Capítulo XLV

Entre el Hampshire y Londres

NO SE HABÍA LIMITADO sir Pitt a restaurar y embellecer sus posesiones de Crawley de la Reina; hombre inteligente y cuerdo procuró reconquistar la popularidad de su casa, reparar las grietas y cerrar los boquetes abiertos por su padre y predecesor en el buen nombre de la familia. Los electores de su distrito le hicieron diputado a poco de ocurrida la muerte de su padre, y él hizo cuanto le fue posible para desempeñar dignamente el cargo que se le había confiado, subscribiéndose siempre con sumas de consideración a todas las obras de beneficencia del condado. Hizo frecuentes visitas a los personajes influyentes de la localidad y no escatimó esfuerzos para elevarse hasta el alto puesto a que creía le daban derecho sus prodigiosas cualidades morales e intelectuales. Cumpliendo prudentes recomendaciones del marido, lady Jane entabló estrecha amistad con los Huddleston Fuddleston, los Wapshots y otros barones famosos de los contornos. Con frecuencia se veían los carruajes de aquéllos en la magnífica avenida que conducía al castillo, sus dueños comían en él con frecuencia —la cocina era tan buena que era evidente que lady Jane tenía muy rara intervención en ella—, y, para corresponder, sir Pitt y su mujer, con gran espíritu de sacrificio, aceptaban invitaciones cualquiera que fuese el tiempo y la distancia. No era sir Pitt de carácter jovial, antes al contrario; tenía un carácter frío y su salud no era muy buena, pero, esto no obstante, creíase obligado por su posición a ser hospitalario, afable y simpático. Sufría terribles accesos de jaqueca después de los banquetes, pero los sufría resignado, persuadido de que su posición le obligaba a ser mártir del deber. Con los caballeros del distrito hablaba de trigos, de agricultura, de política. No cazaba, no sentía inclinaciones cinegéticas, era hombre de letras y de hábitos pacíficos; pero creía que era deber suyo trabajar por el mejoramiento de la raza caballar en el condado, y que, para ello, nada mejor que velar por la conservación de los conejos y la propagación de las zorras. Además, le encantaba proporcionar a sir Huddleston Fuddleston ocasiones de dar batidas en sus tierras y ver, como en otros tiempos, reunidas en Crawley de la Reina todas las jaurías de los alrededores.

Con vivo disgusto de la condesa viuda de Southdown, de día en día se afirmaba más en sus tendencias ortodoxas; ya no predicaba en público, ya no asistía a las reuniones de los disidentes, sino que frecuentaba, como la generalidad de los fieles, la Iglesia reconocida. Hacía visitas al obispo y trataba a todo el clero de Winchester, siendo de notar que llevaba su condescendencia hasta el extremo de jugar partidas de whist con el venerable arcediano Trumper. ¡Qué suplicio para la condesa verle seguir un camino tan en oposición con el verdadero espíritu de Dios! La desesperación de la devota dama llegó al paroxismo el día que el barón, a su regreso de Winchester, donde había asistido a una ceremonia religiosa, anunció a sus hermanas que al año siguiente las llevaría a los bailes del condado. La viuda lloró lágrimas de dolor, pero en cambio las hermanas del barón sintieron impulsos de saltar a su cuello y abrazarle, y hasta lady Jane, que acaso gustaba también de tales distracciones, se manifestó dispuesta a asistir para complacer a su marido. La condesa escribió a sus amigos quejándose amargamente de la conducta mundana de su hija, y como su casa de Brighton estuviera desocupada por entonces, abandonó el castillo, sin que su ausencia entristeciese mucho a sus hijos. Es de suponer que Becky, en su segunda visita a Crawley de la Reina, no echase en gran falta a la dama de las pócimas, pero, esto no obstante, escribió a la santa señora una carta respetuosa, encomendándose a sus oraciones y recordando con deleite y agradecimiento las reflexiones que aquélla le había hecho en su primera visita, y la bondad y cariño con que la trató durante su enfermedad.

Gran parte de la conducta observada por el barón, merced a la cual había conquistado su popularidad, era obra de los consejos de la inteligente y linda moradora de la calle Curzon de Londres.

