Entre Londres y el Hampshire
EL ESCUDO QUE DECORABA la fachada de la gran casa solariega de los Crawley, en la calle Gran Gaunt, estaba aún cubierto de crespones en señal de luto por la muerte de sir Pitt, pero ya toda la casa —sin excluir el emblema heráldico, magnífica pieza ornamental— se había transformado y ofrecía esplendideces que no se conocieron durante el reinado del barón anterior. Había sido lavada la negra capa que cubría los sillares y éstos presentaban una superficie blanca como la nieve y bruñida como un espejo. Los viejos leones de bronce de los aldabones habían sido dorados, pintadas las verjas, y transformada aquella vetusta mansión en el edificio más hermoso del barrio.
Diariamente llegaba a la casa una señora en un coche elegante, así como también una mujer entrada en años a la que acompañaba un muchacho. Estos últimos eran la Briggs y el hijo de Becky, cuya misión era contemplar la renovación interior de la casa de sir Pitt, vigilar a la turba de mujeres encargadas de la colocación de visillos y colgaduras, registrar los cajones de las alacenas y armarios, atestados de polvorientos restos de dos generaciones de Crawleys, e inventariar las vajillas, cristalerías y otros objetos que llenaban armarios y desvanes.
General en jefe del arreglo interior era Becky, investida de plenos poderes por sir Pitt para vender, comprar, admitir o desechar muebles y objetos de ornato. La renovación de la casa fue decidida a raíz del viaje que sir Pitt hizo a Londres, donde le retuvieron sus abogados y notarios por espacio de una semana, que pasó en la casa de sus queridos hermano y cuñada.
A su llegada a Londres, sir Pitt había ido a hospedarse en un hotel, pero Becky, no bien tuvo noticia de su presencia en la capital, fue en su busca, y, una hora más tarde, volvía a su casa llevando al barón a su lado. ¿Cómo desairar la franqueza ingenua de aquella criatura? ¿Cómo rehusar una hospitalidad ofrecida con tanta insistencia y dulzura? Becky estrechó afectuosamente la mano del barón cuando éste se rindió a sus instancias.
—¡Gracias… gracias, Pitt! —exclamó con transporte, clavando en su huésped una mirada que le hizo enrojecer—. ¡Oh… qué contento estará Rawdon!
Poco después penetraba Becky en la habitación del huésped al frente de los criados encargados de llevarle sus maletas. En la habitación, que era la que ocupaba de ordinario la Briggs, ardía un fuego encantador.
—Contaba con traerte aquí —decía Becky mirándole con ojos radiantes de placer.
En efecto; su alegría no era fingida.
Hizo Becky que su marido comiese dos o tres veces fuera de casa, y como consecuencia, sir Pitt hubo de pasar las veladas con ella. Con frecuencia bajaba aquélla a la cocina para preparar por su mano los platos que suponía serían más del agrado de su huésped.
—¿Encuentras bueno este plato? —preguntaba luego en la mesa—. Lo he preparado yo en tu obsequio. No sé hacer más, que si más supiera, más haría.
—Está riquísimo, como todo lo que viene de tu mano —contestaba galantemente el barón.
—Los pobres no podemos tener cocineros de calidad —añadía Becky riendo.
—Merecerías ser la esposa de un emperador —contestaba sir Pitt—. Conoces a maravilla las funciones domésticas, y éstas, en una mujer, son las cualidades más recomendables.
Y sir Pitt pensaba, no sin experimentar cierta mortificación, en su esposa lady Jane y en cierto plato con que ésta quiso obsequiarle un día… y que resultó un plato abominable.
Obsequiaba Becky a su huésped con botellas de vino blanco traído de Francia, según ella, y comprado allí por su hermano casi de balde: en realidad, era un vino exquisito procedente de las famosas bodegas de lord Steyne.
Apurada la botella del petit vin blanc, Becky tomaba por la mano a su huésped, le conducía al salón, hacíale tomar asiento junto a la lumbre, y le daba conversación o bien escuchaba sus palabras con muestras del más tierno interés, mientras ella, sentada a su lado, festoneaba una camisa para su querido hijo. Cuantas veces quería Becky presentarse en actitud humilde y laboriosa, sacaba de su costurero la camisa del niño, que nunca pudo llevar éste porque, cuando la prenda quedó terminada, le estaba extraordinariamente pequeña.
