Trata de un incidente vulgar
LA MUSA ANÓNIMA que preside el desarrollo de esta farsa habrá de descender ahora de las elevadas regiones a las cuales se había elevado para posarse sobre el humilde techo del domicilio de John Sedley y describir los sucesos que allí tienen lugar. También han penetrado en aquella humilde morada los cuidados, las desconfianzas, los desalientos. Gruñe en secreto la señora Clapp contra las tolerancias de su marido, a quien incita a que se rebele de una vez contra su antiguo jefe y actual arruinador de su casa y familia. Ya no visita la señora Sedley las regiones inferiores de la casa, ya no baja a la cocina y charla con la señora Clapp, ya no la protege, ni se da aires de dama, que no puede protegerse a quien se deben cuarenta libras esterlinas, sobre todo cuando la persona en cuestión ha contraído la desagradable costumbre de lanzar indirectas constantes a propósito de la deuda. En realidad, la esposa del antiguo empleado observa hoy la misma conducta que siempre observó; pero la señora Sedley cree que de día en día se hace más insolente y desagradecida, y, semejante al ladrón que cree ver en todo árbol un agente de policía, en cada palabra de la Clapp descubre la señora Sedley una alusión más o menos velada a sus deudas. La hija de Clapp, que es ya una joven muy talludita, es declarada por la madre de Amelia arrapiezo impudente e insoportable. No concibe la buena anciana que Amelia la quiera tanto, que guste tenerla en su cuarto a todas las horas del día, y quiera que la acompañe en sus paseos. La amargura de la pobreza ha emponzoñado el corazón antes cariñoso de la señora Sedley; no sólo no agradece la solicitud ejemplar con que Amelia la atiende, sino que critica el orgullo que ésta tiene cifrado en su hijo y el abandono en que considera deja a sus padres. Y es que a la retirada de la pensión que Joseph enviaba a sus padres ha seguido la retirada de la alegría, es que en aquella casa comenzaban a dejarse sentir la miseria y el hambre.
Amelia piensa, medita, se devana los sesos para encontrar el medio de aumentar la insignificante pitanza que no basta a saciar el hambre de la familia. ¿Dará lecciones? ¿Se dedicará al bordado, a la confección de ropa blanca? Su desilusión fue grande cuando averiguó que las mujeres trabajan mucho para ganar dos peniques por día. Se decidió, sin embargo. Compró dos tablillas Bristol y pintó en la una un pastor vestido con pelliza encarnada, contemplando con faz sonriente un paisaje convencional, y en la otra, una linda pastorcita atravesando un puentecillo y seguida de un perrito. El encargado de la tienda donde compró pinceles y colores, esperando predisponerle en favor de su trabajo, a duras penas logró disimular una sonrisa burlona cuando vio la obra de arte que Amelia le presentaba. Miró a la pobre viuda que esperaba anhelante y sin decir palabra, envolvió las tablillas y las entregó a la artista, con estupefacción de la señora Clapp, que la acompañaba, y esperaba que el trabajo valdría por lo menos dos libras esterlinas. Visitaron otras tiendas: en vano. En cada tienda encontró Amelia una nueva decepción. En general, contestaban que no necesitaban pinturas, pero hubo comerciantes que rechazaron con brutalidad a la vendedora. Resultado: tres chelines y seis peniques tirados a la calle, y dos tablillas recluidas en la alcoba de la señora Clapp, quien continuó creyendo que eran verdaderas maravillas.
Tras maduras reflexiones, escribe una tarjeta haciendo saber al público que «una señora que dispone de algún tiempo se encargaría de la educación de algunas niñas, a las cuales podría enseñar inglés, francés, geografía, historia y música. Dirigirse a A. O., tienda del señor Brown». Confía el anuncio al dueño de la tienda donde compró los pinceles y colores, quien accede a colocarlo en el escaparate de su establecimiento. Amelia pasa varias veces al día por delante de la puerta, pero el comerciante no la llama. Entra, hace algunas compras: el señor Brown nada tiene que decirle. ¡Débil y sensible criatura! ¡No estás hecha para las luchas violentas de este mundo!
La tristeza, la ansiedad de Amelia crecen de día en día. Con frecuencia se la ve contemplando con mirada sombría a su hijo, incapaz de interpretar la expresión de las miradas de la madre. Despierta sobresaltada a medianoche, corre al cuartito de su George y asoma furtiva la cabeza para cerciorarse de si duerme tranquilo o si se lo han robado. ¡Cuántas plegarias envueltas entre suspiros dirige al cielo! ¡Con cuánto anhelo intenta desechar el pensamiento que la acosa, que la tortura, la obsesión que la persigue tenaz, diciéndole que debe resignarse a separarse de su hijo, que es ella la única barrera que se opone a la felicidad general! El sacrificio es superior a sus fuerzas… ¡No… no puede hacerlo… por entonces al menos! Lo hará, acaso, otro día. Si la perspectiva de llevarlo a cabo es tan penosa, ¿qué no sería la realidad?
