Capítulo LVIII

Nuestro amigo el comandante

TAL POPULARIDAD HABÍA conquistado nuestro Dobbin a bordo, que cuando en compañía de Joseph embarcó en el bote que debía dejarles en tierra, la marinería, los pasajeros, los oficiales y el capitán lanzaron tres ¡hurra!, estruendosos en honor del comandante Dobbin, quien se puso muy colorado y dobló la cabeza en acción de gracias. Joseph, persuadido de que los ¡hurra!, eran en su honor, se quitó el sombrero y lo agitó en el aire con gracia y majestad, vuelto hacia el buque. Momentos después atracaba el bote y nuestros amigos saltaban a tierra, dirigiéndose seguidamente al hotel del Rey George.

Parece que la vista de un establecimiento tan suntuoso como el hotel mencionado haya de ser tan agradable al viajero que llega de la India, que no puede menos de tentarle a permanecer algunos días en él, disfrutando de comodidades no conocidas en largo tiempo, pero no ocurrió esto con Dobbin, quien, apenas llegado al hotel, pidió una silla de posta y quiso tomar en el acto el camino de Londres. Joseph contestó indignado que no le hablase de viajes hasta el día siguiente. ¿Qué necesidad tenía de pasar la noche dando tumbos en el molesto interior de una silla de posta, cuando les esperaba un lecho de mullidas plumas que borraría de su mente la impresión de las estrecheces y molestias del camarote, donde habían venido empaquetados durante el eterno viaje? Además, hablarle de continuar la marcha sin antes recoger todo su equipaje, era ofenderle. No tuvo Dobbin más remedio que resignarse a pasar la noche en Southampton. Escribió una carta a su familia comunicándoles la noticia de su llegada y rogó a Joseph que hiciese otro tanto: Joseph prometió escribir a los suyos, pero no cumplió su palabra. En cambio mandó preparar una comida suntuosa, e invitó a su mesa al capitán y al médico del buque, y a dos o tres compañeros de viaje.

A la mañana siguiente, muy temprano, salió Dobbin de su habitación perfectamente afeitado y vestido con mayor esmero del ordinario. A decir verdad, era tan temprano, que nadie se había levantado en la casa, nadie, más que ese extraordinario camarero que se encuentra en todos los hoteles y que parece que no duerme nunca. Recorrió Dobbin los pasillos y corredores sin oír más que ronquidos. El camarero hacía su obligado recorrido recogiendo las botas que los durmientes dejaron al acostarse delante de las puertas de sus respectivos cuartos. Al cabo de un rato se levantó el criado indio de Joseph y principió a preparar el complicado aparato de fumar de su señor, aparecieron luego las criadas, quienes al topar en el pasillo con un hombre de tan obscura tez, le tomaron por el diablo y empezaron a dar alaridos; finalmente se dejó ver el encargado de abrir la puerta del hotel, a quien ordenó Dobbin que mandase enganchar la silla de posta para salir en el acto.

Entonces dirigió Dobbin sus pasos al aposento de Joseph, y separó los cortinones que envolvían el espacioso lecho don de aquél roncaba.

—¡Arriba, Sedley! —gritó el comandante—. Ya es hora de emprender la marcha. Dentro de media hora tendremos la silla de posta delante de la puerta.

Gruñó Joseph debajo del embozo de la sábana y preguntó bostezando qué hora era. Cuando Dobbin, incapaz de mentir, le hubo confesado la verdad, Joseph se desató en una tempestad deshecha de imprecaciones y palabras gruesas que no consignaremos aquí, pero que hicieron comprender al comandante que su compañero de viaje renegaba de su compañía; que podía irse al diablo si quería, o ahorcarse si ése era su gusto, que antes la muerte que viajar con Dobbin, que era una barbaridad, un sacrilegio, acción indigna de un caballero despertar a horas tan intempestivas a quien tanta necesidad tenía de sueño. Ante granizada tan espesa de improperios se vio Dobbin en la precisión de batirse en retirada.

Llegó mientras la silla de posta y Dobbin no quiso esperar más.

