir mandando el mismo regimiento que durante tantos años había obedecido sus órdenes.
Amelia estaba al tanto de casi todos los pasos de Dobbin, gracias a la correspondencia de George con su tutor, que no se había interrumpido un momento. A Amelia le había escrito dos veces Dobbin, pero sus cartas eran ceremoniosas y frías, tanto, que la pobre mujer hubo de comprender que había perdido toda la influencia que sobre él tuvo, y que, tal como aquél le había dicho, recobraba su libertad e independencia. El alejamiento de su antiguo amigo la hacía desgraciada; la memoria de sus innumerables favores, el recuerdo de sus pruebas de cariño sin límites, presentábanse ahora a su mente en forma de vivos reproches; veía, aunque tarde, la pureza, la inmensidad del amor que había pisoteado y se acusaba a sí misma por haber despreciado tesoro tan rico.
Sus desprecios habían asesinado la perseverancia de Dobbin; éste no la amaba ya ni el amor que la tuvo podría renacer jamás: así lo pensaba la triste Amelia. El amor que tan profundas raíces echara en su noble alma había muerto asfixiado por sus desdenes, sin dejar el menor rastro. William Dobbin, por su parte, se decía muchas veces: «Fui yo quien cometí la necedad de dejarme mecer por ilusiones, quien me adormecí acariciándolas, quien me engañé sin deber engañarme, porque si ella hubiese sido digna del amor que yo le ofrecía, hace mucho tiempo que me hubiera correspondido. Pero el engaño me era grato, el ensueño me causaba placer… ¡Naturalmente! ¡Si la vida es un sueño continuado! En medio de todo, ¡quién sabe! ¡Es posible que el desencanto hubiese venido al día siguiente de casarme con ella! ¿Debo gemir? ¿Debo avergonzarme de mi derrota?».
Cuanto más detenía su pensamiento en este largo período de su existencia, tanto más reconocía la vanidad de sus ilusiones.
—Me dedicaré al ejercicio de mi carrera —mascullaba—, y cumpliré mi deber sin salir del estado a que el cielo quiso condenarme. Me distraeré haciendo que los reclutas se habitúen a llevar los botones del uniforme limpios como el oro, y velando para que los sargentos no se equivoquen en las cuentas. Comeré con los oficiales, escucharé las historias del médico escocés, y cuando sea viejo y los achaques me separen del ejército, me iré a servir de escarnio a mis hermanas… Paga la cuenta, Francis, tráeme un cigarro y entérate de qué se puede ver esta noche en el teatro.
Francis sólo entendió la última frase, pues las anteriores las había pronunciado Dobbin entre dientes.
Llegó el mes de junio, y con él la dispersión de la alta sociedad de Pumpernickel, que acostumbraba pasar el verano en los balnearios, bebiendo aguas medicinales, haciendo excursiones en borricos y jugando en las redoutes los afortunados que tenían dinero y humor para jugarlo. Los diplomáticos ingleses se fueron a Toeplitz y Kissingen, y sus rivales los franceses cerraron la chancellerie y se trasladaron a su querido boulevard de Gante. Cuantos se hacían ilusiones de ser algo abandonaron la capital, y claro está que no podían quedarse en ella los doctores von Glauber y von Hemburg, tanto por seguir la corriente, cuanto que la estancia en los balnearios era, y es, la que más ingresos proporciona a la medicina.
Sin dificultad convenció von Glauber a su cliente Joseph que debía pasar el verano en Ostende, en primer lugar, porque así lo exigía su salud, y en segundo y principal, porque su encantadora hermana Amelia se encontraba harto decaída. No opuso objeción alguna Amelia, a quien era indiferente vivir en Pumpernickel o en el puerto de mar mencionado: George, ante la perspectiva del viaje, saltó de júbilo, y Becky, sin hablar palabra, como si se tratase de la cosa más natural y corriente del mundo, tomó asiento en el cómodo coche de camino proporcionado por Joseph. Parece natural que la posibilidad de encontrar en Ostende amigos que contasen a su propósito anécdotas poco edificantes debió inspirarle algún recelo, pero no: se encontraba con fuerzas sobradas para defenderse. Muy violenta tenía que ser la tempestad para que corriese peligro de romperse la cadena con que había aferrado a Joseph, cadena cuyo último remache fue el incidente del cuadro. Becky llevó consigo el caballero del elefante, Amelia no olvidó a sus Lares, es decir, los retratos de los dos Georges, y la familia no tardó en descansar de las fatigas del viaje en una vivienda sumamente cara y no muy confortable de Ostende.
