Capítulo LI

Charada en acción que adivinará o no adivinará el lector

ADMITIDA BECKY en las veladas íntimas y en las fiestas y recepciones del palacio de los Steyne, quedaron reconocidos y afirmados sus derechos como dama de alta alcurnia y moralidad intachable. Las casas más grandes le abrieron de par en par las puertas de sus salones, puertas tan grandes y altas… que se cerrarían ante el amable lector y ante el autor de estas líneas, si pretendiesen franquearlas. Temblemos, hermanos míos, ante portones tan augustos; guárdanlos severos ayudas de cámara armados de resplandecientes tenedores de plata dispuestos a ensartar a quienes carezcan de derecho a la entrée. Asegura la voz pública que el honrado director de la farsa, que sentado en el vestíbulo, consulta y anota en un libro los nombres de los grandes que son admitidos a las recepciones, muere al cabo de algún tiempo. No puede resistir el brillo esplendoroso de la moda, tanta magnificencia le abrasa, como abrasó siglos antes el brillo fascinador de Júpiter a la imprudente Semela, frágil belleza que murió asfixiada al pretender respirar una atmósfera que no era la suya. Valdría la pena que las Belgravias y las Tiburnias tomasen a pechos la historia de aquella desdichada… y acaso también la de Becky. Pero ¡ah! Si preguntáis, señoras mías, al reverendo señor Turiferario, hombre leído y erudito, seguramente os contestará que la famosa Belgravia es sencillamente un bronce que suena, y la célebre Tiburnia un sonoro címbalo, es decir, vanidades, y las vanidades pasan y desaparecen. Día llegará, aunque, gracias a Dios, ha de tardar, en que los jardines de Hyde Park serán menos conocidos que las renombradas afueras de Babilonia, y la plaza Belgrave aparecerá tan desolada como las calles Baker o Tadmor, pongo por caso.

¿Sabéis, señoras mías, que el gran Pitt vivía en la calle Baker? ¿Qué no hubieran dado vuestras abuelas por ser invitadas a las recepciones de lady Hester, en la ahora arruinada mansión? En ella he tenido el alto honor de comer yo… moi qui vous parle. En sus inmensos salones he alternado con los fantasmas de muchos muertos que fueron en vida personajes poderosos. Hallándonos los hombres del día haciendo honor con toda sobriedad a las botellas, penetraron los espíritus de los que fueron, y tomaron asiento alrededor de la mesa. El famoso piloto que supo capear tantas tempestades vació no pocas copas de espirituoso Oporto; la sombra de Dundas no ha perdido la costumbre de golpear el suelo con sus tacones; Addington, fino y cortés como en vida, prodigaba reverencias y repetía sus visitas a la botella y bebía copa tras copa a la usanza de los espectros; fruncía Scott su bien poblado entrecejo, y Wilberforce no separaba sus ojos del techo, y, como consecuencia, no se daba cuenta de que su mano llevaba a los labios la copa llena y la bajaba vacía. Aquel palacio suntuoso es hoy una casa de huéspedes; sí, la egregia lady Hester brilló en otro tiempo en la calle Baker, y hoy duerme en el desierto, en la soledad.

Vanidad de vanidades y todo es vanidad, pero ¿a quién no agrada ser dueño de una porción, cuanto mayor mejor, de esta vanidad? No he conocido a nadie que, teniendo hambre, rechace un pollo bien condimentado porque el pollo, como todo lo de este mundo, es transitorio y fugaz. Vanidad es el pollo, pero creo que todos cuantos lean estas líneas se han engullido muchos desde que nacieron. Yo deseo que mis lectores puedan comerse uno cada día, y que no bajen a la tumba sin haber consumido por lo menos quinientos mil. Sentémonos a la mesa, caballeros, y caigamos con apetito sobre esas vanidades. Rociémoslas con vino, otra vanidad, otra cosa transitoria, hartémonos de vanidades, y demos gracias a Dios, que nos permite regalarnos con ellas; y sobre todo, aprovechémonos de los placeres aristocráticos, como se aprovechó Becky, porque también esos placeres son fugaces y transitorios.

La admisión de Becky en el palacio de lord Steyne dio ocasión a su alteza el príncipe de Peterwaradin para saludar a Rawdon, a quien encontró al día siguiente en el casino, y para dirigir la palabra a Becky en Hyde Park. Pronto fue invitado el feliz matrimonio a las reuniones íntimas que Su Alteza daba en el palacio Levante, que ocupaba durante la ausencia de Inglaterra de su noble propietario. Becky cantó después de la comida. El marqués de Steyne, que también se encontraba allí, vio con placer paternal los triunfos de su protegida.