Ocúrresele un pensamiento que llena de sonrojos su rostro pálido. Podría ceder a sus padres toda la pensión de viuda casándose con el pastor que la pretende; pero la imagen de George y un sentimiento de pudor se oponen a la consumación de tan enorme sacrificio. Se estremece, rechaza la idea como un sacrilegio; su alma pura y cándida retrocede como ante un crimen ante proyecto semejante.
El combate interior en cuya descripción hemos empleado breves frases conmovió durante semanas enteras el tierno corazón de Amelia. Fue un combate cruel que hubo de resistir sola, sin auxilio de nadie, porque no tenía confidentes de sus dolores, no podía tenerlos, ni admitió siquiera la posibilidad de ceder, aunque diariamente perdía terreno ante el enemigo contra quien batallaba. Arteras, penetraban en su alma las terribles verdades referentes a su situación, echaban en aquélla profundas raíces, y allí quedaban. La pobreza y la miseria para todos, las privaciones, la degradación de sus padres, el porvenir del niño que ella comprometía con su egoísmo, eran otros tantos enemigos lanzados al asalto de la fortaleza donde la infeliz guardaba con energía el amor a la memoria del muerto y el tesoro de su hijo.
Al principio de sus luchas, escribió una carta ternísima a su hermano Joseph, implorando de él que no retirase la pensión que generoso concedió a sus ancianos padres y pintándole con vivos colores la situación desesperada de los mismos. La pobrecilla ignoraba que Joseph no dejó nunca de pagar la pensión; no podía sospechar que aquélla llegaba con regularidad, pero que en vez de cobrarla su padre, iba a parar a la caja de un usurero de la City; no podía soñar que su padre la hubiese vendido por una cantidad que perdió en tentativas de negocios tan descabellados como todos los suyos. Con dolor calculaba Amelia el tiempo que habría de transcurrir antes que su carta tuviese contestación. También escribió al comandante Dobbin, insinuándole sus pesares y contratiempos. No le había escrito desde que le felicitó por su próximo matrimonio, y creía que aquel amigo, el único que fue siempre fiel y abnegado con ella, lo había perdido también.
Un día, cuando el horizonte se presentaba más amenazador, cuando la situación era más desesperada, cuando los acreedores se mostraban más apremiantes, cuando la madre se entregaba a histéricos transportes de dolor, y el padre parecía más triste y sombrío que de ordinario, cuando la infelicidad que pesaba cual losa de plomo sobre toda la familia hacía que los individuos de la misma esquivasen encontrarse unos con otros, quiso la casualidad que se encontrasen solos Amelia y su padre. La hija, creyendo que consolaría al viejo, le dijo que había escrito a Joseph y que su contestación no tardaría más de tres o cuatro meses. Añadió que Joseph, aunque descuidado, era y había sido siempre generoso, y que no rechazaría su súplica cuando supiera la situación desesperada en que la familia se encontraba.
El desventurado anciano hubo de confesar a su hija la verdad, hubo de decirle que Joseph pagaba con puntualidad la pensión que él, con sus imprudencias, había vendido. Añadió que no había tenido valor para anunciar a su hija una desgracia tan horrenda. Al reparar en la consternación de Amelia, el mísero viejo dijo con voz temblorosa:
—¡Ah! ¡Viendo estoy que desprecias a tu pobre padre!… ¡Tienes razón, hija mía!… ¡Desprecíale, que sólo el desprecio universal merece!
—¡Nunca, papá, nunca! —exclamó Amelia, echándole los brazos al cuello y cubriéndole de besos—. ¡Tú eres bueno, dulce… siempre lo has sido! Con la mejor intención dispusiste del dinero… lo hiciste por nuestro bien. ¡Ah, no es la falta de dinero lo que más!… Es… ¡Dios mío, Dios mío!… ¡Dame fuerzas para sobrellevar esta prueba!
Llorando besó a su padre con frenesí, y salió de la habitación.
No comprendió el anciano el sentido de sus palabras incoherentes, ni el porqué de la explosión de dolor y de la brusca salida de su hija. ¿Cómo comprenderlo? Significaba que la mártir se daba por vencida, que aceptaba su desventura, que se doblegaba bajo el infortunio. Se separaría de su hijo, consentiría que el tesoro de su alma fuese a alegrar otra casa, donde aprendería a querer a otros y a olvidarla a ella. El objeto de su amor, su alegría, su orgullo, su ídolo, su esperanza, su vida, la abandonaría para siempre, y entonces ella no tendría más remedio que reunirse con George en el cielo, desde donde velaría por el niño hasta tanto éste fuese a encontrarles.
