Al día siguiente de la tormenta
LA MANSIÓN DE SIR PITT en la calle Gran Gaunt comenzaba a hacer los preparativos del día, cuando Rawdon, vestido con el mismo traje de etiqueta que no había abandonado desde dos días antes, pasó como una exhalación, atropellando casi a la mujer que barría la escalera, y penetró precipitadamente en el despacho de su hermano. Lady Jane, vestida de bata, había subido al piso superior donde, después de mandar que vistieran a sus hijos, escuchaba las oraciones matinales que aquéllos rezaban de rodillas. Todas las mañanas repetía lo mismo, antes del rezo general de la casa, al que asistían todos los moradores, que se hacía con solemnidad y era presidido por sir Pitt. Rawdon se sentó frente a la mesa de trabajo del barón, donde encontró libros, cuentas, una Biblia, periódicos y revistas, formados como en parada para ser revistados por el jefe de la casa.
Rawdon tomó un periódico y quiso leer hasta tanto llegase su hermano, pero ni cuenta se dio de lo que leía. Para él no tenían sentido los artículos dedicados a la política, ni las críticas teatrales, ni la noticia de la apuesta de cien libras esterlinas cruzada entre Barking Butcher y Tutbury Pet, ni siquiera las columnas consagradas a la fiesta celebrada en el palacio de los marqueses de Steyne. Otros pensamientos embargaban su mente.
Exacto como el reloj de mármol negro que había sobre la repisa de la chimenea, sir Pitt se presentó en el umbral de la puerta de su despacho a las nueve en punto, vestido, recién afeitado, peinado y perfumado, fresco como una rosa. Hizo un movimiento de sorpresa al distinguir a su pobre hermano con el traje en desorden, los ojos inyectados y el cabello caído sobre la cara. El primer pensamiento que se le ocurrió fue que Rawdon acababa de salir de una orgía y que se hallaba bajo los efectos del alcohol.
—¡Santo Dios, Rawdon! —exclamó con cierta acritud—. ¿Qué te trae tan temprano? En el estado en que te encuentras, ¿no te parece que debieras encerrarte en tu casa?
—¡En mi casa! —dijo Rawdon, soltando una carcajada salvaje—. No te alarmes, Pitt, que no estoy borracho. Cierra la puerta: tengo precisión de hablarte.
Cerró el barón la puerta, sentóse en el sillón preparado para el visitante eventual o confidencial que necesitase tratar asuntos con el jefe de la casa y se puso a limarse las uñas con ardor.
—Pitt —dijo el coronel después de una pausa—; todo ha terminado para mí: estoy perdido.
—Te lo he predicho mil veces —respondió el barón con tono avinagrado—. Me es imposible hacer nada por ti; todo mi dinero lo tengo empleado. Hasta las cien libras que Jeannie te llevó anoche las espera mi abogado mañana por la mañana, así que su falta me pone en un verdadero apuro. No quiero decir con esto que te retiro mi apoyo, pero comprende que pretender pagar la totalidad de tus deudas sería tanto como pretender saldar la deuda nacional. Es una locura pensar en semejante cosa. Lo primero que debes hacer es llegar a un arreglo con tus acreedores: que moderen éstos sus exigencias, pues de otra suerte, la familia, por doloroso que sea, nada puede, nada debe hacer. No serás el primero: George Kitely, hijo de lord Ragland, fue preso por deudas la semana última; pues bien, su padre jura que no pagará un peni…
—Si no es dinero lo que vengo a pedirte —interrumpió Rawdon con voz ronca—. No se trata de mí, ni te importe lo que a mí pueda ocurrirme…
—¿De qué se trata, pues? —preguntó Pitt respirando con más libertad.
—De mi hijo —contestó Rawdon con voz conmovida—. Quiero que me prometas que le prestarás tu apoyo, que te harás cargo de él luego que yo muera. Tu santa mujer le ha tratado siempre con vivo cariño, y él la quiere más que a su… Sabes muy bien, Pitt, que yo debía heredar la fortuna de nuestra difunta tía, que no me criaron como segundón condenado al trabajo, sino como hombre rico; sabes que me habituaron desde niño a las extravagancias y a la ociosidad… ¡Ah! ¡Cuán distinto de lo que soy sería en la hora presente si me hubiesen criado de otra suerte! Prosigo: sabes cómo perdí la fortuna que debía heredar, y quién la disfruta en la actualidad.
