Capítulo LX

Retorno al gran mundo

LA FORTUNA COMIENZA a sonreír a Amelia. Viva alegría nos produce verla salir de la humilde esfera en que ha venido arrastrándose tanto tiempo y penetrar en otra más brillante y elevada, no tan elevada, no tan brillante como aquella en que encontramos a nuestra amiga Becky, pero lo bastante para que resulten fundadas sus pretensiones al refinamiento y porte aristocrático. Los amigos de Joseph pertenecían todos a las tres presidencias, y su nueva casa era un lujoso inmueble del distrito angloindio, cuyo centro es la plaza Moira. Plaza de Minto, calles Gran Clive, Warren Hastings, Ochterlony, plaza Plassy, Terraza Assaye (todavía no se daba en 1827 el poético nombre de «jardines» a las casas de estuco con su correspondiente terraza de asfalto), ¿quién no os conoce? ¿Quién ignora que fuisteis moradas respetables de la aristocracia india, el barrio que el señor Wenham llama «negro agujero»? La posición de Joseph no le permitía vivir en la plaza Moira, cuyas casas únicamente estaban al alcance de los miembros retirados del Consejo y los interesados en los grandes negocios indios (los cuales solían declararse en quiebra después de poner cien mil libras esterlinas a nombre de sus señoras, y se conformaban con disfrutar de la miseria de cuatro mil libras de renta anual); se conformó con alquilar una casa de segundo o tercer orden de la calle Gillespie, y compró las alfombras, los espejos de gran precio y el rico mobiliario del infortunado señor Scape, quien embarcó la suma de setenta mil libras esterlinas, fruto de una larga vida de honrado trabajo, en la gran casa de Calcuta de los señores Fogle, Fake y Cracksman, a raíz de haberse retirado de los negocios el primero de los señores mencionados con una fortuna de príncipe, y poco antes de que quebrase la casa, dejando un pasivo de un millón de libras esterlinas y sumiendo en la miseria a la mitad de la población indiana.

Arruinado Scape a los sesenta y cinco años de edad, embarcó para Calcuta con objeto de liquidar los negocios de la casa; su hijo hubo de salir del colegio de Eton, donde estudiaba; sus hijas Florencia y Fanny se fueron a Boulogne, juntamente con su madre, donde se retiraron tan bien, que probablemente no volveremos a dar con ellas, y Joseph tuvo el placer de hollar bajo sus pies las mullidas alfombras de la mansión de los Scape, y admirar su rostro en las magníficas lunas que tiempo antes reflejaron las lindas y simpáticas caras de aquéllas.

Joseph se instaló con modestia. El mayordomo se encargó también de las funciones de ayuda de cámara, y no se permitía más borracheras de las que es uso y costumbre entre los mayordomos de casas modestas que tratan con ciertas consideraciones los vinos de sus señores; Amelia disfrutó de los servicios de una doncella, nacida y crecida en el barrio donde vivían los Dobbin, excelente muchacha cuya humildad y dulzura desarmaron las prevenciones de la viuda de Osborne, asustada al principio a la sola idea de tener doncella que la sirviese, porque no sabía cómo utilizar sus servicios y temía perder todo su prestigio como señora de la casa, porque nunca supo hablar a los criados más que con finura reverencial.

Eran muchas las personas que ahora visitaban a Amelia. La madre y las hermanas de Dobbin, encantadas por su cambio de fortuna, frecuentaban mucho su trato, y Jeannie Osborne no era de las que con menos frecuencia se presentaban en su casa. Decíase que Joseph era inmensamente rico, y hasta el viejo y áspero señor Osborne veía con buenos ojos que su nieto George heredase las riquezas de su tío a la par que las suyas.

—Quiero que mi nieto sea un gran personaje —decía—; quiero verle ocupando un escaño en el Parlamento… Yo he jurado no ver nunca a su madre, y dicho se está que he de cumplir el juramento, pero tú puedes ir cuando te plazca a su casa.

Y Jeannie iba a ver a Amelia.