Comenzó Amelia a tomar baños. En la playa, a la que iba acompañada de Becky, encontraba docenas de personas que conocían y habían tratado a esta última, y que volvían la espalda al tropezaría, pero como la primera a nadie conocía, no se daba cuenta de los agravios inferidos a su amiga, ni ésta estimó conveniente explicarle lo que ante sus ojos pasaba.
Hubo amigos suyos antiguos que la reconocieron al punto, acaso más pronto de lo que hubiese sido de desear. Citaremos entre éstos al comandante Loder y al capitán Rook, los cuales pusieron los medios para ser admitidos en las hospitalarias habitaciones de Joseph Sedley. Consiguieron sus propósitos sin trabajo, y se habituaron a entrar en la casa, y hasta en el saloncito íntimo de Amelia, como en país conquistado, a llamar a Joseph «viejo verde», a invadir su mesa y a despachar en ella botellas y más botellas.
—No entiendo bien una frase que oí a esos caballeros —dijo un día George a su madre—. El comandante decía ayer a la señora de Crawley: «No, no, Becky: no tolero que monopolices al viejo verde. O participamos todos, o hablo». ¿Qué querría significar el comandante, mamá?
—Ese hombre no merece que le llames comandante, hijo mío —contestó Amelia—. En cuanto a tu pregunta, me es imposible satisfacerla: no comprendo qué pudo querer decir. Es el caso que la persona del comandante y la de su amigo inspiraban a Amelia terror y aversión. Con frecuencia le dirigían galanterías propias de borrachos y más de una vez, en la mesa, le dirigían miradas que no pueden dirigirse a una mujer honrada sin ultrajarla. El capitán le hizo proposiciones indignas en forma tan transparente, que nunca más quiso recibirle sin tener a George a su lado.
Verdad es, dicho sea en honor de Becky, que ésta no dejó nunca sola a Amelia con ninguno de los dos hombres de que hablamos, entrambos empeñados en la conquista de Amelia. Que comandante y capitán eran una pareja de rufianes, lo evidencia el hecho de que públicamente aseguraban que habían de hacerse dueños de aquella criatura inocente. La interesada desconocía sus designios, pero instintivamente sentía horror y perdía la tranquilidad en presencia de cualquiera de los dos miserables y anhelaba volver cuanto antes a Inglaterra.
Expuso sus deseos a Joseph, suplicó, instó: trabajo perdido. Siempre fue Joseph tardo en sus movimientos, y, por añadidura, se había puesto en manos de su médico y quién sabe si en otras. En cuanto a Becky, ningún deseo tenía de volver a Londres.
Al fin adoptó Amelia un gran partido, tomó una resolución enérgica: escribió a uno de sus amigos que se encontraba al lado opuesto del Estrecho. A nadie habló de la carta en cuestión, que llevó personalmente al correo. Depositada la misiva, enrojeció al encontrar a George y experimentó honda emoción, que se tradujo en besos repetidos a su hijo. Pasó el resto del día agitada, recluida en su habitación y sin querer ver a nadie. Becky atribuyó su reclusión al miedo que el comandante y el capitán le inspiraban.
—Esto no puede continuar así —se dijo Becky—. Esa tontuela tiene que marcharse, no hay remedio. Se obstina en rendir culto estúpido a la memoria de un marido muerto… ¡bien muerto, a fe mía!, muerto hace quince años… Con ninguno de estos dos hombres puede casarse… ¡Valiente par de sinvergüenzas! ¡Nada, nada! ¡Es cosa hecha! La casaremos con el palo vestido… y no dejo pasar el día de hoy sin dar los primeros pasos.
Dicho y hecho: Becky preparó una taza de té y la llevó a la habitación de Amelia, a quien encontró nerviosa, agitada, melancólica, contemplando con ojos llorosos los dos retratos.
—Gracias, Becky —dijo Amelia al recibir la taza.
