Capítulo LXI

Donde se apagan dos lámparas

LLEGÓ UN DÍA, día aciago, en que vino a interrumpir las fiestas y alegrías a que se entregaba la familia de Joseph Sedley un suceso que suele acontecer inevitablemente en casi todas las casas.

¡Lector querido! ¿Es posible que al subir y bajar por la escalera de tu casa no te haya asaltado nunca el pensamiento de que llegará un día en que pises sus escalones por última vez? Esa escalera trae a tu memoria infinitos recuerdos. Por ella, acaso, cuando niño, has bajado a saltos, y para ser más rápido, despreciando el riesgo, te has deslizado tal vez muchas veces por la barandilla; por ella, cuando muchacho has subido sigiloso en horas de la madrugada, con los zapatos en la mano después de una noche agitada en el club; por ella, con su lindo traje de muselina, bajó resplandeciente tu hermana o tu hija, dispuesta a flechar en su primer baile cuantos corazones se pusieran a su alcance; por ella, un día, en tus fuertes brazos, bajó tu compañera, a la que el doctor acababa de dar de alta después de un acontecimiento feliz; y por ella suben y bajan los invitados y se transporta al niño recién bautizado, y trepan dificultosamente los ancianos… Pero también por ella subirá el médico que te haga la última visita, y los empleados vestidos de negro de la empresa de pompas fúnebres, cuando habiendo representado tu comedia en la tierra hayas de ser trasladado al lugar del eterno reposo. Si eres persona distinguida, colgarán en la puerta de tu casa un cartelón, sostenido por un querubín dorado en el cual imprimirán las tres palabras siguientes: «Descansa en paz». Tu hijo y heredero amueblará de nuevo la casa, o la alquilará, para irse a vivir a otro barrio más moderno; en los casinos de que eras socio figurarás entre las «bajas por defunción», tu viuda vestirá de luto, pero sin descuidar la comida, y muy pronto, hasta tu retrato principal, el que parece presidir la casa desde la repisa de la chimenea, habrá de ceder el puesto de honor a otro retrato, al retrato de tu heredero, al retrato del nuevo jefe de la familia.

¿Quiénes son los muertos más llorados? Yo creo que los que menos quisieron a los que les sobreviven. La muerte de un niño ocasiona explosiones de dolor y mares de lágrimas como no se derramarán, mi querido lector y hermano, cuando tú mueras. El fallecimiento de un hijo de pocos años, de un hijo que apenas si conoce al padre, de un hijo que te olvidaría a los cuatro días de no verte, te produciría dolor mil veces más acerbo que la muerte de tu mejor amigo, que la muerte de tu primogénito y heredero, hombre completo y padre de otros hijos. Solemos tratar con despego y hasta con dureza a Judá y a Simeón, pero se nos cae la baba ante nuestro Benjamín. Voy a darte un consejo, lector amigo: si eres viejo… y si no lo eres hoy lo serás probablemente… viejo y rico, o viejo y pobre; lo mismo da; hazte la reflexión siguiente: «Son muy buenos los individuos de mi familia que me rodean, pero no les afectará demasiado mi muerte. Soy muy rico, y mi fortuna, que heredarán, no les vendrá mal: al contrario; ansían poder administrarla y disfrutarla… o bien soy muy pobre, y están hartos de mantenerme y de sufrir mis impertinencias».

Apenas había llegado a su término la duración del luto por la señora Sedley, y casi no había tenido Joseph tiempo de abandonar sus trajes negros y vestir los lujosos chalecos de fantasía que tanto le agradaban, cuando fue fácil prever la proximidad de otro acontecimiento de aquella naturaleza, adivinar que el viejo buscaría muy en breve por las regiones de ultratumba a la compañera que le había precedido.

—El estado de salud de mi padre me impide dar reuniones numerosas en esta temporada —decía Joseph en el casino—; sin embargo, si tú, mi querido Chutney tienes gusto en comer en mi casa con dos o tres amigos, ven sin ruido ni aparato a las seis y media y me proporcionarás un verdadero placer.

