En el cual el lector es invitado a hacer un viaje doblando El Cabo
AUN A TRUEQUE de maravillar al lector, nos vemos en la necesidad de rogarle que haga un viaje de diez mil millas y se traslade al puesto militar de Bundlegunge, en la división de Madrás de nuestro imperio indio, en cuya guarnición encontrará algunos antiguos amigos que sirvieron en el regimiento donde prestó sus servicios el malogrado George Osborne, entre ellos, y como jefe de la misma, el bravo coronel sir Michael O’Dowd. Los años se han portado benignamente con nuestro robusto coronel, como acontece de ordinario tratándose de mortales de sólido estómago y buen carácter, sobre todo si rinden culto a la quietud del espíritu y no se entregan con exceso a las operaciones intelectuales. El coronel es maestro de primera fuerza en el manejo del cuchillo y del tenedor, armas que empuña y esgrime con gran éxito en la mesa. Fuma su hookah después de las dos comidas diarias principales con la tranquilidad y aplomo con que mandaba hacer fuego contra los franceses en la batalla de Waterloo. Ni la edad ni los rigores del clima han disminuido la actividad ni restado elocuencia a la descendiente de los Malonys y de los Molloys. Lady O’Dowd hace la misma vida en Madras que en Bruselas. No la arredran los campamentos, ni la molestan las tiendas de campaña. En las marchas, se coloca al frente del regimiento, sentada sobre los lomos de un elefante real, y en esta misma situación se la ha visto no pocas veces en las selvas, durante las cacerías de tigres. Ha tenido el alto honor de ser recibida por los príncipes indígenas, quienes la han agasajado, como también a Glorvina, con hermosos chales y ricas joyas que no ha osado rehusar. La saludan los centinelas de todas las armas cuando la avistan, y ella contesta su saludo subiendo su diestra hasta el borde de su sombrero. Es una de las más ilustres señoras del gobierno de Madras. Pasarán muchos años antes que olviden en el país su reyerta con la señora Smith, esposa de sir Minos Smith, el poderoso juez, en cuya cara dejó la coronela estampados los dedos de su diestra, a tiempo que decía que jamás se colocaría detrás de la mujer de un mendigo de la clase civil. Han pasado veinticinco años, y todavía recuerdan las gentes aquel baile célebre dado en el palacio del gobierno, donde lady O’Dowd rindió a dos ayudantes de campo, a un comandante de caballería y a dos caballeros paisanos; por cierto que cuando el comandante Dobbin consiguió llevarla al buffet, la infatigable coronela lassata nondum satiata recessit.
A decir verdad, Margaret de O’Dowd es en la actualidad como siempre fue: bondadosa en sus sentimientos y en sus actos, impetuosa de temperamento, firme en el mando, tirana con su Michael, el terror de las señoras del regimiento, madre ternísima para los jóvenes, a los cuales atiende y vela en sus enfermedades y defiende en todas ocasiones. Entre ellos es altamente popular. Las señoras de los capitanes y subalternos (el comandante es soltero) andan siempre en maquinaciones contra ella, y dicen que Glorvina se da aires de princesa y que Margaret es horriblemente dominante. Dispersó una especie de congregación fundada por la señora Kirk, burlándose de los sermones y alejando a los jóvenes oficiales que acudían a oírlos. Decía que la esposa de un militar no debe invadir un terreno que es privativo de los curas, y que, en vez de dedicarse a hacer sermones, cumpliría mejor con sus deberes remendando los calzones de su marido. Si en caso extremo el regimiento necesitaba sermones, ella le obsequiaría con los mejores que se han escrito en el mundo: los de su tío el deán. Puso fin brusco a los coqueteos iniciados entre el teniente Stubble y la esposa del médico, amenazando al galán con obligarle a devolverle las cantidades que le había prestado, si no rompía inmediatamente con la dama y se iba a El Cabo con licencia como enfermo. Por otra parte, dio casa y lecho a la señora Posky, que se vio en la necesidad de huir una noche de la suya y de la furia de su marido, empeñado en matarla durante uno de sus accesos de delirium tremens ocasionado por una botella de brandy, y no cejó hasta conseguir que el marido cobrase aversión a la bebida. En una palabra: en la adversidad, era la más firme amiga, y en la prosperidad la más insoportable.
Había dispuesto que el comandante Dobbin se casase con su hermana Glorvina. Conocía perfectamente la coronela la posición de Dobbin, apreciaba sus excelentes cualidades y admiraba su carácter caballeresco y leal. Glorvina, mujer hermosa, de frescos colores, cabello negro y ojos azules, capaz de domar un caballo o de ejecutar una sonata, era la persona enviada por Dios al mundo para hacer la felicidad de Dobbin. Mucho más lo era que la frágil Amelia, de la que el comandante estaba hablando constantemente.
