Donde el lector es presentado en la sociedad más distinguida
LAS ATENCIONES, la amabilidad encantadora que Becky prodigaba al jefe de la familia de su marido, debían tener al fin su recompensa, recompensa que, sin tener valor apreciable por su peso y medida, codiciaba, sin embargo, la linda intrigantuela con anhelos más ardientes que las ventajas positivas y materiales. Ya que no se enderezaban sus deseos a llevar una vida honrada e irreprochable, quería disfrutar de la consideración que en todas partes merece la virtud, y todos sabemos que ninguna mujer alcanza en el gran mundo su desiderátum si antes no ha tenido el honor de ser presentada en la corte de sus soberanos luciendo vestido de cola, plumas y brillantes. De los salones de los palacios reales salen honradas las mujeres que entraron en ellos sin honra; en ellos reciben patente de virtud, en ellos les da certificado de honradez el lord chambelán. A la manera que las cartas o mercancías de procedencia sospechosa han de sufrir cuarentena, y luego de rociadas con vinagres aromáticos son declaradas limpias, así muchas damas de reputación dudosa, muchas damas de quienes se sospecha que pueden producir infección, una vez han pasado por la salutífera prueba de la presencia real, quedan limpias y puras de toda mancha.
Griten en buen hora lady Bareacres, lady Tufto, Martha de Crawley y todas las señoras que con Becky han sostenido relaciones; indígnense ante la idea de la odiosa aventurera haciendo sus reverencias al soberano; juren que si viviese la reina Carlota jamás hubiera admitido en sus salones a tan incierto personaje, que como fue el primer caballero de Europa quien sometió a examen a la señora de Rawdon, quien con su real presencia le dio patente de reputación, no cometeremos la deslealtad de dudar siquiera de lo inmaculado de su virtud. Por mi parte, declaro que la figura del soberano, siempre que la recuerdo, me inspira respeto y amor a un tiempo. Aun está presente en mi mente un gran acontecimiento, un acontecimiento que llenó de júbilo, especialmente, a las damas de la feria de las vanidades. Me refiero al día histórico en que aquel augusto y reverenciado mortal recibió, juntamente con las aclamaciones entusiastas de la porción más refinada de su imperio, el título de Primer Gentilhombre del Reino. ¿Han olvidado mis lectores tan fausto acontecimiento? ¡No, no es posible! Han pasado veinticinco años. Fue una noche venturosa. Se representaba La hipócrita, cuyas partes principales interpretaban Dowton y Listón. Dos muchachos salieron del colegio donde recibían educación y aparecieron en el escenario del teatro de la callejuela Drury, mezclados con la multitud allí congregada para aclamar al rey. ¡EL REY! Allí estaba el REY. De pie y detrás del sillón donde se había sentado se alzaban las siluetas del marqués de Steyne y de los grandes dignatarios de la nación. ¡Con qué entusiasmo cantamos todos el God save the King! Las voces y la orquesta hacían retemblar el edificio. Todo el mundo gritaba, todo el mundo aclamaba, todo el mundo agitaba pañuelos. Lloraban las señoras, las madres estrechaban contra sus pechos a sus hijos, muchas se desmayaron como consecuencia de la emoción. Sí; me cupo el alto honor de ver al rey; el hado no puede arrebatarme esa gloria. Otros han visto a Napoleón, viven algunos que conocieron a Frederick el Grande, al doctor Johnson, a Mary Antonieta, etc… No les envidio: yo he tenido la suerte de ver a George el Bueno, el Magnífico, el Grande.
Prosigamos con nuestra historia. Fue un día feliz para Becky aquel en que la corte real abrió sus puertas a sus angelicales virtudes, aquél en que fue admitida en el paraíso, objeto de su anhelos, apadrinada por su cuñada lady Jane. En el día y hora señalados, sir Pitt y su mujer, en su carroza de gran gala recién construida, se detuvieron frente a la casita de la calle Curzon, con asombro reverencial de Raggles, que asomado a la ventana de su modesta tienda veía a través de los cristales de la carroza las magníficas plumas que adornaban las cabezas de las damas y los enormes ramilletes que se destacaban sobre el pecho de los lacayos, ataviados con libreas nuevas.