—Préstame atención, Amelia —respondió Becky, paseando por la estancia y mirando a su amiga con interés entre cariñoso y burlón—, necesito hablarte. Debes irte de esta ciudad, huyendo de las impertinencias ofensivas de los dos asiduos visitantes de la casa, que hoy te molestan con sus persecuciones y mañana te ultrajarán, si no ponemos remedio. Son un par de miserables dignos de arrastar grillete. No te importe saber cómo y por qué les conozco a fondo. Joseph no puede protegerte, porque es tan débil, que lejos de poder defender a nadie, necesita él de persona que le defienda. Debes casarte, amiga mía, si no quieres perderte tú y perder a tu hijo. Necesitas un marido, ¿entiendes?, un marido que será tu defensor natural. Mil veces se te ha ofrecido ese marido, y tú, sin consideración a que es el mejor, el más noble, el más santo de los caballeros que jamás conocí, le has rechazado, dando pruebas de una dureza de corazón y de una ingratitud sin ejemplo.
—Hice cuanto pude, Becky… procuré acceder… pero me fue imposible olvidar…
Puso sus ojos en el retrato de George padre y dejó sin terminar la frase.
—¿Te fue imposible olvidar a ése? —replicó con vehemencia Becky—. ¿No pudiste olvidar a quien fue el egoísmo personificado, la fatuidad por esencia, un verdadero maniquí sin ingenio, sin distinción, sin nobleza, sin corazón y sin alma, un hombre que nunca llegó a la suela del zapato de tu amigo el palo vestido? ¡Me hace gracia! ¿No comprendes, desdichada, que aquel hombre estaba hastiado de ti, que nunca se hubiese casado contigo, que te hubiera abandonado indignamente si Dobbin no le hubiese obligado a cumplir su palabra? Él mismo me lo confesó a mí; me dijo que nunca te quiso; todos los días me hablaba de ti con el mayor desprecio, y, a la semana de casado contigo, me hacía ya el amor.
—¡Falso!… ¡Mentira! —gritó Amelia indignada.
—Te lo demostraré con pruebas —replicó Becky, sacando un papel plegado y poniéndolo desdoblado en las manos de su amiga—. Lee eso. Conoces la letra de tu George. Lee, y verás que me propone una fuga con él. Quería que huyésemos juntos, y la cartita me la entregó delante de ti, la víspera del día en que le mataron… ¡Bien muerto está!
Amelia no oía nada; sus ojos y sus facultades estaban fijas en la carta. Era ésta la misma que George entregó a Becky juntamente con el ramillete la noche del baile dado en la morada de la duquesa de Richmond. Becky decía verdad: George le proponía una fuga.
Dobló Amelia la cabeza y lloró, lloró mucho. No importa, no hemos de verla llorar más en nuestra historia. Dejó caer la cabeza, sobre el pecho, llevó las manos a sus ojos y permaneció así largo rato. Becky la contemplaba silenciosa. ¿Quién es capaz de analizar aquellas lágrimas? ¿Quién podría decirnos si las producía la pena o si nacían de la alegría? ¿Sentía pesadumbre porque había caído hecho añicos el ídolo que adoró toda su vida, ídolo que creyó de oro y ahora se convencía de que fue de barro? ¿Se indignó al saber que amor tan inmenso tuvo por toda correspondencia el desprecio, o se alegró al caer la valla interpuesta por su modestia entre ella y un nuevo amor real y avasallador?
«Ya no me liga ningún lazo», pensó. «Puedo amarle con todo mi corazón… y le amaré, sí, le amaré… siempre que él me perdone.»
He aquí, reflejado con palabras, el sentimiento que dominó a todos los demás que por espacio de algunos minutos se disputaron la victoria en su pecho.
No fue tan violenta como Becky esperaba la explosión de su dolor, que su amiga procuró suavizar, a fuerza de cariñosos besos y abrazos. Trató a Amelia como si fuese una niña, y cuando consideró que era ocasión oportuna le dijo:
—Ahora, tontuela, vas a tomar papel y pluma, y a escribirle que venga sin perder minuto.
—Le… he… le he escrito esta… esta mañana —balbuceó Amelia, poniéndose encarnada como nunca.
Becky acogió la confesión con ruidosas carcajadas.
