Regreso
UNO DE LOS MUCHOS motivos de orgullo más del agrado del viejo Osborne era ver que Sedley, su antiguo rival, enemigo y bienhechor, arrastraba sus últimos días sumido en tal humillación y reducido a tanta miseria, que se veía obligado a recibir dádivas pecuniarias de manos del hombre que tan cruelmente le había ultrajado. El ser feliz, el mimado de la fortuna, maldecía al pobre, al náufrago de la vida, y de vez en cuando se complacía en enviarle algún socorro. Al entregar a George dinero para su madre, hacíale comprender, por medio de alusiones groseras y brutales a fuerza de ser claras, que su abuelo materno era un mendigo arruinado, un quebrado, un miserable que estaba a merced de cualquiera, un tramposo que le debía muchísimo dinero, pero a quien, no obstante, quería socorrer. George transmitía a su madre las insultantes palabras y las repetía al pobre viejo, que no tenía en el mundo otro amparo que el de Amelia. El niño afectaba aires de protector con el anciano.
Acaso habrá quien acuse a Amelia diciendo que al aceptar socorros pecuniarios de los enemigos de su padre, olvidaba el sentimiento de legítimo amor propio, que es lo último que las almas elevadas deben olvidar, pero ¿acaso mediaron nunca relaciones estrechas entre el amor propio y la dulce y angelical Amelia? Sencilla y humilde por temperamento, la pobreza, las privaciones, las palabras duras que hubo de escuchar, las delicadas atenciones que nunca le fueron retribuidas, la dependencia en que vivió desde que fue mujer, o mejor dicho, desde el día de su desdichado matrimonio con George Osborne, fueron otras tantas causas que determinaron, no ya la atrofia, sino la muerte de su amor propio. ¿Por ventura pueden tener amor propio los pobres, los desvalidos, los que sufren los zarpazos de la desgracia, los que se ven despreciados por el delito de no ser ricos? ¿Acaso los que poseen hacen algo por librarles de su humillación? No descenderán, lo aseguro desde luego, de lo alto de su prosperidad, para lavar los pies de los míseros castigados por el infortunio. ¡Qué han de descender, si hasta verles, si hasta hablarles les resulta odioso! «Preciso es que haya clases, que en el mundo haya ricos y pobres», dice el opulento, mientras saborea copas de vinos costosos y ni se acuerda de enviar al pobre Lázaro las migajas que caen de su mesa. Ignoro si en el mundo es preciso que haya ricos y pobres; lo que sí afirmo es que me parece capricho inexplicable que la lotería de la vida regale a unos púrpuras y finísimos lienzos, y a otros no les dé más que andrajos para que cubran sus fláccidas carnes y perros para que les consuelen.
Pero prosigamos nuestra historia.
La madre de Amelia había muerto, conforme dijimos en el capítulo anterior, y fue sepultada en el cementerio de Brompton. La conducción del cadáver tuvo lugar en un día triste y lluvioso, que recordó a Amelia el de su matrimonio. A su lado caminaba su hijo, vistiendo magnífico traje de luto. Sus pensamientos dieron un salto atrás de una porción de años, y le recordaron el día en que unió su suerte a la de George, a la del padre del pedazo de su alma que marchaba a su lado, y llegó a desear trocar de puesto con… Pero no: como de ordinario, la avergonzó su egoísmo y pidió a Dios que le diese fuerzas para cumplir su deber hasta el fin.
Resuelta a sacrificarse en aras de la felicidad de su padre, hacia esta finalidad hizo converger todos sus pensamientos, todas sus energías. Junto a su padre trabajaba, cosía, remendaba, cantaba, le hacía la partidita de cientos, le leía los periódicos, le guisaba los platos que eran más de su gusto, le llevaba a pasear a los jardines de Kensington, escuchaba sus historias con sonrisas eternas, y le seguía la corriente cuando el viejo, sentado en alguno de los bancos del jardín, lamentaba sus desventuras y se quejaba de la injusticia del destino. Y a todo esto, los pensamientos de la pobre viuda no podían ser más tristes. Los niños que correteaban por los paseos de los jardines le recordaban a su George, que le había sido arrebatado, mejor dicho, a los dos Georges: uno, arrancado de su lado por la muerte, otro por la desgracia. Dos amores únicos, y los dos perdidos. Y la cuitada pretendía convencerse de que entrambos amores fueron culpables, y de consiguiente, que tenía más que merecido el castigo que sobre ella pesaba.
