Una comida suntuosa
ACABABAN DE SENTARSE a la mesa para almorzar las señoras del palacio Gaunt. Lord Steyne, que no solía molestarlas ni verlas, como no fuese en los días de recepción, o cuando por casualidad se cruzaba con ellas en el hall, apareció en el comedor a la hora del almuerzo y defendió con tesón la causa de Becky.
—Deseo ver la lista de invitados a la comida del viernes —dijo—. Quisiera que, enviases una invitación al coronel Crawley y señora.
—Los billetes de invitación los escribe Blanca —contestó lady Steyne.
—Yo no escribo a semejante persona —terció Blanca, señora alta y severa, clavando sus ojos en los del viejo y bajándolos casi inmediatamente al suelo.
—¡Que se lleven a los niños! —gritó lord Steyne, tirando con rabia del cordón de la campanilla.
Asustados, los niños se retiraron. Su madre quiso salir con ellos, pero el viejo repuso:
—¡No…, tú no! ¡Quédate! Repito… Lady Steyne, ¿tiene usted la bondad de tomar la pluma y dirigir a la persona que antes mencioné la invitación para la comida del viernes?
—Si esa persona viene, yo no asistiré a la comida —protestó Blanca—. Me iré a mi casa.
—Y me proporcionará usted uno de los mayores placeres de mi vida si se va y no vuelve más. Vivirá usted allí en la agradable compañía de los escribanos y alguaciles que asedian a la familia Bareacres, y a mí me librará de sus condenadas actitudes de reina de tragedia y de la necesidad de prestar dinero a sus padres. ¿Quién manda en esta casa? Usted no tiene ni dinero ni cabeza. Vino aquí para tener hijos, y ni eso ha sabido tener. Mi hijo está de usted hasta la coronilla. Si se exceptúa la esposa de George, todos los individuos de mi familia desearíamos que estuviese usted enterrada… Si el diablo cargase de una vez con usted, mi hijo mayor podría volver a casarse.
—¡Por qué no habré muerto, Dios mío! —exclamó Blanca llorando.
—Usted, hipócrita, alardea de una virtud que seguramente no tiene; en cambio mi esposa, que es una santa, que jamás ha pecado, como es público y notorio, no tiene inconveniente en admitir a su mesa a mi joven amiga la señora de Crawley. Lady Steyne sabe que las apariencias condenan a las mujeres más honradas; que muchas veces se calumnia a las más inocentes… ¿Quiere usted, señora, que le cuente algunas historietas a propósito de su mamá?
—Puede usted contarme lo que guste, o pegarme, si ése es su deseo —respondió la interpelada.
—Blanca querida, soy un caballero, y jamás puse mis manos sobre una dama, no siendo para acariciarla. No ha sido mi intención maltratarte, sino corregir algunos defectillos, hijos de tu carácter. Las mujeres pecáis por exceso de orgullo, carecéis de la hermosa virtud de la humildad, como diría el padre Mole a lady Steyne si, por dicha para ésta, se encontrase entre nosotros. Jamás adoptéis actitudes de altivez, queridas mías; vuestra obligación es conduciros con docilidad y mansedumbre. Lady Steyne sabe muy bien que la sencilla, virtuosa y amable Rebecca de Crawley, tan cruelmente calumniada, es inocente, completamente inocente, más inocente que ella misma. Su marido no es modelo de hombres correctos, pero sus incorrecciones son menos graves que las de Bareacres, que ha jugado mucho y no ha pagado nada, que te robó el legado que constituía tu única fortuna y te puso en mis manos pobre y sin dote. Confieso que Becky no es de muy buena cuna; pero tampoco lo fue el ilustre antepasado de Fanny, el primer De la Jones.
—El dinero que yo aporté a la familia… —exclamó lady George Gaunt.
