Libertad y catástrofe
NUESTRO AMIGO Rawdon Crawley fue conducido a la casa de la calle Cursitor, cuyas puertas se abren espontáneamente a muchas personas que preferirían no franquearlas. Los primeros resplandores del alba teñían con su luz incierta los tejados de la Chancery Lañe cuando el rodar del coche despertó los ecos del edificio que da albergue a los que tuvieron la desgracia de contraer deudas y no pudieron o no quisieron pagarlas. Hizo los honores de la casa el señor Moss, quien con exquisita cortesanía preguntó a su huésped si deseaba tomar algo caliente.
No se encontraba nuestro coronel tan deprimido de ánimo como parece debiera estar quien sale de un palacio y se separa de una placens uxor para encontrarse entre rejas y en la ingrata compañía de un carcelero. Es posible que su ecuanimidad fuese debida a la costumbre, pues, hablando con franqueza, diremos que había sido pupilo del establecimiento algunas otras veces, aunque hemos creído innecesario mencionar en el curso de esta narración esas contrariedades triviales de la vida doméstica, muy lógicas y naturales, dicho sea de paso, tratándose de un caballero que vive con lujo y no tiene rentas.
De la primera visita que Rawdon hizo al establecimiento le libertó su tía Matilde: fue antes de casarse con Becky. Su buena esposa fue su ángel libertador en la segunda, gracias a una cantidad que le prestó lord Southdown, con la cual pagó parte de la deuda y consiguió un aplazamiento para el saldo. En las dos ocasiones fue Rawdon detenido y libertado con toda clase de consideraciones, y como resultado existía una cordialidad grande de relaciones entre el coronel y el señor Moss.
—Creo, señor coronel, que no ha de sufrir usted molestias —le dijo el señor Moss—. Le espera su antigua cama, por decirlo así. Tendrá una habitación aireada y alegre, la misma que ocupó hasta anteayer el capitán de dragones Tamish, que no fue rescatado sino al cabo de quince días por su mujer, que quiso así castigarlo por su conducta, pero a fe que el castigado resultó mi champaña, del que hicieron un consumo horrible el capitán Tamish, el capitán Ragg, el honorable Deuceace, y una partida de mosquitos, huéspedes de la casa, que no tienen rival como catadores de vinos. Tenemos arriba a un doctor, en el saloncito de café a cinco caballeros, todos los cuales se alegrarán mucho de poder alternar con una persona tan distinguida como usted.
—Yo llamaré si necesito algo —contestó Rawdon, encaminándose con tranquilo continente a su cuarto.
Soldado aguerrido, no le hacían gran mella los pequeños contratiempos. Un hombre de temperamento menos varonil, se habría apresurado a escribir a su mujer inmediatamente después de su detención, pero Rawdon prefirió aguardar.
«No quiero que el disgusto le robe esta noche algunas horas de descanso… —pensó—. Que duerma hoy tranquila, y mañana, cuando ella haya descansado, y yo también, le escribiré. Se trata en total de ciento setenta libras esterlinas, cantidad que podremos reunir a no dudar.»
Nuestro coronel se durmió sin dar importancia al incidente.
Despertó a eso de las diez de la mañana siguiente. Se lavó y afeitó, tomó el desayuno, que le sirvió la hija de Moss, muchacha de ojos vivos, la cual le preguntó sonriente si había pasado buena noche. Trájole a continuación el Morning Post, en cuyas columnas figuraban los nombres de todos los personajes que la noche anterior asistieron a la fiesta dada en el palacio de lord Steyne. Se hacían elogios entusiastas de la fiesta, y de una manera especial, de la que fue su reina: la encantadora Rebecca de Crawley.
