Miserias y desdichas
OTROS AMIGOS NUESTROS, los que vivían en Brompton, festejaron también la solemnidad de Pascua a su manera, es decir, en forma harto triste.
De las cien libras anuales, a que ascendía la renta modesta de la viuda de George Osborne, entregaba ésta tres cuartas partes a sus padres, para cubrir sus gastos y los de su hijo. Si a la cantidad expresada se añaden las ciento veinte libras que enviaba Joseph, tenemos un presupuesto de ingresos de doscientas veinte libras, con las cuales, las cuatro personas que componían la familia, y la criada irlandesa que las servía, pasaban el año sin estrecheces, y hasta podían permitirse el lujo de ofrecer una taza de té a algún amigo. El viejo Sedley conservaba su ascendiente sobre la familia de Clapp, su antiguo empleado, quien no había olvidado los tiempos en que, sentado tímidamente en el borde de la silla, bebía un vaso de vino o de cerveza a la salud del «señor Sedley, de la señorita Amelia y del señor Joseph». Recordando aquellos tiempos, las veces que entraba en el comedor y tomaba una taza de té con su antiguo jefe, su frase usual era la siguiente:
—¡No es esto lo que en días mejores hacía usted, señor!
Jamás se sentaba en el casino hasta que el señor Sedley lo había hecho, y nunca toleró que alma viviente se permitiese comentarios desfavorables sobre su principal de antaño. Había visto, decía, a los personajes más encopetados de Londres dar apretones de manos al señor Sedley; le había servido en la época en que diariamente se le veía en la Bolsa del brazo de Rothschild, le era, en una palabra, deudor de todo.
Empleado excelente el señor Clapp, habría podido encontrar otra casa que le hubiese recibido con los brazos abiertos. Lo sabía él perfectamente, tanto, que con frecuencia se le oía decir:
—Como soy un pez pequeño puedo nadar en toda clase de estanques.
Esto no obstante, se obstinó en no abandonar a Sedley, contrastando su conducta con la de todos los amigos ricos del antiguo banquero, los cuales le fueron olvidando sucesivamente.
Era precisa toda la economía, todo el cuidado imaginables, para, con la exigua parte de renta que Amelia se reservaba, vestir a su hijo cual convenía al descendiente de Osborne y pagar las mensualidades del colegio adonde, no sin antes vencer una viva repugnancia y acallar muchos temores, se había resignado por fin a enviar al muchacho. Más de una hora robó al sueño para estudiar las lecciones, aprender reglas gramaticales y desentrañar mapas, a fin de enseñar luego a George lo que ella acababa de aprender. Hasta pretendió estudiar latín, creyendo que podría instruir a su hijo en esta lengua. Verse separada de él todo el día, entregarle a la férula de un profesor y a las impertinencias de sus camaradas, era, por decirlo así, un segundo destete, a juicio de aquella madre tímida, sensible, débil. En cambio George iba contentísimo al colegio, sin darse cuenta de que laceraba cruelmente el corazón de su madre, que habría preferido verle pesaroso de abandonarla.
George hacía grandes progresos en el colegio, que dirigía un admirador de Amelia, el reverendo señor Binny. Con frecuencia volvía a su casa llevando diplomas, premios y otras pruebas de su aplicación y aprovechamiento. Contaba a su madre mil historias a propósito de sus condiscípulos, tanto, que Amelia llegó a conocer a cuantos muchachos asistían al colegio tan bien como el mismo George. Un día, el niño volvió a casa con un ojo amoratado. Dijo que había reñido con un niño llamado Smith y ponderó su valor durante la pelea, aunque es lo cierto que no desplegó en ella mucho heroísmo, y que sacó la peor parte. Han pasado años, y Amelia no ha perdonado todavía al tal Smith, aunque en la actualidad es un pacífico boticario establecido cerca de la plaza Leicester.
Tales eran los cuidados inocentes y las tranquilas ocupaciones que llenaban la existencia de la sensible Amelia, en cuya cabeza se veían algunas hebras de plata, muy pocas, y cuya frente surcaba una pequeña arruga, indicios entrambos del paso de los años. Ella misma sonreía ante aquellas muestras del progreso del tiempo.
—¿Qué importan las canas a una vieja como yo? —se decía.