En el palacio Levante encontró Becky a uno de los más distinguidos caballeros y de los más hábiles ministros que Europa ha producido: al duque de la Jabotiére, embajador del Rey Cristianísimo y más tarde ministro del mismo monarca. Declaro con franqueza que me domina, que me exalta el orgullo, cuantas veces mi pluma tiene el honor de transcribir nombres augustos, o bien cuando pienso con envidia en la brillante sociedad donde se mueve Becky. Ésta fue en lo sucesivo huésped y visita constante de la embajada francesa, cuyas encantadoras fiestas no hubiesen parecido completas si se las hubiera privado de la presencia de la arrebatadora señora Rebecca de Crawley.

La señora de Crawley rindió de la manera más fulminante a los señores de Truffigny (de la distinguida familia de Périgord) y de Champignac, ambos attachés a la embajada, los cuales declararon, fieles a la costumbre de su nación, pues no hay francés que al salir de Inglaterra no se lleve media docena de corazones femeninos en el bolsillo y haya hecho veinte víctimas, que deja sumidas en la desesperación más amarga, ambos declararon, repito, que estaban au mieux con la seductora madame de Crawley.

Dudo mucho, sin embargo, que sus aseveraciones fuesen exactas. Champignac, aficionado al ecarte, se pasaba las veladas jugando parties con Rawdon, mientras Becky cantaba romanzas a lord Steyne en otra estancia, y en cuanto a Truffigny, público y notorio era que ni se atrevía a presentarse en el restaurante de Travellers, donde debía un dineral a los camareros, y que si no hubiese sido por la mesa de la embajada, algún día habrían encontrado al distinguido caballero muerto de hambre. Dudo, pues, que Becky se dignase mirar con predilección a ninguno de los dos attachés. Le enviaban cartitas galantes, le regalaban guantes y flores, se entrampaban por obsequiarla con palcos en la Ópera, y procuraban hacerse agradables de mil maneras. En una ocasión, Truffigny regaló un chal a la Briggs con objeto de ganarse su confianza, y a renglón seguido la encargó que pusiera una carta en manos de Becky. La Briggs cumplió tan bien el encargo, que entregó la misiva a la persona a quien iba dirigida en presencia de toda la reunión. La leyó primero Becky y seguidamente lord Steyne, quien enteró de su contenido a todo el mundo, es decir, a todo el mundo con exclusión de Rawdon, quien ninguna necesidad tenía de saber lo que pasaba en su casa.

Al cabo de muy poco tiempo, Becky recibía a lo mejor de la colonia extranjera y a parte de lo mejor de Londres. Al decir lo mejor, no me refiero a los más virtuosos ni a los menos virtuosos, ni a los más sabios ni a los más estúpidos, ni a los más ricos ni a los más ilustres, sino sencillamente a lo mejor, es decir, a las personas que no son discutidas, tales como la egregia lady Fitz-Willis, lady Slowbore, lady Grizzel Macbeth, y otras semejantes. Puede dormir tranquila la persona que merezca los favores de la condesa de Fitz-Willis, pues nadie ha de ocuparse de ella. Y no pretendemos decir con esto que la dama en cuestión sea mejor o peor que las demás, ni que reúna dotes excepcionales, toda vez que, por el contrario, es una dama ajada, con cincuenta y siete años de edad, fea, pobre y antipática; pero la voz pública la ha catalogado entre lo mejor, y dicho se está que llevan el sello de lo mejor las personas a quienes ella trata y distingue. Tuvo Becky la fortuna de agradarla, la distinguida dama la habló en público, la invitó a su casa, condescendencia que supo todo Londres aquella misma noche; y desde el día siguiente, callaron las lenguas que hasta entonces zahirieron a Becky, se puso de moda alabarla; los que aconsejaban a sus amigos que no saludasen a una mujer cuya conducta era por lo menos equívoca, solicitaron el honor de ser admitidos en sus reuniones, en una palabra: la señora de Crawley era de lo mejor. ¡No envidiéis prematuramente a Becky, mis queridos lectores y hermanos! La gloria es fugaz, como todo lo de este mundo. Dicen que el viento de la desgracia penetra hasta en los círculos más íntimos, y azota las almas de los mimados de la fortuna tan despiadado como las de los infelices que vagan perdidos por la zona exterior. Escuchad a Becky, testigo de mayor excepción, y os dirá que ella, que penetró en el corazón de la moda, ella, que tuvo la suerte de mirar al gran George IV cara a cara, se convenció de que en la feria de las vanidades todo es vanidad.