Bajó de la carroza sir Pitt, luciendo deslumbrador uniforme, y entró en la casita harto apurado con la espada, que se obstinaba en meterse entre sus piernas. Rawdon hijo sonreía a su tía, a quien miraba desde la ventana del saloncito de confianza, contra cuyos cristales tenía pegada la cara. No tardó en salir de nuevo sir Pitt, dando el brazo a una elegante señora vestida de rico brocado, la cual subió a la carroza como si fuese una princesa acostumbrada desde que nació a vivir en los palacios reales. Tras la dama entró en la carroza sir Pitt.
A continuación salió de la casa, Rawdon, vistiendo un uniforme militar que había sufrido las injurias del tiempo y le estaba ridículamente estrecho. Debía seguir al cortejo montando humilde coche de alquiler, pero su cuñada, siempre buena y complaciente, quiso que formase parte de la familia. La carroza era espaciosa, las señoras más bien delgadas que gruesas… Al fin se acomodaron los cuatro personajes y la carroza se unió a la fila de carruajes que descendían por las calles de Piccadilly y Saint James en dirección al antiguo palacio de ladrillo, donde debía recibir a sus nobles la Estrella de Brunswick.
Tentaciones le venían a Becky de enviar a través de la portezuela bendiciones al pueblo que, embobado, contemplaba los lujosos trenes: hasta tal punto se exaltaba al pensar en la encumbrada posición que acababa de conquistar en el mundo. Y es que hasta Becky tenía sus debilidades. De la misma manera que muchos hombres cifran su orgullo en cualidades o excelencias que los demás no consiguen ver en ellos, y vemos así a Comus que suspira por ser tenido por el trágico más eminente de Inglaterra, y a Brown, el famoso novelista, que anhela ser, no un hombre de genio sino un hombre a la moda, y a Robinson, el gran jurisconsulto, que se ríe de la reputación que pueda tener dentro de las salas de justicia, pero quiere que fuera de ellas le crean incomparable, así, ser, pasar, mejor dicho, por dama respetable, constituía el objetivo primordial de la vida de Becky, y a verlo logrado dedicó todos sus esfuerzos con laudable asiduidad y éxito feliz. Ocasiones había en que, tomando en serio su papel de gran señora, olvidaba que no había un penique en su casa, que sus acreedores rondaban su puerta, que los tenderos gruñían, que no encontraba terreno firme donde poner sus pies. A medida que se aproximaba al palacio, adoptaba continente más majestuoso, más imponente y resuelto. Tanto acentuó la nota, que lady Jane no pudo menos de sonreír. Entró en los salones regios con ademanes que habrían hecho honor a una emperatriz, y no me cabe la menor duda de que si lo hubiera sido en la realidad, hubiera desempeñado su papel a la perfección.
No nos consideramos reos de indiscreción si afirmamos que el costume de cour que lució Becky en la ceremonia de su presentación al soberano fue prodigio de elegancia, riqueza y buen gusto. Hemos visto damas cargadas de condecoraciones y bandas que ni por pienso podrían ser comparadas con nuestra Becky. Una condesa de sesenta años, decolletée, pintada, arrugada, de párpados fláccidos y llena de brillantes que parpadean entre las sedosas guedejas de su cabellera postiza, es en las horas diurnas un espectáculo edificante, pero no agradable. Ofrece el mismo aspecto que la calle de Saint James en las primeras horas de la madrugada, cuando parte de los faroles han sido ya apagados y los restantes se van extinguiendo sucesivamente, semejantes a fantasmas que huyen ante la aparición de la luz del día. Los encantos de semejantes damas únicamente pueden apreciarse de noche, con luz artificial. Si menguan los portentosos encantos de Cintia cuando Febo la contempla desde lo alto de los cielos, ¿no han de esconderse avergonzados los de la señora de Castlemouldy, por ejemplo, cuando la luz del sol atraviesa con toda su fuerza las ventanillas de su coche y pone de manifiesto sus infinitas y profundas arrugas? Preferible fuera que los salones no se abriesen hasta el mes de noviembre, es decir, en la estación de las nieblas, o bien que las sultanas jamonas de la feria de las vanidades fuesen conducidas a palacio en literas cerradas.
