Capítulo LXV

Donde abundan los negocios y los placeres

EL DÍA QUE SIGUIÓ al encuentro de Joseph con Becky junto al tapete verde, nuestro elegante amigo se vistió con lujo y minuciosidad extraordinarios y, sin decir palabra a los individuos de su familia ni a su amigo Dobbin respecto a los acontecimientos de la noche anterior, ni invitarles a que le acompañasen en su paseo, salió muy temprano de su domicilio y se encaminó en derechura al Hotel del Elefante. Con motivo de las fiestas, la afluencia de forasteros era extraordinaria; los veladores colocados en la acera estaban ya llenos de personas que fumaban y bebían cerveza; en el interior flotaba una nube espesa de humo que impedía ver nada, y Joseph, después de preguntar en idioma alemán, que hablaba bastante mal, por la persona que buscaba, subió al piso más alto de la casa. El piso primero lo ocupaban por entero los viajantes de comercio, que exhibían alhajas y brocados, el segundo estaba tomado por el état major de la empresa que explotaba los juegos de azar, el tercero albergaba a una famosa troupe de acróbatas, y sobre éste vivían los estudiantes, los comerciantes al por menor y los campesinos. Becky había encontrado allí refugio, pero tan mísero y pobre que no parece probable que hubiese alojado jamás a ninguna otra belleza.

No estaba allí a disgusto, antes por el contrario, gustaba de la compañía de la turba de bohemios, estudiantes, tahúres y saltimbanquis entre los cuales vivía. Sus padres, bohemios entrambos por gusto y por necesidad, le habían legado una naturaleza aventurera e inquieta que, a falta de la conversación con un lord, le hacía encontrar encantos en la de un cochero. El humo, las botellas, la charla de los mercaderes hebreos, los discursos solemnes de los vendedores de joyas, la conversación sournoise de los que llevaban la banca en los centros de juego, los cantos de los estudiantes y el movimiento y ruido ensordecedor de la casa sonaban a gloria en los oídos de nuestra amiguita, aun cuando su bolsillo estuviese tan fláccido que no contuviera ni lo necesario para pagar su hospedaje.

Llegó Joseph a lo alto de la escalera, resoplando como un ballenato, sin alientos y sin voz, y principió por pasarse el pañuelo por la cara antes de dedicarse a buscar el cuarto número 92, donde vivía la persona que buscaba. La puerta del cuarto frontero, señalado con el número 90, estaba abierta. Un estudiante, vestido y calzado, fumaba su pipa tendido sobre la cama, mientras otro estaba de rodillas pegado a la puerta del número 92, dirigiendo súplicas a la persona que había dentro por el ojo de la llave.

—Váyase —decía una voz muy conocida—. Espero visita… debe llegar de un momento a otro mi abuelo… y no quiero que le encuentre a usted ahí.

—¡Querubín Englanderinn! —replicaba el estudiante—. Tenga usted lástima de dos pobres estudiantes que necesitan pasar un rato con usted. Concédanos una cita… Acepte una comida con Fritz y conmigo en la posada del parque. Comeremos faisanes al horno, beberemos cerveza y vinos franceses… Si no nos da gusto nos moriremos de pena los dos.

Joseph oyó el coloquio, pero sin entender palabra, pues jamás se tomó la molestia de estudiar el idioma que empleaban los interlocutores.

—¿Me hace usted el favor de indicarme el cuarto número 92? —preguntó Joseph.

—¿Número 92? —repitió el estudiante, levantándose presuroso y metiéndose en su cuarto, cuya puerta cerró por dentro.

Segundos después llegaban hasta Joseph las carcajadas del estudiante que fumaba tendido sobre su cama, y del que suplicaba de rodillas pegado a la puerta del cuarto objeto de su excursión.

Hondamente desconcertado por el incidente el funcionario de Bengala no sabía qué hacer, cuando la puerta del 92 se abrió por sí sola, para dar paso a la carita picaresca de Becky, en cuyos labios jugueteaba una sonrisa burlona.

—¡Ah! —exclamó—. ¿Es usted? ¡Con cuánta impaciencia le estaba esperando! ¡No… todavía no! Dentro de un minuto podrá entrar.

El minuto fue empleado en esconder bajo las ropas de la cama un tarro de colorete, una botella de aguardiente y un plato con restos de comida, y en arreglar un poquito sus cabellos. Conseguido su propósito, dejó pasar a su visitante.