—Un biglietto! —cantaba con toda la fuerza de los pulmones, remedando a la Rosina del Barbero—. Un biglietto!… Eccolo qua! Los trinos de Becky penetraron en todas las habitaciones de la casa.
Dos mañanas después de ocurrida esta escena, amaneció el día lluvioso y desapacible. Amelia se había pasado la noche escuchando los bramidos del mar y compadeciendo a los pobres viajeros que en aquellos momentos surcaban las traicioneras olas. Muy tempranito abandonó el lecho, y, sin miedo a la lluvia ni al impetuoso viento, quiso dar un paseo hasta el muelle, acompañada de George. Orientada frente a poniente, sintiendo en el rostro los zarpazos del viento y de la lluvia, hundía sus miradas en la negruzca línea del horizonte y contemplaba las hinchadas olas que, rodando y persiguiéndose unas a otras, venían a reventar contra los muros del muelle. Apenas hablaba; George, de tarde en tarde, decía algunas palabras para dar ánimos a su madre.
—Yo creo que con un tiempo tan malo no se habrá atrevido a hacer la travesía —dijo Amelia.
—¿Que no? Yo te apuesto diez contra uno a lo contrario, mamaíta. Oye; ¿distingues el humo del vapor? Yo lo veo ya perfectamente.
En efecto: el vapor estaba a la vista, pero muy bien podía llegar el buque y no Dobbin. Pudo retardarse la carta, y aun suponiendo que su destinatario la recibiese a tiempo, era muy posible que no hubiera querido emprender el viaje. Cien temores agitaban y conmovían aquel corazoncito enamorado, semejantes a las olas que se estrellaban contra los bloques del muelle.
Pronto se pudo distinguir el vapor. George, dueño de un anteojo muy potente, encerró al barco dentro de su campo visual y hacía mil comentarios sobre la marcha de aquél, que saltaba sobre la agitada superficie o desaparecía casi entre las olas, pero siempre acercándose a tierra. En el observatorio izaron la bandera que señalaba la presencia de un buque inglés: también en el corazón de Amelia había sido desplegada otra bandera que agitaba el suave viento de la esperanza.
Quiso Amelia mirar por medio del anteojo, pero no acertó a ver más que un punto negro que subía y bajaba.
Tomó de nuevo George el instrumento.
—¡Qué sacudidas! —decía—. Una ola enorme salta ahora los costados… No distingo más que dos hombres, además de los marineros… uno de ellos tendido, el otro… el otro va envuelto en una capa… en una… ¡Hurra! ¡Es Dobbin!… ¡Dobbin!
Cerró el anteojo y se arrojó en los brazos de su madre. Ésta no dijo palabra; no podía. Bien segura estaba ella de que Dobbin vendría… ¡ya lo creo!
El buque se aproximaba cada vez más. Mientras madre e hijo esperaban en el desembarcadero, las rodillas de la primera se negaban a sostenerla: temblaban. De buena gana hubiese caído Amelia de rodillas en el mismo muelle, y dirigido a presencia de todo el mundo fervientes oraciones al cielo, en testimonio de su alegría y gratitud. ¿Le quedaría bastante vida para manifestar al cielo su agradecimiento?
Como el tiempo estaba tan malo, no habían ido al muelle paseantes para presenciar la llegada del vapor. No se veía allí más que un mozo de cuerda por si alguno de los viajeros utilizaba sus servicios. Hasta George se había eclipsado, de lo que resultó que cuando el viajero de la capa pisó tierra firme no hubo testigos de la escena que se desarrolló, y que, narrada sucintamente, fue como sigue:
Una señora, cuyo vestido y sombrero aparecían calados, avanzó con los brazos extendidos hacia el caballero que aca baba de desembarcar, y desapareció entre los amplios vuelos de la capa de aquél. La señora besó repetidas veces las manos del de la capa, y el de la capa, es de suponer que estrechase la cabecita de la dama contra su corazón, a cuya altura llegaba escasamente, para impedir que la dama cayese. La dama murmuraba frases confusas, algunas de las cuales llegaron en alas del viento hasta los oídos del autor de esta historia.
—¡Querido!… ¡Sí… abrázame!… ¡William!… ¡Perdón!…
Es una lástima que la capa no dejase pasar el complemento de aquellas palabras sueltas.