No tenía Becky necesidad de luces artificiales que realzasen su hermosura. Su cutis podía desafiar sin peligro la luz del sol, y en cuanto a su vestido, el morador más exigente de la feria de las vanidades lo hubiese reputado el más lujoso y brillante de su época. Cuantos y cuantas tuvieron ocasión de verlo, afirmaron que era charmante; hasta lady Jane hubo de reconocer que, en punto a elegancia y buen gusto, quedaba muy por bajo del nivel de su cuñada.
—Esos encajes han debido costarte una fortuna —dijo lady Jane, mirando los suyos, después de haber examinado los que adornaban el vestido de Becky.
Tentaciones le vinieron de añadir que ella, con ser la baronesa, no podía permitirse tanto lujo, pero calló, movida de un sentimiento de compasión hacia su parienta.
Es posible que, no obstante su carácter, todo dulzura, le hubiese sido imposible contenerse si hubiera conocido la procedencia de aquellos encajes. Es posible que hubiera protestado si hubiese sabido, como sabemos nosotros, que Becky, cuando siguiendo instrucciones de sir Pitt ponía orden en la vieja casa de los Crawley, encontró el brocado y los encajes en los antiguos armarios y se los llevó tranquilamente a la suya, tal vez creyendo que allí los dejaron para que en su día los luciera su gentil personita. La Briggs se los vio llevar, pero ni preguntó ni habló a nadie del asunto.
—Oye, Becky; ¿de dónde has sacado esos brillantes? —preguntó Rawdon, al ver los que con profusión brillaban en las orejas, garganta y pecho de su mujer.
Becky se sonrojó ligeramente. Sus ojos se posaron severos sobre los de su marido. Sir Pitt se sonrojó también y miró por la ventanilla. Lo cierto es que una parte de las joyas —un broche de diamantes— había sido regalada a Becky por sir Pitt, que olvidó de informar de ello a su mujer.
—Me haces una pregunta tan tonta como todas las tuyas. ¿De dónde supones que los he sacado? Debías haberlo adivinado: excepción hecha de este broche, que hace muchos años me regaló una amiga mía, todos los brillantes que ves son alquilados. Me los ha prestado el señor Polonius, joyero de la calle Coventry. No creo seas tan cándido que supongas que todos los brillantes que entran en los salones de la corte sean propiedad de quienes los ostentan como lo son los magníficos que lleva Jeannie, mucho más hermosos que los que yo llevo.
—Son joyas de familia —interrumpió sir Pitt con manifiesta zozobra.
Los brillantes que tanta admiración causaron a Rawdon no volvieron a la joyería del señor Polonius, ni éste reclamó jamás su devolución: pasaron a una gaveta secreta de una mesa vieja que Amelia regaló años antes a Becky, gaveta que contenía muchos objetos de cuya existencia en poder de su mujer no tenía el marido la menor noticia. Verdad es que existen no pocos maridos cuya misión es saber nada o muy poco de lo que a sus mujeres se refiere, de la misma manera que la misión de no pocas casadas parece ser la de hacer muchas cosas a espaldas de sus maridos. ¡Ah, señoras, señoras! ¿Cuántas de vosotras tenéis modistas subrepticias? ¿Cuántas poseéis vestidos o joyas que no osáis lucir con la conciencia tranquila, que os ponéis temblando? Temblando y… cegando con vuestras sonrisas al marido, si va a vuestro lado, y que no sabe distinguir el vestido nuevo del viejo, o el imperdible recién comprado del que usasteis el año anterior, ni sospecha que el encaje con que habéis adornado el vestido costó cuarenta libras esterlinas, y que madame Bobinot os acribilla con sus cartas todas las semanas pidiéndoos el pago.