No habría viajado con mayor celeridad si hubiese sido un noble inglés que recorriese los caminos por placer, o un correo con noticias para algún periódico (los correos oficiales portadores de despachos de o para el Gobierno, suelen hacer los viajes con más calma). Los postillones no salían de su asombro al recibir propinas tras propinas del liberal viajero. ¡Cuán verde y sonriente estaba la campiña, que vertiginosa parecía huir muy lejos de él! ¡Cuán alegres y animadas las villas y los pueblos! ¡Cuán amables y obsequiosos los posaderos, que salían a su encuentro prodigándole sonrisas y reverencias! Pero el comandante Dobbin a lo que prestaba más atención era a los mojones que, en el camino, indicaban la distancia que le separaba de la capital. Podía apreciarse fácilmente la impaciencia que le dominaba por ver a su familia.

Llegó Dobbin a Londres y se hizo conducir a la casa Slaughters. Largos años habían transcurrido desde que salió de ella, desde que George y él, jóvenes y ansiosos de vivir, se reunían en ella, y comían y bebían, y jugaban alegres partidas. Ahora era ya un solterón. En su cabeza abundaban mucho los cabellos blancos, habían encanecido, de la misma manera que encanecieron muchas de las pasiones de su juventud. En la puerta, sin embargo, encontró al mismo servidor que dejara diez años antes, vistiendo el traje grasiento de siempre, ostentando la misma papada y la misma cara fláccida que le conociera desde niño, y recibiéndole con la misma naturalidad y calma que hubiera demostrado si le hubiese visto cuatro días antes.

—El equipaje del comandante a su habitación, al número veintitrés —dijo John, que así se llamaba el tal servidor, sin manifestar la menor sorpresa—. Pollo asado para la comida, supongo, ¿eh? ¿Se ha casado usted? Me aseguraron que se casaba… ¿Quiere agua caliente? ¿Por qué viene en silla de posta? ¿No le hubiera traído más cuenta venir en la diligencia?

Mientras hablaba el fiel mozo del establecimiento, cuya memoria conservaba las imágenes de todos los militares que en aquél se habían hospedado, y a quien diez años le hacían el efecto de un día, acompañaba a Dobbin a su antigua habitación, donde continuaba la vieja cama de nogal, la misma vieja alfombra, un poco más remendada quizás, el mismo viejo mobiliario de madera negra, tal como recordaba haberlo visto Dobbin la vez primera que puso los pies en la casa.

—Está usted bastante viejo, comandante —dijo John, después de examinar con calma al viajero.

—Diez años y las fiebres no son los medios más indicados para conservarse joven —contestó Dobbin riendo—. En cambio tú, John, estás siempre joven… es decir, siempre viejo.

—¿Qué habrá sido de la viuda del capitán Osborne? —preguntó John—. Era un buen muchacho el capitán… ¡Santo Dios y cómo tiraba el dinero! Desde el día que se casó no ha vuelto a esta casa… Por cierto que me debe aún tres libras esterlinas… Vea usted la nota correspondiente en mi librito: «10 de abril de 1815; capitán Osborne, libras 3». Yo no sé si me las pagaría su padre…

No bien le dejó solo John, Dobbin sacó de su baúl el traje de paisano más elegante que poseía, lo vistió, y… no pudo menos de reírse de sí mismo al contemplar reflejados en la averiada luna del tocador su cara color aceitunado y su cabeza poblada de canas.

—John me ha reconocido —murmuró entre dientes—. Creo que también me reconocerá ella.

Inmediatamente salió a la calle y tomó el camino de Brompton.

Mientras caminaba, recordaba los menores incidentes de su entrevista última con Amelia, tan frescos en su memoria como si se hubieran desarrollado la víspera. El Arco del Triunfo y la estatua de Aquiles, erigidos en Piccadilly durante su ausencia, apenas si impresionaron muy débilmente su retina; pero se sintió atacado de un estremecimiento general al entrar en la callejuela que desembocaba en la calle de Brompton, donde vivía ella. ¿Estaba para casarse o no? Vio que avanzaba hacia él una mujer que llevaba de la mano un niño de cinco años: ¿sería ella? No necesitó más para temblar como la hoja de un árbol en día de brisa fuerte. Cuando llegó frente a la casa, cuando se vio delante de la puerta, asió la cadena de la campanilla y se detuvo. Se hubiesen podido oír las palpitaciones de su corazón.