Cuando Amelia salió del interior de la capa, conservó entre las suyas las manos del viajero, a quien contemplaba con mirada de honda tristeza y de tierno amor. La dulce queja de su amigo la obligó a doblar la cabeza.
—Hora era de que me llamases, Amelia —dijo.
—No te irás más; ¿verdad, William?
—No; nunca —respondió el interrogado, apretando una vez más la cabecita contra su pecho.
Al salir de la aduana, encontraron a George, quien les contemplaba con cara picaresca y mirándoles a través de su anteojo. Reía el tunante, bailaba a su alrededor y saltaba como un loco. Durante el recorrido del trayecto que separaba el muelle de su casa, no cesó de hacer mil diabluras. Joseph no se había levantado cuando llegaron, y Becky no estaba visible, aunque vio llegar a los tres personajes oculta tras las persianas del balcón de su cuarto. George corrió a la cocina para que apresurasen el desayuno. Amelia dejó su chal y sombrero en manos de su doncella, y entró en la habitación de Dobbin con objeto de ayudarle a despojarse de la capa y… ¡Bueno! Si no tienen inconveniente los lectores, nos iremos con George a la cocina, y procuraremos que el desayuno no se haga esperar.
Ya está la tórtola en la jaula: ya tiene a su lado la pareja que ha suspirado por ella toda su vida. La tortolita ha apoyado la cabeza sobre el pecho del recién llegado, y canta para él solo, y gorjeará en lo sucesivo para él solo, y para él solo agitará dulcemente sus alas con estremecimientos de júbilo. Dobbin posee el tesoro por el cual ha suspirado día y noche durante dieciocho años. Nuestra pluma se detiene aquí; hemos llegado a la última página. ¡Adiós, coronel! ¡Que el cielo te colme de bendiciones, honrado, leal y constante William! ¡Adiós, dulce y querida Amelia! ¡Ojalá reverdezcas, pobre planta frágil, merced al apoyo de la encina vigorosa a que te adhieres! ¡Ojalá en lo sucesivo vivan largos años vuestras raíces enlazadas y confundidas! Acaso un sentimiento de gratitud hacia la sencilla y dulce criatura que generosa la acogió y defendió cuando todos la despreciaban, tal vez el deseo de no interponer una nube en el cielo de la felicidad de la que siempre fue desgraciada, quizás el temor de ser testigo de escenas sentimentales… ¡quién sabe! El hecho es que Becky, encantada de los resultados de su negociación, nunca más apareció delante del coronel Dobbin y de la dama que era su esposa. Asuntos importantes la obligaron a ir a Brujas, según dijo, y a Brujas se fue, sin asistir a la ceremonia nupcial, que sólo presenciaron George y su tío. Celebrada la boda, regresó Becky (tan sólo por unos días), para ser el consuelo del solitario Joseph Sedley. Éste manifestó que prefería la vida del continente, y declinó el vivir bajo el mismo techo con su hermana y su cuñado.
Congratulábase Amelia por haber escrito a Dobbin antes de tener noticia de la existencia de la carta de George.
—Todo lo que Becky te dijo lo sabía yo hace muchos años —decía Dobbin—, pero antes hubiese muerto de desesperación que utilizar tal arma contra la memoria de mi pobre amigo. El despego de éste era lo que más me hacía sufrir, porque…
—No hablemos nunca de esas cosas —interrumpió Amelia.
William varió de conversación, y habló de la señora O’Dowd y de la hermana de su marido, diciendo al final de su discurso, riendo como un niño:
—Si no llega tan a tiempo tu carta, cualquiera sabe si Glorvina se llamaría a estas fechas la señora de Dobbin.
Hoy Glorvina está casada con el comandante Posky, a quien pescó junto al lecho de muerte de su primera esposa. No le fue difícil hacer la conquista, pues el comandante había jurado no buscar nunca esposa fuera del regimiento. Verdad es que otro tanto parece que está dispuesta a hacer la señora O’Dowd, quien a todas horas dice que si algo le ocurriese a su querido Michael, favorecería con su mano a alguno de los oficiales del cuerpo donde tantos años sirvió su esposo.