Después de charlar un rato con la hija de Moss, la cual tomó asiento sobre el borde de la mesa, en postura encantadoramente natural que permitía apreciar el género de sus finas medias de seda, Rawdon pidió recado de escribir. Satisfecho su deseo, redactó la carta siguiente:
Mi querida Rebecca: Deseo que hayas dormido bien. No te asuste la circunstancia de que esta mañana haya interrumpido mi buena costumbre de servirte el café. Anoche me ocurrió un pequeño contratiempo: me secuestró Moss, y te escribo la presente desde el espléndido salón de la casa de la calle Cursitor, el salón mismo que visité hace dos años. Me ha servido el té la señorita Moss… quien ha engordado de una manera descomunal y lleva, como de costumbre, las medias caídas hasta los tobillos.
Se trata del asuntillo Nathanael… ciento cincuenta libras… ciento setenta incluidas las costas. Envíame mi maletín de viaje y algunas ropas, pues aquí me tienes en traje de etiqueta y con corbata blanca. En mi maletín de viaje tengo setenta libras; sácalas y vete a ofrecerlas a Nathanael. Ruégale que acepte una renovación y dile que le compraremos vino, y hasta jerez, pero no cuadros, que los vende demasiado caros.
Si no se prestase a la combinación que propongo, vende cuanto sea preciso, teniendo en cuenta que es de necesidad absoluta tener reunida la cantidad para esta noche. Mañana es domingo, la estancia aquí no es de lo más agradable, las camas no me parecen espejo de limpieza, y pudieran, además, nacer otras causas molestas para mi. Me consuela el que no haya sobrevenido mi tropiezo en un sábado de los que nuestro Rawdon sale del colegio.
Te abraza y espera
R. C.
P. D. No tardes en venir.
La carta, cerrada y lacrada, fue confiada a uno de esos mensajeros que a todas horas rondan las inmediaciones del establecimiento dirigido por Moss. Rawdon bajó entonces al patio y fumó su cigarro con relativo buen humor, no obstante ver sobre su cabeza las verjas, que coronaban los muros de aquél, pues el buen Moss es tan hospitalario, que tiene su patio cerrado con rejas a manera de jaula, a fin de evitar que sus pupilos sientan tentaciones de evadir su hospitalidad.
Tres horas calculó Rawdon que tardaría Becky en presentarse frente a las puertas de la cárcel, tres horas a lo sumo duraría su cautiverio, pero, contra sus esperanzas, pasó el día entero sin que dieran señales de vida ni el portador de su carta ni Becky. A las cinco y media de la tarde, hora reglamentaria, sirvieron la comida a los pupilos que tenían dinero con que pagarla. Hacia la mitad de la comida, llamaron a la puerta. Salió un hijo de Moss, para entrar momentos después diciendo al coronel que acababa de llegar el portador de su carta con una maleta y una carta, que en el acto puso en sus manos. Rawdon abrió la misiva con mano temblorosa: era un billetito escrito en papel rosa perfumado y sellado con lacre verde.
Decía así:
Mi pobre y adorado maridito: No he podido pegar un ojo en toda la noche, por no saber qué había sido de mi querido monstruo. Me dormí esta mañana, gracias a una poción que me recetó el doctor Blench, a quien hubo necesidad de llamar porque me abrasaba la fiebre. Parece que dejó órdenes de que no me molestasen bajo ningún pretexto, lo que ha sido causa de que el portador de la carta de mi pobre maridito, tu mensajero, que tiene bien mauvaise mine, según mi doncella, y sentait le geniévre, ha tenido que esperar en el recibimiento hasta que yo he tocado la campanilla, es decir, una porción de horas. Puedes figurarte en qué estado me ha puesto la lectura de tu carta, casi ilegible.
Enferma como me encontraba, he enviado en el acto a buscar un coche, y, sin tomar el chocolate, que no puedo pasar si mi odioso monstruo no me lo sirve, me dirigí ventre á terre al domicilio de Nathanael. Me recibió, supliqué, insté, lloré, gemí, caí de rodillas a sus execrables pies… ¡No conseguí enternecer a aquel pedazo de mármol! Dijo que quería todo el dinero, y que, hasta tanto lo recibiese, mi pobre monstruo permanecería en la cárcel. Volví a mi casa con ánimo de llevar a empeñar todas mis joyas, aunque desde luego sabía que no habían de darme por ellas las cien libras, pues ya sabes que las de más valor están de veraneo hace largo tiempo. En casa encontré a lord Steyne, con ese monstruo búlgaro de cara de carnero, los cuales deseaban felicitarme por mis éxitos de anoche. Llegaron luego Paddington, Champignac, su jefe… en una palabra, toda la turba de elegantes, que me sometieron al suplicio de escuchar sus enhorabuenas, a mí que anhelaba verme libre de ellos, porque en mi pensamiento no cabía otra imagen que la de mi pobre prisionnier.
