Que trata de la familia Osborne
HACE MUCHO TIEMPO que no hemos tenido el placer de ver a nuestro respetable amigo el señor Osborne. Para su desgracia, durante el lapso considerable que hemos pasado sin verle, no ha sido el más dichoso de los mortales. Han sobrevenido acontecimientos que no podían contribuir a endulzar su carácter, y no siempre ha podido el buen señor seguir los impulsos de su voluntad. Sabemos que la menor resistencia a sus deseos contrariaba muchísimo a este caballero, y añadiremos que las resistencias le exasperaron doblemente a medida que los años, la gota, la soledad y la ruina de sus esperanzas se coligaron para gravitar sobre él. Su pelo negro y espeso se tornó del color de la nieve a raíz de la muerte de su hijo, se acentuó el tono rojizo de su faz, y sus manos temblaban más que nunca cuando llevaba a sus labios la copa del vino. Sus empleados le encontraban insoportable en sus oficinas, y en su casa, la felicidad de su familia no era mayor que la de aquéllos. Dudo mucho que Becky, que se pasaba la vida suspirando por «Consolidados», hubiese trocado su pobreza y los azares de su vida por el dinero del viejo Osborne, si a la vez que el dinero le hubieran obligado a aceptar sus penas. Ya que le fue imposible casar a su hijo con la señorita Swartz, pidió para sí la mano de ésta, pero recibió un desaire humillante de parte de los tutores de la interesada, los cuales se apresuraron a casarla con un joven de la nobleza escocesa. Era hombre capaz de casarse con una mujer de la más baja ralea, pero no encontró ninguna de su gusto, y, obligado a permanecer viudo, falto de mujer propia a quien tiranizar, tiranizó a la hija que aún le quedaba soltera. Tenía ésta un coche soberbio, caballos de lujo, ocupaba la cabecera de una mesa cubierta de vajillas de plata, poseía su talonario de cheques, gozaba de un crédito ilimitado, acogíanla los comerciantes con cumplimientos y reverencias profundísimas, reunía en su persona cuantas ventajas suelen reunir las herederas, pero la vida que llevaba nada tenía de envidiable. Las muchachitas del hospicio, la más pobre de sus doncellas, eran mil veces más felices que nuestra infortunada niña, ya muy entradita en años por esta época.
Frederick Bullock, de la casa Bullock, Hulker y Compañía, había casado con Mary Osborne, no sin antes sostener grandes altercados con su suegro a propósito de la dote. Teniendo en cuenta que George había muerto, quería Frederick que Mary recibiese la mitad de la fortuna de su viejo padre, y tal obstinación puso en su demanda, que durante mucho tiempo se negó a cargar con su novia (era ésta la frase que empleaba Frederick) si el padre no aceptaba su justa demanda. Replicaba el viejo que Frederick había consentido en tomar a su hija con veinte mil libras esterlinas, y que estaba resuelto a no dar un céntimo más.
—¡Que te tome con las veinte mil, y vaya bendito de Dios, o bien que te deje, y que se vaya al cuerno! —repetía a todas horas el viejo.
Frederick, cuyas aspiraciones crecieron considerablemente cuando George fue desheredado, se consideró infamemente robado por el anciano mercachifle, y durante mucho tiempo se condujo como si el proyectado enlace hubiese quedado definitivamente roto. Osborne retiró sus capitales de la casa Bullock, Hulker y Compañía, y un día se presentó en la Bolsa con un látigo en la mano, jurando que dejaría una cruz marcada en la espalda de cierto canalla, que no quiso nombrar. La violencia de su carácter se hizo insoportable. Jeannie Osborne procuraba consolar a su hermana, y a todas horas le decía:
—Siempre creí, Mary, que Frederick estaba enamorado de tu dinero y no de ti.
—En todo caso estaría enamorado de mi dinero y de mi, puesto que nunca se dirigió a tu dinero ni a ti —replicaba Mary.