Sigamos. Becky escuchaba a sir Pitt, hablaba con él, cantaba para distraerle, le obsequiaba, le mimaba, sabía, en una palabra, hacerle tan encantadora la estancia en casa, que a medida que pasaban los días, abandonaba más temprano el barón la compañía de sus abogados para sentarse al amor de la lumbre en la casita de la calle Curzon.
Llegó el día de la marcha, día doloroso para Pitt y para Becky. ¡Qué hermosa estaba lanzándole besos desde el coche y agitando su pañuelo, mientras la diligencia se alejaba! Varias veces se llevó Becky el pañuelo a los ojos. Sir Pitt se arrellanó en un rincón del carruaje y pensó con fruición en el afecto profundo que Becky le testimoniaba y en lo estúpido que era su hermano, incapaz de apreciar lo mucho que su mujer valía… y en lo necia que era su mujer comparada con Becky. Es posible que la misma Becky le hubiese sugerido estos pensamientos, pero supo hacerlo con delicadeza tan exquisita, que costaría trabajo precisar cuándo y cómo lo hizo. Olvidábamos decir que antes de la despedida de sir Pitt se convino que la casa de Londres sería restaurada sin esperar los comienzos del otoño, y que las dos familias pasarían juntas en el castillo las próximas Pascuas.
—Es una lástima que no le hayas sacado algún dinero —decía Rawdon a su mujer después de la marcha del barón—. Habría querido poder dar algo al pobre Raggles. No es justo que le llevemos hasta el abismo de la ruina.
—Dile que saldaremos todas nuestras cuentas tan pronto como queden arreglados todos los asuntos de sir Pitt, y mientras, puedes darle algo a cuenta. Toma este cheque que tu hermano dejó para el niño.
Pecaríamos de injustos con Becky si no hiciésemos constar que tanteó el terreno a que se refería su marido… lo tanteó con su delicadeza habitual, mas no siguió adelante, porque halló que sus exploraciones en el sentido indicado eran peligrosas. La menor alusión a sus apuros pecuniarios bastaba para que se nublase el rostro del barón, para despertar sus alarmas, para que soltase un discurso interminable explicando las dificultades en que la escasez de fondos le colocaba, hablando de la falta de puntualidad de sus colonos en el pago, de las sumas enormes que exigía el arreglo de los embrollados asuntos de su padre, de los gastos ocasionados por el fallecimiento del viejo, de la obligación de cancelar todas las hipotecas, y de lo poco dispuestos que encontraba a sus banqueros a adelantarle dinero. Sir Pitt puso remate a sus discursos entregando a su cuñada un cheque por una cantidad pequeña, diciendo que lo regalaba a su sobrino.
No ignoraba Pitt la situación precaria de su hermano. Un diplomático tan consumado como él había de adivinar forzosamente que la familia de Rawdon no tenía capitales ni rentas de ninguna clase y que, sin dinero, es imposible sufragar los gastos de una casa y pagar carruajes lujosos. Sabía asimismo que era él el dueño del dinero que por ley natural debió ir a parar al bolsillo de su hermano menor, y claro está que no dejaba de sentir ciertos remordimientos, ciertos deseos de hacer justicia, es decir, de compensar con algo la decepción de su hermano y cuñada. Hombre que rendía culto a la justicia y la decencia, conocedor del catecismo, religioso y cumplidor de sus deberes, necesariamente había de comprender que, en cierto modo, moralmente al menos, era un deudor de su hermano Rawdon.
Aunque no con mucha frecuencia, leemos de tanto en tanto en las columnas de los periódicos anuncios insertos por la administración haciendo constar que Fulano ha ingresado cincuenta libras esterlinas o Mengano diez, correspondientes a cantidades insatisfechas al fisco; los anuncios son a manera de recibo de las devoluciones de conciencia en cuestión. La administración, en estos casos, y los lectores de los anuncios de referencia, saben perfectamente que Fulano o Mengano no devuelven sino una porción insignificante de lo que defraudaron, porque es regla general que quien defraudó unos cuantos centenares o millares de libras esterlinas, crea cumplir con sus obligaciones de hombre probo y honrado devolviendo veinte o cincuenta. Tal es la opinión del autor de estas líneas, opinión que casi siempre se encargan de corroborar los actos posteriores de Fulano o Mengano, demostrando que su arrepentimiento fue o insuficiente o pasajero. Pues de la misma manera creo que la contrición de sir Pitt, o la bondad, si se prefiere, que testimonió a su hermano menor, a costa de quien había aumentado considerablemente su caudal, fue sencillamente una parte insignificante de la suma total que en conciencia le debía. Desprenderse espontáneamente del dinero supone un sacrificio superior a las fuerzas de todo hombre sensato y ordenado. No habrá en el mundo mortal que no crea que realiza una obra meritoria si da a su prójimo cinco libras. Da el pródigo, no por el beneficio que su dádiva pueda hacer, sino por su propensión a dar. No quiere privarse ni del goce de dar; se desprende de las cinco libras que da al pobre de la misma manera que del importe del abono al palco: abre su bolsillo para favorecer, sin que roce su imaginación la idea de que favorece; como lo abre para comprar caballos o coches, como lo abre para abonar comidas costosas. El hombre económico, en cambio, el hombre que se considera bueno, prudente y justo, el que a nadie debe un céntimo, aparta los ojos del mendigo, regatea el importe de la carrera de un coche de alquiler o reniega de su parentesco con las personas pobres. ¿Quién de los dos es el más egoísta? No lo sé: los dos lo son desde luego. Entre ellos no advierto más que una diferencia: a los ojos de uno y otro, el dinero tiene valor distinto.