Se ve, pues, que Joseph y sus íntimos comían y bebían clarete sin ruido, mientras pasaban los últimos granitos de arena en el reloj de la vida del buen Sedley padre. Alguna que otra vez acompañaba Dobbin a los amigos de Joseph en la mesa, y hasta Amelia aparecía, bien que contadas veces, por el comedor, aprovechando las breves visitas que el sueño hace a los viejos próximos a morir.

Durante su enfermedad, el señor Sedley quería tener constantemente a su lado a Amelia, y sólo de su mano recibía los alimentos y las medicinas. Por su parte, Amelia consagró al cuidado del enfermo todos los momentos de su vida: había mandado colocar su cama junto a la puerta que comunicaba con la habitación del anciano y despertaba al menor ruido y acudía apenas se quejaba o movía el paciente. Deber nuestro es hacer constar que muchas veces se pasaba el enfermo horas enteras despierto y perfectamente inmóvil, a fin de no turbar el reposo de su angelical y solícita enfermera.

Sentía hacia su hija una ternura como no la sintió acaso desde el día que aquélla vino al mundo, tal vez porque nunca brilló tanto aquella criatura sencilla y santa como en el desempeño de sus deberes filiales.

«Entra en la habitación del enfermo tan silenciosa como un rayo de sol», solía pensar Dobbin, cuando la veía entrando o saliendo del aposento donde moría su padre.

El viejo, conmovido por el cariño y bondad de su hija, olvidó los secretos resentimientos que en su contra abrigaba, los yerros de que la había acusado de concierto con su difunta mujer, los cargos que más de una vez la había dirigido diciendo que en su pecho habían muerto todos los amores menos el de su hijo, que dejaba abandonados a sus padres cuando los años y los infortunios se cebaban en ellos, que se entregaba a una desesperación absurda e impía, cuando la necesidad la obligó a separarse de su George. Todos estos motivos de resentimiento los olvidó el anciano al preparar su cuenta postrera. Una noche, al entrar Amelia en su aposento, encontróle despierto, y el pobre viejo, con acento sentido y voz emocionada, hizo a su hija confesión completa.

—¡Oh, Amelia! —exclamó—. ¡Ahora comprendo cuan injustos, cuan desagradecidos hemos sido contigo!

El pobre moribundo sacó su mano fría y estrechó la de su hija. Ésta cayó de rodillas y rezó… ¡Oh, lector amigo! ¡Quiera Dios que, cuando nos llegue la vez, tengamos a la cabecera de nuestro lecho un ángel como Amelia que rece con nosotros y por nosotros!

Es posible que, en sus horas de vigilia, su mente evocase toda la historia de su vida, y recordase sus primeras luchas, alegradas por la esperanza, sus éxitos y triunfos principales, su prosperidad, su opulencia, su ruina acaecida en los últimos años y su situación desesperada actual… situación que le robaba hasta las esperanzas de poder tomar venganza contra la fortuna que le había hecho blanco de sus rigores, no dejándole ni el consuelo de legar un nombre y un capital… ¿Es más dulce la muerte de quien abandona el mundo rico y celebrado, o bien la de quien se va pobre y desilusionado? ¿La de quien, dueño de tesoros, se ve en la dura necesidad de dejarlos, o bien la de quien, cansado de luchar, ha jugado y perdido la última partida? Extraña, muy extraña sensación debe de experimentar el que se diga: «Mañana me serán completamente indiferentes los éxitos o los fracasos. Mañana, cuando con la visita del nuevo sol, millones de hombres saldrán de sus casas para reanudar sus trabajos o entregarse a, sus placeres, a mí me sacarán para encerrarme en la tumba».

Y en efecto: amaneció el día en que todo el mundo se engolfó en sus quehaceres o se entregó a sus placeres menos John Sedley, quien ya no podía reñir más batallas contra la fortuna ni estudiar nuevos proyectos, ni plantear nuevos negocios, sino ir a dormir tranquilo en el cementerio de Brompton, junto a la mujer que fue la compañera de la mayor parte de los años de su vida.