A guisa de vestido de mañana, llevaba Becky un dominó color rosa, bastante ajado y manchado, pero sus anchas mangas dejaban salir dos brazos de blancura deslumbrante, y estaba atado en la cintura de forma de realzar la gracia del lindo cuerpo que cubría.

—Entre usted —dijo, tomando a Joseph por la mano—, y hablaremos. Siéntese ahí… en esa silla.

Tomó Joseph asiento en la silla indicada, haciéndolo Becky sobre la cama.

—No dejan en usted rastro los años —continuó diciendo Becky—. Le hubiese conocido en cualquier parte… ¡Qué dulce consuelo proporciona el encuentro en suelo extraño de un amigo leal y antiguo! ¡Cómo no había de conocerle! Hay cosas que una mujer no puede olvidar jamás… Usted fue el primer hombre… hacia quien sentí interés…

—¡Es posible! —exclamó Joseph—. ¡Dios mío… no me lo diga usted, porque!…

—Cuando salí del colegio con su hermanita, era yo una niña… Y a propósito: ¿cómo está Amelia? ¡Ah! Su marido no era modelo de hombres buenos… Amelia tuvo celos de mí… ¡Como si yo me hubiese ocupado nunca de él!… Otro era el que… ¡pero olvidemos el pasado! —terminó, llevando el pañuelo a los ojos—. Le sorprenderá encontrarme aquí —continuó al cabo de breves segundos—, en un lugar tan distinto del que hasta poco ha disfruté… ¡Oh, si supiese usted cuánto he sufrido! La desgracia se ha ensañado en mí con tal feroz crueldad, amigo Joseph, que no sé cómo no me he vuelto loca. Me es imposible permanecer dos semanas en un mismo sitio, he de moverme, he de viajar constantemente, llevando conmigo el bagaje de mis desventuras. Todos mis amigos han sido falsos y desleales conmigo… todos sin excepción. En el mundo no hay un solo hombre leal. Fui la esposa más ejemplar que ha conocido hombre casado, aunque me casé por despecho, porque era otro el que… Pero dejemos ese punto. Yo fui esposa modelo, y mi marido me ultrajó, me pisoteó, y concluyó por abandonarme. Fui madre amantísima, la más tierna de las madres; no tuve más que un hijo, un hijo que era mi encanto, mi esperanza, mi delicia, mi vida, y… me lo arrebataron… lo arrancaron de mi lado…

Debajo de las ropas de la cama chocaron la botella de aguardiente con el plato de los restos de comida, conmovidos, sin duda, por las abundantes lágrimas que vertieron los ojos de Becky. Max y Fritz, que se habían acercado a la puerta, escuchaban asombrados los sollozos y suspiros de su vecinita. Joseph se afectó hondamente, y hasta se asustó. Becky contó acto seguido su historia, una historia limpia, sencilla, ingenua, sin artificios de lenguaje, historia que probó hasta la evidencia que si alguna vez ha bajado a la tierra un ángel del cielo, y se ha visto sujeto a las maquinaciones infernales de los espantosos demonios que pueblan el mundo, ese ángel inmaculado, esa mártir pura como un rayo de sol, se encontraba allí, frente a Joseph, sentada en la cama sobre la botella de aguardiente.

Sostuvieron una conversación larguísima, muy tierna y muy confidencial, conversación que reveló a Joseph, en forma que no pudiese herir su pudor natural, que su seductora persona fue para Becky la primera revelación de las dulzuras que puede proporcionar el amor; que era cierto que George Osborne le hizo injustificadamente la corte, excitando así los celos de Amelia, y dando motivo a algún disgustillo en el matrimonio; pero que nunca ella dio un átomo de esperanza al desgraciado oficial, sencillamente porque nunca dejó de pensar en Joseph, desde el día que tuvo la dicha de verle por primera vez. Gomo era natural, contuvo dentro de su pecho su amor, que no podía satisfacer sin faltar gravemente a sus deberes de esposa, que había cumplido siempre y continuaría cumpliendo hasta el momento venturoso para ella en que el clima pernicioso de Coventry Island la libertase de un yugo que los malos tratos habían hecho odioso e insoportable.