Cuando se fueron los últimos, me postré a las plantas de lord Steyne; le dije que íbamos a perderlo todo, que tenía que empeñar lo poco que nos quedaba, y acabé mi patético discurso pidiéndole doscientas libras esterlinas. Se puso hecho una furia, me dijo que nada empeñase, y que vería si podía prestarme la cantidad necesaria para sacarnos del apuro. Se despidió de mi asegurándome que mañana por la mañana me traería el dinero, que se apresurará a llevar a su odioso monstruo, juntamente con un beso muy tierno,
BECKY
Escribo en cama: me duele horriblemente la cabeza y siento sobre el corazón un peso abrumador.
Leída la carta, su rostro se cubrió de tan encendido color y sus ojos miraron con tal ferocidad, que los que con él se habían sentado a la mesa no dudaron que la misiva encerraba muy malas noticias. Todas las sospechas que días antes intentó amordazar Rawdon le asaltaron en tropel y con rudo encarnizamiento. ¡Conque no había tenido abnegación bastante para vender todas su joyas para sacar a su marido de la cárcel! ¡Recibía las felicitaciones y parabienes de sus amigos mientras su esposo suplicaba encerrado entre rejas! No osaba dar cabida al terrible pensamiento que le asaltaba. Trastornado, perdido el juicio, salió como un insensato del comedor, fue a su cuarto, abrió su pupitre y escribió dos líneas, que encerró en sobre dirigido a sir Pitt o a su esposa lady Jane, llamó al recadero y le encargó que llevase la carta a su destino, tomando un coche, y ofreciéndole una guinea si estaba de regreso antes de una hora.
En la carta suplicaba a su hermano o a su cuñada que, por amor de Dios, en nombre de su hijo y de su honor, le sacasen de la triste situación en que había caído. Decía que estaba en la cárcel y que necesitaba cien libras para recobrar su libertad.
Enviada la carta, volvió al comedor y pidió más vino. Rió y habló con alegría ficticia; parecía loco. Bebía sin cesar y escuchaba con anhelo.
Al cabo de una hora hizo alto un coche frente a la puerta de la cárcel. Momentos después le anunciaban que una señora esperaba en la sala de visitas.
Corriendo salió Rawdon del comedor y bajó a la sala.
—Soy yo, Rawdon —dijo con voz temblorosa la señora que esperaba.
El coronel se abalanzó hacia ella, la estrechó entre sus brazos, pronunció algunas palabras ininteligibles, y rompió a llorar.
Lady Jane no se explicaba tanta emoción.
Fueron pagadas las letras, y lady Jane, radiante de alegría, hizo salir a Rawdon de la cárcel y le obligó a montar en el coche que había llevado para acelerar el momento de su libertad.
—Cuando trajeron tu carta, Pitt no estaba en casa —explicó lady Jane—. Había ido al Parlamento donde se da hoy una comida: por eso he venido yo, Rawdon.
Rawdon dio las gracias con fuego que conmovió y casi alarmó a su tímida cuñada.