—Vea usted a Glorvina —decía la buena señora a Dobbin—. Compárela con la pobre Amelia, que nunca dice esta boca es mía. Usted, hombre tranquilo y callado, necesita una compañera que hable por usted. Le conviene Glorvina, descendiente de una familia antigua que no desdice de la de ningún caballero, aunque por sus venas no corra la ilustre sangre de los Malonys y de los Molloys.
Debemos hacer constar que Glorvina, antes de adoptar la resolución de rendir a Dobbin con sus encantos, había probado la fuerza de éstos con muchos otros hombres. En Dublín, en Cork, en Killarney, en Mallow, en mil otras guarniciones, había coqueteado con todos los oficiales solteros y con todos los jóvenes elegibles del elemento civil. Media docena de veces llegó casi hasta las gradas del altar en Irlanda; durante su travesía a las Indias, flirteó con el capitán y el primer oficial del buque, pero ninguno de los dos aspiró a felicidad mayor. En las fiestas de la Presidencia, a las que la llevaron su hermano y su cuñada, fue la admiración de todos, la más obsequiada, pero entre sus adoradores no hubo ninguno que valiese la pena que solicitase su mano. Líbrenos Dios de hacerla responsable de su mala suerte, que comparten en este mundo muchas mujeres, y mujeres bonitas. Se enamoran con la mayor generosidad; las acompañan sucesivamente en sus paseos la mayor parte de los propietarios de los nombres que figuran en el Anuario Militar, pero llegan a los cuarenta años sin haber conseguido salir de la categoría de señoritas y entrar en el gremio de señoras. Glorvina aseguraba que, de no haber sido por la malhadada disputa de su cuñada con la señora del juez, se habría casado brillantemente en Madras, donde el viejo jefe del gobierno civil, señor Chutney, casado más tarde con la señorita Dolby, niña de trece años de edad y recién salida de un colegio en Europa, estaba por entonces a punto de solicitar su mano.
Pues bien: aunque la coronela y Glorvina regañaban infinidad de veces al día, aunque cualquier motivo, el más insignificante, bastaba para que convirtiesen la casa en un infierno, sus puntos de vista coincidían en lo referente a la conveniencia de que Glorvina se casase con el comandante, y ambas estaban dispuestas a no dejar en paz al interesado hasta rendirlo a sus deseos. A pesar de sus cuarenta o cincuenta desilusiones previas, Glorvina puso sitio animosa al corazón de Dobbin. A todas horas le cantaba melodías irlandesas, le invitaba a que la acompañase al cenador, invitación que ningún hombre galante es capaz de desairar, le preguntaba si tenía penas, porque, en caso afirmativo, quería consolarle o, por lo menos, llorarlas con él; sabedora de que Dobbin entretenía sus ratos de ocio tocando la flauta, obligábale a que ejecutase duetos con ella, siendo de advertir que la coronela, en cuanto los jóvenes se entregaban a este pasatiempo salía con la mayor inocencia de la habitación. La guarnición entera se acostumbró a verles juntos a todas horas: Glorvina le escribía casi a diario, pidiéndole libros que luego devolvía, después de haber subrayado con lápiz las frases sentimentales o los párrafos que más le habían agradado. Glorvina montaba los caballos del comandante, utilizaba sus criados, se servía de su palanquín; de aquí que la voz pública hablase de ellos como de novios formales próximos a casarse, y que las hermanas del comandante creyesen que muy en breve tendrían cuñada.
Dobbin, no obstante el sitio vigoroso de que le hacían objeto, continuaba gozando de una tranquilidad verdaderamente odiosa. Reía de buena gana cuando los oficiales del regimiento le hablaban de las atenciones que Glorvina le prodigaba.
—¡Bah! —solía contestar—. No hagan ustedes caso. Se ejercita en mí… estudia, practica, de la misma manera que estudia en un piano marca Tozer, porque es la única marca que ha encontrado en este país. Soy demasiado viejo para una joven tan linda como Glorvina.
Y continuaba impertérrito acompañándola en sus paseos a caballo, copiando música y versos en sus álbumes y jugando con ella al ajedrez, pasatiempos a que se entregaban en la India los oficiales de buenas costumbres, mientras otros dedicaban sus horas de ocio a cazar ranas, tirar agachadizas, jugarse las pagas o emborracharse.