El comandante Dobbin, Joseph y George acompañaron sus restos al cementerio, ocupando un coche tapizado de negro. Joseph emprendió un viajecito a raíz de ocurrido el deplorable acontecimiento, pues no podía serle agradable la permanencia en su casa dadas las circunstancias. No le imitó Amelia, quien, como siempre, cumplió con sus deberes filiales, por penosos que fueran, aunque hemos de confesar que la pena que el fallecimiento de su padre le produjo fue más solemne que lacerante. Pidió a Dios que le concediera a ella una muerte tan tranquila y reposada como la del autor de sus días y meditó sobre las frases que éste pronunció en su lecho de dolor, reveladoras de su fe, de su esperanza en la misericordia del Altísimo y de su resignación con los decretos divinos.

Sí: bien consideradas las cosas, opino que el fin del señor Sedley fue el menos doloroso de los dos distintos que, según sean las circunstancias, puede tener un hombre. Supongamos, lector querido, que eres muy rico, que has seguido en la vida un camino sembrado de rosas y que no has conocido las espinas; supongamos que, próximo a abandonar el mundo donde tan bien te fue, puedes decirte: «Soy muy rico, gozo de la consideración general, he vivido siempre en la mejor sociedad, y, gracias a Dios, desciendo de una familia ilustre y respetable. He servido a mi rey y a mi patria con honor; he sido diputado de la nación muchos años, y mis discursos han sido escuchados con favor y recibidos con respeto especial. A nadie debo un penique; antes por el contrario, presté cincuenta libras esterlinas a mi antiguo amigo Lázaro, quien no me las ha devuelto, y dispongo que mis ejecutores testamentarios no le hagan mucha fuerza para que las pague. Dejo a mis hijas diez mil libras esterlinas por barba, pitanza no despreciable para una muchacha; a mi viuda le lego el usufructo vitalicio de mi casa de la calle Baker, con todo su rico mobiliario y su servicio de plata; mis propiedades rústicas, mis capitales en efectivo, mis bien surtidas bodegas, pasan a ser propiedad de mi hijo. Dejo a mi ayuda de cámara una pensión anual de veinte libras esterlinas, y desafío al mundo entero a que presente una queja fundada contra la bondad de mi carácter». ¿No te parece que la muerte tendrá para ti mucho de doloroso? Pero supongamos que te haces un discurso enteramente contrario, que te dices: «Soy un viejo pobre, miserable, desengañado de todo, un hombre que fui de fracaso en fracaso, un náufrago de la vida. Ni recibí de mis padres una fortuna, ni Dios me dotó de talento. Confieso que he cometido mis errores, y que todos mis actos fueron lamentables desaciertos. Creo que en cien ocasiones he olvidado mis deberes: debo, y no puedo pagar nada. Me encuentro postrado en el lecho del dolor, próximo a abandonar este mundo, sin fuerzas, desvalido, humilde. Suplico que me sea perdonada mi debilidad, ruego llorando que olviden mis graves desaciertos, y me postro, con corazón contrito, a las plantas de la Misericordia divina». Yo creo que la muerte del segundo es más dulce, más resignada. Pues bien: fue la del viejo Sedley, quien, arrepentido, con corazón humilde y teniendo entre las suyas la mano de su hija, abandonó la vida juntamente con las desilusiones y las vanidades que suelen ser sus obligadas compañeras.

—Ya ves, mi querido George —decía el señor Osborne a su nieto—, cuan hermosos frutos dan la laboriosidad, el talento y la prudencia en las especulaciones. Mírame a mí, y da un vistazo a mi cuenta en el Banco, y mira a tu desdichado abuelo materno, y medita sobre su miseria, y al hacer la comparación, ten en cuenta que, hace veinte años, aquél valía más que yo, quiero decir, que poseía diez mil libras esterlinas más que yo.

Fuera de las personas mencionadas y los individuos de la familia Clapp, que hicieron a Amelia una visita de pésame, nadie dedicó un pensamiento al anciano Sedley ni se acordó de que en el mundo hubiese vivido una persona de su nombre.