—¡Ah! —repetía el coronel con su rudeza de expresión habitual—. ¡No puedes figurarte, querida Jeannie, lo cambiado que estoy desde que te conozco y trato, y desde que tengo un hijo!… Yo quisiera… Yo he formado el propósito de variar… ¡Sí!… ¡Necesito variar!… ¡Necesito… ser!…
No supo cómo terminar su frase, pero a bien que lady Jane interpretó su sentido. Aquella misma noche, lady Jane, sentada junto a la camita de su hijo, pidió humildemente a Dios que iluminase a aquel pobre pecador extraviado. Desde la casa de su hermano, Rawdon se dirigió con paso precipitado a su domicilio de la calle Curzon. A todo correr cruzó algunas calles y plazas de la feria de las vanidades, llegando casi sin aliento a la puerta de su morada. Eran las nueve de la noche. Alzó la cabeza, miró a las ventanas, y al verlas vivamente iluminadas, tembló como un azogado y hubo de apoyarse en la verja para no caer. Su mujer le había escrito que se encontraba enferma, que estaba en cama, y sin embargo, la iluminación del salón evidenciaba que había reunión.
Sacó Rawdon la llave de la puerta y se introdujo en su casa. Vestía el mismo traje que lució en la fiesta de la víspera y que llevaba cuando fue preso. Subió con paso sigiloso la escalera, apoyándose en el pasamanos. No encontró a nadie… los criados habían sido enviados a pasear… Dentro del salón resonaban carcajadas, Becky cantaba, y una voz ronca, la voz de lord Steyne, gritaba: ¡Bravo!… ¡Bravo!
Abrió Rawdon la puerta y penetró en el salón. Lo primero que vieron sus ojos fue una mesita preparada, con dos cubiertos. Lord Steyne estaba recostado sobre un sofá, y Becky aparecía sentada a su lado. Vestía la mujer culpable un traje encantador, en sus brazos desnudos, en sus dedos, brillaban ricas pulseras y sortijas, y en su pecho, los brillantes que lord Steyne le había regalado. El noble lord tenía las manos de Becky entre las suyas y se disponía a dar un beso a la dama, cuando ésta se incorporó asustada y dio un grito: acababa de ver la cara descompuesta y pálida de su marido. Inmediatamente intentó sonreír, pero su sonrisa resultó mueca horrenda. Lord Steyne se levantó airado, rechinando los dientes, lanzando miradas de furia.
También intentó reír, y dio un paso alargando la diestra al marido.
—¡Hola! —exclamó—. ¿Ya de vuelta? ¿Qué tal, Crawley?
Tan sombría, tan amenazadora era la expresión de Rawdon, que Becky dobló la cabeza diciendo:
—¡Soy inocente, Rawdon!… ¡Soy inocente!… ¿Verdad que soy inocente? —terminó, poniendo en lord Steyne una mirada ansiosa.
Creyendo el noble lord que le habían hecho víctima de un lazo infame, se enfureció contra la mujer en tanto grado como lo estaba ya contra el marido.
—¡Inocente… tú!… —bramó—. ¡Tú… inocente!… ¡Es gracioso que hable de inocencia la que no lleva sobre su cuerpo nada que no me haya costado dinero! ¡Me cuestas miles y miles de libras, que ese sujeto te ha ayudado a gastar, miles de libras que son el precio por el que te ha vendido a mí!… ¡Inocente, ira de!… ¡Tan inocente eres tú como tu madre, la bailarina, y como el cornudo de tu marido!… No crea que me va a amedrentar como a otros, Crawley, ¡échese a un lado!
Lord Steyne tomó su sombrero y, con ojos llameantes y mirando a su enemigo con fiereza, avanzó en derechura hacia él, no dudando que se separaría para dejarle pasar.
Rawdon, por el contrario, cayendo sobre él, agarróle por el cuello y le sacudió y oprimió hasta que, medio asfixiado, el lord se abatió bajo la presión de su vigoroso brazo.
—¡Mientes como un perro, canalla! —rugió—. ¡Mientes como un villano y un cobarde!
Cada una de las frases copiadas fue acompañada de dos tremendos bofetones en pleno rostro, que derribaron al prócer sangrando por boca y narices. Tan rápida fue la agresión, que Becky no pudo interponerse.
—¡Ven acá! —prosiguió Rawdon, dirigiéndose a Becky—. ¡Tira al suelo todas esas joyas!