—Se haya casado o no, que Dios Todopoderoso derrame sobre ella todas sus bendiciones —se dijo para darse ánimos—. ¡Bah! No sé por qué tiemblo; es posible que ni viva siquiera aquí.

La ventana del saloncito donde ella solía pasar sus horas, estaba abierta. Se veía el piano, el mismo que le era tan conocido, y sobre él, como en los viejos tiempos, un cuadro, el mismo cuadro de siempre. La placa de cobre del señor Clapp aparecía sobre la puerta. Dobbin golpeó en ésta con el aldabón. Una muchacha risueña y fresca, de ojos brillantes y de rojas mejillas, que aparentaba tener unos dieciséis años, salió a abrir la puerta y contempló con desconfianza al comandante. Éste, pálido como un cadáver, hubo de apoyarse contra la pared. Con dificultad logró pronunciar las palabras siguientes:

—¿Vive aquí la señora viuda de Osborne?

La muchacha le miró con fijeza por espacio de algunos segundos, y al fin, palideciendo a su vez, exclamó:

—¡Santo Dios!… ¡Si es el comandante Dobbin! Pero ¿no me recuerda? —añadió, tendiéndole las dos manos—. ¿Ha olvidado a aquella niña que le llamaba el comandante Bombones?

Dobbin, por primera vez acaso en su vida, tomó a la muchacha en sus brazos y la besó. Ella comenzó a reír y a llorar histéricamente, llamó a voz en grito, salieron corriendo todos los habitantes de la casa y vieron con asombro que un hombre, que vestía levita azul y pantalón blanco, abrazaba y besaba a la jovencita.

—Soy amigo antiguo —explicó Dobbin, no sin ruborizarse—. ¿No me recuerda usted, señora Clapp? ¿Ha olvidado las sabrosas tostadas que me preparaba para el té? Soy el padrino de George y acabo de llegar de la India.

El matrimonio Clapp acompañó al comandante a las habitaciones ocupadas por el viejo Sedley, indicándole que se sentara en el sillón del padre de Amelia. Padre, madre e hija hicieron mil preguntas a Dobbin y le contaron todas las cosas que ya conocemos pero que eran ignoradas por el comandante, es decir, la muerte de la señora de Sedley y la partida de George a casa de su abuelo Osborne, y la manera como Amelia había aceptado la separación. Dos o tres veces abrió la boca para preguntar si Amelia se habla casado, y otras tantas le faltó el valor. Al cabo de mucho rato, le dijeron que Amelia había salido a pasear con su padre, a quien todas las tardes, después de comer, llevaba a los jardines.

—Tengo muchísima prisa —dijo de pronto el comandante—. Asuntos de la mayor importancia reclaman mi atención, pero quisiera tener el gusto de saludar a la señora viuda de Osborne. Si me hiciera el favor de acompañarme la niña…

La niña quedó encantada y sorprendida al oír la proposición. Manifestó que sabía dónde podrían encontrar a Amelia y que con placer especial acompañaría al comandante. Fuese a su cuarto, se arregló en un abrir y cerrar de ojos, y reapareció luciendo el mejor sombrero que tenía, un chal amarillo de su mamá y una pulsera de metal adornada con cristalitos, propiedad igualmente de su mamá.

Dobbin le ofreció el brazo, y ambos salieron a la calle llenos de alegría: el comandante, por llevar consigo una persona amiga que estuviese presente en la entrevista que tanto temía, y la niña por ir en compañía de un caballero tan apuesto y elegante como el militar.

En el trayecto tuvieron un encuentro que, siendo de lo más sencillo y trivial, fue para Dobbin manantial de vivo placer. En una calleja se cruzaron con un caballero joven, pálido, que avanzaba entre dos mujeres que a derecha e izquierda se colgaban de sus brazos, dejándole reducido a la condición de verdadero emparedado. Una de ellas era alta, algo entrada en años, de aspecto enérgico y facciones muy semejantes a las del caballero, y la otra, bajita y rechoncha, de tez muy morena y más bien fea que guapa. Como el caballero emparedado entre las dos señoras llevaba además un quitasol, un chal, una cesta y un bastón, claro está que no le restaba brazo vacante, y por consiguiente, no pudo llevar la mano al sombrero para contestar el saludo que al terceto hizo la compañera de Dobbin.