La vez primera que el señor Osborne oyó hablar de Dobbin como de un militar distinguido, dio pruebas de una incredulidad desdeñosa, según tuvimos ocasión de apreciar, y manifestó que no comprendía que un sujeto como aquel pudiese merecer nunca la reputación que por lo visto le concedían, bien que con manifiesta injusticia. Pero es el caso que posteriormente oyó alabar al comandante Dobbin en varias casas de su esfera social, eran muchas las personas que hacían su elogio, y su padre, en especial, que tenía opinión muy elevada del mérito de su hijo, contaba mil historias que hacían resaltar el talento, la ilustración, el valor de su William, y como a esto vino a añadirse la circunstancia de que su nombre figuró en las listas que la prensa publicó de las personas más distinguidas que asistieron a algunas reuniones aristocráticas, el mérito de William Dobbin creció prodigiosamente en la apreciación del viejo de la plaza Russell.

La posición de Dobbin como tutor de George, aun cuando sus atribuciones hubiesen sido transferidas al abuelo, hizo inevitables algunas conferencias entre los dos caballeros. En una de estas conferencias, al examinar el viejo las cuentas de la tutela que le presentaba Dobbin, concibió una sospecha que le preocupó en extremo, produciéndole alegría y pesar a la par: creyó ver que mucha parte del dinero con el cual habían atendido a la subsistencia la viuda de su hijo y su nieto, había salido del bolsillo personal de Dobbin.

A las reiteradas instancias del señor Osborne, encaminadas a obtener explicaciones sobre el particular, Dobbin, que no sabía mentir, se sonrojó como un colegial, balbuceó, y acabó por confesarlo todo.

—El casamiento de George fue, en gran parte, obra mía —dijo al viejo—. Creí que mi amigo había ido demasiado lejos y que no podía retirar su palabra sin cubrirse de deshonor y ocasionar la muerte a su prometida: de consiguiente, cuando ésta se encontró viuda y sin recursos, me pareció que lo menos que en conciencia estaba yo obligado a hacer, era auxiliarla con todas mis economías.

—Señor comandante Dobbin —contestó el señor Osborne, frunciendo el entrecejo y poniéndose muy colorado—; grave daño me ocasionó usted, pero me permitirá que le diga que es usted una persona decente. Aquí está mi mano, señor; estréchela usted, y crea que nunca sospeché que mi carne y mi sangre estuvieran viviendo gracias a la generosidad de usted.

Dobbin se afanó entonces por disipar la irritación del viejo, por hacer que se reconciliase con la memoria de su hijo.

—Era un muchacho tan noble, tan bueno —dijo—, que todos le adorábamos, todos hubiéramos hecho en su obsequio los mayores sacrificios. Yo, que por entonces era joven, me enorgullecía de la preferencia que George me testimoniaba, y más contento iba en su compañía que en la del general en jefe. Nadie le ha igualado en generosidad, nadie le ha excedido en valor frío, en serenidad frente al peligro.

Dobbin narró cuantas historias referentes a hazañas realizadas por George encontró en los archivos de su memoria, y acabó diciendo:

—Y su hijo George es su reproducción, así en lo físico como en lo moral.

—Tanto se le parece, que a veces tiemblo —asintió el abuelo.

Una o dos veces comió Dobbin con el señor Osborne (era cuando el señor Sedley se hallaba enfermo), y tanto durante la comida, cuanto de sobremesa, su conversación versaba sobre el héroe arrebatado prematuramente por la muerte. Jactábase el padre de haber tenido un hijo como George, ponderaba las hazañas de éste, que tanto esplendor irradiaban sobre la familia, y nunca mostró disposiciones tan fáciles y caritativas con respecto a su hijo como entonces. El cristiano corazón del buen comandante se llenaba de gozo al advertir síntomas tan elocuentes de perdón y olvido. En la segunda conferencia, el viejo llamó a Dobbin por su nombre de pila, como solía hacer cuando George y él eran jóvenes, amigos inseparables y compañeros de armas. Inútil es decir que Dobbin vio en la confianza con que el viejo le trataba un presagio seguro de próxima reconciliación.