En una palabra: contrayéndonos al caso presente, diremos que sir Pitt pensó que algo habría de hacer en favor de su hermano, pero luego decidió que lo pensaría más adelante.
Como Becky no pertenecía al número de los que, cándidos, cifran grandes esperanzas en la generosidad de sus prójimos, quedó muy contenta con lo que sir Pitt había hecho por ella. En primer lugar, el jefe de la familia le había reconocido como miembro de la misma. En segundo, si era cierto que Pitt no le había abierto su bolsa, no lo era menos que la abriría algún día; y en tercero, si su cuñado no le dio dinero, algo sacó de él que valía dinero: crédito. Raggles cesó de mortificarla, tranquilizado al ver la hermosa unión que en la familia reinaba y recibir una cantidad a cuenta de su crédito, juntamente con la promesa de saldo y finiquito para plazo breve. A la Briggs le pagó el interés correspondiente al pequeño capital prestado a Becky, y le dijo que había consultado a sir Pitt, competentísimo en asuntos financieros, sobre el empleo más ventajoso que podía dar a su caudal, y que sir Pitt se dignó meditar y estudiar bien el asunto y había encontrado lo que buscaba, tanto por acceder a sus ruegos, cuanto porque no podía olvidar que la señorita Briggs fue la amiga cariñosa y abnegada de su difunta tía Matilde, a quien cuidó y veló hasta el postrer momento, conducta que le daba derecho a la gratitud y afecto de todos los miembros de la familia. En consecuencia, antes de abandonar la ciudad, había recomendado que la Briggs tuviese dispuesto su dinero para invertirlo en la compra de unos valores que tenía a la vista. La pobre Briggs prestó confianza absoluta a las palabras de Becky, dichas con alegría, con ingenuidad verdaderamente conmovedoras. La atención de sir Pitt la llenó de satisfacción y de gratitud, pues para ella era una felicidad inesperada. Su capital no le rentaba más que el tres por ciento; gracias a la consideración de sir Pitt le sacaría mayor rendimiento. Prometió, pues, ver aquel mismo día a su apoderado, para encargarle que realizase sus valores y tuviera dispuesto el dinero para el momento oportuno.
Tan agradecida quedó la señorita Briggs al interés que le testimoniaban Becky y su marido, que inmediatamente invirtió la mitad de la renta semestral de su fortunita en la compra de un abrigo de terciopelo negro para el pequeño Rawdon, el cual, dicho sea de paso, tanto por la edad cuanto por la estatura, más estaba para vestir pantalón y chaqueta como un hombrecito, que para llevar abrigos de terciopelo.
Era un muchacho de frente despejada, ojos azules y cabellos rubios naturalmente rizados, de miembros muy desarrollados y corazón generoso y sensible, cariñoso con cuantas personas le trataban con bondad… con su caballito, con lord Steyne, que se lo había regalado, con el groom que cuidaba el caballito, con la cocinera que le contaba cuentos de fantasmas todas las noches y le regalaba durante el día con golosinas, con la Briggs, de quien se reía y burlaba, y especialmente con su padre, cuyo amor al niño era verdaderamente maravilloso. Los objetos de su cariño, del cariño del pequeño Rawdon, terminaban allí. La imagen maravillosa de su madre se había borrado en la imaginación del niño antes de cumplir éste los ocho años. Era natural: Becky casi nunca dirigía la palabra a su hijo, que la desagradaba. Su presencia la molestaba horriblemente; no podía soportarla. Bajó un día el niño de las regiones altas de la casa, donde tenía su cuartito, atraído por la melodiosa voz de su madre, que cantaba para endulzar los momentos de lord Steyne, y se puso a escuchar detrás de la puerta. Algo debió oír Becky; el hecho es que salió bruscamente, abrió la puerta del salón, encontró allí al diminuto espía escuchando extasiado, y le propinó media docena de soberbios bofetones. El niño oyó una carcajada del marqués, a quien sin duda divirtió aquella prueba del carácter expeditivo de su amiga, y bajó a la cocina, lleno de dolor y derramando abundantes lágrimas.
