Capítulo XXXIX

Un capítulo cínico

FUERZA ES QUE NOS DEMOS una vueltecita por el Hampshire, y veamos qué hacen algunos antiguos conocidos nuestros, personas honradísimas cuyas esperanzas tan cruelmente burló su anciana hermana la solterona Matilde Crawley. Realmente fue una desgracia para quien contaba con un legado de treinta mil libras esterlinas, contentarse con cinco mil, cantidad que después de pagadas las deudas contraídas por el jefe de la casa y por su hijo nada o casi nada dejaba para repartir entre sus cuatro hijas. El buen pastor estaba desesperado, y en cuanto a la señora Bute Crawley jamás sospechó, o por lo menos, jamás quiso reconocer que su humor desabrido y carácter despótico habían sido las causas que produjeron resultados tan deplorables. Ponía al cielo por testigo de que no olvidó nada de cuanto humanamente podía contribuir a asegurarle la herencia. ¿Era suya la culpa si no poseía la flexibilidad e hipocresía con tanto éxito practicadas por su sobrino Pitt Crawley?

—Al menos el dinero no saldrá de la familia —decía la caritativa señora a su marido—. Yo deseo a nuestro sobrino toda la felicidad a que se ha hecho acreedor apoderándose por medios vituperables de esos bienes, que Pitt no ha de gastar aunque viva mil años, porque hombre más tacaño y miserable que ése no ha nacido ni es probable que nazca en Inglaterra. Aunque bajo forma distinta, es tan odioso, tan abominable como su manirroto hermano Rawdon.

Una vez pasados los primeros momentos de mal humor, ocasionados por la decepción, la señora Martha procuró sacar el mejor partido posible de las circunstancias. Enseñó a sus hijas a sufrir con resignación la pobreza e ideó mil recursos y supercherías para ocultarla, y hasta para substraerse a ella, siempre que humanamente fuera posible. Con valor digno de mejor suerte presentaba a sus hijas en los bailes y reuniones públicas de la población y daba frecuentes reuniones en la rectoría, portándose en ellas con mayor esplendidez que nunca. A juzgar por las apariencias, nadie habría podido sospechar la decepción que las esperanzas de la familia habían sufrido, ni era posible adivinar a los que veían a Martha de Bute en todas las reuniones y fiestas, que en su casa sufriera la familia escaseces y hambres. Nunca sus hijas tuvieron más trajes que entonces, ni vistieron con tanto lujo. Asistían a todas las reuniones de Winchester y Southampton, llegaron hasta Cowes para no privarse de sus célebres regatas, y a su coche, tirado por caballos robados al arado, siempre se le veía corriendo por los caminos reales. Todo esto dio por resultado hacer creer a las gentes que las cuatro hermanas habían heredado una buena parte de la fortuna de su querida tía, cuyo nombre jamás pronunciaban en público sin muestras de respeto y de gratitud. Sistema de engaño más frecuente que el insinuado, no sé que exista en la feria de las vanidades. Quienes lo practican, que no son pocos, lejos de creerse hipócritas, lejos de experimentar remordimientos de conciencia, se consideran altamente virtuosos y dignos de encomio, porque saben engañar al mundo con respecto a la importancia de sus medios de vida. ¿Puede darse algo más inocente?

Creíase Martha una de las damas más virtuosas de Inglaterra, y no dudaba que el cuadro que su dichosa familia ofrecía había de ser muy edificante para los extraños. ¡Eran sus hijas tan sencillas, tan dulces, tan cariñosas, tan bien educadas! Martha pintaba flores a la perfección y enviaba obras suyas a todos los salones de caridad del condado. Emma era una poetisa regular, y sus versos, publicados en el Telégrafo de Hampshire, hacían la gloria de la sección dedicada a producciones poéticas. Fanny y Matilde cantaban encantadores dúos, mientras su madre las acompañaba al piano y las otras dos hermanas, sentadas y enlazadas por la cintura, las escuchaban con arrobamiento. Pero las gentes no veían a las pobres muchachas ensayando sus dúos en privado, ni a su mamá aleccionándolas incansablemente hora tras hora. En resumen: Martha ponía buena cara a la mala fortuna y conseguía al menos, a fuerza de heroísmo, salvar las apariencias.

Una madre modelo, una madre respetabilísima, no habría podido hacer más de lo que Martha hacía. Atraía a su casa a los jóvenes de Southampton aficionados a las regatas, invitaba a los pastores de la catedral de Winchester, perseguía a los abogados e instaba a su hijo para que intimase y trajese con frecuencia consigo a sus compañeros de caza. ¿Qué no es capaz de hacer una madre por el bien de los tiernos objetos de su cariño?