Las visitas de su hijo menudearon también más que antes: dos veces a la semana comía George en la calle Gillespie, donde ejercía el mismo dominio absoluto que en la plaza Russell.

Trataba con el mayor respeto al comandante Dobbin, cuya presencia le imponía modestia en su actitud y moderación en sus actos. Era un muchacho listo y comprendía que no debía jugar con el comandante. No podía menos George de admirar la sencillez de su padrino, su buen humor constante, sus muchos conocimientos, el culto que rendía a la verdad y a la justicia. No había encontrado el niño hombre tan ejemplar como Dobbin, e instintivamente le amaba y respetaba. En sus frecuentes paseos por los parques, George caminaba asido a la mano de su madre, mudo, juicioso, escuchando extasiado las conversaciones del comandante. Éste hablaba al niño de su difunto padre, de la India, de la gloriosa jornada de Waterloo, de todo menos de su persona. Si alguna vez George asomaba la oreja de su orgullo, Dobbin le hacía blanco de sus burlas, lo que a Amelia le parecía cruel. Un día que le llevó al teatro, y el niño dijo que no quería ir a butacas porque le parecía demasiado vulgar, le acompañó a un palco, le instaló en él, y le dejó solo, bajando el comandante a la platea, pero, a poco de sentado, sintió que alguien le echaba los brazos al cuello. Era George, que había comprendido la necedad de su conducta, y abandonaba las regiones elevadas para sentarse junto a la única persona que le merecía verdadero respeto. Una sonrisa de satisfacción y de ternura iluminaba entonces el rostro del comandante, cuyos ojos se volvían amorosos hacia el diminuto hijo pródigo.

No se cansaba nunca George de cantar a su madre los elogios de Dobbin.

—Le quiero mucho, mamá —decía el niño—, porque sabe muchas cosas y no se parece al señor Veal, quien no sabe hablar más que moviendo mucho los brazos y empleando palabras enrevesadas que no entendemos. Dobbin sabe el latín como el inglés, y habla francés, y todo lo entiende; cuando salimos juntos a paseo, me cuenta muchas historias sobre mi papá, sin decirme nunca nada de él, pero yo he oído decir al coronel Buckler, hablando con mi abuelo, que es uno de los militares más bravos del ejército y que en las guerras se ha distinguido mucho. Me acuerdo que mi abuelo contestó: «¿Distinguirse ese individuo? Siempre creí que era un infeliz de los que no sirven para nada». Pero yo sé que sirve, que vale mucho; ¿verdad, mamá, que vale mucho?

Si entre el comandante y el niño existía un cariño recíproco muy grande, en cambio no le había entre el niño y su tío. Remedaba el sobrino algunas de las frases peculiares del tío e imitaba sus movimientos y ademanes con tal gracia, que era imposible verle sin desternillarse de risa. Con gran trabajo contenían su hilaridad los criados cuando George, en la mesa, parodiaba la cara de su tío o empleaba algunas de sus frases favoritas al pedir algo. Dobbin, con toda su seriedad, prorrumpió más de una vez en carcajadas provocadas por las muecas y gestos burlescos de George, siendo de advertir que si éste no se burló de Joseph en sus mismas barbas fue porque lo impidieron las reprensiones de Dobbin y las súplicas de Amelia. El digno funcionario se percató muy pronto de que el niño le hacía burla, de que le creía un asno y de que estaba más que dispuesto a ponerle en ridículo; para evitarlo, en cuanto anunciaban que George vendría a comer con su madre, se acordaba de que tenía compromiso de comer en el casino. Hemos de confesar que las ausencias de Joseph no producían extremos de sentimiento en la casa: en tales ocasiones, el viejo Sedley abandonaba su retiro y se presentaba en el salón, al cual acudía invariablemente Dobbin. De éste podía decirse con toda propiedad que era el ami de la maison, toda vez que quería y era querido por el viejo, Amelia le distinguía con su amistad, George le adoraba y Joseph le respetaba como a asesor y consejero.