Fuese Joseph llevando consigo el convencimiento de que se separaba de la mujer más virtuosa, más perseguida y más encantadora del mundo, y revolviendo en su mente mil planes encaminados a favorecerla. En primer lugar, era preciso poner fin a las persecuciones de que la hacían víctima, y en segundo, reintegrarla al lugar que de derecho debía ocupar en sociedad, reparar las injusticias de la suerte. Cuenta suya sería hacer cuanto fuese preciso para conseguir su doble objetivo. Ante todo, la sacaría de la mísera vivienda donde se hallaba y le proporcionaría alojamiento más decente. Amelia iría a verla y a ofrecerle su amistad. Su diligencia primera sería consultar con Dobbin.

No bien hubo desaparecido Joseph en las profundidades de la escalera, Max y Fritz entraron a visitar a su vecina, la cual les entretuvo muy agradablemente.

Joseph, mientras tanto, se dirigía a la habitación de Dobbin, ante quien repitió, con aire grave y solemne, la conmovedora historia que acababa de oír, bien que guardándose de hacer alusión a su encuentro en el salón de juego. Al mismo tiempo que los dos amigos ideaban la manera de ser útiles a Becky, ésta continuaba con los dos estudiantes su interrumpido almuerzo a la fourchette.

¿Qué azares de la vida condujeron a Becky a aquella insignificante ciudad? ¿Cómo corría el mundo sola, sin un amigo? En la escuela enseñan a los niños que es muy fácil y suave el camino que conduce al Averno… Pero preferible será que apartemos los ojos de la historia de su descenso: no era peor de lo que fue durante el período de su prosperidad, bien que fuerza será confesar que la suerte le era más esquiva.

En cuanto a Amelia, ya sabemos que era mujer de condición blanda en exceso, y que bastaba que supiese que una persona era desgraciada para que su sensible corazón simpatizase con sus sufrimientos. Por otra parte, como quiera que jamás cometió culpas graves, no sentía ese aborrecimiento a la maldad que suele caracterizar a los moralistas. Si a fuerza de dulzura y de mimos echaba a perder a cuantos estaban en contacto con ella, si no mandaba la cosa más insignificante a un criado sin pedirle perdón por la molestia, si se excusaba con los dependientes de los comercios que le enseñaban una pieza de tela, ¿qué no haría cuando supiese que una amiga antigua, a la que quiso mucho, sufría los rigores del infortunio? Si el mundo hubiera de regirse por leyes dictadas por Amelia, bien seguro es que abundarían en él los desórdenes, que serían más los criminales que las personas honradas, pero, por fortuna, son pocas las mujeres que piensen como ella, y menos los legisladores. Tengo por cierto que Amelia hubiese derruido todas las cárceles, abolido todos los castigos, reducido a pasta todas las cadenas, arrojado a las llamas todos los látigos, proscrito la pobreza, desterrado las enfermedades y el hambre. Para terminar: mujer era, aunque parezca imposible, capaz de perdonar una injuria.

La historia de la aventura sentimental ocurrida a Joseph impresionó a Dobbin mucho menos que al funcionario de Bengala; mejor dicho, le impresionó, sí, pero no agradablemente ni mucho menos. Nunca fue Becky santo de su devoción; desde el día que aquélla posó en él sus ojos verdes, la miró con desconfianza instintiva, desconfianza que no tardó en convertirse en antipatía.

—Es un demonio que envenena cuanto toca —contestó Dobbin de mal talante—. ¿Quién sabe la vida que habrá hecho? ¿Qué asuntos la traen aquí? No me vengas con fábulas de enemistades, de persecuciones, de conjuras, que una mujer honrada siempre conserva algún amigo y no es desechada por toda su familia. ¿Por qué se separó de su marido? Es posible que éste haya sido malo… lo fue siempre. Recuerdo que era un condenado tahúr que robaba escandalosamente a George. ¿Hizo necesaria la separación algún escándalo? Me parece haber oído algo en este sentido.

Joseph intentó convencer a su amigo de que Becky era la más perseguida y la más virtuosa de las mujeres.

—No disputemos —replicó Dobbin, acreditándose de diplomático consumado—. Consultaremos a Amelia. Supongo que no me negarás que es buen juez, y que no se deja guiar por prevenciones en sus juicios.

—¿Amelia? ¡Valiente juez! —exclamó Joseph, cuya ceguera amorosa no era precisamente causada por su hermana.

—¿Valiente juez? ¡Por Dios vivo que es la dama más acabada que he conocido en los días de mi vida! —gritó Dobbin—. Repito que debemos ponerla en antecedentes, y preguntarle si esa mujer merece ser visitada o no. Por mi parte, me someto a su fallo.