Nos proponemos ser breves en la descripción de esta fase de la vida de Becky. De la misma manera que me sería imposible describir los misterios de la francmasonería, aun que desde luego doy por sentado que son un conjunto de risibles estupideces, no me es dado a mí, profano en lo que al gran mundo se refiere, trazar de este gran mundo un cuadro que responda a la realidad. Prefiero no decir nada y reservar mis opiniones personales.

Con frecuencia ha hablado Becky, en años posteriores, de aquella época brillante de su existencia, en que vivió y se movió en los círculos más elevados de la buena sociedad de Londres. Su triunfo la excitó, la llenó de orgullo, pero concluyó por aburrirla. Al principio, sus ocupaciones más agradables consistían en inventar y procurarse (esto último le costaba no pocos quebraderos de cabeza, dada la estrechez de medios de su marido), procurarse, repetimos, los vestidos más lujosos y las joyas de más precio; asistir a los grandes banquetes, alternando con la sociedad más encopetada; figurar en todas las reuniones, frecuentadas por las mismas personas con las cuales había alternado en las comidas, con las que había estado la noche anterior y volvería a encontrar al día siguiente; es decir, con jóvenes vestidos con elegancia irreprochable, con caballeros entrados en años, finos, de noble aspecto, ricos, con señoritas rubias, tímidas, y con mamas presuntuosas, lindas o no, pero solemnes y cubiertas de brillantes. Todas ellas hablaban inglés, pero alternando en la conversación palabras francesas, como en las novelas; todas comentaban lo que pasaba en las casas de sus prójimos, exactamente lo mismo que la señora de Jones comenta lo que ocurre en casa de la señora de Smith. Pero con el tiempo llegó a aburrirse la pobre Becky… Sus amigos antiguos la aborrecían y envidiaban…

—Quisiera renunciar a esta vida —decía—. Preferiría haberme casado con un pastor evangélico y dirigir la escuela gratuita del domingo, o ser mujer de un sargento y viajar con la impedimenta del regimiento, o vestir calzón corto y bailar sobre un tablado en una feria.

—Seguro estoy de que lo harías a maravilla —contestaba lord Steyne.

—Rawdon haría un écuyer soberbio —continuaba Becky, que solía contar a lord Steyne todos sus ennuis—, écuyer o maestro de ceremonias, como decís los ingleses; me refiero al hombre que da vueltas a la pista, vestido de uniforme y con botas de montar, haciendo restallar el látigo. Su tipo es de écuyer… alto, grueso y aspecto militar… Recuerdo —prosiguió Becky como pensativa— que siendo niña, mi padre me llevó a ver un circo al aire libre en la feria de Brook-green, y que cuando regresamos a nuestra casa bailé en el estudio con aplauso de todos sus discípulos.

—Me habría gustado verte —dijo lord Steyne.

—Y a mí me agradaría hacerlo ahora. ¡Cómo abrirían los ojos lady Blinkey y lady Grizzel Macbeth! ¡Silencio… que va a cantar Pasta! Ponía gran empeño Becky en tratar con finura exquisita a los artistas y en estrechar sus manos, sonriéndoles en presencia de todos los concurrentes. ¿Por ventura no era una artista ella también? Lo afirmaba la misma interesada, y tenía razón, lo afirmaba con franqueza adorable, con humildad que excitaba a unos, desarmaba a otros y divertía a no pocos, según fueran las disposiciones de ánimo respectivas.

—¡Qué fría es esa mujer! —exclamaba ésta.

—¿Cómo osa adoptar aires de independencia, cómo se atreve a darse importancia, la que debiera sentarse en un rincón y dar gracias a quien se dignase dirigirle la palabra? —comentaba la otra.

—¡Criatura simpática y prodigio de amabilidad! —exclamaba una tercera.

—¡Artificiosa y astuta como la zorra! —decían en otro grupo.

Es posible que todos tuvieran razón, pero no puede negarse que Becky conseguía sus propósitos, no puede negarse que poseía el secreto de fascinar a los artistas, los cuales jamás estaban acatarrados cuando se trataba de cantar en sus salones, y siempre disponían de tiempo para darle lecciones gratis. Porque Becky no sólo asistía a las reuniones que se daban en las moradas aristocráticas de la capital, sino que las daba también en su casita de la calle Curzon. Largas filas de coches, con sus faroles resplandecientes, se alineaban a lo largo de la calle y obstruían el paso, con desesperación de los vecinos del número 200, a quienes no dejaba dormir el estruendo producido por el rodar de los carruajes y los golpes del aldabón, y con amargura de los que ocupaban el número 202, a quienes desvelaba la envidia. No cabían en el zaguán de Becky los gigantescos lacayos que acompañaban a sus señores, circunstancia que les obligaba a buscar asilo en las tabernas próximas, donde iban a buscarles los pilludos de la calle, cuando sus señores les llamaban para retirarse. Los elegantes más conocidos de Londres se atropellaban mutuamente en la angosta escalera de la casa de Becky, riéndose de sí mismos por encontrarse allí, y no pocas damas de ton, inmaculadas y severas, concurrían al saloncito para oír a los artistas que cantaban a todo pulmón, cual si su intención fuese derribar las paredes de la casa. Al día siguiente, el Morning Post publicaba en su sección de Gran mundo, una gacetilla así concebida:

«Los señores de Crawley recibieron anoche a sus relaciones en su casa de Mayfair. Allí vimos a sus altezas los príncipes de Peterwaradin, a su excelencia Papoosh Pacha, embajador de Turquía, acompañado de su dragomán Kibob Bey, a los señores marqueses de Steyne, conde de Southdown, barones de Crawley, señor Wagg, etc., etc. Después de la comida, hubo recepción a la que asistieron la duquesa viuda de Stilton, el duque de la Gruyere, la marquesa de Cheshire, el marqués de Strachino, el conde de Brie, el barón de Schapzuger, el caballero Tosti, la condesa de Slingstone, lady F. Macadam, lady G. Macbeth y señoritas de Macbeth, el vizconde de Paddington…» (añada el lector nombres bastantes para llenar doce líneas más de tipo microscópico).

La misma franqueza que distinguía a Becky cuando trataba con los humildes, informaba sus conversaciones con los grandes. En una ocasión, al salir de una velada dada en una morada de las más aristocráticas de Londres, Becky entabló conversación en francés con un tenor celebérrimo. Lady Grizzel Macbeth, que se preciaba de hablar a la perfección el idioma mencionado, aunque lo hablaba con acento edimburgués muy pronunciado, escuchó a la pareja y no pudo menos de exclamar:

—¡Qué bien habla usted el francés!

—No le extrañe a usted, señora —respondió Becky—. Fui profesora de francés en un colegio, y, además, mi madre era francesa.

La humildad de tono de Becky ablandó y ganó a lady Grizzel Macbeth. Condenó las tendencias niveladoras de la época, que admitían personas de las clases media y baja en la sociedad de sus superiores, pero reconoció que Becky, ya que no sangre ilustre, poseía exquisita educación y no daba al olvido el puesto que debía ocupar.

La marquesa de Steyne, después de la escena de la música, que describimos en su lugar, sucumbió ante el encanto irresistible de Becky y acaso se sintió inclinada en su favor. El elemento femenino menor del palacio Gaunt acabó por someterse, de grado o por fuerza. Una o dos veces intentaron formar partido contra Becky, pero fracasaron sus intentos. La brillante señora de Stunnington tuvo la osadía de romper lanzas con ella, y fue derrotada vergonzosamente. Cuando la intrépida Becky era atacada, adoptaba actitudes ingenuas, bajo las cuales era peligrosísima. Con humildad encantadora, con sencillez que conquistaba los corazones, decía las verdades más crudas a sus enemigas, aplastándolas por completo.

Objeto de las murmuraciones del mundo elegante, misterio que nadie lograba penetrar, era la caja de donde salía el dinero necesario para costear las fiestas que daban los Crawley. Afirmaban unos que el barón de Crawley había señalado a su hermano una renta considerable, en cuyo caso había que reconocer que el ascendiente de Becky sobre sir Pitt tenía que ser más considerable aun que la renta, puesto que consiguió modificar profundamente su carácter. Malas lenguas insinuaban que Becky tenía la costumbre de imponer contribuciones a todos los amigos de su marido, hoy presentándose a éste, llorando desolada, para hacerle saber que iban a embargarle la casa, y mañana postrándose ante aquél para declararle que ella y su marido tenían que escoger entre la cárcel y el suicidio, si no encontraban fondos con que pagar un vencimiento. Entre las numerosas víctimas de Becky, citaban al joven Feltham, hijo de la casa Tiler y Feltham, contratistas del ejército, a quien nuestra amiga había presentado en el gran mundo. También se susurraba que Becky encontraba simples que soltaban su dinero a cambio de la promesa de conseguirles puestos del gobierno. ¿Quién es capaz de repetir las historias que circularon a propósito de nuestra querida e inocente Becky? Lo que sí podemos asegurar es que si hubiera obtenido todo el dinero que se decía había conseguido mediante dádivas, préstamos y engaños, podría haber formado un capital suficiente para, con sus intereses, vivir vida honrada y… Pero no adelantemos los sucesos.