Annie Dobbin solía decir que su hermano frecuentaba la casa de sus padres tanto como cuando se encontraba en Madras.

Llevaba Joseph una vida noblemente ociosa, como cuadra a una persona de su importancia. Una de las primeras decisiones que adoptó, fue hacerse socio del Club Oriental, donde pasaba todas las mañanas departiendo con sus hermanos los indianos, y donde comía muchas veces: cuando no comía en el club, llevaba socios del club a comer a su casa.

No tenía Amelia más remedio que recibir y agasajar a aquellos caballeros y sus señoras. De boca de éstas supo Amelia que Smith no tardaría en tener asiento en el Consejo, que Jones había traído de la India un capital fabuloso, que la casa Thomson, de Londres, se negó a recibir letras giradas por la casa Thomson, Kibobjee y Compañía, de Bombay, que se susurraba que también estaba a punto de suspender sus pagos la casa del mismo nombre de Calcuta, que la conducta de la señora Brown fue altamente imprudente, si no criminal, durante su viaje a Europa, pues se pasaba las horas muertas en conversación familiar con el teniente Swankey, y se perdió con éste dos o tres veces el día que el buque hizo escala en El Cabo, etc., etc.

Los caballeros, casi sin excepción, adoraban el continente dulce y refinado sin pretensiones ni artificios de Amelia. Los galantes jóvenes del servicio de la India que pasaban en Londres sus licencias, que se hospedaban en los grandes hoteles del West End, que se exhibían en los teatros y llamaban la atención guiando sus carruajes en los parques, confesaban que Amelia era encantadora, la rendían tributo de admiración, se descubrían al cruzarse con ella y solicitaban el alto honor de ser admitidos en su casa. Un día, Dobbin encontró al teniente Swankey, galán peligroso y el más reputado Don Juan del ejército de las Indias, en conversación animada con Amelia, a la cual hacía una descripción elocuente y humorística de la caza de los cerdos salvajes. A partir de aquel día, el teniente Swankey lanzaba anatemas contra un jefe de los ejércitos del rey, sujeto flaco y alto, feo como el mismísimo demonio y de gesto avinagrado, que rondaba siempre la casa de Amelia como alma en pena y no podía tolerar la presencia de las personas dotadas de alguna gracia e ingenio.

Si en el pecho del comandante hubiese podido tener entrada la vanidad personal, es posible que hubiera sentido celos de aquel Don Juan fascinador; pero era nuestro Dobbin de un natural demasiado generoso y atesoraba un alma demasiado confiada para concebir la sospecha más ligera en contra de Amelia. Lejos de molestarle los homenajes que a Amelia tributaban, la admiración que a todos inspiraba, veíalos con gusto especial, con placer; tristezas hubo de apurar desde que casi era una niña, tristezas y amarguras sin mezcla de satisfacciones; veía pues el comandante con agrado cómo la felicidad destacaba sus méritos, y cómo mejoraba su ánimo al soplo de la prosperidad. Cuantos tengan corazón y talento felicitarán al comandante por el seso de que daba pruebas… suponiendo que puedan tener seso aquellos que se encuentran bajo la ilusión engañadora del idolillo de las flechas y la aljaba.

No paró Joseph hasta conseguir que su soberano le concediera una audiencia. A partir del día que obtuvo honor tan señalado, él, que había sido entusiasta admirador de George IV, se alistó con tal ardor en las filas de los torys, que llegó a considerarse robusta columna del Estado. Pretendió llevar a Amelia al palacio real, se hizo la ilusión de que, en parte no pequeña, la prosperidad pública y el porvenir de su patria dependían de él, y dio por cierto y averiguado que su soberano no sería feliz hasta que su familia, conducida por él, se diese una vueltecita por Saint James.

Amelia le escuchó riendo.

—Ese día tendré que ponerme todos los brillantes de la familia: ¿no te parece, Joseph? —preguntó aquélla con cierto retintín malicioso.

—Si usted me lo permitiese, Amelia —contestó Dobbin—, yo buscaría hasta encontrar algunos que fueran dignos de usted.