—Fue el precio de ciertos posibles privilegios —dijo el marqués en tono sombrío—. Si muere Gaunt, tu marido le sucederá en sus honores, y tus hijos los heredarán, y acaso hereden algo más. Mientras llega ese día, no me opongo a que seáis tan orgullosas como deseéis, pero sí a que me molestéis con vuestros alardes de virtud. En cuanto a la conducta de la señora de Crawley, me creería rebajado si admitiese que una dama tan irreprochable e inmaculada como ella necesitase siquiera defensa. Me haréis el favor de recibirla y tratarla con perfecta cordialidad, como recibís y tratáis a todas las personas que yo presento en la casa. Nada pido que no sea natural. ¿Quién es el dueño de esta casa? Yo, y nadie más que yo. Mío es este templo de la virtud, y si un día tuviera el capricho de invitar a todos los pilletes de Newgate y a todas las gentes de mal vivir de Bedlam, ¡vive Dios que serían bien recibidos!
Después de una alocución tan vigorosa, modelo de las que lord Steyne dirigía a su Harem cuando observaba síntomas de insubordinación, las señoras no tuvieron más remedio que obedecer. Lady Gaunt escribió la invitación y, acompañada por su suegra, pasó por la casa de Becky y dejó las tarjetas que tanto júbilo produjeron a nuestra amiga.
Había familias en Londres que hubiesen dado las rentas de un año a cambio de recibir honor tan señalado de parte de aquellas egregias damas. La esposa de Frederick Bullock, por ejemplo, habría ido de rodillas desde la calle Mayfair hasta la Lombard a trueque de que la marquesa de Steyne le hubiese dicho: «La espero el viernes».
Lady Gaunt, modelo de severidad, esposa inmaculada, mujer de considerable belleza, ocupaba en la feria de las vanidades un lugar encumbradísimo. La cortesanía exquisita con que el marqués de Steyne la trataba era el encanto de cuantos se relacionaban con la familia. Hasta los más dados a la murmuración confesaban que lord Steyne era un perfecto caballero que sabía honrar a las personas que lo merecían.
Las señoras del palacio Gaunt solicitaron el auxilio de lady Bareacres, con objeto de rechazar al enemigo común. Uno de los carruajes de la casa fue enviado a la calle Hill, en busca de dicha dama, cuyos coches y caballos estaban entre las uñas de los escribanos y alguaciles, de la misma manera que sus joyas y ropas habían pasado a poder de mercachifles judíos. Propiedad de los israelitas era también el castillo Bareacres, con todos sus cuadros de precio, todos sus muebles, con sus soberbios Van Dycks, sus preciosos Reynolds, los nobles retratos de Lawrence, las inmaculadas Ninfas de Canova —entre las cuales se deslizara la juventud de la señora Bareacres, hermosa, radiante, espléndida a la sazón, y ahora vieja, sin dientes, calva—, y el retrato de su marido, pintado también por Lawrence, luciendo su uniforme de coronel y blandiendo descomunal sable frente a los muros del castillo, joven, esbelto y arrogante cuando el retrato fue hecho, pero que ahora sólo era un viejo flaco y arrugado que por las mañanas se deslizaba furtivamente hasta un bodegón, y que por las noches cenaba solitario en el club. Con lord Steyne corrió muchas aventuras de placer en tiempos en que le aventajaba en resistencia, pero Steyne dio pruebas de mayor vitalidad; lejos de declinar creció en riquezas, al paso que su antiguo compañero rodó hasta lo más profundo del abismo de la ruina. Deudor de grandes sumas a lord Steyne, Bareacres rehuía la compañía de su camarada de otros tiempos, pero éste, cuando estaba de humor, solía decir a lady Gaunt:
—¿Cómo no viene a verte tu padre? Ni sé los meses que hace que no le he visto, aunque puedo saberlo muy pronto, pues mi talonario de cheques me dirá la fecha exacta de su última visita. Es una felicidad ser la caja de los suegros de uno de mis hijos.
Poco diremos de las demás personas que Becky tuvo el honor de encontrar en esta comida. A la mesa se sentaron el príncipe de Peterwaradin con la princesa, noble personaje de bien pobladas cabellera y barba, sobre cuya levita brillaba la placa de una Orden ilustre, y de cuyo cuello pendía el Toisón de Oro. Era dueño de innumerables rebaños.