Becky se despojó de sus sortijas y pulseras, que dejó caer al suelo. Quedábale únicamente el broche de brillantes que lucía en su pecho, y Rawdon se lo arrancó de un tirón y lo arrojó sobre la cabeza de Steyne. La joya abrió un corte profundo en la frente del lord, corte que dejó una cicatriz que duró tanto como su vida.
—¡Sígueme! —volvió a decir Rawdon.
—¡Rawdon, por Dios… por nuestro hijo… no me mates!
El coronel soltó una carcajada.
—Quiero saber si miente ese perro, si es cierto que te ha dado dinero.
—¡Nunca, Rawdon… es decir!…
—Dame tus llaves —interrumpió Rawdon.
Becky le entregó todas sus llaves, a excepción de una sola, la de la mesita que Amelia le regalara años antes. Como la mesita estaba en un sitio poco visible, esperaba Becky que su marido no se acordaría de ella. Rawdon abrió cajas, armarios y mesas, tiró por el suelo lo que contenían, y como al fin diera con la mesita en cuestión, obligó a su mujer a abrir sus cajones. Encontró el coronel en ésta papeles, cartas de amor, alhajas, una cartera con billetes de banco, casi todos ellos de fecha de diez años atrás, excepto uno de mil libras, el mismo que recibiera de lord Steyne, el cual era de fecha muy reciente.
—¿Te lo ha dado él? —preguntó Rawdon.
—Sí —respondió Becky.
—Se lo enviaré hoy mismo (habían pasado muchas horas desde que Rawdon llegó a su casa). Con los demás billetes, pagaré a la Briggs, que ha tratado con cariño a mi hijo, y algunas otras deudas. En cuanto al resto, me harás el favor de indicarme dónde habré de enviártelo. Me parece, Becky, que bien hubieras podido destinar cien libras de estos ahorros a sacarme de la cárcel; yo siempre compartí contigo cuanto tenía.
—¡Soy inocente! —exclamó Becky.
Rawdon la dejó sola sin hablar una palabra más.
¿Qué pensamientos agitaban el alma de Becky? Horas hacía que su irritado marido la había dejado sola; el sol penetraba a raudales en su habitación, y todavía continuaba aquélla, inmóvil, ensimismada, sentada en el borde de la cama. Todos los muebles estaban abiertos, todos los objetos que aquéllos contenían veíanse tirados por el suelo… ropas, vestidos, alhajas… montón de vanidades azotadas por el huracán, que también los huracanes alcanzan a las veces a aquéllas. Caía sobre sus hombros y espaldas su cabello despeinado, y su lujoso vestido presentaba un desgarrón en la parte de que Rawdon había arrancado de un tirón el broche de brillantes. Había oído los pasos de su marido bajando la escalera a poco de haberla dejado, y en sus sienes resonó el portazo que dio aquél al salir a la calle. ¿Rawdon pensaría suicidarse? Becky dio por cierto que no haría tal sin antes encontrar a lord Steyne. Pensó Becky en los últimos años de su vida, en los incidentes en que fue tan pródiga… ¡Ah! ¡Cuán triste le parecía su pasado, cuan culpable, cuan mísero! ¿Tomaría una dosis de láudano y pondría de una vez fin a sus esperanzas, a sus planes, a sus deudas, a sus triunfos? Su criada francesa la encontró, ya bien entrado el día, sentada en medio del montón de las vanidades naufragadas, con las manos crispadas y los ojos secos. La tal criada era una cómplice pagada por lord Steyne.
—Mon Dieu, madame! —exclamó—. ¿Qué ha ocurrido?
Esa misma pregunta hacemos nosotros: ¿qué había ocurrido? ¿Era Becky esposa criminal? ¿Inocente? Lo último afirmaba ella, pero las verdades que de aquellos hermosos labios salían eran muy sospechosas; de su corazón, completamente pervertido, difícilmente podía salir nada puro.
La doncella suplicó a su señora que se acostase, dejó caer los cortinajes, cerró las ventanas y bajó a la planta baja, donde encontró las joyas que Becky había dejado caer al suelo obedeciendo la orden imperiosa de su marido.