—No lloro porque me duela la cara, sino… sino… —sollozaba el niño— sino… ¿Por qué razón no puedo yo oírla cantar? ¿Por qué no me canta a mí como a ese hombre calvo de dientes grandes?
La cocinera miró a la doncella; la doncella al lacayo, el lacayo al cochero… El terrible tribunal de escaleras abajo, que funciona en todas las casas, sentenció al momento.
El desamor de la madre se trocó en aversión a partir del incidente narrado. La conciencia de que a su lado vivía su hijo excitaba sus nervios, la desesperaba, la producía el efecto de una acusación viviente. Al propio tiempo, en el corazón del niño nacieron dudas, temores y ansias de resistencia; entre madre e hijo quedó abierta una sima profundísima.
Lord Steyne por su parte, detestaba de todo corazón al hijo de Becky. Si alguna vez la casualidad hacía que le tropezase, hacíale reverencias burlescas o le dirigía frases sarcásticas, que acompañaba con miradas feroces. El niño clavaba en él sus ojos y le enseñaba los puños cerrados. Conocía a su enemigo y le odiaba como a ninguno de los demás caballeros que frecuentaban la casa. Un día, el lacayo le sorprendió descargando puñetazos contra el sombrero de lord Steyne, quien se encontraba con su madre en el salón; el lacayo refirió la circunstancia al cochero de lord Steyne; el cochero la narró a toda la dependencia de la casa, y poco tiempo después, cuando Becky asistió a una recepción en el palacio de lord Steyne, el portero que abrió ante ella las anchas puertas, y los criados uniformados que encontró en el hall, y los lacayos de blancos chalecos que anunciaban con voz sonora, de rellano en rellano de la escalinata, los nombres del coronel Crawley y de la señora Rawdon Crawley, sabían, o creían saber a qué atenerse respecto al papel que representaba aquella señora en la vida del opulento aristócrata. ¡Oh! ¡Es horroroso el tribunal formado por la servidumbre de las casas! Una dama elegante y hermosa asiste a una fiesta de gran tono; pasea por salones espléndidos rodeada de turbas de fieles admiradores, distribuyendo sonrisas tentadoras y miradas incendiarias, vestida a la perfección, cortejada, mimada, feliz. Ojos inquisitivos la siguen por doquier, ojos propiedad de un individuo de galoneada casaca y pelo empolvado, cargado con una bandeja llena de helados… ¡Pobre señora! Al día siguiente, el de la peluca empolvada publicará tu secreto en la taberna o en la cuadra, y dentro de muy poco, se hablará de ella en todas partes. En la feria de las vanidades hay personas que debieran tener la servidumbre muda… muda y que no supiese escribir. ¡Tiemblen los que observen una conducta culpable! El criado que les sirve el desayuno es una especie de jenízaro dispuesto a todas horas a herirles con el dardo de su lengua. Tiemblen también aquellos que, no siendo culpables, tienen las apariencias de tales, que son tan desastrosas como la culpabilidad misma.
¿Era Becky culpable o no?
El tribunal de escalera abajo había pronunciado contra ella sentencia condenatoria. Verdad es que… y conste que me da vergüenza decirlo, si no la hubiesen creído culpable, habría perdido el poco crédito que tenía. El mismo Raggles confesó más tarde que no le engañaron tanto las palabras dulces y las artimañas de Becky como la vista del soberbio carruaje de lord Steyne, parado todas las noches frente a su puerta.
Culpable o inocente, probablemente lo segundo, era el caso que gradualmente se encontraba más cerca de lo que llamar suelen «posición social», mientras los criados la daban por definitivamente perdida y arruinada.
Uno o dos días antes de las Pascuas, Becky, su marido y su hijo se dispusieron a ir a pasar las fiestas en el castillo de Crawley de la Reina. De buena gana hubiese Becky dejado al niño en Londres y a buen seguro que así lo habría hecho de no haber sido porque lady Jane insistió en que le llevase, aparte de que también Rawdon exteriorizaba ya el descontento con que veía el desvío de la madre y comenzaba a manifestar síntomas de rebelión.