—¡Mírale la cara! —susurró Becky al oído de lord Steyne—. Parece que desciende de una oveja.
En efecto: el rostro de Su Alteza, largo, solemne y blanco, encuadrado por las patillas que ocupaban todo su cuello, presentaba cierto parecido con el de un carnero venerable.
Asistieron también John Paul Jefferson Jones, agregado a la embajada norteamericana y corresponsal del New York Demagogue, el cual, en su deseo de decir algo agradable, aprovechó una pausa durante la comida para preguntar si estaba contento en el Brasil su querido amigo George Gaunt, cuya amistad había cultivado en Nápoles. El agregado publicó en el New York Demagogue una crónica a propósito de la comida; mencionó los nombres y títulos de cuantas personas se sentaron a la mesa, hizo las biografías de las más notables, describió a las damas con hermosa elocuencia, el servicio de la mesa, las libreas de la servidumbre, enumeró los platos que se sirvieron, detalló las marcas de los vinos, y hasta hizo un cálculo del valor de las vajillas de plata. Según la crónica, semejante comida pudo costar de quince a dieciocho dólares por persona. No pudo menos de expresar la indignación que le produjo el hecho de que un aristócrata insignificante, el conde de Southdown, hubiese formado delante de él en la procesión que se encaminaba al comedor.
«En el preciso momento en que adelantaba yo un paso para ofrecer mi mano a una dama lindísima, la señora Rebecca de Crawley —decía la crónica—, el joven patricio se interpuso entre la dama en cuestión y mi persona, rechazándome sin dignarse dirigirme una disculpa. Contra mi voluntad hube de formar en la extrema retaguardia con el coronel, el marido de la dama, guerrero que se portó como un héroe en Waterloo, y tuvo más suerte que los que allí dejaron sus huesos.»
Más sonrojos hubo de sufrir Rawdon durante la comida que un adolescente de dieciséis años cuando se encuentra de improviso entre las compañeras de colegio de una hermana suya. Nunca fue Rawdon aficionado a la compañía de las damas. Con los hombres le gustaba alternar, fuese en el club, en el cuartel, o sentado frente al tapete verde, pero obligarle a tratar con señoras era imponerle un suplicio atroz. Y no es que no hubiese tenido amigas, no, las tuvo, pero veinte años atrás, y por añadidura, fueron amigas de costumbres poco austeras, amigas cuyo trato frecuentan millares de jóvenes de la feria de las vanidades, amigas que llenan los cafés cantantes, que inundan los paseos y las iglesias, pero cuya existencia fingen ignorar las personas que alardean de moralidad. En una palabra: aunque el coronel había cumplido sus cuarenta y cinco años, en su vida cruzó la palabra con media docena de damas. Excepción hecha de su cuñada lady Jane, todas las mujeres daban miedo al heroico soldado. No es, pues, de extrañar que, durante la comida a que nos referimos, las únicas palabras que pronunció fuesen que el día estaba caluroso en extremo.
Al ser anunciada Becky, lord Steyne salió a su encuentro, tomó su mano, la saludó con refinada cortesanía y la presentó a las señoras. Éstas le hicieron una reverencia de las más profundas y ceremoniosas, y la marquesa tendió su mano a la recién llegada, pero su mano estaba fría y glacial como el mármol de una tumba.
La tomó Becky con humildad, y después de hacer una reverencia digna del más consumado maestro de baile, se puso por así decir a los pies de la marquesa, diciendo que lord Steyne fue protector decidido de su difunto padre, y que le habían enseñado a honrar y reverenciar a la familia Steyne desde que tenía uso de razón.
En efecto, lord Steyne había comprado dos cuadros insignificantes al malogrado Sharp, y la huérfana tenía un alma demasiado sensible a la gratitud para olvidar nunca ese beneficio.
Recordó entonces Becky a Blanca de Bareacres, a quien saludó humildemente. A su saludo correspondió la dama en cuestión con dignidad austera.