Dos o tres días después, durante el almuerzo, Jeannie Osborne, dejándose llevar de la aspereza propia de los años y de la acritud de su carácter, se permitió comentar con ligereza las visitas y comportamiento del comandante. Su padre la interrumpió a las primeras de cambio, diciendo:

—No he olvidado que hiciste cuanto te fue posible para pescarle, Jeannie, pero hallaste que las uvas estaban verdes… ¡Ja, ja, ja, ja! William es un muchacho excelente.

—¡Es un santo, abuelo! —gritó George, acercándose al anciano, agarrando sus patillas y dándole un beso.

El muchacho narró a su madre el incidente.

—Lo es, en efecto, hijo mío —respondió Amelia—. Tu padre lo repetía a todas horas. Pocos hombres hay tan buenos, tan generosos, tan honrados como él.

Aconteció que Dobbin llegó a la casa de Amelia a raíz de haber tenido George la conversación que dejamos copiada. No bien se sentó, díjole el muchacho:

—Sé de una señorita, extremadamente hermosa, muy rica y muy gruñona, una señorita que se pasa el día entero regañando a los criados, y que está enamorada del comandante Dobbin.

—¿Quién es ella? —preguntó Dobbin.

—Mi tía Jeannie Osborne. Se lo he oído decir a mi abuelo… Sería muy gracioso ver a mi amigo Dobbin ascendido a la categoría de tío.

La voz cascada del viejo Sedley, que en aquel punto llamó a Amelia desde la habitación donde yacía enfermo, puso término a las carcajadas del niño.

Que en el espíritu del señor Osborne se operaba una transformación radical, no podía ponerse en tela de juicio. Con frecuencia preguntaba a George por su tío Joseph Sedley, y, aunque reía al oír cómo remedaba el niño la voz y los ademanes de Joseph, reprendíale diciendo:

—Los niños no deben burlarse nunca de los mayores. Es preciso tratarles con más respeto, caballerito… Mira, Jeannie; hoy, cuando salgas a dar tu paseo en coche, deja mi tarjeta en el domicilio del señor Joseph Sedley; ¿oyes? Entre él y yo no han mediado nunca diferencias.

A la tarjeta depositada se contestó con otra, y un día, Joseph y Dobbin fueron invitados a comer por Osborne. Por cierto que la comida en cuestión fue la más espléndida y aparatosa que el viejo dio en su vida, pues reunió en su mesa a todas sus relaciones y expuso todo el servicio de plata de la casa, sin dejar olvidada ni una sola cucharilla. Joseph se sentó junto a Jeannie, la cual estuvo amabilísima con él, y Dobbin ocupó la derecha del dueño de la casa. Confesó Joseph, con voz solemne y campanuda, que sopa de tortuga como la que estaba saboreando no la había comido en su vida, y preguntó al señor Osborne dónde había adquirido su Madera.

El mayordomo dijo al oído a su señor que el vino Madera procedía de las bodegas del señor Sedley, pero Osborne contestó a su interlocutor que lo compró muchos años antes a precio muy alto.

En muchas ocasiones preguntó el señor Osborne a Dobbin por la viuda de su hijo, tema que despertaba la elocuencia del comandante, quien contestaba pintando los sufrimientos de Amelia, la fidelidad apasionada con que seguía adorando a su marido, cuya memoria era para ella objeto de un culto sagrado, la ternura y compasión con que había asistido a sus padres, y, por último, el espíritu de sacrificio de que dio pruebas entregando a su hijo cuando consideró que su deber era entregarle.

—No puede usted formarse idea de los suplicios que ha apurado —decía Dobbin con voz temblorosa—. Yo abrigo la dulce esperanza de que al fin ha de deponer usted sus prevenciones y reconciliarse con ella. Si ella le arrebató a usted un hijo, en cambio le ha entregado el suyo, y cuenta que, por mucho que usted quisiera a su George, desde luego le aseguro que ella adoraba diez veces más al suyo.