—No hay en Inglaterra muchacho más encantador —decía a Becky, en tono de reproche—. Es un ángel, Becky, y, sin embargo, más interés te merece el perro que tu hijo. Puedes estar tranquila, que yo te aseguro que no ha de molestarte mucho: en casa, se pasa el día con las criadas; en el castillo, se lo pasará conmigo; yo le llevaré al campo.
—Para poder fumar sin tasa tus nauseabundos cigarros —replicó Becky.
—Recuerdo que en otro tiempo te gustaban en extremo. Becky soltó el trapo a reír; siempre estaba de buen humor.
—Eso era antes de ascender al brillante puesto de esposa de Rawdon —contestó—. Por lo demás, fuma cuanto quieras, y si en ello tienes gusto, no me importa que des algún que otro cigarro a tu hijo.
El niño fue acomodado en la diligencia, perfectamente abrigadito con chales y mantas, y tuvo el placer de contemplar por vez primera la salida del sol y de hacer un viaje cuyo término sería el castillo que todavía llamaba su casa el autor de sus días. Los incidentes del camino fueron para él manantial inagotable de goce. Sin cesar dirigía preguntas a su padre, quien las contestaba todas con acento de vivo cariño; su madre no se acordó de él.
Había cerrado la noche cuando el pequeño Rawdon fue despertado en Mudbury para entrar en el carruaje de su tío. Desde él contempló maravillado la gran puerta de hierro, la avenida de añosos árboles y por fin el castillo, con todas sus ventanas iluminadas como para festejar la llegada de la Navidad. Cruzáronse los saludos de rigor. Becky fue conducida a la habitación que le destinaban, donde no tardaron en entrar las señoritas del castillo, pretextando ofrecerse a la recién llegada, pero en realidad, llevadas por la curiosidad de contemplar los vestidos y sombreros que contenían las cajas, negros todos ellos, pero elegantísimos y a la última moda. Dijeron a Becky que el castillo estaba desconocido, que la condesa viuda de Southdown se había ido, y que sir Pitt ocupaba en el país el puesto que correspondía a un Crawley. Sonó la campana que llamaba a la mesa, y la familia no tardó en reunirse. El pequeño Rawdon fue sentado al lado de su tía, y sir Pitt, que prodigaba a su cuñada atenciones y obsequios que jamás dispensó a nadie, la sentó a su derecha.
Rawdon hijo dio pruebas de excelente apetito y se portó como un hombrecito.
—Me gusta mucho comer aquí —dijo.
—¿Por qué, hijo mío? —le preguntó lady Jane.
—Porque en casa, me hacen comer en la cocina.
Por fortuna no oyó Becky las palabras de su hijo, porque ponía todas sus facultades en la obra de corresponder a las atenciones del barón.
El reinado del nuevo barón había dejado sentir su benéfica influencia en el castillo, que Becky declaró perfecto, elegante, encantador, delicioso, luego que hubo visitado todas sus dependencias acompañada por el castellano. En cuanto a Rawdon hijo, que también lo recorrió en compañía de los hijos de lady Jane, diremos sencillamente que le pareció un palacio encantado. Había interminables galerías, antiguos aposentos regiamente decorados, cuadros de mérito, objetos de rica porcelana y armaduras. Visitó la alcoba donde había muerto su abuelo, y cuyo umbral nunca traspasaban los niños de la casa sino con cierto respeto muy semejante al miedo.
—¿Quién era el abuelo? —preguntó Rawdon.
Respondiéronle sus ciceroni que era un señor muy viejo, a quien solían llevar al jardín en un sillón de ruedas, sillón que le mostraron, para lo cual hubieron de llevarle al desván, donde se pudría el mueble en cuestión.
La inspección de las mejoras introducidas en el castillo por el genio y la economía de sir Pitt dieron ocupación bastante a éste y a su hermano durante una porción de mañanas. Salían a caballo o en coche, las examinaban, ponderaban y comentaban. Pitt repetía con insistente frecuencia que las obras le costaban un capital, que muchas veces un propietario de grandes patrimonios sufre apuros de los cuales podrían librarle cantidades tan míseras como veinte libras.
—¿Ves esa verja? —decía Pitt—. Tan difícil me es pagarla antes de cobrar mis rentas de enero, como salir volando.
—Algo puedo prestarte yo hasta esa fecha, si te hace falta —contestó Rawdon.