Toda su ambición era vivir bastante para ver a su hijo grande, famoso y glorioso, como creía que tenía derecho a ser. Conservaba como oro en paño sus cuadernos, sus composiciones, sus dibujos, y los presentaba a los íntimos de su casa cual si fuesen prodigios de genio. Algunas de las obras maestras de su hijo las confió a las señoritas Dobbin, con objeto de que éstas las mostrasen a la señorita Osborne, tía del niño, la cual a su vez se encargaría de presentarlas a su abuelo, lo que bastaría para que el viejo cruel sintiese remordimientos por haber tratado con dureza inconcebible al que ya no existía. Para ella todas las faltas de su marido, todas sus debilidades, todas sus culpas, habían bajado con él a la tumba: no las recordaba. En su imaginación quedaba únicamente el amado que se casó con ella a costa de tantos sacrificios; el marido noble, bravo y gallardo; el esforzado guerrero que la estrechó entre sus brazos en el momento de partir para el campo de batalla donde dejó la vida; el héroe, el mártir que vertió su sangre en defensa de la patria. Desde el cielo sonreía, a no dudar, el héroe al niño que había dejado en el mundo para darla ánimo y consuelo.
Hemos visto a uno de los abuelos de George (el viejo Osborne) arrellanado en su gigantesco sillón, hacerse de día en día más intratable y huraño; hemos visto cómo su hija, con su lujoso carruaje, sus soberbios caballos y su fortuna, que la permitía figurar con cantidades muy respetables en todas las subscripciones abiertas para obras de caridad, era, sin embargo, la mujer más solitaria, la mujer más triste, la mujer más digna de compasión de la tierra. Sus pensamientos los embargaba siempre y por entero el hermoso niño, el hijo de su hermano, a quien había visto. Todo su anhelo era poder dirigirse en su lujoso carruaje a la casa en que vivía el pequeño, y cuando, diariamente daba su paseo en coche por el parque, sus ojos escudriñaban todas las avenidas, llevada de la esperanza de encontrarle. Su hermana, la casada con el banquero, hacía alguna visita, muy contadas, a la casa de la plaza Russell, y solía llevar consigo un par de niños raquíticos, enfermizos, que confiaba a los cuidados de una niñera, de los cuales decía que eran prodigios de gracia y de hermosura. Su Federiquito era la imagen viva de lord Claudio Lollypop, y su linda Mary había atraído la atención de la baronesa de… en un paseo que los niños dieron por Roehampton. Su hermana debía convencer al viejo de que estaba en el deber de hacer algo por aquellos dos querubines. A Federiquito le harían ingresar en los Guardias, y si su marido debía constituirle un mayorazgo, como era su propósito… y más que propósito, pues en realidad se arruinaba por comprar terrenos y más terrenos, ¿qué quedaría a su encantadora hijita?
—En ti tengo puesta toda mi esperanza, querida —decía la madre de los dos querubines—. Como comprenderás, todo lo que yo herede de nuestro padre irá a parar al mayor de mis hijos, al heredero. Es lo que piensa hacer mi buena amiga Rosita M’Mull, tan pronto como cierre los ojos lord Castletoddy, que es epiléptico y no puede dar mucha guerra; su fortuna y la de su marido pasarán inmediatamente a su hijo, a quien harán vizconde de Castletoddy. Pues bien: también mi Frederick ha de ser mayorazgo, y ya sabes lo que espero de ti, mi querida hermanita.
Después de este discurso, que se repetía en todas las visitas, se separaban las hermanas con un beso tan apretado como la presión de una ostra sobre la roca.
La noche que Jeannie Osborne dijo a su padre que había visto a su nieto, no contestó el anciano, pero tampoco montó en cólera; antes por el contrario, cuando se retiró a su aposento, dio las buenas noches con acentos de cariño raros en él. Debió también meditar sobre la noticia dada por su hija, y hasta hacer algunas averiguaciones respecto a la visita de su hija a casa de los Dobbin, pues quince días después de recibida la nueva, rogó a Jeannie que le dijese dónde estaba el pequeño reloj francés de oro y la cadena del mismo metal que aquélla acostumbraba usar.
—Lo compré con ahorros míos, papá —contestó Jeannie alarmada.
—Compra otro igual, o mejor, si le encuentras —replicó el viejo, volviendo a guardar silencio.
Las señoritas Dobbin redoblaban sus instancias con Amelia para que permitiese a George pasar con más frecuencia el día con ellas. Decíanle que su tía le trataba con adorable ternura y que acaso el abuelo acabaría por dejarse enternecer en favor del niño. Amelia no debía anular estas contingencias que tan favorables se presentaban para su hijo.