—Tiene usted un corazón de oro, William —dijo el señor Osborne por toda respuesta.

Jamás se le ocurrió pensar al viejo que la separación de su George ocasionase el menor sufrimiento a la pobre viuda, ni que asegurar a un hijo una fortuna pudiese ser motivo de pesadumbre para la madre. Principió a hablarse de la reconciliación como de un suceso próximo e inevitable, tanto, que el corazón de Amelia palpitaba violentamente ante la perspectiva de su entrevista con el padre de George.

Pese a todas las probabilidades, la temida entrevista no debía verificarse jamás. La enfermedad del viejo Sedley, y la muerte que sobrevino después, hicieron imposible la entrevista durante algún tiempo. Pero fue el caso que el fallecimiento del que había sido su amigo más querido, y luego su enemigo más irreconciliable, a la par que otros sucesos desagradables, produjeron viva impresión en el señor Osborne, hombre ya de edad, y cuya salud se había debilitado recientemente. Sintiéndose enfermo, llamó a sus abogados y notario, y probablemente introdujo ciertas modificaciones en su testamento. El médico que le asistía le recomendó una sangría y trasladarse a la orilla del mar, pero el enfermo no se sometió a ninguna de las dos prescripciones.

Un día, como no bajase al comedor a la hora del almuerzo, su ayuda de cámara subió a sus habitaciones y le encontró tendido en tierra, al pie del tocador, víctima de un ataque. Fue avisada Jeannie, llamaron a toda prisa a los médicos, un criado voló al colegio donde se educaba George para traer a éste. Recurrieron los médicos a las sangrías y las ventosas, consiguiendo que el enfermo recobrase el conocimiento, mas no el uso de la palabra. A los cuatro días murió sin poder hablar, aunque se le vio en dos o tres ocasiones hacer esfuerzos sobrehumanos. Despidiéronse los médicos y fueron llamados los funerarios. Bullock, el marido de Mary Osborne, salió corriendo de la City y se presentó agitado en la casa del difunto.

—¿Cuánto dinero habrá dejado al muchacho? Seguramente poco. De fijo habrá distribuido su fortuna en tres partes iguales…

¿Qué sería lo que el pobre moribundo quiso decir las dos o tres veces que se le vieron hacer esfuerzos tan violentos para hablar? Es probable que desease ver a Amelia, reconciliarse con ella antes de abandonar el mundo, llevarse el perdón y el cariño de la que fue esposa de su hijo y ahora era su viuda santa y fiel. Es más que probable, porque su testamento demostró que el odio que por espacio de tantos años rebosó en su corazón había desaparecido.

En el bolsillo del batín que llevaba cuando sufrió el ataque encontraron la carta que George le había escrito el día de la batalla de Waterloo, así como también la llave de la gaveta donde guardaba las cartas y documentos referentes a su hijo, prueba de que los había registrado y leído recientemente, acaso la víspera de su ataque.

Abierto el testamento, hallóse que legaba la mitad de su fortuna a George, y de la otra mitad hacía dos partes iguales, que heredaban sus dos hijas. Dejaba a la viuda de su hijo, «de mi amado hijo George», tales eran las palabras del viejo, una pensión anual de quinientas libras esterlinas, con cargo a la fortuna de su nieto, de cuya tutela se encargaría nuevamente la madre.

Nombró su ejecutor testamentario a William Dobbin, «el amigo íntimo de mi amado hijo, el hombre generoso que, apelando a su bolsillo particular, sacrificando sus intereses, sufragó las atenciones de mi nieto y de mi nuera, cuando carecían del apoyo de las personas que estaban en la obligación sagrada de proporcionárselo. Quiero darle aquí las gracias (continuaba el testador) por la bondad y generosidad con que ha atendido a los míos, y le suplico que acepte de mí la cantidad necesaria para comprar un despacho de teniente coronel, o para disponer de ella en la forma que estime conveniente».