Fuera de sí, sin saber lo que hacía, se puso el sombrero y salió a encontrar a su George, que no tardaría en volver del colegio. Era un día de mayo y de media fiesta para los niños. Las hojas comenzaban a cubrir los árboles y el cielo estaba limpio y transparente. El niño, en cuanto la vio, acudió corriendo, con ojos chispeantes de alegría, los libros y cartapacios debajo del brazo. Los besos y abrazos que dio a su hijo debilitaron su resolución. ¿Cómo separarse de su vida? ¡Imposible!… ¡Imposible!
—¿Qué te pasa, mamaíta? —preguntó George—. Te encuentro muy pálida.
—¡Nada, cielo mío, nada! —respondió con acento desgarrador la madre.
Aquella noche, Amelia hizo que su hijo leyese la historia de Samuel. Leyó el niño que Ana, su madre, había llevado a Samuel al templo, entregándole al Sumo Sacerdote Helí; leyó el himno de acción de gracias que cantó la madre, ese himno hermosísimo que dice que el Señor es quien hace al pobre y al rico, quien humilla y exalta, quien levanta del polvo a los humildes y hunde a los ricos y poderosos. Amelia hizo hermosos comentarios sobre la conmovedora historia: hizo constar que Ana, aunque adoraba a su hijo, lo entregó al Señor porque así lo había prometido, que nunca le olvidó no obstante la separación, como nunca olvidó Samuel a su madre; que ésta fue muy feliz algunos años después, al ver cuan sano, prudente y santo era su hijo. Pronunció su sermón con voz dulce y ojos secos, pero cuando quiso hacer deducciones y hablar de lo que tan cruelmente la torturaba, desfalleció, quedó sin voz, rebosó en su alma la amargura y, tomando entre sus brazos al niño, le meció y vertió sobre su rostro lágrimas de agonía.
Sin embargo, como su resolución estaba tomada, la viuda comenzó a dar los pasos que debían conducirla al fin propuesto. Un día, Jeannie Osborne recibió carta de Amelia, carta que la obligó a correr desolada al despacho donde su padre estaba sumergido, como de ordinario, en un mar de tristeza.
Exponía Amelia con sencillez los motivos que la obligaban a alterar su resolución respecto a su hijo. Su pobre padre había sufrido nuevos reveses que causaron su ruina completa: su pensión de viuda era tan modesta, que a duras penas bastaba para sufragar mal las necesidades más apremiantes de los autores de sus días, y desde luego era insuficiente para proporcionar a su George la educación a que tenía derecho. Separarse de su hijo sería para ella la más desgarradora de sus agonías, pero, con la ayuda de Dios, la soportaría. Sabía además que las personas a cuya solicitud iba a confiarlo se ocuparían en su felicidad. Describió el carácter del niño, tal como lo veían sus ojos de madre: un natural ardiente, siempre dispuesto a rebelarse contra la severidad o la contradicción, pero fácil de guiar apelando a la dulzura y a la bondad. Por último, en una posdata, manifestaba que quería que se comprometiesen por escrito a permitirle que visitara a su hijo cuando lo desease, condición precisa sin la cual no consumaría un sacrificio tan superior a sus fuerzas.
—¿Conque al fin cede doña Orgullo? —exclamó el viejo Osborne con voz que hacía temblar la ansiedad—. ¿Se mueren de hambre, eh? ¡Ah! Ya lo sabía yo… como sabía que a la larga habría de ceder.
Trató de mantener su entereza y de seguir leyendo su diario como de costumbre, pero en vano intentaba ocultar tras la hoja impresa la emoción que le dominaba. Al cabo de breves momentos, salió del despacho para volver muy pronto con una llave en la mano, que entregó a su hija.
—Haz que preparen la habitación junto a la mía… la que fue de él —dijo.
—Está muy bien, padre —contestó Jeannie Osborne.
Se refería el anciano a la habitación de George, que había permanecido cerrada durante diez años. Todavía continuaban los trajes, papeles, pañuelos, fustas y sombreros en el mismo sitio y estado en que George los dejó. Sobre la mesa había un Anuario del ejército del año 1814, un pequeño diccionario, la Biblia que su madre le regalara, un par de espuelas y un tintero cubierto de polvo. La emoción de Jeannie fue muy intensa cuando entró en la habitación seguida por los criados.
—Convendría que enviases algún dinero a esa mujer —dijo el señor de Osborne—. No quiero que carezca de nada… Envíale cien libras esterlinas.
—¿Me permites que vaya mañana a visitarla?