La ruptura fue pasajera. El padre de Frederick y los socios de la casa aconsejaron al novio que tomase a Mary, aun cuando no le trajera más que las veinte mil libras esterlinas, la mitad de presente, y la otra mitad a la muerte del viejo, toda vez que le quedaban esperanzas racionales de participar en otra nueva distribución de la fortuna del padre de Mary. Cedió el recalcitrante pretendiente y encargó a Hulker que fuese su embajador de paz cerca de Osborne.
Expuso el embajador que no fue el novio, más enamorado que nunca de Mary y más deseoso de hacerla su esposa, quien opuso dificultades al matrimonio sino su padre. Osborne aceptó a regañadientes la excusa, no porque la tomara como buena, sino porque Hulker y Bullock eran familias de la aristocracia de la City, y relacionadas además con la nobleza del West End. Perdonó, pues, a Frederick y se mostró dispuesto a la celebración del matrimonio.
De la boda se habló mucho tiempo. Se celebró en la capilla de la plaza Hanóver, cerca de la cual vivían los padres del novio, que por este motivo se encargaron del banquete. Fueron invitados a la ceremonia la mayor parte de los nobles del West End, y muchos de ellos honraron con sus firmas el acta matrimonial. Asistieron los señores de Mango con sus encantadoras hijas, que oficiaron de doncellas de honor de la desposada, el coronel de dragones Bludyer, primo del novio, el honorable George Boulter, hijo de lord Levant, su señora, el vizconde de Castletoddy, el honorable James M’Mull y su señora (de soltera señorita Swartz) y un ejército de personas de distinción, que sería prolijo enumerar.
Además de la casa de la ciudad, tenían los desposados una villa en Roehampton, en la zona residencial en que tenían sus viviendas los grandes banqueros. Las señoras de la familia de Frederick decían que éste había hecho una mesalliance, acordándose de que estaban casadas con maridos de la nobleza, pero olvidando que su abuelo se educó en un hospicio. La novia hubo de reconocer su falta de categoría, y creyó que era deber suyo visitar todo lo menos posible a su padre y hermana.
No vayamos a creer, porque hasta suponerlo sería absurdo, que pensó nunca en romper por completo con un viejo, dueño de muchas decenas de miles de libras esterlinas que habrían de repartirse en su día: si ella lo pensó, Frederick tenía energía bastante para no consentir que lo hiciese. Esto no obstante, consecuencia sin duda de sus pocos años, Mary no sabía disimular sus impresiones, y es bien cierto que, invitando a su padre y a su hermana a sus recepciones de tercer orden, y tratándoles con mucha frialdad cuando la visitaban, y huyendo como de la peste de la casa de la plaza Russell, y suplicando con insistencia indiscreta a su padre que abandonase para siempre la morada odiosa y vulgar en que siempre había vivido, causó daños que toda la diplomacia de Frederick no consiguió reparar, y, como criatura de escaso seso que era, comprometió la herencia que tenía derecho a esperar.
—¿Conque la casa de la plaza Russell resulta odiosa, vulgar, humillante, para la excelsa señora Mary, eh? —bramaba el viejo caballero una noche, al retirarse con su hija soltera a su casa, después de haber asistido a una comida en la de Frederick Bullock—. ¿Conque invita a su padre y a su hermana a las comidas de tercer orden, donde no encontramos más que mercachifles y literatos de tres al cuarto, para servirnos… las sobras del banquete que el día anterior dio a condes, marqueses y honorables? ¿Honorables?… ¡Me río yo de todos esos honorables!… ¡Hombre de negocios soy yo, y cuento con dinero sobrado para enterrar a todos esos honorables muertos de hambre! ¡Lores cargados de títulos, pero pordioseros despreciables! ¡Y no se dignarían venir a comer a la plaza Russell!… ¡Oh, no! ¡Y, sin embargo, puedo ofrecerles vinos como no los bebieron nunca en sus palacios, y servirles en vajillas de plata como jamás las soñaron, y ofrecerles una comida como nunca la vieron sobre sus manteles! ¡Hambrientos! ¡Presuntuosos estúpidos! ¡Cochero… volando!… ¡Quiero volver a la odiosa casa de la plaza Russell!… ¡Ja, ja, ja, ja!
Jeannie Osborne no podía menos de compartir las opiniones del autor de sus días con respecto a la conducta de su hermana, y de consiguiente, sus relaciones con ésta eran más que frías.