—Después de los sacrificios que por ti he hecho, después del auxilio que te he prestado, paréceme que debieras abstenerte de dirigirme palabras de reconvención. Tú decidiste tu matrimonio, no yo.
—¡Todo acabó ya! —gimió Rawdon, exhalando un gemido que despertó las alarmas de su hermano.
—¡Santo Dios! ¿Ha muerto? —preguntó el barón, con acento de profunda conmiseración.
—¡Ojalá! —contestó Rawdon—. Si no hubiese sido por mi hijo, esta mañana me habría degollado después de matar al canalla miserable.
Inmediatamente sospechó sir Pitt la verdad y adivinó que era lord Steyne el mortal cuya vida ansiaba cortar Rawdon. El coronel hizo un relato breve de lo sucedido.
—Fue un plan urdido entre los dos miserables —dijo—. Me asaltaron los alguaciles cuando salí de su palacio; escribí a mi criminal mujer pidiéndole el dinero necesario y me contestó que se encontraba enferma en cama, y que vendría con el dinero al día siguiente. Fui a mi casa, y la encontré cargada de brillantes y a solas con ese villano.
Pintó a continuación, con frase entrecortada, su lucha personal con lord Steyne, y dijo que la escena ocurrida no admitía más que una solución, la que iba a adoptar luego que terminase la conferencia con su hermano.
—Enviaré los padrinos a ese bribón —repuso—, y si la suerte me es adversa, como mi hijo es huérfano de madre… Pitt… quisiera legártelo a ti y a Jeannie… Me iré consolado si me prometes que no le negarás tu apoyo.
Sir Pitt, profundamente afectado, estrechó la mano de su hermano con cordialidad rara vez vista en él. Rawdon se pasó el revés de la mano por los ojos.
—¡Gracias, hermano mío, gracias! —exclamó—. Sé que puedo confiar en tu palabra.
—Te lo juro por mi honor —dijo el barón—. Puedes estar tranquilo.
Sacó Rawdon del bolsillo la cartera que había encontrado en el cajón secreto de la mesa de su mujer, y de la cartera, el fajo de billetes que contenía.
—Hay aquí seiscientas libras esterlinas —dijo—. No suponías seguramente tú que tu hermano fuese tan rico. Quiero que devuelvas a la Briggs el dinero que nos prestó. Siempre ha sido para mí motivo de vergüenza retener el dinero de esa pobre mujer que tan cariñosa ha sido para mi hijo. Quedará una cantidad de la cual me reservaré unas cuantas libras, y enviaré el resto a Becky para que no muera de hambre.
Al hablar, sacó los billetes que deseaba entregar a su hermano. Temblaba su mano, y era tal su agitación, que dejó caer la cartera y salió de ésta el billete de mil libras esterlinas de que tenemos noticia.
Pitt se inclinó y recogió los billetes, admirado de que su hermano fuese dueño de tan crecida cantidad.
—¡Ése no! —gritó Rawdon—. Ese billete quiero enviárselo a su dueño juntamente con una bala.
Rawdon había resuelto envolver en el billete de mil libras la bala con que pensaba matar a lord Steyne.
Separáronse los hermanos después de este coloquio, no sin antes estrecharse efusivamente las manos. Lady Jane, que había tenido noticia de la llegada del coronel, esperaba a su marido en el comedor, contiguo al despacho, augurando alguna desgracia. Como la puerta del comedor estaba abierta, dio la casualidad que la salida de la dama del comedor coincidiera con la salida de los caballeros del despacho. Lady Jane alargó su diestra a Rawdon y dijo que se alegraba de que hubiese venido a almorzar con sus hermanos, aunque la palidez de aquél y la expresión sombría del rostro de su marido pregonaban bien a las claras que no era del almuerzo de lo que los hermanos acababan de hablar. Rawdon balbuceó algunas excusas y estrechó con fuerza aquella pequeña y tímida mano, marchándose sin pronunciar una palabra de explicación, aunque su cuñada pudo leer en su rostro las calamidades que habían caído sobre él. Tampoco sir Pitt pensó en explicarse. Entraron en aquel punto los niños y le besaron como de ordinario, beso que contestó el padre con su frialdad habitual, pasando seguidamente a donde esperaban los criados para presidir la oración matinal.