—Tuve el alto honor de conocer a usted en Bruselas, hace diez años —dijo Becky—. Mi buena suerte quiso que encontrase a lady Bareacres en el baile que dio la duquesa de Richemond la víspera de la batalla de Waterloo. Aún me parece verla, señora, en compañía de su hija sentada en su carruaje delante de la porte-cochére de la fonda, esperando caballos. Supongo que no perdió usted los brillantes que tan grave peligro corrieron en aquella ocasión.
Entre los concurrentes se cruzaron miradas de inteligencia. De los famosos brillantes no quedaba más que el recuerdo, aunque Becky nada sabía, al parecer. Rawdon Crawley se retiró con lord Southdown al hueco de una ventana, de donde poco después partían ruidosas carcajadas.
Becky se dijo mentalmente que había puesto a la señora de Bareacres en situación de no molestarla en lo sucesivo.
Cuando hizo su aparición el potentado del Danubio, la conversación se sostuvo en francés, circunstancia que aumentó prodigiosamente la mortificación de lady Bareacres y de sus hijas, quienes no pudieron menos de reconocer que Becky hablaba aquel idioma muchísimo mejor y con acento más puro que ellas. Había conocido y tratado Becky a muchos magnates húngaros que formaban parte del ejército que penetró en Francia en el año 1816, lo que le dio motivo para preguntar por ellos con muestras de vivo interés. Los que no la conocían, tomáronla por dama de la mayor distinción, y el príncipe y la princesa preguntaron a lord Steyne y a la marquesa, su mujer, quién era aquella petite dame que hablaba tan bien.
La procesión descrita por el diplomático americano se encaminó al fin hacia el salón comedor, donde debía servirse el banquete. El lector puede, si gusta, sentarse a la mesa, y mandarse servir los platos que más le agraden.
Después de la comida, cuando las señoras quedaron solas, fue cuando Becky presintió que se romperían las hostilidades contra ella. No la engañaron sus presentimientos. Dicen que nadie odia tanto a los irlandeses como los irlandeses mismos: pues de la misma manera, el tirano más feroz de la mujer es la misma mujer. Cuando la inocente Rebeca fue a sentarse junto a la chimenea donde habían tomado posiciones las damas más distinguidas, éstas se levantaron y la dejaron sola. Las siguió Becky al saloncito donde se habían refugiado, y volvieron aquéllas a levantarse para ocupar de nuevo asientos junto a la chimenea. Intentó hablar a uno de los niños de la casa, pero el niño fue llamado inmediatamente por su mamá. Tan cruelmente fue tratada la pobre Becky, que al fin se movió a compasión la marquesa de Steyne, y fue a sentarse junto a la mísera convidada.
—Mi marido me ha dicho que toca usted y canta admirablemente —dijo la marquesa—. Si no temiera abusar de su amabilidad, le rogaría que nos cantase algo.
—No deseo sino ocasiones de complacer a lord Steyne y a usted, señora —contestó Becky, sentándose al piano.
Cantó algunas composiciones religiosas de Mozart, maestro favorito de la marquesa de Steyne, con tal dulzura, que las lágrimas asomaron a los ojos de sus oyentes. Cierto que mientras cantaba, las damas, reunidas en la habitación contigua, charlaron, rieron e hicieron todo el ruido posible, pero los oídos de la marquesa no recogieron aquellos rumores. Se veía otra vez niña, correteando por los paseos del Covent Garden; el órgano de la iglesia dejaba oír las mismas melodías, las mismas que la organista, la hermana más cariñosa de toda la comunidad, le enseñó a ella y a sus compañeras de colegio. De sus ensueños la vinieron a sacar el ruido de puertas y las carcajadas de lord Steyne, que entraba seguido de una porción de invitados.
El dueño de la casa adivinó en el acto lo que había sucedido durante su ausencia. Agradecido a la conducta de su esposa, acercóse a ella y la habló con dulzura inusitada; a continuación, se aproximó a Becky.
—Me dice mi mujer que ha cantado usted como un ángel —le dijo.
El resto de la velada fue un triunfo verdadero para Becky. Cantó como nunca, entusiasmando a los caballeros, que formaron apiñado grupo junto al piano. Las damas, sus enemigas, quedaron solas.