Vino al mundo el primogénito del matrimonio y fue invitado el viejo Osborne a asistir a la ceremonia del bautizo y apadrinar al niño, a quien llamaron Frederick Augusto Howard Stanley Devereux y Bullock. El abuelo no aceptó la invitación, y se contentó con regalarle una copita de oro y veinte guineas a la nodriza.
—Esto, te lo garantizo, es de más valor que lo que van a regalarle todos tus lores —dijo a su hija al hacer el presente.
Regalo tan espléndido llenó de satisfacción a los Bullock: Mary pensó que su padre estaba satisfechísimo de su conducta y Frederick auguró un porvenir radiante para su joven heredero.
Difícilmente puede uno formarse idea de los sufrimientos que acosaban a Jeannie Osborne, cuando en la soledad de su gabinete de la plaza Russell leía en el periódico el nombre de su hermana entre los de las elegantes del día, o bien la descripción del vestido con que se había presentado en sus salones la señora de Bullock. Jeannie no podía aspirar a tanta grandeza. Su existencia era bien triste y sombría: en invierno tenía que abandonar el lecho muy temprano para preparar el desayuno a su padre, quien hubiese sido capaz de alborotar la casa entera si a las ocho y media en punto no le hubieran servido su taza de té. A las nueve y media se levantaba su tirano y se iba a la City, dejando libre a su hija hasta la hora de comer. Jeannie dedicaba ese tiempo a bajar a la cocina, donde regañaba a la servidumbre, o bien iba de compras, o dejaba su tarjeta y la de su papá en los domicilios de respetables amigos de la casa, o esperaba en el inmenso salón de la suya la llegada de visitas.
A las cinco volvía el viejo Osborne. Servían en el acto la comida, que padre e hija tomaban sin despegar los labios, salvo cuando el viejo encontraba algún plato desagradable, pues entonces se desataba en maldiciones. Dos o tres veces al tenían convidados, todos ellos hombres de edad y tétricos.
¡Cuántas personas ricas, envidiadas por nosotros, pobres diablos, viven una existencia análoga a la descrita!
No sabemos más que de un secreto que conturbase la triste existencia de Jeannie, y precisamente fue un secreto que encrespó hasta el infinito el temperamento agrio de su padre. El secreto en cierto modo estaba relacionado con la señorita Wirt. Ésta tenía un primo artista, el señor Smee, célebre como pintor de retratos, y en un tiempo profesor de dibujo de damas de la aristocracia. Ya no visitaba el señor Smee la casa de la plaza Russell, pero la frecuentó muchísimo allá por el año 1818.
Smee —que había sido discípulo de Sharp, un pintor bohemio y fracasado, pero de gran maestría en su arte—, fue presentado por la señorita Wirt, de quien era primo, a Jeannie Osborne, cuya mano y corazón estaban libres después de varios amores frustrados. Se enamoró fulminantemente de la rica señorita y parece que supo encender en el pecho de aquélla una pasión volcánica. La confidente de la intriga era la señorita Wirt. Yo no sé si ésta les dejaba solos en el gabinete durante las lecciones de pintura, yo no sé si maestro y discípula cambiaron votos, juramentos y frases imposibles de cambiar en presencia de terceras personas; yo no sé si el pintor había ofrecido alguna cantidad de importancia a su prima si conseguía hacer suya a la hija del opulento hombre de negocios; lo que sí sé es que el viejo Osborne, avisado de lo que ocurría, volvió inopinadamente de la City, penetró como una bomba en el gabinete de su hija armado de su descomunal bastón de bambú, encontró al maestro y a la discípula pálidos como el papel, agarró por las orejas al maestro, le echó por la escalera, prometiendo molerle los huesos si volvía a pisar la casa y acto seguido despidió a la señorita Wirt, cuyos baúles y sombrereras echó a rodar escaleras abajo después de descargar sobre ellos furibundas patadas.