Amelia se abandonó a todas las expansiones de la gratitud cuando tuvo noticia de las disposiciones testamentarias de su suegro, pero su alegría no tuvo límites al saber que George volvía a su lado. También averiguó entonces que el generoso auxilio del comandante la había sostenido en las duras pruebas de la miseria, que fue obra suya su matrimonio con George, obra suya el cambio de sentimientos del señor Osborne, y entonces… entonces cayó de rodillas, y pidió fervorosamente a Dios que llenase de bendiciones al hombre generoso, cuyas plantas hubiese besado de buena gana, al prodigio de afecto y abnegación ante quien se humillaba.

Agradecimiento, sólo agradecimiento podía devolver… Si alguna vez pensaba en otra recompensa, salía de la tumba la imagen de George y le decía:

«Eras mía, mía y de nadie más, ahora y siempre».

William leía todos sus pensamientos, que no en vano se había pasado la vida entera adivinándolos.

Es altamente edificante ver cómo creció el mérito de Amelia en la estimación de las personas que la conocían cuando se hizo público el testamento de su suegro. Los criados de Joseph, quienes jamás obedecieron sus órdenes sin discutirlas, sin replicar que consultarían al señor, no volvieron a pensar en apelaciones de este género. La cocinera dejó de burlarse de los trajes gastados de la hermana del «señor», y los criados de gruñir cuando Amelia tocaba la campanilla. Algunos amigos de Joseph, tanto damas como caballeros, que hasta entonces no se habían acordado de la existencia de Amelia, comenzaron a interesarse por ella y le enviaron cartas de pésame. Hasta el mismo Joseph, para quien Amelia era una pobre mujer inofensiva, a la cual debía él dar casa y comida, comenzó a tratarla con el mayor respeto, a acompañarla en la mesa, a preguntarle con interés cómo iba a pasar el día.

En su calidad de tutora de George, y con el consentimiento de Dobbin, ejecutor testamentario de su suegro, suplicó a Jeannie Osborne que continuara viviendo en la casa de la plaza Russell todo el tiempo que fuese de su agrado, pero Jeannie le dio las gracias, manifestando que nunca pensó vivir en aquella mansión solitaria, y partió poco después para Cheltenham, en compañía de dos de sus criadas más viejas. El resto de la servidumbre fue despedida, después de gratificada generosamente. Como Amelia no quiso ocupar la casa de la plaza Russell, el rico mobiliario fue embalado convenientemente, recogidas y guardadas las alfombras, y enviado todo a un guardamuebles, donde quedó depositado hasta que George fuera declarado mayor de edad. La plata pasó a los sótanos blindados del Banco de los señores Stumpy y Rowdy.

Un día, Amelia, vestida de riguroso luto, y llevando de la mano a su hijo, fue a visitar la desierta mansión en la que no había puesto los pies desde niña. Recorrió los salones, cuyos muros conservaban las señales de los cuadros y espejos que antes los decoraran, subieron a la habitación donde George dijo que había muerto su abuelo, y desde ésta pasaron a las que fueron de su marido. Desde uno de los balcones contempló Amelia la casa donde había nacido, la casa donde tantos días felices pasara durante su niñez. ¡Cuántas amarguras saboreó desde entonces! Todas éstas resurgieron en su memoria, juntamente con la imagen del hombre que fue su protector constante y desinteresado, su ángel bueno, su bienhechor, su amigo tierno y generoso.

—¡Mira, mamá, mira! —exclamó de pronto George—. Aquí, en este cristal, veo grabadas con un diamante las iniciales G. O. No las había visto nunca.

—Fue ésta la habitación de tu padre, hijo mío, antes de que tú nacieras —contestó la madre, sonrojándose y besando apasionadamente a George.

Apenas si habló palabra durante su regreso a Richmond, donde habían tomado casa, y donde como es natural tenía reservada una habitación Dobbin, el cual visitaba a diario a la viuda, obligado por la infinidad de asuntos relacionados con la tutela de George, que tenía necesidad de tratar.

George fue retirado del colegio del señor Veal, quien recibió encargo de preparar una inscripción que sería esculpida en la lápida de rico mármol que la viuda quería hacer colocar al pie del monumento erigido en la iglesia de Foundling en honor de su marido.