—Eso es cosa tuya, pero no olvides que no quiero que ponga los pies en esta casa. No quiero verla, pero ahora no debe carecer de nada.
Dictadas sus instrucciones, el viejo se fue, como de costumbre, a la City.
—Toma este dinero, papá —dijo Amelia aquella noche a su padre dándole un beso y poniendo en sus manos un billete de cien libras esterlinas—. Y tú, mamá… no trates con dureza a George, pues no va a estar mucho tiempo con nosotros.
No pudo decir más la infeliz. Dejémosla encerrada a solas con sus penas en su cuarto, donde se retiró.
Al día siguiente, Amelia recibió la visita de Jane Osborne. La entrevista fue amistosa. A las primeras palabras pronunciadas por la señorita Osborne comprendió la viuda que no debía temer que nunca llegase a ocupar el primer puesto en el cariño de su hijo. Era una mujer fría, pero comprensiva y de buenos sentimientos. Sin duda hubiera agradado menos a la pobre madre que su rival hubiese sido hermosa, más joven, más afectuosa y apasionada. Jeannie Osborne recordó en el curso de la conversación tiempos y sucesos pasados y no pudo menos de conmoverse ante la lamentable situación de Amelia. Aquel mismo día quedaron arreglados los preliminares del tratado de capitulación.
A la mañana siguiente, George, a quien no mandaron al colegio, recibió la visita de su tía. Amelia les dejó solos para que la primera preparase la separación. Pasáronse unos cuantos días en visitas, parlamentos, preparativos: la viuda habló del asunto a George con extremada cautela, temiendo que la noticia le afectase demasiado. Pero el niño más bien quedó complacido que afectado. Su pobre madre sintió en medio del corazón el dolor lacerante de la nueva puñalada. George contó a sus condiscípulos que se iba a vivir con su abuelo, no el que a veces le acompañaba al colegio, sino el padre de su padre, el abuelito rico, y que tendría carruaje y caballo de silla, y que dejaría aquel colegio para ser educado en otro más elegante, y que, cuando fuese rico, que lo sería muy pronto, se compraría muchas cajitas de lápices y muchos bombones y dulces. El hijo era imagen de su padre.
Un día hace alto delante de la puerta de la humilde morada de los padres de Amelia un carruaje lujoso, George lleva su traje nuevo, el traje que le ha hecho el sastre que vino días antes a tomarle medidas. Y llegado el momento de consumar el sacrificio, George se despide sonriente, Amelia con el corazón destrozado.
El hijo visita con frecuencia a la madre. Monta un caballito y le acompaña siempre un criado con satisfacción inmensa del viejo señor Sedley, quien, orgulloso, gusta de acompañarle por la calle. También se presenta de vez en cuando en el colegio donde aprendió las primeras letras, más que por el gusto de ver a sus antiguos condiscípulos, por el placer de que éstos envidien su riqueza y esplendor. Dos días le han bastado para adquirir actitudes imperiosas y aires de superioridad. Su madre le ve, pero le parece que ya no es su hijo. Ha nacido para mandar, piensa la cuitada, vino al mundo para perpetuar los hábitos de su padre.
Ha pasado algún tiempo. Hacia el anochecer de los días que el hijo no va a visitar a Amelia, ésta se dirige a Londres, llega a la plaza Russell, sin que lo largo del camino la arredre, y se sienta en un banco de piedra que hay frente al caserón del viejo Osborne. No verá a George, pero sí las ventanas del salón profusamente iluminadas y, hacia las nueve, distinguirá luz en los aposentos del piso superior, donde su hijo duerme. Lo sabe, él se lo ha dicho. Reza hasta que la luz se apaga, reza con humilde fervor, con el corazón más que con los labios, y se vuelve a su casa desolada, abatida y silenciosa. Llega rendida, mas no importa; el cansancio contribuirá tal vez a que duerma mejor, y, de todas suertes, soñará con su pequeño George.
Un domingo, mientras Amelia paseaba por las inmediaciones de la casa de los Osborne, vio que salían George y su tía en dirección a la iglesia. Un niño se acercó a pedir limosna, y fue rechazado por el lacayo que llevaba los devocionarios, pero George se detuvo, le llamó y le dio una moneda. ¡Santo Dios, y qué alegría experimentó la madre! Corriendo se acercó al mendigo y unió su limosna a la de su hijo. Entró también en la iglesia y se arrodilló en un sitio desde el cual veía la cabeza y los hombros de George, sentado bajo la lápida que conmemoraba la heroica muerte de su padre. Un centenar de niños alzaron sus vocecitas entonando un himno al Padre de las misericordias. La pobre viuda permaneció largo rato sin ver a su George: se lo impedía el velo de lágrimas que vertían sus ojos.