Así vemos que Rawdon ignoraba la procedencia de los solitarios que brillaban en las orejas de Becky, y del precioso collar que adornaba su garganta; pero en cambio lord Steyne, que ocupaba su puesto en la corte en su calidad de gran dignatario de la misma y heroico defensor del trono de Inglaterra, contempló con atención especial a aquella linda mujercita, vio sus joyas, sabía de dónde habían salido, y quién las había pagado.
Una pluma tan débil y novicia como la nuestra no osará describir las circunstancias de la entrevista habida entre Becky y su gracioso y poderosísimo soberano. Sentimientos de respeto y de conveniencia nos obligan a cerrar los ojos en presencia del monarca, y la lealtad y la decencia vedan a la imaginación penetrar audaz en el salón de audiencia y nos obligan a retroceder rápida, silenciosa, humildemente, inclinándonos hasta el suelo, ante la augusta persona.
Lo que sí podemos decir es que, con posterioridad a la entrevista, en Londres no había persona tan leal a su soberano como Becky. Tenía sin cesar en sus labios el nombre de su rey, y a todas horas y en todas partes lo proclamaba el más encantador de los hombres. Se presentó en el estudio de Colnaghi y pidió el retrato más artístico que el arte había producido y que el crédito pudiese proporcionar. El retrato que compró representaba a nuestro gracioso monarca con manto real guarnecido de ricas pieles, calzón corto y medias de seda. Hizo que del retrato en cuestión obtuvieran una miniatura que llevaba siempre pendiente del cuello. Sus relaciones llegaron a esquivar su trato para no oír a todas horas elogios dirigidos al rey… ¿Quién sabe? Acaso aspiraba a ser en Inglaterra una Maintenon o una Pompadour.
Pero lo más gracioso de todo, lo más divertido, es que a partir del día de su presentación en la corte sus labios no se movían más que para hablar de honradez y virtud. Había frecuentado hasta entonces el trato de algunas amigas cuya reputación no era la mejor en la feria de las vanidades, mas tan pronto como recibió su patente de mujer de conducta intachable, rompió bruscamente con todas las de virtud equívoca.
—La mujer virtuosa tiene el deber de demostrar al mundo quién es —decía a Rawdon—. Con gentes de conducta sospechosa no debe alternar. Con toda mi alma compadezco a lady Crackenbury; puede ser que la señora Washington sea una persona muy agradable. Puedes ir a comer con ellos, pero yo no debo hacerlo y no lo haré.
Todos los periódicos dieron cuenta del vestido de Becky, de sus encajes, plumas y brillantes. Más de una señora se mordió los labios al leer el artículo y comentó con ira mal encubierta la actitud soberbia de la que con aquéllos se engalanaba. Martha de Crawley, que lo leyó en el Morning Post, dio rienda suelta a los generosos transportes de su honradísima indignación.
—Si tuvieras el pelo rubio, los ojos verdes, y fuese tu padre un pintamonas y tu madre una bailarina francesa —decía a su hija mayor—, te sobrarían brillantes y hubieras sido presentada en la corte por tu prima Jeannie; pero tienes la desgracia de no ser más que una muchacha decente, ¡pobre hija mía! Por todo patrimonio, tienes sangre noble, buenos principios y sólida piedad. Yo, esposa del hermano menor del barón difunto, no he pisado jamás los salones del palacio real… como no los pisarían personas que recientemente los han contaminado con su presencia, si viviera la santa reina Carlota.
Gracias a estas expansiones pudo consolarse la dignísima Martha de Crawley.