Resistiendo tenaz las repetidas instancias de su mujer y de Glorvina, empeñadas en que interpelase al comandante sobre sus intenciones, para que sus explicaciones pusieran fin a los tormentos de que hacía víctima a una doncella inocente, el coronel se negó categóricamente a hacer el juego a las señoras tomando parte en su conspiración.
—Dejadme en paz, y dejad en paz al comandante —contestaba—, que es bastante crecidito para tomar las resoluciones que le convengan. Si te quiere, él hablará.
Otras veces tomaba el asunto a broma, y decía:
—¡Calma, señoras mías, calma! El comandante es un rapaz sin experiencia bastante para cumplir como Dios manda con las obligaciones inherentes al jefe de una familia. ¡No precipitarse! Conviene que le deis tiempo para escribir a su mamaíta.
Así contestaba el coronel a las señoras de su casa y familia; pero en sus conversaciones con Dobbin, decía a éste:
—¡Cuidado, Dobbin, mucho cuidado, hijo mío! Entre la muchacha y mi mujer le están preparando una red entre cuyas mallas quedará usted preso si se descuida. Mi mujer ha hecho traer de Europa una caja de guantes y un vestido de seda para Glorvina, que consumará el rendimiento de su corazón, ¡pobre Dobbin!, o habrá que confesar que es usted insensible a los encantos femeninos, aun viniendo realzados con sedas y guantes.
A decir verdad, ni la hermosura ni los encantos realzados con sedas y guantes podían rendir la voluntad de Dobbin, en cuyo pensamiento no cabía más que la imagen de una mujer, que ningún parecido tenía con Glorvina. Era una mujer vestida de negro, de grandes ojos rasgados y cabello castaño obscuro, que no hablaba sino cuando tenía necesidad de hablar; una madre joven consagrada al cuidado de su hijo; una criatura que nació para ser desgraciada; tal era la imagen que perseguía al comandante día y noche y reinaba sobre su corazón con imperio absoluto. Probablemente Amelia no se parecía ya al retrato que de ella formaba la imaginación de Dobbin, y casi nos atreveríamos a asegurar que nunca fue tan linda como aquél creyó; pero ¿podemos exigir desapasionamiento en sus juicios sobre el objeto de su amor a un hombre enamorado? Y Dobbin lo estaba de Amelia. No incurría en el defecto de los apasionados, que constantemente marean a sus amigos hablándoles del objeto de su pasión, ni el amor le robaba el sueño o disminuía su apetito. En cambio su cabeza tendía a cambiar de color, ya asomaban en sus sienes algunas hebras de plata, había envejecido algún tanto; pero sus afecciones continuaban siendo las mismas, ni variaban ni envejecían; su amor seguía tan fresco y lozano como si datase de cuatro días.
Hemos dicho en el capítulo anterior que Amelia escribió a Dobbin, y que en su carta le felicitaba con el mayor candor y conmovedora cordialidad por su próximo matrimonio con Glorvina O’Dowd. He aquí una copia del párrafo de la carta a que nos referimos, del que no variaremos una tilde:
Acaba de visitarme su hermana, de cuyos labios he oído la nueva de un futuro acontecimiento, a propósito del cual le ruego que acepte mi felicitación más sincera. No dudo que la señorita con quien va usted a unirse será digna de un hombre como usted, todo bondad y todo generosidad. ¿Qué puede ofrecerle a usted una pobre viuda como yo, como no sean los votos más fervientes por su prosperidad, votos que no tendrían ningún valor si no brotasen del corazón? George envía sus cariños a su querido padrino y abriga la esperanza de que no le olvidará. Le he dicho que en breve le unirán a usted lazos indisolubles con una persona, acreedora, no lo dudo, a todo su cariño, pero si bien es cierto que esos nuevos lazos son, y deben ser, los más fuertes y sagrados, los que dominen a todos los demás, abrigo la seguridad de que la viuda y el huérfano a quienes usted ha protegido y querido siempre, continuarán ocupando un rinconcito en su corazón.
Esta carta, que llevó a la India el mismo buque que llevaba a Glorvina su caja de guantes y su vestido de seda, y que fue abierta por Dobbin con preferencia a todas las que le llegaban de la capital del Reino Unido, determinó en el comandante un estado tan especial de ánimo, que a partir de aquel instante le fueron odiosas Glorvina, sus guantes y sedas, y todo cuanto con su persona tuviese relación. Dobbin se desató en furibundas imprecaciones contra las mujeres, es decir, contra las comadrerías femeninas y contra el bello sexo en general. Aquel día todo lo veía negro; el calor se le hizo insufrible, el servicio insoportable. La charla de sus camaradas le enloquecía; ¿qué le importaba a él que el teniente Smith hubiese cobrado veinte agachadizas, ni que el caballo del portaestandarte salvase todos los obstáculos de la pista con limpieza o sin ella? Las bromas de los oficiales jóvenes durante la comida le parecieron vergonzosas, aunque hacía quince años que las venía escuchando y aplaudiendo.
