Rebeca es admitida en el seno de la familia
LLEGÓ EL HEREDERO del barón de Crawley al castillo poco después de acaecida la catástrofe, y puede decirse que reinó en él desde entonces. El viejo barón sobrevivió varios meses a su ataque, pero sin recobrar el uso de la palabra ni el de sus facultades mentales, de aquí que el gobierno de la casa y patrimonio hubo de recaer sobre su hijo y heredero. No era muy agradable ni muy clara la situación: sir Pitt se había pasado la vida comprando e hipotecando; tenía veinte agentes y veinte disputas con cada agente; sostenía media docena de pleitos con cada uno de sus arrendatarios, otra media docena con cada uno de sus abogados, pleiteaba contra dos compañías de minas y contra una de docks, y, en una palabra, contra toda persona o entidad que con él hubiese sostenido relaciones, de negocios o personales. Desenredar tantos y tan complicados asuntos, ver claro en aquel caos, era tarea digna de la perspicacia, sagacidad y perseverancia del antiguo diplomático, el cual, dicho sea en honor a la verdad, puso manos a la obra con laudable energía.
Como es natural, toda la familia acudió a Crawley de la Reina, incluso la suegra de Pitt, condesa de Southdown. Esta última, llevada de su ardor religioso, se empeñó en convertir a la parroquia entera en las mismas barbas del pastor, y a este efecto alzó un púlpito irregular frente al regular de la iglesia, sin que le arredrasen los frecuentes accesos de furor de Martha. Su intención era perfeccionar la obra, presentando para la parroquia un joven protegée suyo. Habló del asunto a Pitt, quien, diplomático como siempre, nada contestó.
Las caritativas intenciones abrigadas por Martha contra la dama de los cintajos no cristalizaron en realidades, por fortuna para la ladrona, que no visitó, como temía, la cárcel de Southampton. Su padre se puso al frente de la taberna llamada A las armas de los Crawley, establecimiento que tiempo antes tomara en arrendamiento al barón, y la hija fue a vivir con el antiguo mayordomo del castillo. Éste compró, andando el tiempo, algunos inmuebles y consiguió gozar del derecho de sufragio. El voto del rector, unido al del ex mayordomo y a cuatro más, componían el colegio electoral del pueblo, que elegía a su vez dos representantes.
Pronto se estableció un cambio de cortesías mutuas entre las señoras de la rectoría y las del castillo, es decir, entre las jóvenes, porque la señora del rector y la condesa de Southdown reñían cuantas veces se encontraban, de lo que resultó que al cabo de varias escaramuzas y combates formales, optaron por no verse. La condesa se recluía en sus habitaciones cuando las señoras de la rectoría visitaban el castillo, siendo lo probable que a Pitt no le desagradasen aquellas ausencias momentáneas de su cariñosa mamá política. Cierto que siempre tuvo a la familia de los condes de Southdown por la más grande, la más gloriosa de la tierra, cierto que su suegra conquistó sobre él gran ascendiente, pero parece que comenzaba a percatarse de que era excesivamente imperiosa. Agrada ser tenido por joven, no hay duda, pero mortifica ser tratado como niño a los cuarenta y seis años. Lady Jane era dócil instrumento en manos de su madre; la voluntad de ésta era la suya, tanto, que ni osaba acariciar a sus hijos, ni casi quererlos, en presencia de su madre. Por fortuna para ella, la condesa tenía mil asuntos a que atender, siempre andaba escasa de tiempo, que le embargaban por entero las conferencias con los ministros del culto, la activa correspondencia que sostenía con todos los misioneros de África, Asia, Australia, etc., etc., y de consiguiente, era muy escaso el que podía dedicar a sus nietecitos Matilde y Pitt. Este último se criaba extraordinariamente débil y raquítico; a fuerza de calomelanos consiguió la condesa sostenerle un hilo de vida.
El viejo barón pasaba sus postreros días de lucha con la vida encerrado en las mismas habitaciones donde había fallecido su segunda esposa. Le cuidaba la muchachita Esther, la que fue favorita de la dama de los cintajos, la cual tenía para él atenciones conmovedoras. ¡Con cuánto cariño, con cuánta asiduidad, con cuánta constancia sirven las personas que reciben espléndidos estipendios! La muchachita en cuestión ablandaba sus almohadas, preparaba sus caldos, se pasaba las noches en pie, sufría con paciencia ejemplar sus quejas y gruñidos; los días que lucía el sol le sacaba de la alcoba en el mismo sillón que en otro tiempo sirvió para la solterona Matilde, y le llevaba a la terraza. También pasaba muchas horas acompañando al viejo lady Jane, quien desde el primer día había sabido granjearse sus simpatías, que demostraba sonriendo cuando aquélla entraba en su aposento y lanzando gemidos inarticulados cuando le dejaba. No bien cerraba lady Jane la puerta de la estancia del enfermo, dejando a éste solo, el barón sollozaba y gemía, y entonces, la muchachita Esther, todo cariño y todo mieles durante la permanencia de lady Jane, variaba radicalmente de actitud, se mofaba del enfermo, le hacía muecas y le enseñaba el puño gritando: «¿Callarás de una vez, viejo insoportable?». Por supuesto, que en lo que decía Esther habían venido a parar setenta años largos de mentiras, de borracheras, de egoísmo y de libertinaje: en un viejo idiota y llorón, a quien había necesidad de acostar, de dar de comer y de cuidar como a un recién nacido.