Entre una mujer tan virtuosa y el réprobo barón que moraba en el castillo, bien poco podía haber de común. La ruptura entre el marido de Martha y sir Pitt era completa: verdad es que el barón se había enajenado las simpatías de todo el país, y con sobrada razón, pues su vida era una serie interminable de escándalos. Siempre rehuyó sir Pitt la compañía de las personas honradas, pero su aversión instintiva, lejos de ceder, aumentó con los años. Desde que su hijo Pitt se presentó en el castillo con su esposa lady Jane para hacerle la visita de recién casados, la verja del parque no volvió a abrirse ante ningún coche que llevase en su interior personas dignas de alguna consideración.

Por cierto que la visita de los recién casados dejó en la memoria de éstos un recuerdo triste y doloroso. Pitt suplicó a su mujer que nunca hiciera mención de aquélla en su presencia, y cuando manifestó su ruego, su voz y su aspecto ofrecían expresión extraordinaria. Los detalles que a propósito de la visita en cuestión hemos podido recoger, los debemos a Martha, la cual, por artes que desconocemos, llegó a ponerse al corriente de la clase de recibimiento que el viejo dispensó al matrimonio.

No bien entró en la avenida del parque su lujoso carruaje, observó Pitt, con contrariedad y mal humor, que se habían abierto inmensos boquetes en las dos hileras de árboles que bordeaban el paseo —en sus árboles— y que, con escandaloso menosprecio del derecho de propiedad que sobre ellos tenía, el viejo barón los cortaba con arreglo a las inspiraciones de su capricho. El parque ofrecía el más desolador aspecto de ruina y abandono, los paseos estaban pésimamente cuidados; el carruaje saltaba de bache en bache, disparando chorros de lodo que lo salpicaban de una manera deplorable. La gran plazoleta que daba frente a la terraza no era más que un cenagal inmundo; ya no existían los macizos de flores que en otro tiempo la circundaban, ni se descubría la mano del jardinero por parte alguna.

Llamaron a la puerta: al cabo de un rato abrió Horrocks, quien condujo a los recién casados al salón de sus mayores. Mientras tanto los visitantes habían visto a una señora, cargada de gasas y cintajos, que desaparecía rápidamente por la escalera de encina negra.

—El señor barón se encuentra un poco delicado —dijo Horrocks—. Está en la biblioteca: ¿tienen ustedes la bondad de seguirme?

La biblioteca daba al parque. Sir Pitt había abierto una de las ventanas, y desde ella regañaba al postillón de los recién llegados, dispuesto, al parecer, a descargar los equipajes.

—¡Deja en paz los baúles, zángano! —gritaba—. ¿No ves que se trata de una visita momentánea?… ¡Hola, Pitt!… ¿Qué tal, querido? ¿Venís a ver al viejo? Eres preciosa, niña… A fe que no te pareces poco ni mucho al marimacho que la naturaleza te dio por madre… Acércate y da un beso al viejo, como buena niña que eres.

El beso desagradó a lady Jane, pero lo soportó con resignación ejemplar.

—Pitt engorda prodigiosamente —continuó el viejo—. ¿Te lee muchos sermones, querida? Un centenar de salmos y una docenita de himnos todos los días, ¿verdad? Trae un vaso de vino y un pastelito para lady Jane, Horrocks, y no estés ahí mirándola con ojos de cerdo cebado… No os invito a que paséis aquí un día siquiera, queridos, porque os aburriríais soberanamente y me aburriríais a mí, que soy un viejo raro con muchas manías, y al que no le interesa ya más que su pipa y su partida de chaquete todas las noches.

—Sé jugar al chaquete, señor —contestó lady Jane riendo—. Muchas veces hice la partida a papá y a la señorita Matilde Crawley; ¿no es verdad, Pitt?

—Mi esposa puede jugar al juego que tanto gusta a usted, padre —terció Pitt con arrogancia.

—No importa, se aburriría y me aburriría. Volveos a Mudbury, o bien haced una visita a mi hermano el rector, quien os dará de comer. Seguramente le proporcionaréis unas horas de verdadero placer, pues os está agradecidísimo por haberle privado de la fortuna de mi hermana… ¡Ja, ja, ja, ja! A mi muerte, ya tienes fondos para remendar el castillo, que bien lo necesitará.

—He visto, padre —dijo Pitt con entonación de reproche—, que se hacen escandalosas talas de árboles.

—Tienes razón, hijo: el día no puede estar más encantador —contestó el barón, que de pronto había ensordecido—. ¡Ah! Por desgracia, ya no pueden alegrarme los días buenos… soy muy viejo… Por supuesto, que también tú estás cerca de los cincuenta. Pero los llevas muy bien; ¿no es verdad, Jeannie? Es natural: su conducta ha sido siempre ejemplar, su vida de lo más moral que pueda darse… Pero yo voy a cumplir los ochenta, y me conservo bastante bien.