Pero lo cierto es que, a fuerza de economía y de prudente administración, es decir, mediante el parsimonioso dispendio del dinero en efectivo y pagando lo menos posible a los acreedores se consigue, por algún tiempo al menos, aparentar mucho con pocos medios. Ahora bien: casi nos atrevemos a asegurar que la mayor parte de las recepciones de Becky, que, dicho sea de paso, no eran numerosas en exceso, le costaban apenas el importe de las bujías que iluminaban las dependencias de la casa. Stillbroock y Crawley de la Reina la proveían de caza y frutas, las bodegas de lord Steyne estaban a su disposición, los cocineros de este gran señor se encargaban de la cocina y pedían los manjares más exquisitos por cuenta de su amo. Protesto con toda mi energía contra la conducta vergonzosa de los maldicientes que murmuraban de una criatura inocente y buena como Becky, y es mi deber prevenir a mis lectores en contra de los que propalaban historietas a su costa, falsas y calumniosas en su mayor parte. Si hubiéramos de expulsar de la sociedad a toda persona que contrae deudas y no puede pagarlas, si hubiéramos de escudriñar la vida privada de todo el mundo, calcular sus rentas y censurar a los que, no teniéndolas, viven y gastan como si las tuviesen, la feria de las vanidades quedaría convertida en intolerable desierto. Se malograrían todos los progresos, todas las ventajas de la civilización, porque no habría hombre que no alzase la mano contra su vecino. Reñiríamos unos con otros, nos insultaríamos, nos esquivaríamos. Nuestras casas serían cavernas, bajarían Ion fondos públicos, no se darían recepciones, quebrarían todos los comerciantes, se irían al diablo las tiendas de vinos, de bujías, de comestibles, de sedas y encajes, las joyerías, los coches de alquiler, en una palabra, todos los establecimientos donde encontramos lo que tan necesario es a la vida. En cambio, sin más molestia que tener un poquito de caridad, sin más trabajo que tolerarnos mutuamente, encontramos mil ocasiones de alegrar la existencia. Podemos censurar a un hombre cuanto nos venga en gana y decir que es el mayor criminal que ha escapado a la horca, pero ello no debe impedirnos estrechar su mano cuando le encontramos, y si tiene un buen cocinero ¿por qué no hemos de perdonarle y aceptar sus invitaciones? Además, conduciéndonos de esta suerte, tenemos derecho a que él nos perdone a nosotros, y conseguimos contribuir al florecimiento del comercio, al progreso de la civilización, al mantenimiento de la paz.

Hacia la época que estamos describiendo, aunque todavía ocupaba el trono el Gran George, y las damas llevaban gigots y peinetas descomunales, semejantes a caparazones de tortuga, en vez de los alfileres graciosos y de las elegantes horquillas hoy en moda, los usos y costumbres de la alta sociedad no diferían gran cosa de los de nuestros días, y las diversiones que entonces privaban eran las mismas, o muy semejantes a las de hoy. Hacían furor por entonces en Inglaterra las llamadas charadas en acción, entretenimiento importado de Francia, que no tardó en arraigar entre nosotros, sin duda porque daba ocasión a las bellas de lucir sus encantos y a las dotadas de ingenio sutil de hacer exhibición del mismo. Cediendo a insinuaciones de Becky, quien probablemente se consideraba dotada de entrambas cualidades, lord Steyne decidió hacer un ensayo de este entretenimiento en su palacio. Antes de pasar adelante, suplicaremos al lector que nos permita presentarle en esta brillante reunión, y, dando por concedido su permiso, lo haremos con tristeza profunda, porque probablemente será la última a la que nuestra buena fortuna nos permita acompañarle.

Parte de la espléndida galería de retratos del palacio Gaunt había sido convertida en teatrillo donde debían ser representadas las charadas. De la dirección de la escena habían encargado al joven Bedwin Sands, hombre que había viajado mucho por Oriente. Por aquel tiempo, los que habían tenido la fortuna de recorrer los países de Oriente eran personajes altamente considerados, y, como es natural, gozaba de gran consideración nuestro venturoso Bedwin, quien, aparte de que había dormido muchas noches en el desierto bajo tienda de campaña, publicó un libro en cuarto que hacía historia de sus aventuras. Ilustró su libro con hermosos grabados en los que aparecía vestido con los distintos trajes orientales, y como le acompañó en sus viajes un criado negro, de aspecto truculento, Bedwin, su libro y su criado negro fueron considerados en el palacio Gaunt como adquisiciones preciosísimas.

Bedwin Sands representó la primera charada en acción. Sobre un diván aparece tendido indolentemente un genera turco, que ostenta en su cabeza un penacho de plumas. El alto dignatario del imperio de la Media Luna bosteza aburrido; da una palmada, y se presenta el nubio Mesrour, con los brazos desnudos, cargado de pistolones, sables, puñales, yataganes y toda clase de adornos orientales. Dobla su rodilla ante su señor.