—No pasarás de la categoría de barón del montón si te limitas a vivir como aristócrata campesino —le había dicho durante su estancia en Londres—. No, Pitt, debes aspirar a algo más, que tu talento y ambición te dan títulos bastantes para pretender puestos más elevados. Pones empeño en ocultar tus dones, crees que nadie adivina que en tu pecho palpita una ambición noble, pero aquéllos y ésta no han pasado desapercibidos para mí. Leí a lord Steyne tu folleto sobre cereales; lo conocía ya, y me dijo que el Consejo de ministros lo ha calificado, por unanimidad, como el trabajo más serio y completo que se ha publicado sobre la materia. El ministro tiene puestos sus ojos en ti, y yo sé muy bien cuál es el objeto de tus deseos: anhelas distinguirte en el Parlamento, y tus anhelos son los del país, pues todo el mundo dice que eres el orador más elocuente de Inglaterra; ansias ser el jefe de un partido, y lo serás. A mí no puedes ocultarme nada, porque leo en tu corazón, Pitt. Pienso muchas veces que si mi marido compartiera tu entendimiento de la misma manera que comparte tu apellido, podría desempeñar un buen papel a tu lado. ¡Nada valgo, nada soy en el mundo, pero quién sabe si el miserable ratoncillo, puesto en circunstancias favorables, podría prestar ayuda eficaz al león!

El discurso de Becky entusiasmó al barón.

—¡Qué talento el de esa mujer! —decía—. ¡Qué bien sabe comprenderme! No he podido conseguir que Jeannie leyese tres páginas de mi folleto sobre cereales… ¡Es natural! Sólo las inteligencias elevadas pueden penetrar sus bellezas… Jeannie ni idea tiene de que soy un talento, ni de que arde en mi pecho la llama de una ambición secreta nobilísima… ¡Conque recuerdan que soy el mejor orador de Inglaterra!… ¡Ah, tunantes! Su memoria no ha despertado hasta que me han visto investido del carácter de diputado… Sin ir más lejos, lord Steyne me miraba con superioridad humillante el año pasado… Parece que comienza a percatarse de que sir Pitt Crawley es alguien… Valer, he valido siempre lo mismo, claro está, pero hasta hoy no he tenido ocasión de demostrarlo… Ahora verán que sé hablar y obrar tan bien como sé escribir. Nadie se fijó en Aquiles hasta que Aquiles dispuso de una espada… Otro tanto ha ocurrido conmigo… Ahora verá el mundo de qué es capaz sir Pitt Crawley.

Y ya tenemos explicado por qué nuestro diplomático, poco ha tan áspero, se hizo tan afable y condescendiente, por qué fue tan generoso cuando de obras de beneficencia se trataba, tan servicial con deanes y canónigos, tan dispuesto a dar y aceptar comidas, tan fino y atento con los colonos, tan solícito con la buena marcha de los asuntos del condado, y por qué en su castillo reinaban una alegría y un esplendor que no se habían conocido en muchos años.

El día de Pascua se reunió en el castillo toda la familia Crawley. Becky agasajó y obsequió a Martha, cual si no recordase siquiera que hubiese sido su enemiga, trató a sus hijas con cariño encantador, las felicitó por los progresos notabilísimos que en música habían hecho, e insistió en que cantasen dos o tres duetos. No tuvo Martha otro recurso que comportarse con decencia con la aventurera, aunque se reservó el derecho de discutir luego con sus hijas lo que en la casa pasaba, la libertad de comentar a su gusto el absurdo respeto con que sir Pitt trataba a su cuñada. James, que se sentó a la mesa junto a Becky, declaró entusiasmado que era una real moza.

Los niños se hicieron muy amigos. El hijo de sir Pitt era un perrillo demasiado pequeño para un perrazo de la talla del hijo de Becky, que había cumplido ya los ocho años y muy en breve vestiría de hombre. Como es natural, este último tomó el mando del elemento infantil de la casa, conquistándose la obediencia más respetuosa del pequeño Pitt y de Matildita, a quienes consentía, bien que no siempre, que jugasen con él. Jamás fue tan feliz como durante la temporada que pasó en el castillo. Le entusiasmaba la huerta, las flores le gustaban más moderadamente, pero los objetos de su adoración más ferviente eran los pichones, el gallinero y las caballerizas, que le permitían visitar. No toleraba que le besasen las hijas del rector, pero se dejaba abrazar de vez en cuando por lady Jane, junto a la cual se le veía con más frecuencia que junto a su madre. Un día, Becky, viendo que la ternura era moda imperante en el castillo, se acercó a su hijo y le besó en presencia de todos los miembros de la familia. El niño la miró de hito en hito, tembló, se puso colorado, y concluyó por decir:

—En casa no me has besado nunca, mamá.