Pitt intentó llevar de nuevo la conversación a la tala de árboles, mas fue en vano, porque la sordera de su padre continuaba.

—Soy muy viejo, y este año particularmente, el lumbago se ha empeñado en atormentarme. Mi vida será breve, no os molestaré mucho tiempo. Te agradezco que hayas venido a visitarme, Jeannie: me gusta tu cara, quiero hacerte un regalo de valor para que lo luzcas en los salones… —y diciendo esto se dirigió renqueando a un armario, del que sacó un estuche que contenía algunas alhajas—. Toma esto, querida; perteneció a mi madre, y más tarde, a la primera lady Crawley; son perlas, perlas preciosas. Nunca quise dárselas a la hija del ferretero.

En aquel momento entró Horrocks llevando una bandeja con un pequeño refrigerio.

* * *

—¿Qué has regalado a la mujer de Pitt? —preguntó al viejo la individua de las gasas y cintajos, apenas se despidieron los visitantes.

Era aquella mujer la señorita Horrocks, hija del mayordomo del castillo y escándalo del país entero, y reinaba como dueña y señora en el castillo del barón.

La aparición y progreso del almacén de gasas y cintas había excitado el descontento de la familia y las murmuraciones de todo el condado. La dama de los cintajos tenía cuenta abierta en la sucursal de la Caja de Ahorros, la dama de los cintajos iba en coche a la iglesia, la dama de los cintajos monopolizaba el uso de los caballos que desde tiempo inmemorial utilizaron todos los dependientes del castillo, la dama de los cintajos admitía o despedía la servidumbre sin oír otra voz que la de su capricho. El jardinero escocés tuvo la desgracia de desagradar a la dama de los cintajos, y hubo de emigrar con su mujer, sus hijos y sus aperos, abandonando los jardines a los cuidados de la madre naturaleza, que muy pronto los dejó convertidos en desiertos desolados. Las caballerizas estaban desiertas y en estado ruinoso. El barón, fuese por vergüenza, fuese por desprecio a sus vecinos, casi nunca traspasaba las verjas de su parque: reñía a sus administradores y estrujaba a sus colonos por medio de cartas. Nadie podía llegar hasta él sin pasar antes por la dama de los cintajos, encargada de recibir a todo el mundo en la puerta, y dueña de despedir o de franquear el paso a quien le viniera en gana.

Imagínese cuál no sería el horror de Pitt, hombre de orden y adorador de la etiqueta, cuando tuvo noticia de un menosprecio tan escandaloso de todas las conveniencias sociales. Estremecíase de espanto cuantas veces pensaba en la posibilidad de que la dama de los cintajos fuese su madrastra. Con posterioridad a la visita hecha al barón, el nombre de éste no volvió a pronunciarse en la refinada casa de su hijo. En cambio la condesa de Southdown enviaba al viejo libertino folletos terroríficos, de los que el barón se reía, como se reía de sus hijos y del mundo entero, como se reía hasta de la dama de los cintajos si ésta llevaba demasiado lejos sus rabietas, lo cual sucedía con bastante frecuencia.

La Horrocks, una vez instalada como ama y señora en el castillo, trataba a sus antiguos compañeros de servicio con rigor y despotismo intolerables. Los criados recibieron la orden de llamarla madam, pero una doncellita, recién entrada en el castillo, la llamaba siempre milady, tratamiento que al parecer no disgustaba a la persona a quien iba dirigido, toda vez que se limitaba a contestar:

—Algunas hay que merecen ese título mejor que yo, pero también las hay que lo merecen menos.

Ejercía una autoridad suprema sobre la casa entera, con excepción de su padre, a quien no dejaba de tratar con altanería, advirtiéndole con frecuencia que no debía tomarse libertades con la «llamada a ser baronesa».

Un día el barón sorprendió a milady, como llamaba burlonamente a la dama de los cintajos, sentada al viejo piano que adornaba el salón, y que no había sido abierto desde que Becky ejecutó en él varias piezas de su repertorio, aporreando las teclas con gravedad risible y cantando, a voz en grito, tonadillas que había oído antaño. A su lado estaba la doncellita, aplaudiendo con entusiasmo.

El barón rompió a reír estrepitosamente. Más de doce veces narró el caso a Horrocks durante el día, llenando de indignación a la artista. Durante la comida, aporreó con sus dedos la mesa cual si fuese un instrumento músico y cantó con voz destemplada, remedando las tonadillas de la dama de los cintajos. Juró y perjuró que una voz tan divina como la de su amiga merecía la pena de ser cultivada y la instó a que se buscase un maestro de canto. Nunca estuvo el barón tan alegre y decidor como aquella noche. Bebió extraordinariamente y, ya muy tarde, se retiró a su dormitorio.