Breves días después de la presentación, fue objeto la virtud de Becky de otro homenaje no menos halagador. El carruaje de lady Steyne hizo alto frente a la puerta de su casa, y el lacayo, en vez de derribar la fachada, como parecía ganoso de hacerlo a juzgar por el tremendo aldabonazo que descargó sobre aquélla, contuvo sus ímpetus y se limitó a entregar dos tarjetas, en las cuales se leían los nombres de la marquesa de Steyne y de la condesa de Gaunt. No habrían producido mayor satisfacción a Becky aquellos dos pedacitos de cartulina si hubiesen sido dos cuadros de los maestros más afamados, o un centenar de varas de encaje de Malinas de a libra esterlina la vara. Comprenderá el lector que las dos tarjetas pasaron a ocupar el lugar más visible en el recipiente de China donde Becky guardaba las de sus visitantes.
Dos horas más tarde llegó lord Steyne, quien, al dar un vistazo en derredor, como tenía por costumbre, se fijó en las tarjetas de las señoras y sonrió con cinismo. No tardó Becky en presentarse. Cuando nuestra buena amiga esperaba la visita del caballero, se vestía de antemano, estaba admirablemente peinada y recibía a su visitante sentada en postura ingenua y artística; pero, cuando era sorprendida, tenía que escapar a su tocador, consultar rápidamente con el espejo y presentarse en el salón lo antes posible.
Encontró al lord leyendo las tarjetas.
—¡Gracias mil! —exclamó—. Han estado las señoras… ¡Qué bueno eres!… No he salido antes porque estaba en la cocina preparando un pudding.
—Sé perfectamente donde estabas; te he visto.
—Tú lo ves todo.
—Casi todo, mi linda amiguita, pero confieso que no te he visto preparando el pudding. En cambio te he oído en el tocador, y no me cabe la menor duda de que te estabas dando un poquito de colorete. Bueno será que regales a lady Gaunt un poquito del que usas, porque tiene un color de cera que lo está pidiendo a gritos. No me niegues que estabas en el tocador, mentirosilla, que he oído cómo abrías y cerrabas la puerta.
—¿Es crimen procurar embellecerme un poquito cuando tú vienes?
—Hablando de otra cosa, diré que se me figura que pretendes subir muy alto. Has conseguido penetrar en el gran mundo, pero no seas tonta; convéncete de que te será imposible mantenerte en la posición conquistada. Para ello necesitarías tener dinero y no lo tienes.
—Pero tú nos proporcionarás un destino lucrativo lo más pronto posible.
—Careces de dinero y tienes que competir con los que lo tienen de sobra… ¡Pobre pajarillo, te has propuesto volar sin alas!… ¡Todas las mujeres sois lo mismo! ¡Todas ambicionáis lo que nada vale! Ayer comí con el rey, y te aseguro que habría preferido comer hierbas, siempre que me las hubiesen servido a dos leguas de su real persona. Te empeñas en visitar mi palacio, no me dejarás descansar hasta conseguirlo. Pues bien: mi palacio es infinitamente menos agradable que esta casa, es el lugar más indicado para aburrirse. Mi mujer es tan alegre como lady Macbeth, y mis hijas tan joviales como Regan y Goneril. Ni a dormir me atrevo en lo que ellas llaman mi alcoba. Mi cama parece un baldaquino de Saint Pedro, y las pinturas que adornan el techo y las paredes me llenan de espanto. En un cuartucho tengo una camita de bronce con un colchón de pelo, cama de anacoreta: allí duermo; soy anacoreta. La semana próxima te invitarán a comer… Gare aux femmes! ¡Adelante, siempre adelante!
La Briggs, que estaba sentada en la habitación contigua, exhaló un suspiro profundísimo al oír hablar con tanta ligereza de su sexo.
—Mira, Becky —dijo el marqués, dirigiendo a la Briggs una mirada feroz—; si no alejas a ese abominable perro, el día menos pensado le enveneno.
—Precisamente le doy de comer en mi mismo plato —contestó Becky con sonrisa maliciosa.
Después de sulfurar al lord, que odiaba cordialmente a la Briggs, porque con frecuencia interrumpía sus tête-à-tête con la hermosa mujer del coronel, Becky tuvo lástima de su admirador y envió a la Briggs a pasear con el niño.