Estremecimientos de terror y espasmos de placer experimentan los espectadores. Las damas se hablan al oído. Parece que el esclavo negro lo compró Bedwin Sands a un pacha egipcio por tres docenas de botellas de marrasquino, y se dice que ha arrojado al Nilo docenas de odaliscas previamente cosidas dentro de otros tantos sacos.

—Que entre el mercader —dice el turco, moviendo voluptuosamente la mano.

Mesrour introduce al mercader, quien trae consigo una esclava cubierta bajo un velo. Retiran el velo. Todo el mundo aplaude. La esclava velada es la hermosa señora de Winkworth, ataviada con deslumbrante vestido oriental cubierto de piastras de oro. El odioso mahometano dice que le agrada la esclava. Ésta cae de rodillas y suplica al turco que la permita volver a las montañas donde vio la luz primera y donde queda el amante circasiano llorando la pérdida de su Zuleika, pero ni súplicas ni lágrimas ablandan al endurecido Hassan, quien contesta burlándose del tal amante. Cubre Zuleika su lindo rostro con las manos, y cae al suelo desesperada quedando en una bella y artística postura. Parece que no hay salvación para ella… cuando se presenta inopinadamente Kislar Agá.

Kislar Agá trae una carta del sultán. Hassan recibe el temido firman y lo coloca sobre su cabeza. Su rostro refleja terrores de muerte, al paso que el del negro (que es el mismo Mesrour vistiendo otro traje) se ilumina con la expresión de la más viva alegría.

—¡Piedad, piedad! —grita el pacha, mientras Kislar Agá le presenta, haciendo muecas horribles, un cordón de seda.

—¡Las dos sílabas primeras! —dice el pachá.

Cae el telón mientras Hassan se estrangula con el cordón, y Becky, que va a representar un papel en la charada, avanza hasta el escenario y felicita efusivamente a la señora Winkworth por el gusto admirable del traje que viste.

Se representa la segunda parte de la charada. Es también Una escena oriental. Hassan, luciendo otro traje, aparece junto a Zuleika, que se ha reconciliado con él. Kislar Agá vuelve a ser el esclavo negro perfectamente pacífico. La acción tiene lugar en el desierto, está amaneciendo, y los turcos vuelven sus rostros hacia Oriente y se postran sobre la arena. No se ven dromedarios, pero un coro canta que «los dromedarios no tardarán en llegar». Hay en escena una enorme cabeza egipcia, que entona un himno compuesto por el señor Wagg. Los viajeros desaparecen bailando, como Papageno y el rey morisco de La flauta mágica.

—¡Las dos sílabas últimas! —grita la cabeza egipcia.

Ahora comienza el último acto. La escena representa una tienda griega. Tendido sobre un lecho se ve un hombre alto y fornido: sobre su cabeza pende su casco y su escudo, de los que no tiene necesidad. Ha caído Ilium, Ifigenia ha sido degollada, y Casandra reducida a prisión. El rey de los hombres (papel representado por Rawdon, quien, como es natural, ni idea tiene del saqueo de Ilium ni de las desgracias de Ifigenia), el anaxandrón, duerme en su cámara en Argos. Un farol pendiente del techo derrama inciertos resplandores sobre la cara del guerrero. La música ejecuta un trozo de la obra Don Juan.

Entra Egisto caminando con sigilo. ¿Por qué brillan en sus ojos fulgores siniestros? Alza su brazo, en su mano brilla la acerada hoja de una daga; va a herir, y el durmiente da media vuelta y presenta su pecho desnudo. ¿Cómo herir alevosamente al dormido guerrero? Penetra Clitemnestra; horrible palidez cubre su rostro, sus ojos lanzan efluvios mortíferos, su sonrisa espanta.

—¡La señora de Crawley! —grita una voz.

Burlona y despectiva arranca la daga de la diestra de Egisto y avanza hacia el diván. La hoja acerada brilla un instante sobre el dormido, la luz se apaga, se oye un gemido, y todo queda a obscuras.

La obscuridad de la escena asustó a los espectadores. Tan admirablemente representó Becky su papel, con tan dramático verismo, que todos quedaron mudos y sin respiración hasta que, de pronto, se encendieron todas las luces.

—¡Bravo! ¡Bravo! —tronó un coro de voces, de entre las cuales se destacaba perfectamente la estridente de lord Steyne.