«¡Amelia… Amelia!», pensaba con amargura. «¡Me acusas tú, la mujer a quien siempre adoré! ¡Si en tu corazón hubiesen hallado eco los sentimientos que llenan el mío, no arrastraría yo la mísera existencia que arrastro! ¡Y me pagas diez años de adoración ferviente felicitándome por mi próximo matrimonio… con esa empalagosa irlandesa!»
El pobre Dobbin estaba triste, lúgubre; jamás le hicieron sufrir tanto los tormentos de la soledad. Habría querido acabar con la vida y sus vanidades. ¡Tan amargas decepciones le agobiaban, tan desesperada y dolorosa le parecía la lucha, tan sombrío se le presentaba el horizonte!
Toda la noche se la pasó despierto, suspirando por volver a Inglaterra. La carta de Amelia había dado en el blanco, es decir, le había convencido de que contra su desamor de nada servía una fidelidad probada, una pasión sincera. Revolviéndose agitado en el lecho, decía, cual si hablase con Amelia:
—¡Santo Dios, Amelia! ¿Ignoras que a nadie sino a ti he amado y amo en el mundo, a ti, que opones a mi pasión un corazón de mármol, a ti, a quien rodeé de tiernos cuidados durante largos meses de penas y enfermedades, a ti, que me despediste con la sonrisa en los labios, sin sospechar que yo me iba con el alma destrozada, a ti, que a los cinco minutos de habernos despedido habías olvidado que en el mundo había un hombre llamado William Dobbin?
¿Habría tenido Amelia lástima de él si en aquel estado de desesperación le hubiese visto? Probablemente sí. ¡Nuestro triste amigo leyó todas las cartas que de Amelia había recibido… cartas de negocios, cartas referentes a la pequeña fortuna que Dobbin le había hecho creer que dejó su marido al morir… cartas frías, de hielo, cartas egoístas!
Si cerca de Dobbin hubiese vivido una mujer de alma sensible capaz de leer en su noble corazón y de comprender los tesoros de grandeza que encerraba su delicada reserva, es posible que se hubiera desvanecido el prestigio de Amelia y que el amor de William hubiese tomado otros rumbos; pero Dobbin no trataba sino a Glorvina, la muchacha de bucles de azabache, y esta joven vivaracha y atrevida no pensó tanto en amar al comandante como en atraerse la admiración de éste, tarea difícil, casi desesperada, si se tiene en cuenta los medios puestos en juego para llevarla a buen término. Peinábase con mucho esmero y llevaba al descubierto sus hombros, cual si pretendiera hacer resaltar ante Dobbin lo sedoso de sus bucles y lo aterciopelado de su cutis, pero por desgracia William no reparó nunca en tales encantos.
Dos días después de la llegada de los guantes y sedas, la coronela organizaba un baile. Glorvina se presentó luciendo un vestido elegantísimo de seda encarnada, sin que, no obstante lo llamativo del color, consiguiera atraerse la atención del comandante, que paseaba triste y preocupado por el salón. Bailó Glorvina con todos los subalternos y con cuantos jóvenes del elemento civil habían acudido a la fiesta, pero ni se alteró la flema del comandante durante el baile, ni se encendieron sus celos durante la comida que siguió a aquél, aunque el capitán de caballería Bangles prodigó obsequios y atenciones a Glorvina. Ni celos, ni vestidos de seda, ni hombros desnudos podían conmover a Dobbin, y Glorvina no poseía otras armas de seducción.
Y así vemos aquí a dos personas en las que se encarna la vanidad de tantas empresas humanas; ambas ansiaban lo que no podían obtener. Lágrimas de rabia costó a Glorvina su fracaso.
—Le quiero más que a ningún otro hombre —decía lloriqueando Glorvina—. ¡Me matará, Margaret, me matará!… Ya ves… tengo que mandar estrechar todos mis trajes… Si sigo adelgazando como hasta aquí, pronto seré un esqueleto vestido.
Gruesa o delgada, sonriente o melancólica, a caballo o en palanquín, era indiferente para Dobbin.