El pícaro Dobbin creía en su fuero interno que la decisión de Amelia sería fiel reflejo de sus puntos de vista sobre el particular. Recordaba que, en otro tiempo, Amelia estuvo terriblemente celosa de Becky, y estaba persuadido de que una mujer celosa no perdona nunca.

Los dos amigos fueron a ver a Amelia, que en aquel momento daba la lección de canto con la señora de Strumpff. No bien se despidió de ésta, Joseph abordó la conversación con el tono solemne que le era habitual.

—Mi querida hermanita —dijo—; me ha ocurrido la más extraordinaria… sí, la más extraordinaria aventura que puedes imaginarte. Ha llegado a esta ciudad una antigua amiga tuya… quizá la que más quisiste en el mundo… y quisiera que le hicieras una visita.

—¡Una amiga! —exclamó Amelia—. ¿Y quién es?… Dobbin… hágame el favor de no romperme la tijera.

Dobbin había introducido la punta de la tijera entre los eslabones de la cadena de que pendía, y forcejeaba sin darse cuenta.

—Es una mujer a quien detesto —contestó Dobbin—, y que lejos de merecer el afecto de usted, sólo merece su desprecio.

—¡Becky! —gritó Amelia muy agitada—. ¡Becky es!… ¡No me cabe duda!

—Acierta usted como siempre —dijo Dobbin.

—¡No me digas que la visite! —contestó Amelia—. Me es imposible tolerar su presencia.

—¿No te lo decía yo? —exclamó Dobbin volviéndose hacia Joseph.

—¡Si supieras cuan desgraciada es! —instó Joseph—. Está en la miseria, no tiene un amigo, ha estado enferma, muy enferma, el villano de su marido la ha abandonado.

Amelia lanzó un suspiro.

—Ni un alma compasiva se acuerda de ella —prosiguió Joseph con habilidad impropia de un hombre como él—, me dijo que no le resta más que una esperanza, la última, y que esa esperanza eras tú… Su historia me ha afligido en extremo… ¡palabra de honor! Te juro que en el mundo no hay precedentes de una persecución tan enconada, sufrida por una víctima inocente con resignación tan heroica. Su familia ha sido con ella brutalmente cruel.

—¡Pobre mujer! —murmuró Amelia.

—Si un alma caritativa no le tiende una mano protectora, morirá: así me lo ha dicho, y lo creo —continuó Joseph con voz trémula—. ¿No te he dicho que intentó suicidarse? Lleva siempre consigo un frasco de láudano… tiene una botella llena de ese veneno en su habitación… ¡Si vieras qué habitación! Un zaquizamí pequeño, pobre, sucio y miserable, en una fonda de tercer orden… En la fonda del Elefante. Vive junto al tejado… No me lo ha contado nadie: he subido yo a su cuarto. Las desgracias la tienen medio loca, y con razón, pues son horribles las torturas que ha apurado esa pobre mujer. Tenía un hijo de la misma edad que George, un ángel que adoraba a su madre… Los rufianes le arrancaron de los amantes brazos de su madre, y no han permitido que le vea nunca más.

—Mi querido Joseph —gritó Amelia estremecida—, corramos inmediatamente a su lado.

Entró precipitada en su alcoba, se puso el sombrero a toda prisa, y suplicó a Dobbin que la acompañase.

—Es el cuarto número 92, piso último —dijo Joseph viendo salir a la pareja, pero poco dispuesto a seguirla, pues le asustaba subir de nuevo tanta escalera.

Por fortuna, Becky vio desde su sotabanco a los que iban a visitarla, y tuvo tiempo para despedir a los estudiantes, que continuaban riendo y bromeando en su cuarto, y para limpiarlo antes que el dueño de la fonda, que conocía a Amelia y sabía que era una gran dama, se presentase en su cuarto anunciando la visita de una milady y de un herr coronel.

—¿Quién es? —preguntó Becky, asomando a medias a la puerta.

Seguidamente lanzó un grito. Tenía delante a Amelia, toda temblorosa, y a Dobbin mudo, frío, apoyado sobre su bastón.

Amelia abrió los brazos a Becky. Acababa de perdonarla de todo corazón y la abrazó con toda la ternura de su alma… ¡Pobre criatura envilecida! ¿Desde cuándo no habías recibido caricias tan puras, besos tan santos?