Encargóse al fin la naturaleza de poner término a las funciones de la enfermera. Una mañana, en ocasión en que Pitt examinaba en su despacho diversos documentos que le había traído su mayordomo y procurador, llamaron a la puerta y Esther apareció en el umbral, y después de hacer tres o cuatro cortesías, dijo:
—¡Perdón, señor… pero el señor barón ha fallecido esta mañana, señor! Yo estaba preparando su desayuno, que diariamente tomaba el enfermo a las seis en punto, cuando… señor, me pareció oír un suspiro, señor, y… y… y…
En vez de terminar la frase, hizo a Pitt dos o tres reverencias más.
¿Qué causa hizo que el rostro pálido de Pitt se tornase súbitamente de un rojo encendido? ¿Sería por ventura la satisfacción consiguiente de verse al fin barón de Crawley y titular de un escaño en el Parlamento? ¿Sería que vislumbró en lontananza un porvenir de grandezas y dignidades? Lo ignoramos: lo que sí podemos afirmar es que hizo el cálculo de las cantidades que serían necesarias para desenredar los asuntos y dejar libre y limpio el patrimonio, y de las sumas que invertiría en mejoras. Para ello recurriría a la fortuna que heredó de su tía, y que antes no quiso tocar por si el viejo curaba y sus sacrificios resultaban estériles.
En el castillo y en la rectoría fueron cerradas todas las ventanas, doblaron lúgubremente todas las campanas de la iglesia, y en ésta el presbiterio fue cubierto de paños negros.
—¿Te parece bien que escriba a tu hermano, o lo haces tú? —preguntó lady Jane a su marido.
—Le escribiré yo y le invitaré al funeral —contestó el flamante barón. Sería falta imperdonable no hacerlo.
—¿Y… y… a la señora Rawdon, no la invitamos? —repuso con timidez lady Jane.
—¡Jeannie! —gritó la condesa—. ¿Cómo puede ocurrírsete desatino semejante?
—También la señora Rawdon debe ser invitada —contestó con resolución sir Pitt.
—¡No pondrá los pies en esta casa mientras yo esté en ella! —replicó la condesa.
—La señora condesa debe recordar que el jefe de esta familia soy yo —insistió sir Pitt—. Jeannie; ten la bondad de escribir a la señora Rawdon Crawley, diciéndole que le suplicamos que venga.
—¡Jeannie… te prohíbo terminantemente que escribas semejante carta! —rugió la condesa.
—Siento tener que repetir que soy el jefe de la familia, señora —insistió sir Pitt—. Me dolería que circunstancias que yo no he de provocar, obligasen a usted a salir de esta casa, señora, pero tenga entendido de ahora para siempre que, aun corriendo ese riesgo, en mi casa no ha de mandar nadie más que yo.
La condesa se puso en pie con ademán majestuoso y mandó que enganchasen el carruaje. Puesto que sus hijos la echaban a la calle, iría a esconder sus pesares en cualquier rincón del mundo, desde donde pediría a Dios la conversión de los que tan mal pagaban sus desvelos.
—No te echamos de nuestra casa, mamá —dijo con timidez lady Jane.
—Invitáis a que vengan personas cuya compañía no puede, no debe tolerar ningún cristiano. Que no enganchen ahora los caballos; me iré mañana temprano.
—Ten la bondad de escribir lo que voy a dictarte, Jeannie —dijo sir Pitt, adoptando una actitud imperiosa—: «Crawley de la Reina 14 de septiembre de 1822. —Mi querido hermano…».
Apenas escuchado un encabezamiento tan terrible como decisivo, la condesa, que había acariciado la esperanza de sorprender alguna muestra de debilidad en su yerno, se irguió, y, con mirada extraviada y trágico ademán, semejante a lady Macbeth, salió de la biblioteca. Lady Jane miró a su marido como pidiéndole permiso para seguir a su mamá e intentar contentarla, pero sir Pitt le prohibió que lo hiciera.