—Me es imposible despedirla —repuso Becky con acento de profunda tristeza.
Un momento después se llenaban sus ojos de lágrimas.
—Le debes el salario, ¿eh? —preguntó lord Steyne.
—¡Ojalá no fuese más que eso! —respondió Becky bajando los ojos—. La he arruinado.
—¿Arruinado? Razón de más para que la despidas.
—Los hombres así os conducís —observó Becky con amargura—, pero las mujeres no somos tan malas. El año pasado, cuando nos quedamos sin un cuarto, nos dio cuanto poseía. Nunca se separará de mí, es decir, me dejará el día que nuestra ruina sea completa, día que quizá no esté lejano, o el día que yo pueda pagarle lo que le debo.
—¿Es mucho? —interrogó el marqués.
Reflexionó Becky, calculó la cantidad que podía obtenerse de un hombre tan rico como su adorador, y precisó la suma que debía a la Briggs, es decir, una suma que era casi el doble que la real.
Lord Steyne soltó un juramento. Becky dobló la cabeza y rompió a llorar.
—¡La necesidad carece de ley! —exclamó Becky—. Era mi único recurso… Tenía cerradas todas las puertas… No me atrevo a confesarlo a mi marido. ¡Oh! ¡Me mataría si supiese lo que he hecho! No lo sabe nadie en el mundo, nadie más que tú, que me has obligado a decírtelo… ¡No sé qué hacer! ¡Soy muy desgraciada!
No contestó lord Steyne. Se mordió las uñas, masculló unos cuantos juramentos, y al fin se encasquetó el sombrero y salió violentamente de la estancia. Becky continuó con la cabeza baja hasta que oyó el portazo que dio el marqués al salir. Levantóse entonces y rompió a reír. En sus ojos brillaba el contento de la victoria. Momentos después se sentó al piano y tocó una marcha.
Aquella noche recibió Becky dos sobres procedentes del palacio Gaunt: uno contenía una esquela de invitación para una comida que se daría el viernes siguiente, y otro un pedazo de papel gris, firmado por lord Steyne y dirigido a los señores Jones, Brown y Robinson, banqueros de la calle Lombard.
Rawdon oyó reír a Becky dos o tres veces aquella noche; según ella, su alegría la producía la invitación que del palacio Gaunt había recibido, pero otros eran los pensamientos que llenaban su mente. ¿Pagaría a la Briggs y la despediría? ¿Asombraría a Raggles liquidando la deuda que con él tenía pendiente? Estos proyectos consultó con la almohada, y al día siguiente, mientras Rawdon hacía su visita matinal al club, Becky, vestida modestamente, tomó un coche de alquiler y se hizo conducir a la City. Entró en la casa de los señores Jones, Brown y Robinson y presentó un documento al cajero, el cual le preguntó en qué forma quería el pago. Contestó Becky con mucha naturalidad que le diese ciento cincuenta libras esterlinas en billetes pequeños y el resto en un solo billete. Cobró, salió de la casa de banca, y al pasar por la calle de Saint Paul compró un hermoso vestido de seda, que regaló a la Briggs juntamente con un beso y muchas palabras dulces, fue luego al domicilio de los Raggles, preguntó con mucho cariño por los niños, entregó cincuenta libras esterlinas a cuenta, y finalmente visitó al alquilador de carruajes, a quien obsequió con otra suma igual.
—Espero que esto le servirá de lección, señor Spavin —dijo Becky—, y que, en la próxima recepción, no me pondrá en el caso desagradable de pedir a sir Pitt que me permita utilizar su carruaje porque no ha venido el mío.
Terminadas las diligencias mencionadas, Becky hizo una visita a la mesita que Amelia le regalara muchos años antes, y que contenía una porción de objetos de valor, junto a los cuales dejó el billete de Banco grande que el cajero de la razón social Jones. Brown y Robinson le había dado.