El coronel escuchaba con seriedad cómica las quejas de su hermana, y la aconsejó que pidiera a su modista de Londres unos cuantos vestidos negros, y terminó el consejo narrando una historia misteriosa, cuya protagonista fue una dama irlandesa que murió de pena, porque perdió un marido antes de tenerlo.
Mientras Dobbin seguía inconmovible, sin dejarse enredar en los lazos que se le tendían, llegó otro buque de Europa con correspondencia, entre la cual había algunas cartas para nuestro galán de corazón diamantino. Las cartas en cuestión traían un sello de correo de fecha anterior al de las que recibió por el buque precedente, y como por otra parte Dobbin reconoció la letra de su hermana, la cual tenía por costumbre comunicarle series interminables de nuevas desagradables, William las guardó en el bolsillo sin abrirlas, dejando su lectura para otro momento en que fuese menos tétrico su humor. Unos quince días, antes había dirigido a su hermana una carta llena de reconvenciones a propósito de las absurdas noticias que había comunicado a Amelia, y contestado a esta última desmintiendo los rumores falsos de que ella se hacía eco y asegurándole que, por entonces, no pensaba cambiar de estado.
Dos o tres días después de la llegada del buque que le trajo las cartas que continuaban durmiendo en su bolsillo, fue a pasar la velada a la casa del coronel, y se condujo con mayor amabilidad que de ordinario. Glorvina creyó que había escuchado con mayor complacencia que nunca las romanzas que aquella noche cantó por centésima vez, aunque, si hemos de decir verdad, los trinos y gorgoritos de la cantante resbalaron sobre sus tímpanos sin herirle. Después del canto, Dobbin jugó su partida de ajedrez con Glorvina, se despidió de la familia del coronel a la hora de costumbre, y se dirigió a su casa.
Una vez en ella, se acordó de las cartas recibidas y no abiertas todavía, y sintiendo cierta vergüenza de su propia negligencia, decidió afrontar el mal rato que no dudaba le daría su lectura…
Habría transcurrido una hora desde que el comandante abandonó la casa del coronel. Sir Michael dormía con la placidez del justo; Glorvina había encerrado sus rizos de azabache en infinidad de papelitos; la coronela se había recogido en la alcoba nupcial, situada en la planta baja, y tendido el mosquitero en derredor de sus opulentas formas, cuando el centinela encargado de la vigilancia del domicilio del coronel distinguió al comandante Dobbin, que se aproximaba con paso rápido y rostro agitado. Dobbin no interrumpió su marcha hasta llegar a las ventanas del dormitorio.
—¡O’Dowd… coronel! —gritó Dobbin con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Cielo santo… el comandante! —exclamó Glorvina, abriendo la ventana de su cuarto.
—¿Qué pasa, William… hijo mío? —preguntó el coronel, temiendo que hubiese estallado algún incendio en el cuartel o que hubiera llegado una orden urgente del Cuartel General.
—Que necesito un… una licencia… me es preciso regresar inmediatamente a Inglaterra… Asuntos de familia… que no admiten dilación.
—¡Qué habrá ocurrido, Dios mío! —tornó a exclamar Glorvina.
—Es indispensable que me vaya ahora… esta misma noche —continuó Dobbin.
El coronel abandonó el lecho y cambió algunas palabras con Dobbin.
La excitación de nuestro amigo reconocía por causa una posdata que encontró en la carta de su hermana, y que estaba así concebida:
Ayer visité a tu antigua amiga la viuda de Osborne. Vive, como sabes, en una casa misera desde que su padre hizo bancarrota; pues bien, si no miente una placa de bronce que he visto en la puerta de la humildísima vivienda —poco mejor que una choza—, el señor Sedley se ha hecho carbonero. El niño, tu ahijado, es encantador, pero muestra gran inclinación a la insolencia y es terco como una mula. Esto no obstante, nos hemos ocupado de él, conforme a tus deseos, y le hemos presentado a su tía, Jeannie Osborne, que quedó encantada de verle. Es posible que su abuelo (no hablo del quebrado, que casi ha vuelto a la niñez, sino del señor Osborne), dulcifique sus rigores al ver a su nieto, el vástago de su descastado y extraviado hijo. De Amelia te diré que la considero muy dispuesta a deshacerse del niño: la viuda se ha consolado, y dentro de muy poco contraerá segundas nupcias con el reverendo señor Binny, pastor de Brompton. Un matrimonio pobre, pero hay que tener presente que Amelia se está poniendo vieja: he visto en su cabeza no pocos cabellos blancos. Está muy contenta, y tu ahijado come casi todos los días en nuestra casa. Mary te envía un abrazo, al que uno el de tu hermana, que te quiere mucho. Anne Dobbin.