—Puedes estar tranquila, que no se irá —dijo—. Ha alquilado su casita de Brighton y no le queda un cuarto de las rentas del semestre. Una condesa no puede vivir en una posada sin desprestigiarse. Hace mucho tiempo que esperaba yo una oportunidad para dar… este paso decisivo, amor mío, pues como comprenderás, no es posible que en una sola familia haya dos cabezas… Voy a continuar dictando:
Mi querido hermano: La triste nueva que, con todo el dolor de mi alma, he de comunicar a la familia, estaba prevista… etc., etc.
En una palabra: Pitt, elevado al trono de sus mayores, y dueño, merced a la suerte o a sus merecimientos, de la fortuna que esperaban sus demás parientes, estaba resuelto a tratar a éstos con amabilidad y deferencia, y a convertir de nuevo en centro abierto a todos los individuos de la familia el castillo de sus antepasados. Lisonjeábale la circunstancia de ser jefe único e indiscutible. El primer empleo que pensaba hacer de su talento y de la influencia que le daba su nueva y brillante posición era asegurar a su hermano y a sus primos una posición digna de ellos. Acaso sentía cierto remordimiento al pensar que era dueño de toda la fortuna que para tantas personas fuera objeto de risueñas esperanzas. Tres o cuatro días de reinado bastaron para transformarle por completo y para que ultimase, con toda clase de detalles, la norma de conducta que seguiría en el porvenir. En sus planes entraba reinar rindiendo culto a la honradez y a la justicia, deponer a la condesa de Southdown y mantener relaciones de amistad con todos los individuos de su familia.
Tal era su disposición de espíritu cuando dictó la carta para su hermano Rawdon, carta llena de dignidad y mesura, donde las palabras más sublimes y las frases más altisonantes realzaban los más espléndidos pensamientos. La humilde amanuense estaba maravillada. «Será un orador como no ha visto otro el mundo cuando hable en la Cámara de los Comunes», pensaba con transporte. «Mi marido es un verdadero sabio… un genio… Yo le creía un poquito frío, pero es muy bueno, y sobre todo, un genio, sí, un genio.» Ignoraba que su marido había estudiado y meditado toda la carta y aprendídola de memoria muchas horas antes de dictarla a su atónita mujer.
La misiva, circundada de ancha orla negra, fue enviada a Rawdon Crawley a Londres. No agradó mucho a su destinatario.
«¿Qué voy a hacer en aquel castillo triste y aburrido?», pensó. «Me desespera la perspectiva de pasar algunas horas de sobremesa con Pitt, aparte de que no hacemos el viaje con menos de veinte libras.»
Subió la carta a Becky, que no se había levantado todavía, juntamente con el chocolate, que hacía y servía él todas las mañanas. Dejó la bandeja sobre el tocador, entregó la misiva a Becky, y ésta, no bien leyó las primeras líneas, saltó de la cama y lanzó un ¡hurra!, agitando triunfalmente la carta sobre su cabeza.
—¿Hurra? —repitió Rawdon—. A fe que no te entiendo. Nada nos ha dejado, Becky; yo tomé mi parte al llegar a la mayoría de edad.
—¡Tú nunca fuiste mayor de edad, tonto! Vete corriendo a encargarme un vestido de luto riguroso a madame Brunoy, y tú haz que adornen con gasa tu sombrero y búscate un chaleco negro. Prepáralo todo para que podamos emprender el viaje el jueves.
—Pero ¿opinas que debemos ir?
—Naturalmente que iremos. Quiero que Jeannie me presente en la corte el año que viene; quiero que tu hermano te conquiste un escaño en el Parlamento, ¡tonto!, quiero que lord Steyne pueda unir tu voto al suyo, ¡majadero!, quiero que seas secretario del gobierno de Irlanda, ¡estúpido!, gobernador de las Indias, o tesorero general, o cónsul, o cualquier cosa parecida.
—El viaje nos costará una cantidad muy respetable —gimió Rawdon.
—Aprovecharemos el carruaje de los Southdown, quienes, como individuos de la familia, no dejarán de asistir al funeral… Pero ¡no! Iremos en la diligencia: es mejor… No nos conviene la ostentación, sino la humildad.
—¿Llevaremos al niño, verdad?
—En manera alguna: sería necio pagar un asiento de más. Le dejaremos aquí confiado a la Briggs; ésta se encargará de vestirle de negro. Vete a hacer lo que te digo… y no estará de más que digas a tu criado que ha fallecido el barón y que heredas una suma cuantiosa: él se lo contará a Raggles, que anda muy apurado por falta de dinero, y la nueva consolará al pobre nombre.
Aquella noche, lord Steyne, visita obligada de Becky, encontró a ésta y la Briggs preparando los lutos.