Jeannie no salió de su gabinete en muchos días; se le prohibió tener amigas, su padre juró que la plantaría en la calle sin un penique si volvía a entablar relaciones amorosas sin su conformidad, y como precisaba una mujer que cuidase de su casa, estimó después conveniente dejarla soltera. Condenada a no casarse, hubo de renunciar a todos sus proyectos relacionados con Cupido. Resignóse a la vida descrita y aceptó el papel de solterona mientras durase la existencia de su padre. Su hermana, mientras tanto, daba a luz niños, a los que ponía nombres hermosísimos… y las relaciones entre las hermanas eran más frías a medida que los años pasaban.
—Jane y yo nos movemos en órbitas distintas —solía decir Mary—. Esto no obstante, es hermana mía, y no puedo menos de tenerla como tal.
Desentráñese —no es difícil— la significación de las palabras de una hermana, que dice que no puede menos de considerar a otra como tal.
Vivían las señoritas Dobbin con su padre en una hermosa villa sita en la colina Denmark, abundante en fresales y melocotoneros que encantaban al pequeño George Osborne. Las Dobbin, que con mucha frecuencia visitaban a Amelia, de vez en cuando hacían compañía a su antigua conocida Jeannie Osborne. Yo sospecho que estas visitas eran recomendadas desde la India por el comandante Dobbin, quien no había perdido las esperanzas de vencer la obstinación del viejo Osborne, haciendo que abriese los brazos al nieto en memoria de su hijo. Las señoritas Dobbin tenían al corriente a Jeannie Osborne de cuanto se relacionaba con la vida de Amelia, le hablaban de la existencia que llevaba al lado de sus padres, de lo pobre que era, se admiraban de que hombres del valor del difunto George Osborne hubiesen podido enamorarse de una mujer tan insignificante como Amelia, pero añadían que el fruto de aquel matrimonio era el niño más hermoso de la tierra, un niño a quien Jeannie adoraría a no dudar si le conociese y tratase.
Un día, Amelia, cediendo a las vivas instancias de las señoritas Dobbin, consintió que George fuera a pasar el día con ellas. Viéndose sola, decidió escribir al comandante Dobbin. Dábale la enhorabuena por las excelentes noticias que sus hermanas le habían comunicado, hacía votos por su felicidad y por la de la compañera que había escogido, le daba las gracias por las mil pruebas de sincera amistad que de él había recibido en su desgracia, le hablaba extensamente de George, diciendo que había ido a pasar el día con sus padres y hermanas en la villa y terminaba la epístola con un «Su afectísima amiga, Amelia Osborne». No se acordó de enviar un saludo a la señora O’Dowd, ni estampó el nombre de Glorvina, aunque se refirió a ella llamándola futura compañera del comandante. La noticia del matrimonio de Dobbin acabó con la reserva que Amelia se había impuesto en sus relaciones con aquél. Con fruición especial hizo constar en su carta cuan agradecida le estaba, cuan sinceramente le apreciaba… ¿Celos? ¡Celos de Glorvina! ¡Absurdo! Amelia habría rechazado indignada semejante idea aunque un ángel del cielo se la insinuara.
Aquella noche George, a su regreso de la villa, llevaba al cuello una linda cadena de oro de cuyo extremo pendía un reloj. Contó a su madre que una señora, de bastante edad y bastante fea, le había hecho aquel regalo después de besarle mucho y de inundarle con sus lágrimas. Añadió el niño que la dama del regalo le había sido poco simpática, que le gustaban más las uvas que ella, que él a nadie quería más que a su mamá. Amelia sintió un estremecimiento de espanto al saber que los parientes de su marido habían visto al niño.
Jeannie Osborne, que ella era la señora vieja y fea del regalo, volvió a su casa a la hora de comer. Su padre, que había hecho un negocio excelente, se sentó a la mesa de mejor humor que de ordinario, y parece que notó la turbación y tristeza de su hija.
—¿Qué te pasa, hija? —se dignó preguntar.
Jeannie rompió a llorar.
—¡Oh, padre mío! —respondió—. ¡He visto al hijo de George!… ¡Es hermoso como un ángel… su retrato… el vivo retrato de mi pobre hermano!
El viejo no contestó palabra, pero su rostro se puso muy encendido y temblaron todos sus miembros.