Ya sé que resultan tediosas en extremo todas las historias de cautiverios si no se las matiza con algún incidente alegre o gracioso, como por ejemplo, la presencia de un carcelero de corazón sensible, o la persona truculenta de un alcaide de fortaleza, o algún ratoncillo que tiene el capricho de jugar con las barbas del prisionero, o alguna galería subterránea abierta con los dientes y las uñas por un antiguo sepultado en vida, pero en la historia del cautiverio de Amelia, pues cautiverio era su soledad, y de los más crueles, el cronista no encuentra incidente alguno, ni de la índole de los apuntados ni de ninguna otra. Fuerza es presentarla a los lectores muy triste, pero siempre dispuesta a sonreír; muy mísera, muy pobre, pero cantando, guisando platos, jugando sus partiditas, remendando las medias, para hacer feliz a su padre. No nos importe, pues, averiguar, si era heroína o no; pero pidamos a Dios que nos conceda la dicha de tener, si llegamos a viejos, un hombro cariñoso donde apoyarnos y una mano toda amor y abnegación que ponga blanda y mullida la almohada sobre la cual reclinemos nuestra cabeza.
Después de la muerte de su mujer, el viejo Sedley se encariñó más con su hija, y ésta encontró en el cariño de su padre un consuelo que le hacía menos penoso el cumplimiento de sus ingratos deberes.
Pero no es nuestro propósito dejar eternamente a estos dos personajes en la triste situación en que por ahora les vemos. Días mejores, días de felicidad, les tiene reservado el destino. Es posible que el ingenioso lector haya adivinado quién era el caballero robusto que acompañaba a William Dobbin cuando éste se presentó en el colegio donde se educaba George: era otro antiguo amigo nuestro, que regresaba a Inglaterra, acaso cuando su presencia podía ser más ventajosa para sus parientes.
Obtenido por el comandante Dobbin el oportuno permiso para ir a Madras, y desde allí proseguir el viaje hasta Europa, llegó a la población antes citada presa de alta fiebre. Los criados que le acompañaban le transportaron, enfermo de verdadera gravedad, a la casa del amigo suyo donde debía permanecer hasta que embarcase para Europa, si Dios hacía que pudiera embarcar, pues era opinión de muchos que su viaje terminaría en el cementerio de Madras, donde un batallón haría las salvas de ordenanza sobre su tumba.
Tan inminente fue el peligro, que él mismo creyó que era llegada su hora postrera, y tomó las disposiciones en consecuencia. Otorgó testamento, legando lo poco que poseía a las personas que más deseaba beneficiar. El amigo en cuya casa se encontraba fue testigo del testamento. Entre otras cosas, dispuso que le enterrasen con una cadenita de cabello castaño obscuro que llevaba en el cuello, cadenita que databa del tiempo en que Amelia, de resultas del dolor producido por la muerte de George, cayó enferma en Bruselas y hubo necesidad de cortarle el cabello.
Su naturaleza robusta venció la enfermedad, mas recayó de nuevo, pasó largos días entre la vida y la muerte, curó al fin, pero era un esqueleto cuando embarcó en el Ramchunder, navío de la Compañía de las Indias Orientales. Cuantos le vieron embarcar profetizaron que no llegaría al término de su viaje; pero fuese la influencia de las brisas del mar, fuese que en su pecho renació la esperanza, el hecho es que desde el día que el buque tendió sus velas y puso proa a casa, nuestro amigo entró en período de franca convalecencia y estaba completamente bien, aunque flaco y amarillo, cuando el buque dobló El Cabo.
—¡Pobre amigo Kirk! —exclamó Dobbin sonriendo—. Por esta vez te llevas chasco. Seguramente esperas ser ascendido a comandante tan pronto como el regimiento llegue a Inglaterra, pero chico, no hay de qué.