—Nos encuentra usted anegados en un mar de dolor —dijo Becky—. Nuestro pobre papá, sir Pitt Crawley, ha muerto… Estamos desesperados…
—¿Desesperados, Becky? —contestó el lord—. ¡A fe que no lo entiendo! ¿Conque al fin ha concluido de dar guerra ese viejo escandaloso? Habría podido ser Par del Reino si hubiese sido menos disoluto. Siempre anduvo por sendas extraviadas. ¡Oh… fue un desvergonzado Sileno!
—Y yo pude casarme con ese Sileno desvergonzado —contestó Becky—. ¿No recuerda usted, Briggs, el día que, escondida al amparo de la puerta, vio al barón postrado de rodillas a mis pies?
Era la Briggs el perro mastín que Becky llevó a su casa para que fuese el guardador de su reputación e inocencia. La solterona Matilde había legado a aquélla una pequeña renta anual; ella habría preferido continuar en la familia, prestando sus servicios a lady Jane, pero la condesa de Southdown la despidió tan pronto como decorosamente pudo hacerlo, y Pitt no osó oponerse a aquel ejercicio de autoridad de su suegra. Bowls y la Firkin recibieron asimismo sus ceses juntamente con los legados de la difunta, casándose entonces y poniéndose al frente de una casa de huéspedes, como es uso y costumbre en tales casos.
Briggs intentó vivir con sus parientes en el pueblo, pero habituada a la finura de trato de las personas en cuya compañía pasara tantos años, le fue imposible acostumbrarse a la sociedad de su familia, tenderos al por menor, que se disputaban sus cuarenta libras de renta con tanta furia y con mayor descaro que los Crawley la fortuna de su difunta señora. Un hermano suyo, radical hasta la médula de los huesos, llamaba a su hermana odiosa aristócrata, porque se había negado a facilitarle fondos con que surtir la tiendecita de que era dueño. Diremos en honor de la Briggs que sin inconveniente habría accedido a los deseos de su hermano, de no haberse opuesto una hermana suya, casada con un zapatero, la cual hermana le hizo ver que el tendero estaba arruinado y a punto de quebrar. Con sus argumentos logró llevarse a la Briggs a su casa, y arrancarle una buena parte de sus ahorros, hasta que al fin nuestra antigua amiga huyó a Londres, perseguida por los anatemas y maldiciones de los suyos y resuelta a venderse como esclava antes que aspirar a una libertad tan onerosa como la pasada. Una vez en Londres, mandó publicar en los periódicos un anuncio ofreciendo sus servicios, se fue a vivir con el matrimonio Bowls, y esperó el resultado del anuncio en cuestión.
He aquí cómo fue a parar a la casa de Becky: un día acertó a pasar la esposa de Rawdon, con el carruaje que guiaba ella misma, frente a la puerta de la casa de Bowls, en el preciso momento que la Briggs regresaba, fatigada y jadeante, de la redacción del Times, adonde había ido para mandar insertar por sexta vez su anuncio. Becky la reconoció al punto, y con uno de esos gestos simpáticos que eran en ella habituales, entregó las riendas al groom, saltó a tierra y estrechó con efusión las manos de la antigua dama de compañía de Matilde Crawley.
Lloró la Briggs y rió mucho Becky, acabando por entrar en el saloncito de la casa de Bowls, donde la Briggs le contó la historia de sus desdichas, y Becky correspondió a sus confianzas narrándole su vida con perfecto candor e ingenuidad encantadora.
La Firkin, señora Bowls a la sazón, se había aproximado y escuchaba con cara fosca la conferencia sostenida en el saloncito. Nunca fue Becky santo de su devoción. Cuando salió aquélla, luego de terminada la conferencia, limitóse a saludarla con ademán agrio y cuando Becky se obstinó en estrechar la mano de la antigua doncella de su tía, alargó unos dedos semejantes a salchichas frías y sin vida. Becky se fue a Piccadilly, prodigando sonrisas a la Briggs, que presenciaba su marcha desde la ventana, y, momentos después llegaba al parque y era rodeada por media docena de elegantes.
Conocida la situación de la Briggs, sabedora de que, gracias al legado de Matilde, aquélla no había de discutir la cuestión del salario, formó al instante planes llenos de benevolencia con respecto a ella. Sería su perro mastín, y a este efecto la invitó a comer aquella misma tarde, diciéndole que de paso vería a su idolatrado hijito. Los señores Bowls aconsejaron a la Briggs que se guardase uy mucho de meterse en la boca del león.
—La dejará en la miseria, Briggs —dijo Bowls—. Acuérdese de mis palabras. Tan cierto como me llamo Bowls que la deja a usted sin un penique.
Briggs prometió ser muy cauta y hasta desconfiada, pero, pese a sus desconfianzas y cautela, es lo cierto que a la semana siguiente vivía con Becky y que antes de que hubieran transcurrido seis meses había prestado a Rawdon seiscientas libras esterlinas.