Rawdon Crawley, mientras tanto, se dirigió presuroso al palacio Gaunt y descargó tan terrible golpe con la cabeza de Medusa que adorna la puerta del domicilio de los marqueses de Steyne, que hizo aparecer tonos purpurinos en el rostro del Sileno que desempeña las altas funciones de portero de la casa. Asustóse éste al fijarse en la expresión del rostro del coronel y en el desorden de su traje, y se colocó en el centro del paso como si temiese que el visitante llegaba dispuesto a abrírselo a viva fuerza, pero Rawdon se limitó a sacar una tarjeta de visita, que rogó que pusieran en manos de lord Steyne. En la tarjeta había escrito antes unas palabras para hacer saber al marqués que el coronel esperaría desde la una de la tarde en el casino Regent, calle Saint James, y no en su casa. El obeso portero contempló con mirada de asombro la marcha del coronel, quien, llegándose a la primera parada de coches, tomó uno, mandando que le condujeran al cuartel de Knightsbridge.
Durante el recorrido del trayecto, habría podido ver Rawdon a su antigua conocida Amelia, que iba desde el barrio Brompton a la plaza Russell, pero nuestro coronel luchaba con preocupaciones muy hondas para reparar en lo que en el mundo exterior pasaba. Llegó al cuartel, preguntó por su antiguo amigo el capitán Macmurdo, le contestaron que se encontraba en casa, y presuroso se dirigió a su pabellón.
El capitán Macmurdo, soldado veterano que se batió en Waterloo, adorado en su regimiento, y que hubiese hecho una gran carrera si hubiera tenido dinero, dormía en aquel momento la siesta del carnero. La noche anterior había asistido a la cena con que el honorable capitán George Cincbars había obsequiado en su casa de la plaza Brompton a sus camaradas del regimiento y a una porción de damas del cuerpo de baile, y como Macmurdo se había divertido como el que más, porque trataba con confianza a todo el mundo, sin distinción de jerarquía, edad ni sexo, y por otra parte estaba libre de servicio, había querido descansar de las fatigas nocturnas.
Bastó que Rawdon anunciase al capitán que necesitaba un amigo, para que comprendiese aquél qué clase de servicio venía a pedirle. A decir verdad, era experto en la materia, y había intervenido en docenas de lances de honor, dando en todos ellos pruebas patentes de pericia y de prudencia.
—¿Cuál es el motivo de la pendencia, hijo mío? —preguntó el capitán—. Supongo que no se tratará de una cuestión de juego, como la que motivó el lance en el que matamos al capitán Marker, ¿eh?
—El motivo es… es… mi mujer —contestó Rawdon poniéndose encarnado y bajando los ojos.
—¡Diablo… diablo! ¡Siempre dije que te pondría en ridículo!
En verdad, sobre los riesgos del honor del coronel Crawley hacía tiempo que se cruzaban apuestas en el regimiento, pues tal era la fama de ligereza de su mujer, pero Macmurdo al ver el brillo de los ojos de Rawdon consideró conveniente no extenderse más en sus apreciaciones.
—¿Es inevitable el lance? —prosiguió el capitán—. Quiero decir… ¿Se trata de sospechas o… de qué? ¿Cartas? ¿No es posible echar tierra al asunto? Mejor sería no promover escándalo en cuestiones de esta clase, de no ser realmente inevitable.
—El asunto es de los que sólo una solución tienen, y de los que exigen que sólo vuelva una de las dos personas que en ellos toman parte activa —contestó Rawdon—. Me parece que he dicho bastante para que comprendas, Macmurdo. Me quitaron de en medio, haciéndome prender por deudas, y, al salir de la cárcel, les encontré solos. Dije al miserable que era un embustero y un cobarde, le derribé en tierra y le pegué.
—¡Muy bien hecho! ¿Quién es él?
—Lord Steyne.
—¡Ah!… ¡El marqués! Dicen que él… digo… dicen que tú…
—¿Qué demonios estás diciendo? —bramó Rawdon—. ¿Has oído alguna vez que alguien dudaba de mi mujer y no me lo has dicho?
—El mundo es muy maldiciente, hijo mío. ¿Qué sacaba yo, ni qué sacabas tú con que yo te repitiese lo que decían cuatro lenguas largas?
—¡Qué desgraciado soy, Macmurdo! —exclamó Rawdon cubriéndose el rostro con las manos y dando rienda suelta a su emoción.