Media hora después, todo era movimiento, todo revolución en el castillo. Veíanse pasar rápidamente luces por las ventanas e iluminarse sucesivamente las vastas salas del castillo. Momentos más tarde, abríanse las puertas para dar paso a un criado montado, el cual tomó a galope tendido el camino de Mudbury y no paró hasta llegar a la casa del médico. Una hora después entraban en el castillo el reverendo hermano del barón, con su mujer y su hijo James, los cuales encontraron a la dama de los cintajos en el despacho de sir Pitt, armada de un manojo de llaves y probando a abrir armarios y gavetas. La de los cintajos dejó caer las llaves y lanzó un grito de espanto al ver alzarse ante ella la figura de Martha, cuyos ojos relampagueaban.

—¡Viéndolo estás, James… tú eres testigo, esposo mío! —exclamó Martha, apuntando con el índice a la asustada culpable.

—¡Me lo dio todo… me lo dio todo! —repetía la de los cintajos.

—¡Miente usted, miserable criatura! Tú eres testigo, esposo mío, de que hemos sorprendido a esta bribona robando los objetos de propiedad de tu hermano. Morirá en la horca, conforme había yo predicho.

La desdichada cayó de rodillas a los pies de Martha, y suplicó, y lloró, pero en vano: nosotros, que conocemos cuán santa y virtuosa era Martha, comprenderemos cuán reacia había de estar para otorgar su perdón.

—Tira del cordón de la campanilla, James, tira hasta que acuda alguien —dijo Martha a su hijo.

Segundos después, llegaban tres o cuatro criados.

—Encerrad a esa mujer —les dijo Martha—. La hemos sorprendido robando al señor barón. Mañana la conduciréis a la cárcel de Southampton.

—No extremes la severidad, querida —suplicó el rector—. Al fin y al cabo…

—¿No hay un par de esposas? Las había antes en el castillo —continuó Martha—. ¿Dónde está el sinvergüenza del padre de esta bribona?

—Todo me lo dio el señor barón —gritó la pobre dama de los cintajos—. Me dio todo lo que tengo… —y mientras hablaba sacó de un bolsillo un par de hebillas de zapatos de que acababa de apropiarse—. Tome usted esto si cree que no es mío, pero yo nada he robado; ¿no es verdad, Esther? Esta muchacha presenció cuando me daba estas hebillas al día siguiente de la feria de Mudbury…

—¿Cómo se atreve usted a contar semejantes mentiras? —replicó Esther—. Yo no he visto que el señor barón le regalase nada, ni antes ni después de la feria de Mudbury. Tome usted la llave de mi baúl, señora; regístrelo, y si encuentra un palmo de cinta, hágame llevar a la cárcel; yo soy una muchacha honrada.

—¡Déme usted sus llaves, ladrona! —gritó Martha, dirigiéndose a la dama de los cintajos.

—Yo le enseñaré la habitación que ocupa, señora, y en donde tiene montones de cosas —dijo Esther, haciendo innumerables cortesías.

—Hazme el favor de callar de una vez. Sé muy bien qué habitación ocupa esa desgraciada. Usted, señora Brown, tenga la bondad de venir conmigo, y usted, Beddoes, no me pierda de vista a la bribona. Tú, esposo mío, vete arriba, no sea que asesinen a tu pobre hermano.

Martha salió de la estancia con la señora Brown, su marido se fue a la habitación del enfermo, y Beddoes quedó guardando a la culpable.

El médico de Mudbury sangraba mientras tanto al barón de Crawley.

Por la mañana, muy temprano, salió un mensajero encargado de avisar a Pitt Crawley. Le enviaba Martha, que había asumido el mando supremo en el castillo. La excelente señora había velado al enfermo toda la noche, consiguiendo, a fuerza de cuidados, devolverle un soplo de vida. No podía hablar, pero reconocía, al parecer, a las personas. Martha tomó asiento a la cabecera de su lecho. El mayordomo Horrocks hizo algunos vanos intentos para mantener su autoridad, pero la señora Martha le trató de borracho y libertino, le exigió que abandonase el castillo lo más pronto posible y le aseguró que le enviaría a presidio si se permitía presentarse ante ella.

Asustado el mayordomo retiróse al comedor, donde encontró al señorito James. Éste pidió una botella y vasos. Momentos más tarde, el rector y su hijo, sentados a la mesa, festejaban el suceso. Después de vaciar unas cuantas botellas, el rector ordenó a Horrocks que entregase todas las llaves que se encontrasen en su poder, y que desapareciese del castillo por el camino más corto. El mayordomo obedeció, saliendo con su hija sigilosamente, a favor de las tinieblas de la noche.