Los artistas fueron llamados a escena y aclamados frenéticamente. Sobre todo Clitemnestra despertó el entusiasmo general, AGAMEMNON no quiso mostrarse con su túnica y quedó al fondo en compañía de Egisto. Sirviéronse algunos fiambres y desaparecieron los actores, a fin de prepararse para la representación del segundo cuadro-charada.

Las tres sílabas de esta charada debían ser aclaradas por medio de una pantomima que se desenvolvió en la forma siguiente:

Primera sílaba: Rawdon Crawley, cubierta la cabeza con un gran gorro y su cuerpo con un capote, y armado de un farol y un chuzo, atraviesa el escenario cantando la hora. A través de una ventana se ven dos hombres jugando al chaquete, sin que al parecer se diviertan gran cosa, pues bostezan sin cesar. Preséntase un individuo de trazas de criado de posada, quien quita los pantalones a los jugadores, y, a continuación, aparece una camarera, portadora de dos palmatorias y de un calentador de camas, la cual sube a la habitación del piso superior y calienta la cama. Con el calentador llama la atención de los jugadores. Desaparece la camarera: los jugadores se encasquetan los gorros de dormir y suben a la habitación. El criado cierra las ventanas y se apagan todas las luces. Un coro canta: Dormez, dormez, chers Amours. Una voz grita desde el interior:

—Primera sílaba.

Segunda sílaba: Se ilumina bruscamente la escena. La música ejecuta la antigua composición de John Paris, Ah, quel plaisir d’être en voyage! La escena es la misma del cuadro anterior. En la fachada de la casa, y entre el piso primero y la planta baja, aparecen pintadas las armas de la casa Steyne. Suenan varias campanillas. En la planta baja hay dos hombres, uno de los cuales presenta un papel muy largo al otro, que protesta, agita los puños y declara que aquello es un abuso. Otro hombre, sentado a la mesa, grita: «Muchacha, mi estofado». Aparece la camarera, a la que el huésped acaricia la barbilla. Se oye el galopar de varios caballos y restallan los látigos de los postillones. Todo el mundo se precipita a la puerta; pero en el momento en que va a hacer la entrada en la casa un viajero de distinción, cae el telón y una voz grita:

—Segunda sílaba.

Mientras se dispone todo para la pantomima de la tercera sílaba, la orquesta ejecuta una sinfonía marina, a la que siguen varias otras, tales como las conocidas Cuando brama el huracán, En el golfo de Vizcaya, Mi hermoso buque. La naturaleza de la música anuncia que se va a representar un episodio marítimo. Se oye el repicar de una campana al tiempo que se descorre la cortina.

—¡Sálvese quien pueda! —grita una voz.

Los personajes se despiden, miran afanosos a las nubes y mueven con desesperación sus cabezas. Algunos se agarran a las jarcias: no hay duda, estamos en un buque.

El capitán de la embarcación, que es Rawdon, sale a escena armado de un catalejo y sosteniéndose el sombrero de picos para que no se lo lleve el viento. Ondean los faldones de su casaca. Cuando intenta servirse del catalejo, suelta el sombrero que huye raudo de su cabeza, con aplauso de los espectadores. El ventarrón es fuerte y el buque debe moverse mucho, a juzgar por el tambaleo de los que cruzan la escena. La música suena cada vez con mayor estruendo, como para expresar la violencia de la galerna. Y ya tenemos la tercera sílaba.

Habíase puesto en moda por entonces un baile llamado Ruiseñor, que había valido la celebridad a Montessu y a Noblet. El caballero Wag, insigne poeta, puso letra a la música, y el baile fue cantado y bailado a continuación de la pantomima.

Seguidamente apareció lord Southdown vestido de vieja.

—¡Filomela… Filomela! —grita la vieja.

Sale Filomela, que es recibida por el público con una tempestad de aplausos. La tal Filomela es Becky, que con su cabello empolvado y los lunares que se ha pintado en la cara, hace la marquesa más ravissante que pueda concebir imaginación humana.

Filomela entra radiante de alegría y tarareando una cancioncilla con la expresión de inocencia que caracteriza a las vírgenes del teatro.

—Niña: ¿por qué estás siempre riendo y cantando? —pregunta la vieja.

Filomela contesta con los siguientes versos:

COMO EL RUISEÑOR

De mi balcón las lindas rosas

que ahora embalsaman el ambiente,

mustias, sin hojas, lastimosas,

tristes… vivieron vanamente

hasta llegar la primavera

con el cortejo de sus diosas.

¡Oh, la estación, maga hechicera

de las caricias misteriosas!

Ahora las rosas tienen suaves,

ricos aromas y colores…

Es porque ya cantan las aves

y el sol prodiga sus calores.

Del ruiseñor las armonías

surgen también de la enramada;

estaba mudo en las umbrías

que hizo tan tristes la invernada.