Debemos decir que mientras Dobbin fluctuaba en Madras entre la vida y la muerte, su regimiento recibió orden de embarcar para Inglaterra; nuestro comandante habría podido hacer el viaje con su regimiento si hubiese tenido paciencia para esperar su llegada a Madras.
Es posible que se decidiese a embarcar sin esperar a sus compañeros de armas por miedo a caer en manos de Glorvina.
—Creo que la señorita O’Dowd hubiese concluido conmigo si hiciera el viaje en nuestra compañía —decía riendo a su compañero—, y luego que me hubiera enviado a mí al fondo del mar, habría caído sobre ti, Joseph.
El compañero de viaje de Dobbin era Joseph Sedley, quien regresaba a la metrópoli después de haber pasado diez años en Bengala. Un viaje a Europa le era de necesidad imperiosa después de su dilatado régimen de banquetes diarios, de grogs, de burdeos, de champaña, y últimamente de ron y aguardiente. Por otra parte, había cumplido sus años de servicios en las Indias y cobrado pingües emolumentos que le permitieron reunir un capital muy respetable. Libre era, pues, de volver a su patria, y disfrutar en ella la pensión crecida a que tenía derecho, o bien continuar sirviendo, ocupando la categoría que por sus años de servicios y por su excepcional talento le correspondía.
Era menos obeso que cuando nos despedimos de él, pero había ganado mucho en majestuosidad y en solemnidad de porte. Usaba bigote, que a usarlo le daban derecho los servicios prestados a la patria en Waterloo, y lucía profusión de joyas. Solía almorzar en su camarote y jamás se presentaba en el puente sin ir vestido de etiqueta. Le acompañaba un criado del país, mártir que gemía bajo la tiranía de nuestro vanidoso amigo, y una de cuyas ocupaciones principales era seguir a su señor a todas partes con la pipa. El pobre criado oriental ostentaba en la parte superior del turbante la cifra en plata de Joseph Sedley. Entre el pasaje había dos o tres oficiales que regresaban a Inglaterra para reponerse de su tercer ataque de fiebre, los cuales halagaban el amor propio de nuestro amigo recordándole historias de cacerías de tigres y de la campaña contra Napoleón, cuyo héroe era aquél. Uno de los días más grandes de su vida fue el en que, habiendo el buque hecho escala en Santa Elena, Joseph visitó la tumba de Napoleón, y a su regreso a bordo, ante un auditorio formado por la mayor parte del pasaje y no pocos oficiales del buque, pero ausente Dobbin, hizo un relato admirable de la batalla de Waterloo, dando a entender muy transparentemente que, de no haber sido por él, Joseph Sedley, el emperador no habría visitado jamás a Santa Elena.
Desde el día de su visita a la tumba de Napoleón dio Joseph pruebas de una generosidad verdaderamente conmovedora: sus vinos finos, sus compotas, sus carnes en conserva, sus sodas, todo lo que había embarcado con objeto de regalarse exclusivamente a sí mismo, dejó de pertenecerle para ser de todos sus admiradores. No había señoras a bordo, y como por otra parte Dobbin había otorgado la preferencia a Joseph, Joseph ocupaba la cabecera de la mesa. Joseph era el primer dignatario a bordo, Joseph recibía del capitán del buque y de todos los oficiales las consideraciones, homenajes y respeto debidos a su elevada categoría.