Mary Osborne, la tía de George, casada con Frederick Bullock, aunque había sido despojada por el niño de mucha parte de la suma que esperaba recibir de su padre, dio pruebas del espíritu de caridad que aleteaba en su alma reconciliándose con la madre y con el hijo. Como la distancia entre Rochampton y Richmond no es grande, un día colocó a sus raquíticos hijos en el carruaje blasonado y se hizo conducir al domicilio de Amelia. La familia Bullock hizo irrupción en el jardín, donde Amelia estaba leyendo un libro, Joseph entregado a la plácida ocupación de poner fresas en tarros llenos de vino, y Dobbin puesto en cuatro pies para que George saltase sobre su espalda.

«Está muy proporcionado de edad con Rosa», pensó la cariñosa madre, volviendo los ojos hacia la niña de este nombre, ejemplar raquítico y enteco de siete años de edad.

Al acercarse a George, dijo la mamá:

—Rosa, da un beso a tu querido primo… ¿No me conoces, George? Soy tu tía.

—Conozco a usted muy bien —respondió George—; pero no me gusta que me besen… —y al decir así se apartó, esquivando a su obediente primita.

—Llévame a donde está tu mamá —dijo la tía.

George cumplió el mandato, y las dos señoras se saludaron después de no haberse visto en quince años. Mientras Amelia fue pobre, no se acordó Mary de que tal persona habitase en el mundo, pero había variado su suerte, y, de consiguiente, nada más natural que visitarla.

Y no fue ella sola. Nuestra antigua amiga la señorita Swartz se apresuró a presentarse con su marido en la casa de Amelia. ¡Ah! Siempre la quiso, y creemos de buena fe que le hubiese dado mil pruebas de su cariño si hubiera sabido dónde vivía; pero, que voulez-vous? En una ciudad inmensa como Londres, no siempre se dispone de tiempo para buscar a los amigos.

No había transcurrido el período de luto, cuando ya Amelia se encontraba, sin buscarlo ni quererlo, en el centro de una sociedad tan numerosa como distinguida. Ni una sola de las damas que la cortejaban dejaba de tener un pariente que fuese Par del Reino, aunque su marido fuera un negociante de la City. Lejos de divertirse Amelia, sufría al encontrarse entre ellas, y sobre todo, las dos o tres veces que hubo de aceptar las insistentes invitaciones de la señora de Bullock. Parece que ésta se había empeñado en protegerla, en formarla: ella era la que buscaba las modistas para Amelia, ella la que pretendía dirigir su casa, ella la que le enseñaba la manera de conducirse. Todos los días se presentaba a visitarla. Joseph la escuchaba con gusto, pero Dobbin gruñía al verla y decía que su pretendida elegancia no valía dos peniques. Otra de las asiduas era la señora de Rowdy, esposa del banquero que tenía a su cargo la administración de una considerable parte de la fortuna dejada por el señor Osborne.

—Parece buena mujer, pero insípida —decía la señora Rowdy—. El comandante, si no me engaño mucho, está épris hasta la médula de los huesos.

—Le falta tono —contestaba la señora Hollyoc—. Es inútil que trabaje usted, pues no ha de conseguir formarla.

—A decir verdad, es una ignorante —terció la señora Glowry.

—Amigas mías… que es la viuda de mi hermano —replicaba Mary Osborne—. Nuestra obligación es instruirla, no criticarla. No creo que nadie pueda pensar que son propósitos interesados los que guían a los que nos tomamos tantos trabajos.

—Esa pobre mujer siempre piensa en lo mismo —decía más tarde la señora Rowdy—. Quiere que retiren los fondos de nuestra casa y los depositen en la de su marido, y para conseguirlo, adula a Amelia y mima al niño, en quien ya tiene puestos los ojos para marido de esa niña hética, de esa zangolotina de Rosita… ¡Qué ridiculez!

Tales eran las personas que invadían la casa de Amelia. Personas elegantes, personas distinguidas que, lejos de hacer feliz a Amelia, le proporcionaban frecuentes motivos de disgusto.