Siguió un silencio general, los rostros de todos expresaron consternación, y los ojos de Becky despidieron destellos que nada tenían de agradables.

Rawdon quería de veras a su cuñada lady Jane, que con tanto cariño trataba a su hijo, pero las relaciones entre aquélla y Becky eran menos íntimas de lo que fueron antes, consecuencia tal vez de la frase del niño, o quién sabe si de las sospechas que comenzaban a brotar en el corazón de lady Jane sobre la conducta de su marido, excesivamente atento con su cuñada. Rawdon hijo gustaba más de la compañía de los hombres que de la de las señoras; nunca se cansaba de acompañar a su padre, quien con frecuencia visitaba las caballerizas.

El gran día para Rawdon hijo, que quedó por siempre grabado en su memoria, fue aquel en que las jaurías de sir Huddleston Fuddleston se reunieron en las tierras de Crawley de la Reina. A las diez y media, Thomas Moody, jefe de las tropas cinegéticas de sir Huddleston Fuddleston penetró al trote por la avenida principal del castillo, seguido del nutrido ejército de perros en formación compacta. Cerraban la marcha dos jóvenes caballeros sobre corceles de pura sangre y armados de sus correspondientes látigos, que manejaban con destreza maravillosa cuantas veces algún can osaba separarse del grueso de la jauría.

Thomas Moody echó pie a tierra frente a la puerta principal del castillo, donde le dio la bienvenida el mayordomo, juntamente con un vaso de aguardiente, que no fue admitido. Los perros fueron encerrados en el local preparado de antemano para ellos, donde quedaron gruñendo, jugando o riñendo desaforadas batallas. Sucesivamente fueron llegando caballeros, que penetraban en el castillo, saludaban a las señoras, tomaban un vaso de jerez o de licor, y salían seguidamente al prado donde hacían caracolear a sus caballos. Al fin desaparecieron jaurías y cazadores, dejando al pequeño Rawdon en casa, admirado y feliz.

Durante estas memorables vacaciones, si no puede asegurarse que Rawdon hijo conquistara la ternura particular de su tío, frío y severo por temperamento, constantemente recluido en su gabinete de trabajo, entregado al estudio de leyes y rodeado de abogados y procuradores, lo cierto es que se atrajo el cariño de sus tías, casadas y solteras, y de James, a quien sir Pitt insinuaba que se declarase a una de sus primas, dándole a entender en forma nada equívoca que le presentaría para el curato propiedad de su padre a la muerte de éste.

Antes de que terminasen las fiestas de Pascuas, sir Pitt encontró en su pecho valor bastante para entregar a su hermano Rawdon un nuevo cheque sobre sus banqueros, nada menos que por la cantidad de cien libras, resolución que al principio le produjo vivos dolores y agonías, aunque las fue mitigando el tiempo y la consideración que se hizo de que su largueza le acreditaba de ser el más generoso de los hombres. Rawdon y su hijo se despidieron de los castellanos casi con lágrimas en los ojos, pero las señoras lo hicieron con alegría mal disimulada. Becky se entregó de nuevo en Londres al género de vida que anteriormente hemos descrito, y preparó con interés solícito la casa de la calle Gran Gaunt, que muy en breve ocuparía la familia del barón, toda vez que la presencia de éste en Londres era necesaria cuando el Parlamento inaugurase sus sesiones.

Pasaron días. Inició sus sesiones el Parlamento, y nuestro diplomático, dando una vez más pruebas de su talento poco común, guardó bajo siete llaves sus proyectos, no dejó traslucir sus planes y no despegó los labios más que para pronunciar las palabras indispensables con que hacer una petición en favor de Mudbury. Eso sí: no faltó a ninguna de las sesiones, ganoso de asimilarse a conciencia las costumbres y rutina de la casa. En la suya se pasaba las horas estudiando, haciendo la desesperación de lady Jane, que decía que los libros le estaban matando. Sir Pitt se puso en relaciones con los ministros, asedió a los jefes de partido, y afianzó la resolución que tenía formada de escalar en pocos años el puesto más eminente de la cámara.