¡Cuántas noches bellas y tibias, mientras la tajante proa del buque cortaba los negros y mugidores lomos del mar, y la luna y las estrellas brillaban en la bóveda celeste, Joseph y Dobbin, sentados junto a la borda y fumando su cigarro el uno y su hookah el otro, hablaban de su país natal! Lo más notable de estas conversaciones íntimas es que Dobbin, con habilidad maravillosa y perseverancia sorprendente, hacía que recayese la conversación sobre Amelia y su hijo. Joseph comentaba, sin gran comedimiento por cierto, las desventuras de su padre y las peticiones constantes y nada ceremoniosas que dirigía a su bolsillo, y Dobbin le replicaba haciéndole comprender que su padre no era responsable de su desgracia, sino muy digno de lástima, porque siempre la merecen las calamidades y los años. A continuación procuraba hacerle ver que desde luego comprendía que le sería penoso vivir con sus ancianos padres, cuyas costumbres y género de existencia era difícil que se armonizasen con las de un joven habituado a otra sociedad muy diferente, pero que debía felicitarse por su buena suerte, toda vez que en Londres encontraría casa y hogar propios que le librarían de volver a la vida aburrida y molesta de soltero. Allí tenía a su hermana Amelia, la persona llamada a dirigir su casa, una persona que era prodigio de buen gusto, modelo de bondad, la perfección bajo todos los aspectos. Dobbin obsequiaba a su amigo con mil historias sobre el renombre de elegante y distinguida que conquistó Amelia en Bruselas y en Londres, donde mereció ser admirada por toda la sociedad culta y elevada. La lástima era que entre la madre y los abuelos echarían a perder con sus mimos a George; pero no, Joseph prevendría el daño colocando al niño en un buen colegio y encargándose de hacerle hombre distinguido y de provecho. En una palabra, tal maña se dio el comandante, que consiguió que Joseph se comprometiera a hacerse cargo de su hermana y de George.
Como se ve, los dos amigos desconocían los últimos sucesos ocurridos a la familia Sedley: ni sospechaban que la madre de Amelia hubiese muerto ni que George viviera con su abuelo paterno.
Hemos dicho antes que Dobbin entró en período de franca convalecencia no bien el buque que debía conducirle a Europa izó sus velas, pero no es verdad. El comandante continuaba enfermo, gravísimamente enfermo, dos o tres días después de haber embarcado, y ni manifestó la menor alegría cuando encontró a bordo a su antiguo amigo Joseph Sedley, ni se inició su mejoría hasta que la casualidad quiso que los dos amigos sostuviesen una conversación en el puente, adonde habían sacado a Dobbin para que respirase las puras brisas del mar. Dobbin dijo a Joseph que se moría sin remedio, que había otorgado testamento, que legaba algo a su ahijado y que deseaba que Amelia fuese muy feliz en su segundo matrimonio.
—¿Su segundo matrimonio? —repitió Joseph—. ¡No hay tal! Hasta mí llegó también la noticia, y como las cartas de mi hermana no hacían la menor alusión a su matrimonio, escribí preguntándole, y me contestó que nunca pensó en casarse, que quien se casaba era el comandante Dobbin, a quien deseaba todo género de felicidades en su nuevo estado.
Preguntó Dobbin de qué fecha eran las cartas a que se refería: Joseph se las mostró, resultando que habían sido escritas dos meses después que las que él recibió. La mejoría comenzó en aquel punto y hora.
Desde que el buque dejó atrás a Santa Elena, Dobbin dio tales muestras de animación y de alegría, que era la admiración del pasaje. Bromeaba con los marineros, jugaba con los compañeros de viaje, corría por cubierta, trepaba como un muchacho por las vergas, y hasta cantó una noche, delante de todos los oficiales del buque y del pasaje, una canción cómica que hizo desternillar de risa al auditorio. El capitán del buque, que había incluido al comandante en el número de los pobres de espíritu, hubo de confesar que era un jefe lleno de profunda reserva, pero competente, sabio y meritorio.
—Sus maneras no son prodigio de distinción —decía a su primer oficial—, no será ministro de la Guerra, pero es hombre que vale.
A diez días de distancia se encontraban nuestros viajeros de las costas de Inglaterra cuando el buque quedó inmóvil a consecuencia de una calma chicha. Dobbin se entregó a tales excesos de impaciencia y de mal humor, que maravilló a todos sus compañeros de viaje, encantados hasta ese día de su bonachonería y alegre verbosidad. Renació su alegría el día que sopló de nuevo el viento, su corazón palpitó con furia, y nuestro amigo creyó volverse loco de contento el fausto día que vio subir a bordo al práctico del puerto, y sus ojos se extasiaron contemplando las dos torres amigas de Southampton.