No bien pidió y obtuvo Dobbin su licencia absoluta, paso que dio inmediatamente después de casado, fue a establecerse en una casita de campo, próxima a Crawley de la Reina, donde viven de continuo sir Pitt y lady Jane desde que el Parlamento aprobó la Ley de Reforma Electoral. Ya no piensa aquél en ser Par del Reino y hasta ha dado el adiós al Parlamento, en el que ha perdido los dos puestos de que disponía. La catástrofe ha tronchado todas sus ilusiones y le ha afectado en su salud. Sir Pitt profetiza la rápida ruina del Imperio.
Lady Jane y Amelia se hicieron las mejores amigas del mundo. El movimiento de coches entre el castillo de los Crawley y la posesión de Siempreverde, residencia del matrimonio Dobbin, era constante. Lady Jane fue la madrina de la hija de Dobbin, bautizada por el reverendo James Crawley, sucesor de su padre en el curato. George y el hijo de Rawdon Crawley cazaban juntos durante las vacaciones y estudiaban en el mismo colegio; eran amigos íntimos, aunque con frecuencia reñían por la hija de lady Jane, de la que los dos estaban enamorados, como no podía menos de suceder. Las madres respectivas habían decidido casar a George con la niña, pero ésta, según he oído decir, prefería a su primo.
Ninguna de las dos familias volvió a pronunciar el nombre de Becky. Fácilmente se comprenderá la razón: Rebecca vivía con Joseph, le seguía a todas partes, le tenía completamente esclavizado. Los abogados de Dobbin manifestaron a éste que su cuñado acababa de contratar un seguro de vida por un capital crecido, y añadieron que sospechaban que buscaba dinero para hacer frente a sus deudas. Los achaques y dolencias del solterón crecían en importancia de día en día.
Al tener Amelia noticia de que su hermano había contratado un seguro, se alarmó extraordinariamente, y suplicó a su marido que fuese a Bruselas, donde residía por entonces Joseph, y procurase informarse sobre el estado de sus asuntos. El coronel abandonó su casa con pesadumbre, en primer lugar, porque embargaba todo su tiempo la Historia del Punjaub que estaba escribiendo, y en segundo y principal, porque le tenía intranquilo su hijita, que adoraba, enferma de sarampión. En Bruselas encontró a Joseph viviendo en uno de los gigantescos hoteles, del cual ocupaba varias habitaciones, porque Becky solía dar con frecuencia fiestas y recepciones.
Como el coronel Dobbin no tenía deseos de ver a aquella señora, ni consideraba oportuno hacerle saber su llegada a Bruselas, avisó reservadamente a Joseph, por medio de una carta que hizo llegar a sus manos por conducto de su criado. Rogó Joseph al coronel que fuese a verle aquella noche, aprovechando la ausencia de Becky, que debía asistir a una soirée. Acudió Dobbin a la cita, encontrando a su cuñado muy quebrantado de salud y con un miedo horrible a Becky, miedo que dejó traslucir no obstante las alabanzas que le prodigó. Dijo que le atendía con tierna solicitud en su enfermedad, que era una hija cariñosa para él, «pero… pero… ¡oh, por amor de Dios, venid a vivir cerca de mí y visitadme todos los días!» —terminó diciendo aquel desdichado.
Frunció el coronel el entrecejo al oír la pretensión, y contestó:
—Es imposible, Joseph: dadas las circunstancias, Amelia no puede vivir cerca de ti, ni visitarte siquiera.
—¡Te juro que Becky es inocente como una niña, limpia y pura como tu mujer!
—Puede ser —replicó con expresión sombría Dobbin—. Sin embargo, Amelia no debe, no puede venir a tu lado. Sé una vez hombre, Joseph: rompe con energía esos lazos que te deshonran y reúnete con tu familia. Hemos oído decir que tus asuntos andan bastante mal.
—¡Mal! ¡Mentira! ¿Quién ha publicado semejante calumnia? Tengo admirable y ventajosamente colocados todos mis fondos.
—¿Luego no tienes deudas? ¿Por qué has contratado un seguro de vida?
—Creí que la gratitud me obligaba a hacer a Becky un pequeño obsequio… por si me sucede algo. Ya sabes que mi salud está quebrantada… Me movió el agradecimiento, nada más… Mi pensamiento es dejar a Amelia toda mi fortuna, y como no necesito gastar todas mis rentas, pues… por eso…
Dobbin suplicó a Joseph que huyese en el acto, que se fuera a la India, donde seguramente no le seguiría Becky, que lo hiciese todo, a trueque de verse libre de unas relaciones que le denigraban y denigraban a la familia.