En efecto; deber suyo era favorecer por todos los medios posibles una reconciliación, y cumplió ese deber, pero nunca se separó de George sin recelo y temor, y nunca le abrazó, a la vuelta de aquél de la casa de las Dobbin, sin experimentar el contento que suele embargar el corazón de quien acaba de ver libre de un peligro grave a un ser querido. Volvía siempre el niño con regalos y dinero, circunstancia que despertaba viva alarma y celos en la viuda, la cual le preguntaba invariablemente si había visto a algún caballero. Un día contestó el niño:
—He visto a un señor anciano, de cejas espesas, sombrero ancho y gran cadena de oro y muchas sortijas. Llegó mientras daba yo una vuelta a caballo por el prado. Me miró mucho, me preguntó cómo me llamaba, y mi tía principió a llorar; siempre está llorando.
Comprendió Amelia que el niño había visto a su abuelo y esperó con angustia la proposición que no dudaba que seguiría al encuentro, y que, en efecto, fue hecha pocos días después. El señor Osborne ofreció formalmente tomar al niño y hacerle legatario de la fortuna que debió heredar su padre. Al propio tiempo, daría a la viuda una renta que le permitiría vivir con holgura, renta que no le sería retirada aunque contrajera segundas nupcias, conforme tenía el propósito, según habían informado al viejo. Pero era condición precisa que el niño viviese con su abuelo en la casa de la plaza Russell, o donde éste último dispusiera, aunque de vez en cuando se permitiría a la madre ver a su hijo, a cuyo efecto le sería llevado a su casa. La proposición le fue leída un día que su madre no se encontraba en casa, y su padre había ido a la City como de costumbre.
En toda su vida, sólo dos o tres veces se había irritado de veras Amelia, y precisamente en un estado de viva irritación fue en el que hubo de conocerla el encargado del señor Osborne. Leída la carta, levantóse temblando, roja de ira, hizo de la misiva mil pedazos, los pisoteó, y dijo:
—¡Casarme otra vez!… ¡Aceptar dinero a cambio de separarme de mi hijo! ¿Quién osa insultarme proponiéndome semejante cosa? ¡Diga usted al señor Osborne que su carta es una cobardía… sí… una cobardía, que no merece contestación…! ¡Buenos días, señor!
Hizo una reverencia al mensajero y salió del cuarto, dejándole solo.
Ni sus padres observaron la agitación que la dominaba, ni ella les habló palabra sobre el incidente; su madre tenía sus asuntos personales que la interesaban más que los de la hija, y en cuanto a su padre, ya sabemos que las especulaciones a que se entregaba embargaban todos los instantes de su vida. Hemos visto que emprendió el negocio de vinos y carbones, que fracasó ruidosamente, pero como a la par que el negocio no fracasaron sus manías por la especulación, el pobre señor se había aventurado en otra empresa, cuyo feliz resultado le parecía indiscutible, aunque no al señor Clapp, a quien no había confiado, dicho sea de paso, la importancia y gravedad de sus compromisos. Por lo que se refiere a las señoras, siempre fue máxima del señor Sedley no hablar de dinero ni de asuntos en su presencia, y de consiguiente, ni sospecharon siquiera la nube de calamidades que se les venía encima, hasta que el infortunado anciano se vio en la precisión absoluta de confesarles sucesivamente sus apuros.
Los gastos de la familia, que al principio eran pagados semanalmente, no se cubrían con regularidad, y muy pronto los débitos formaron un total de importancia. La remesa de la India no llegaba, al menos así lo dijo el señor Sedley a su mujer con rostro compungido. Como la buena señora había pagado con puntualidad sus facturas, los proveedores, a los cuales suplicó que le concedieran un plazo, exteriorizaron con crudeza ofensiva su desagrado, no obstante estar más que acostumbrados a tropezar con otros parroquianos más tramposos. Gracias a la cantidad que pagaba Amelia pudo sostenerse mal que bien la familia sufriendo privaciones. Los seis meses primeros se pasaron sin mucha fatiga, el viejo siempre hablaba de ganancias infalibles que sacarían a flote sus negocios.
Pero pasaron seis meses, las sesenta libras esterlinas se retardaban, y la situación de la familia llegó a hacerse verdaderamente precaria. La señora Sedley, cuyo estado de salud no era muy satisfactorio, callaba o bien lloraba en la cocina junto a la esposa de Clapp. El tendero estaba intratable, el carnicero insolente, George se quejaba de las comidas, y Amelia, que para sí misma podía contentarse con un pedazo de pan, se daba cuenta de que su hijo carecía de lo necesario, y le compraba mil golosinas, sacrificando sus escasas economías para que el niño no sufriese.