—¡Anímate, hijo mío… ten valor! —decía el capitán, intensamente conmovido—. Marqués o lacayo, colocaremos una bala en sus sesos, y asunto concluido… En cuanto a tu mujer… no hagas caso: todas las mujeres son iguales.
—¡No sabes, no puedes saber hasta qué punto adoraba yo a la mía! —balbuceó Rawdon—. ¡Dios de Dios! La seguía a todas partes como si fuese su lacayo, y lo hacía con gusto. Renuncié a todo por casarme con ella, por ella soy un pordiosero. No lo creerás, pero te juro que hasta he empeñado mi reloj para tener el placer de llevarle cualquier bagatela que supiera yo que le gustaba… Y ella, ella escondía el dinero, lo guardaba a espaldas mías, y me negó las cien libras que necesitaba para salir de la cárcel.
A continuación, con fiereza, con frases incoherentes, con agitación que jamás vio en él su consejero, refirió con detalles la historia de su desventura.
—Después de todo —observó el capitán—, pudiera ser que tu mujer fuese inocente. Cien veces ha estado a solas con lord Steyne.
—No niego la posibilidad, pero esto no me parece prenda de inocencia —replicó con acento triste Rawdon, mostrando al capitán el billete de mil libras esterlinas que encontró en la cartera de Becky. Este billete se lo dio él, Macmurdo; ella lo escondió, y, teniendo a su disposición ese dinero, se negó a desprenderse de las cien libras necesarias para ponerme en libertad.
Mientras los dos amigos departían en la forma que estamos viendo, un criado del capitán, a quien se habían dado las órdenes oportunas, se dirigía a la calle Curzon con encargo de traer la maleta del coronel, con ropas de las que se encontraba en gran necesidad. Durante la ausencia del criado, entre Rawdon y el capitán redactaron una carta, que el segundo debía presentar a lord Steyne. Decía la carta que el capitán Macmurdo solicitaba una entrevista con lord Steyne, para tratar, en nombre del coronel Rawdon Crawley, cuya representación llevaba, las condiciones del encuentro que indudablemente desearía tener lord Steyne, encuentro que lo ocurrido en la casa del coronel hacía inevitable. El capitán Macmurdo rogaba a lord Steyne que delegase su representación en un amigo, con quien se pondría de acuerdo, y añadía que sus deseos eran solucionar cuanto antes el asunto. Terminaba la carta diciendo que tenía en su poder un billete de banco que suponía propiedad del marqués de Steyne, y que anhelaba entregarlo a su dueño.
Acababan de redactar la carta los dos amigos cuando regresó el criado, pero sin la maleta que había ido a buscar.
—No han querido entregármela —dijo—. La casa es un campo de Agramante; el propietario del edificio se ha posesionado de ella, y los criados están todos borrachos en el salón. Dicen… dicen que usted, mi coronel, ha escapado con la plata. Ha desaparecido uno de los criados, y Simpson, borracho como una cuba, jura y perjura que de allí no se saca nada hasta que le paguen los salarios atrasados.
—¡Cuánto me alegro de que mi hijo no esté en casa! —exclamó Rawdon—. ¿Le recuerdas, Macmurdo?
—Mucho.
—Mira, amigo mío: si me sobreviene una desgracia… si caigo, quisiera que fueses a verle y que le dijeras que le he querido mucho, y… en fin… ya sabes… Dale estos gemelos de oro… Es lo único que poseo.
El desdichado se cubrió la cara con las manos. Por sus tostadas mejillas rodaban gruesas lágrimas.
—Vete y que nos traigan el almuerzo —dijo Macmurdo a su criado con entonación alegre, aunque más de una vez se había pasado el pañuelo de seda por los ojos—. ¿Qué quieres comer, Rawdon? Unos riñones y un pollo no estarán mal, ¿eh? Tú, Clay, trae un traje mío para el coronel. Poco más o menos somos de la misma talla y cuerpo… un poquito más gordos que cuando entramos en el ejército, hijo mío.
Mientras Rawdon cambiaba de traje, Macmurdo se peinó, dio cosmético a sus bigotes y se puso su mejor traje y su mejor corbata. Era natural, toda vez que dentro de breves horas haría una visita a un lord. Sus compañeros de armas le felicitaron, y no faltó quien le preguntase si estaba de boda.