Madre; sus cánticos parecen

sagradas arpas del amor,

porque las hojas reverdecen

y el sol ya tiene resplandor.

Todo es un brote de la vida;

tienen las hojas sus verdores,

el ave canta en la florida

selva cuajada de mil flores.

Rayos de sol han penetrado

hasta el altar del alma mía,

rayos de sol que han despertado

todo el caudal de mi alegría.

Canto, y se encienden mis mejillas

cual la corola de una flor.

¿Seré una de esas florecillas?

¿Acaso, acaso, un ruiseñor?

Entre estrofa y estrofa, el personaje que representaba la mamá, y cuyas bien pobladas patillas asomaban bajo el gorro que cubría su cabeza, no pudiendo contener los ímpetus de su cariño maternal, abrazaba a la que representaba el papel de hija. El auditorio premiaba con aplausos y explosiones de risa cada uno de los abrazos. Una lluvia de flores cayó sobre el RUISEÑOR de la fiesta. Becky, o sea el RUISEÑOR, recogía las flores y las besaba con la gracia de la actriz más consumada. Lord Steyne gozaba como nunca. ¿Dónde estaba la hermosísima hurí de ojos negros que tan vivo placer causó en la primera escena? Más hermosa era que Becky, pero la brillantez de ésta la había eclipsado. Stephens, Caradori, Ronzi de Begnis, artistas inimitables, no eran mejores que Becky. Todo el mundo la felicitaba, todo el mundo se agrupaba junto a ella, todo el mundo quería ofrecerle sus homenajes. Becky, henchida de orgullo y de satisfacción, veía en el entusiasmo general fortuna, fama y renombre. Lord Steyne era su esclavo, la seguía a todas partes, le prodigaba atenciones y apenas dirigía la palabra a ninguna otra persona.

Su mayor triunfo, su apoteosis, por decirlo así, le fue reservado para la hora de cenar. Se le señaló un puesto en la mesa de honor; le sirvieron en vajilla de oro, y, si hubiese querido, se habrían apresurado a darle a beber champaña con perlas disueltas para que no fuese menos que Cleopatra. Por una mirada de sus ojos enloquecedores habría dado el príncipe de Peterwaradin la mitad de sus brillantes. Jabotière hizo referencia a Becky en una comunicación a su gobierno. Las damas que habían sido colocadas en las otras mesas, y que comieron con vajilla de plata, consideraron sin embargo que lord Steyne perseguía a la señora de Crawley con absurdas atenciones, sin reparar en que infería un insulto a las señoras de alta alcurnia. Si los sarcasmos pudiesen asesinar, la señora de Stunnington habría asesinado a Becky en aquel punto y hora.

Un triunfo tan ruidoso asustó a Rawdon, quien temió que le enajenase el cariño de su mujer.

Llegado el momento de disolverse la reunión, todos los jóvenes acompañaron a Becky hasta su carruaje, que partió en medio de una tempestad de bravos. No acompañó a su mujer Rawdon, quien quedó con el caballero Wenham, que le había propuesto volver dando un paseo y fumando un cigarro.

Echaron a andar Rawdon y Wenham. Del grupo de personas reunidas frente al palacio se destacaron dos hombres, los cuales se pusieron en seguimiento de nuestros amigos. Llegaban éstos a la calle Gaunt cuando uno de los dos individuos apresuró el paso y, poniendo su diestra sobre el hombro de Rawdon, dijo:

—Dispénseme usted, caballero: necesito decir a usted dos palabras a solas.

El compañero del personaje que deseaba hablar con Rawdon se colocó delante de este último. Al mismo tiempo se acercó un coche de alquiler.

Rawdon se dio cuenta de la desgracia que sobre su cabeza se cernía; acababan de caer sobre él dos alguaciles. Poco resignado con su suerte, dio un paso atrás, y se dispuso a rechazar el que le pusiera la diestra sobre el hombro.

—Es inútil —dijo una voz a su espalda—. Somos tres.

—¡Ah! —exclamó Rawdon volviendo la cabeza—. ¿Es usted, Moss?

—En persona —respondió el nombrado.

—¿Cuánto debo?

—Una insignificancia: ciento treinta y seis libras, seis chelines, ocho peniques… y las costas.

—¡Por Dios santo, Wenham, présteme cien libras! —suplicó Rawdon—. En mi casa tengo sólo sesenta.

—No recuerdo haberlas visto nunca juntas —contestó el pobre Wenham—. Buenas noches, querido, y buena suerte.

Wenham continuó su paseo, y Rawdon apuró su cigarro dentro del coche de alquiler que le conducía al Temple.