—¿Quiénes son? —preguntó Dobbin, conteniendo con dificultad la risa.

—Es nuestro cura, el reverendo señor Binny —respondió Mary Clapp—. Una de las señoras que le acompañan es su hermana, y la otra, la bajita y regordeta, su esposa, hija de un tendero de ultramarinos. Se casaron el mes pasado y acaban de regresar de su viaje de novios. Ella tiene un capital de cinco mil libras esterlinas. El casamiento lo hizo la hermana del cura, pero parece que las cuñadas han regañado ya.

La nueva entusiasmó tanto a Dobin, que sin darse cuenta descargó un bastonazo en el suelo y comenzó a caminar con paso redoblado.

—¡Allá están! —exclamó de pronto la muchacha.

—Puede que conviniera que te adelantases para anunciarme —contestó Dobbin.

Corriendo se dirigió Mary al banco donde Amelia estaba sentada con su padre, escuchando una de las interminables historias que todos los días le repetía el viejo. Amelia vio llegar a Mary y se levantó sobresaltada, temiendo que le trajera alguna mala noticia de George.

—¡Noticias!… ¡Noticias!… —gritó la mensajera de Dobbin—. ¡Ha venido! ¡Ya está aquí!

—Pero ¿quién ha venido? —interrogó Amelia, pensando en su hijo.

—¡Mírele… allá! —contestó Mary, extendiendo el brazo en dirección al comandante.

Volvióse Amelia, vio a Dobbin, se puso encendida, y comenzó a llorar. El comandante la miró como puede suponerse el lector, y se sintió inundado de alegría al verla correr a su encuentro, tendidas las manos. No la encontró cambiada; un poquito más pálida, un poquito más gruesa, pero los mismos ojos, la misma mirada dulce. Dobbin tomó las dos manos de Amelia y las retuvo entre las suyas. No hablaba; su lengua se negaba a articular, su garganta a dar paso a los sonidos.

—Tengo que anunciar la llegada de otro —dijo Dobbin al cabo de un rato de silencio.

—¿De su esposa? —preguntó Amelia, iniciando un movimiento de retirada.

—No —contestó Dobbin soltando las manos—. ¿Quién ha podido decir a usted desatino semejante? Me refiero a su hermano, a Joseph, que ha hecho el viaje en el mismo barco que yo, y no tardará en llegar para hacer felices a todos.

—¡Papá!… ¡Papá!… —gritó Amelia—. ¡Noticias! ¡Noticias! ¡Mi hermano está en Inglaterra! Viene a hacerse cargo de nosotros… ¡Aquí tenemos ya al comandante Dobbin!

El señor Sedley, sobresaltado y tembloroso, se incorporó tratando de concentrar sus pensamientos. Avanzó dos pasos, hizo a Dobbin una reverencia profundísima, le llamó señor Dobbin y le preguntó si seguía bien su señor padre. Añadió que pensaba devolver al último una visita que recientemente le había hecho. El padre de Dobbin le había visitado por última vez ocho años antes.

—Sus facultades mentales comienzan a flaquear —susurró Amelia al oído de Dobbin, mientras éste estrechaba con efusión las manos del viejo.

Asuntos urgentes reclamaban la presencia de Dobbin en Londres, según manifestación propia, pero aquél accedió a dejarlos para otro día a fin de no desairar al señor Sedley, quien le invitó a tomar el té en su casa. Amelia se apoderó del brazo de su amiguita del chal amarillo y emprendió el regreso a su domicilio, obligando a Dobbin a encargarse de acompañar al viejo. Éste caminaba con paso lento y haciendo frecuentes paradas, a fin de poder contar a su acompañante infinidad de historias añejas sobre su persona y la de su difunta esposa, sobre su prosperidad y su quiebra. Sus pensamientos e impresiones, conforme acontece a los ancianos, se referían a tiempos muy remotos: del presente, ni habló, ni sabía nada, excepción hecha del triste suceso de su ruina. El comandante le dejaba hablar sin interrumpirle; sus ojos y sus facultades seguían al ser querido que caminaba delante de él, a la mujer que siempre tuvo grabada en su imaginación, a la mujer cuyo nombre mezcló en todas sus plegarias, a la mujer cuya imagen le visitó en todos sus sueños y en todas sus vigilias.