—Iré a la India —contestó Joseph, retorciéndose las manos—. Haré cuanto sea preciso, pero… necesito tiempo… hay que preparar… Sobre todo, nada digas a Becky… ¡Me mataría si pensase que mi intención es abandonarla! ¡No sabes lo terrible que es esa mujer!
—Entonces, ¿por qué no te vienes conmigo? —No me atrevo… no puedo. Mañana por la mañana volveremos a vernos, pero que no sepa Becky que has venido. Mejor será que te vayas ya… Sí, sí; vete: ¡no sea que vaya a llegar esa mujer!
Dobbin se despidió hasta la mañana siguiente, pero nunca más volvió a ver a su cuñado. A los tres meses moría Joseph Sedley en Aquisgrán. Vióse entonces que estaba arruinado, que todos sus capitales consistían en acciones de compañías que explotaban negocios imaginarios. No le quedaba más que el derecho a recibir el importe del seguro de vida, que debía repartirse por igual entre su hermana Amelia y la cariñosa amiga que le había cuidado durante su enfermedad con abnegación ejemplar.
El abogado de la compañía de seguros dijo que nunca había entendido en asunto tan obscuro como el originado por la muerte de Joseph Sedley, habló de enviar inspectores a Aquisgrán para abrir una investigación, y la compañía se negó a pagar la cantidad contratada, pero la señora de Crawley —lady Crawley, como se hacía llamar— se presentó en Londres, puso el asunto en manos de abogados, y consiguió que la compañía, ante el temor de un escándalo que podía ser perjudicial a su crédito, liquidase el importe del seguro. El coronel Dobbin devolvió la parte de seguro que correspondió a su mujer, y no quiso tener ninguna clase de relaciones con Becky.
Ésta continuó haciéndose llamar lady Crawley, aunque el coronel Rawdon había fallecido en Coventry Island, victima de la fiebre amarilla. Mes y medio antes que Rawdon murió sir Pitt, y como no dejó heredero varón, heredó el hijo de Becky el título de barón y los bienes patrimoniales vinculados al mismo.
No ha querido el actual barón de Crawley ver nunca a su madre, a la cual, sin embargo, pasa una pensión respetable. Vive habitualmente el primero en el castillo de Crawley de la Reina, en compañía de lady Jane y de su hija, y Becky ha escogido a Bath y Cheltenham para teatro de sus hazañas. Generalmente se la tiene por una señora cruel e injustamente perseguida. ¿Que tiene enemigos? Desde luego, sí: ¿hay alguien que no los tenga? Pero es en vano que aquéllos intenten desacreditarla, porque de su moralidad responden sus actos. Se ha entregado a las obras de piedad, frecuenta la iglesia (nunca sin la escolta de un criado), su nombre figura en todas las subscripciones abiertas para fines benéficos, y patrocina y toma parte activa en todas las tómbolas organizadas para aliviar las desdichas del prójimo. No hace mucho tiempo que Amelia, el coronel Dobbin y los hijos, en un viaje que hicieron a Londres, se encontraron inopinadamente con Becky, en una tómbola. La antigua amiga de Amelia bajó modestamente la vista y sonrió cuando la familia varió de dirección; Amelia se asió al brazo de su George, que hoy es un buen mozo, y William Dobbin tomó en brazos a su Jeannie, a quien adora más que a nada del mundo, más que a su Historia del Punjaub, que es cuanto puede decirse.
«¡Y más que a mí!», piensa a veces Amelia, lanzando un suspiro. Pero lo cierto es que el coronel nunca ha dicho a Amelia una palabra que no fuese dulce y cariñosa, ni hubo capricho de ella que no tratase por todos los medios de satisfacer.
¡Ah, Vanitas vanitatum! ¿Quién de nosotros es feliz en este mundo? ¿Quién de nosotros alcanza el logro de sus deseos, y, aun alcanzándolo, se encuentra satisfecho?
Pero, pacientes espectadores, viejos y jóvenes, la comedia ha terminado. Preciso es desmontar el tinglado y volver los muñecos a sus estuches.
FIN