No tuvieron los Sedley más remedio que hablar a su hija de las dificultades de la casa. Un día, a su regreso de cobrar su modesta pensión, la entregó a su madre, reservándose una pequeña parte de la misma para pagar un trajecito que había encargado para su hijo. Su madre le contó entonces que no se recibían las cantidades que solía enviar Joseph, que los apuros de la casa eran terribles, que Amelia debió haberlos adivinado, que aquéllos eran tan visibles que sólo una persona como ella, que no veía ni quería en el mundo a nadie como no fuera a su hijo, podía dejar de advertirlos. Amelia entregó todo el dinero a su madre sin decir palabra, y se recluyó en su cuarto para dar rienda suelta a sus lágrimas. Su tristeza alcanzó extremos extraordinarios porque se veía obligada a renunciar a sus hermosas ilusiones de regalar a su hijo un trajecito nuevo para Pascuas, y hasta había sostenido dos o tres conversaciones con una modista, amiga suya, a propósito de la forma y moda del mismo.
Pero aun fue más cruel para ella tener que decir a George que debería renunciar al soñado traje, noticia que recibió el niño llorando desconsolado. Contestó entre sollozos que todo el mundo estrenaba traje para Pascuas, que sus amiguitos se reirían de él, que quería lucir traje nuevo, que su madre, que nunca le engañaba, se lo había ofrecido. La pobre viuda estaba desolada; únicamente besos podía dar al niño…
Corrió Amelia a su guardarropa, registró con ansiedad febril buscando alguna prenda para venderla, y encontró el chal de las Indias que Dobbin le enviara tiempo antes. Recordó que alguna vez había visitado con su madre una tienda donde las señoras compraban y vendían artículos como aquél, y sus mejillas se arrebolaron, y sus ojos despidieron destellos de placer, y despidió a George con besos y sonrisas que hicieron comprender al niño que tendría el vestido que ambicionaba.
En efecto: salió de su casa en dirección a la tienda en cuestión. Por el camino pensó que además del trajecito debía regalar a George ciertos libros que le eran necesarios, y pagar un semestre de colegio, y que, con el importe del chai, acaso pudiera comprar un abrigo para su padre. No se engañó acerca del valor del regalo de Dobbin; el comerciante pagó por él veinte libras esterlinas y pudo pagar bastante más.
Adquirió los libros que deseaba, volvió contentísima a su casa, escribió en una tira de papel, que colocó bajo la cubierta de uno de aquéllos: «Para George Osborne; regalo de Pascuas de su amantísima madre», y salió de su cuarto con los libros en la mano, con ánimo de dejarlos sobre la mesa del cuarto de su hijo, a fin de que éste los encontrase allí a su regreso del colegio.
En el pasillo tropezó con su madre, cuya mirada reparó en los cantos dorados de los siete libros que constituían el regalo.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Unos cuantos libros para George —respondió Amelia—. Le prometí que se los regalaría para Pascua.
—¡Libros! —gritó indignada la señora—. ¡Libros cuando no tenemos pan! ¡Libros cuando para sostener tu lujo y el de tu hijo, y evitar que tu padre vaya a la cárcel, he tenido que vender cuanto había en casa… mi chai, hasta los cubiertos! ¡Libros cuando los tenderos nos insultan porque no pagamos con puntualidad, cuando estamos en descubierto con el señor Clapp, que tiene tanto derecho a cobrar como el que más! ¡Oh, Amelia! ¡Tu ceguera me parte el corazón! ¡Es un crimen gastar en libros los que necesitamos para comer, y más crimen todavía echar a perder a tu hijo con tus mimos imprudentes! ¡Quiera Dios que tu hijo sea menos descastado que los míos! ¡Joseph abandona a su pobre padre en la vejez, y tu hijo… tu hijo recibe una educación que sólo pueden permitirse los ricos, y va a un colegio como un lord, y lleva reloj y cadena de oro, mientras mi querido, mi idolatrado marido no puede llevar un chelín en el bolsillo!
Sollozos, ataques nerviosos y lágrimas pusieron fin al discurso de la señora Sedley.
—¡Madre… madre! —contestó Amelia—. Eres injusta conmigo… No me habías dicho lo que pasaba… Había prometido los libros a George… Acabo de vender mi chai… Toma el dinero… tómalo todo.
Uniendo la acción a la palabra, puso en manos de su madre cuanto dinero le quedaba.
Encerróse en su cuarto a solas con su desesperación y su pena. Reflexionó, comprendió que su egoísmo maternal sacrificaba, perdía a su hijo, que éste podía ser rico, ocupar el puesto brillante que su padre había perdido por causa suya, que le bastaba pronunciar una palabra para que su padre no careciera de nada y su hijo heredara una fortuna… ¡Oh, qué triste convicción para el sensible corazón de Amelia!