Aquella tarde estuvo Amelia radiante de felicidad: con la sonrisa en los labios, derrochando actividad, y, sobre todo, gracia y elegancia, a juicio de Dobbin, hizo los honores de la casa al huésped llegado de la India. ¡Cuántas veces la soñó Dobbin como la veía en aquel instante, dichosa y alegre, pendiente de las necesidades de los viejos que la rodeaban, y sobrellevando la pobreza con encantadora sumisión y conformidad! Me guardaré muy mucho de asegurar que el gusto de nuestro comandante fuese de los más refinados, y no pretenderé convencer a nadie de que la obligación de las inteligencias superiores sea contentarse con un paraíso; donde sirvan tostadas de pan con manteca a todo pasto, manjar que en la ocasión presente bastó a nuestro amigo; lo que sí aseguraré es que paraíso pareció a Dobbin la humilde casa de Amelia, y manjar celestial las rebanadas de pan, tanto, que no se cansaba de beber tazas y más tazas de té, cual si se hubiera propuesto ser émulo del famoso doctor Johnson.

Amelia, viendo su afición al té, animaba a su huésped, y no sin cierta expresión picaresca llenaba sin cesar su taza. Cierto que ella ignoraba que Dobbin no había comido, y que tenía cubierto puesto en Slaughters, en la misma mesa, donde tantas veces se sentó con su amigo George, cuando Amelia era una niña, cuando todavía estaba en el colegio de la señorita Pinkerton.

Lo primero que Amelia mostró a Dobbin fue la miniatura de su hijo. Como es natural, el original era incomparablemente más guapo que el retrato. Mientras el anciano estuvo despierto, Amelia apenas si habló de George, porque era muy doloroso para aquél oír pronunciar el nombre de Osborne. Seguramente ignoraba que desde hacía una porción de meses vivía exclusivamente de la largueza de su enemigo.

Dobbin narró al viejo todo lo que había pasado a bordo del Ramchunder y acaso bastante más, pues exageró no poco las benévolas disposiciones de Joseph con respecto al autor de sus días. Si hemos de dejar la verdad en su punto, diremos que Dobbin, durante el viaje, había hecho ver a su compañero que tenía sagrados deberes que cumplir con los individuos de su familia, concluyendo por arrancarle la promesa formal de que se encargaría de su hermana y de su sobrino; también hizo desaparecer la irritación de Joseph en lo referente a las letras de cambio giradas por el anciano contra él, explicándole riendo que no fue Joseph solo quien sufrió las consecuencias de la famosa remesa de vino, porque también él se vio favorecido con otra de la misma procedencia y en cantidad tan enorme, que le puso a dos dedos de reñir con todos sus amigos. En una palabra: Dobbin, que conocía a fondo a Joseph, aduló su amor propio y logró hacer que sus sentimientos, que por naturaleza no eran malos, estuviesen lo mejor dispuestos con respecto a su familia.

No sin cierto rubor confieso que William Dobbin estiró y forzó tanto la verdad, que llegó a decir al viejo Sedley que la causa del regreso de Joseph a Europa había sido especialmente el deseo de volver a verle.

A la hora acostumbrada, el señor Sedley comenzó a roncar en su sillón, circunstancia que permitió a Amelia iniciar la conversación que deseaba ardientemente, y que se refería exclusivamente a George. No hizo la menor alusión al dolor que le produjo la separación, porque aquella santa mujer, aunque sufría lo indecible desde que su tesoro no estaba a su lado, consideraba criminal arrepentirse de haberle perdido, pero en cambio habló extensamente y con entusiasmo de las virtudes, del talento, del porvenir brillantísimo que a su hijo esperaba. Describió su hermosura angelical, narró mil sucesos que ponían de relieve su generosidad y grandeza de alma, dijo que una duquesa de estirpe real le había detenido y dirigido la palabra en los jardines de Kensington, ponderó la magnificencia que le rodeaba desde que vivía con su abuelo, dijo que tenía caballo y groom, que hacía prodigios en el colegio dirigido por el sabio reverendo Lawrence Veal.