El carácter dulce y tímido de lady Jane había inspirado a Becky un desprecio que con dificultad suma lograba disimular. La bondad sencilla e ingenua de la primera molestaba a la segunda en tales términos, que era imposible que lady Jane no concluyese por adivinarlo. Por su parte, la presencia de Becky era para lady Jane motivo de inquietud y desasosiego. Sir Pitt hablaba constantemente con su cuñada, más de una vez había sorprendido señas de inteligencia cambiadas entre aquéllos, y en cambio a ella rara vez le dirigía la palabra, sobre todo, cuando de cuestiones de importancia se trataba. Cierto que ella poco o nada entendía, pero siempre resulta mortificante para una persona verse reducida al silencio, permanecer sentada y sola en un rincón, y ver en cambio a una intrigantuela atrevida, convertida en centro de las atenciones y consideraciones de todo el mundo, especialmente si en ese todo el mundo figura el marido.

Ya en el castillo, cuando lady Jane contaba cuentos a sus hijos, que la escuchaban boquiabiertos, y entraba Becky, enmudecía la narradora al ver fijos en ella los ojos burlones de su cuñada: gnomos y hadas, enanos y brujas, huían al fondo de los bosques ante la aparición de aquel ángel malo. Érale imposible continuar, aunque Becky, con sonrisa irónica e inflexiones sarcásticas, le rogaba que prosiguiese la narración de su encantadora historia.

Puede decirse que las dos señoras únicamente se veían cuando la esposa del hermano menor necesitaba obtener algo de la del mayor. Sus visitas eran muy escasas, pero en cambio sir Pitt, no obstante sus muchas ocupaciones, todos los días disponía de algunas horas para visitar a su cuñada.

El banquete que dio a los diputados el presidente de la Cámara deparó a sir Pitt la ocasión de presentarse a su cuñada luciendo su hermoso uniforme, aquel uniforme antiguo de diplomático que usó cuando era attaché de la legación de Pumpernickel.

Tuvo la satisfacción de que Becky le felicitase con mayor entusiasmo todavía que su esposa e hijos, a quienes se había presentado antes de salir de casa. Dijo que era el único caballero que sabía llevar con gusto y distinción el uniforme, porque sólo los hombres que cuentan con una serie incontable de gloriosos antepasados conocen el secreto de llevar bien la coulotte courte. Pitt miró con complacencia sus pantorrillas, que formaban simetría con la espada de corte que pendía de su cintura, porque poco más o menos eran del mismo grosor, miró sus pantorrillas, repetimos, y creyó con toda su alma y buena fe que estaba encantador.

No bien se despidió Pitt, Becky hizo una caricatura suya que mostró a lord Steyne, caricatura que se llevó éste, admirado de su parecido con el original. El gran lord había dispensado a sir Pitt el honor de encontrarse con él en la casa de Becky. Maravilló al barón la deferencia con que aquél trataba a su cuñada, y le entusiasmó la fluidez y galanura de su conversación. Lord Steyne le dijo que había llegado hasta sus oídos la fama universal de sabio de que gozaba, que ansiaba oír su primer discurso en la Cámara, que puesto que eran vecinos (vivía el lord en la plaza Gaunt, junto a la calle Gran Gaunt), tan pronto como regresase a Londres lady Steyne deseaba presentarla a la señora baronesa de Crawley, y le ofreció una visita para dentro de dos o tres días.

En medio de estas intrigas, en medio de estas reuniones de personas de talento, Rawdon sufría un aislamiento de día en día más absoluto. Becky le permitía que pasase el día en el casino, que comiese con sus amigos solteros, que entrase y saliese cuando y como le viniera en gana. Jamás le preguntaba Becky en qué pasaba el tiempo. Cuando iba a la calle Gran Gaunt, la mayor parte de las veces había de hacer compañía a lady Jane, mientras Becky estaba encerrada con sir Pitt tratando asuntos de la mayor importancia.

El ex coronel pasaba muchas horas en el caserón de su hermano, hablando poco, pensando menos y no haciendo nada. Gustaba de que le confiasen algún encargo, sobre todo si éste se refería a la compra de caballos. El toro estaba domado por completo: Dalila había cortado al rape la cabellera de Sansón, y aprisionado a éste con sólidas cadenas. El que diez años atrás fue hombre atrevido, insensible a ningún freno, era ahora un John Lanas sumiso, obediente, aletargado. Y la pobre lady Jane sabía ya que Becky había uncido a sir Pitt a su carro, no obstante lo cual, las veces que las dos cuñadas se tropezaban, llamábanse querida mía o amada mía.