—Sus conocimientos son extensísimos —decía Amelia—, lo sabe todo. En las veladas literarias que da el reverendo Lawrence, se encarga siempre de los papeles más difíciles y de mayor lucimiento. Usted, William, que es muy instruido, usted que tanto sabe, que tanto ha leído, que es tan inteligente y culto… No mueva usted la cabeza, ni me diga que no, que recuerdo habérselo oído decir a él muchas veces… usted, repito, se entusiasmaría si asistiese a las veladas del señor Veal. Las celebra todos los últimos jueves de mes. El señor Veal está encantado con mi George: dice que en el foro, en la magistratura, en el Senado, en política, no existe puesto, por encumbrado que se le suponga, al que no pueda aspirar mi hijo. Vea usted esa pequeña muestra de su talento —añadió, sacando de un mueble una hoja de papel—. Es una composición suya… Léala.

La composición decía lo siguiente:

Sobre el egoísmo. De todos los vicios que degradan al género humano, es el egoísmo el más odioso y despreciable. El amor desordenado al Yo, arrastra a los hombres a la comisión de los crímenes más monstruosos y ocasiona, con lamentable frecuencia, la ruina de las Naciones y de las Familias. De la misma manera que un hombre egoísta sume a su familia en los profundos abismos de la miseria, así un rey egoísta arruina a su pueblo y muchas veces hace descargar sobre él los horrores de la guerra.

Por ejemplo: el egoísmo de Aquiles, puntualizado por el poeta Hornero, desató mil desventuras sobre los griegos (Hornero, Iliad. C. 2); el egoísmo de Napoleón Bonaparte ocasionó innumerables guerras en Europa y fue causa de que él mismo fuese a morir en una mísera isla, la de Santa Elena, perdida en las soledades del océano Atlántico.

Estos ejemplos nos demuestran que no debemos consultar nuestro interés y ambición personal, sino también los intereses de nuestro prójimo.

GEORGE OSBORNE

Gimnasio Minerva, 24 de abril de 1827

—Ya ve usted, mi querido Dobbin —dijo Amelia—. A sus años escribir una composición tan elocuente, tan filosófica, y hasta comentar autores griegos… ¿Verdad que es portentoso? ¡Oh, William! ¡Qué tesoro me envió Dios cuando me dio este hijo! ¡Es el consuelo de mi vida… y la imagen viva del que está en el cielo!

«¿Debo guardarle rencor por su fidelidad?», pensaba Dobbin. «¿Debo estar celoso de un amigo que duerme en la tumba, o considerarme ofendido porque un corazón como el de Amelia sólo pueda amar una vez y para siempre? ¡Ah, George, George, cuan poco supiste apreciar el tesoro que tenías en tu mujer!».

Cruzaron estas reflexiones por la mente de William mientras estrechaba las manos de Amelia entre las suyas y ésta se pasaba el pañuelo por los ojos.

—¡Mi buen amigo! —continuó ella—. ¡Cuánta bondad, cuánta abnegación ha tenido usted siempre para mí! Me parece que papá despierta… Mañana irá usted a ver a mi George, ¿verdad?

—Mañana me será imposible —contestó Dobbin—. Tengo mil asuntos que resolver.

No quería confesar que todavía no había visto a sus padres ni a su querida hermana Annie, omisión que censurarán todos mis lectores.

Despidióse de Amelia, dejando las señas de su domicilio para cuando llegase Joseph.

A su llegada al establecimiento Slaughters, encontró frío el pollo asado, como no podía menos de suceder, y frío lo comió. Como sabía que su familia se recogía temprano, no quiso molestarla visitándola a hora que comenzaba a ser intempestiva, y se fue, después de cenar, al teatro Haymarket, donde desearemos que se divierta.