Una familia en la estrechez
PUESTO QUE ESTAMOS acompañando al pequeño George Osborne, y éste se encamina hacia Fulham, hagamos alto en este arrabal de Londres para informarnos sobre algunos antiguos amigos nuestros que viven allí, y de los cuales no hemos tenido noticias en mucho tiempo. ¿Qué ha sido de Amelia después del terrible golpe que la hirió en Waterloo? ¿Vive? ¿Se ha consolado? ¿Qué es del comandante Dobbin, cuyo coche siempre seguirá los pasos de aquélla? ¿Encontraremos también al ex administrador de Boggley Wollah? Breves palabras bastarán para ponernos al corriente en lo que atañe al nombrado en último término. Nuestro buen amigo Joseph había vuelto a las Indias poco después de su fuga de Bruselas, bien porque hubiese expirado la licencia de que disfrutaba, bien porque le horrorizase tropezar con testigos de su heroísmo a raíz de la jornada de Waterloo. Dejando sin aclarar este extremo, diremos que volvió a desempeñar sus funciones en Bengala, casi al mismo tiempo que Napoleón era conducido a Santa Elena, donde tuvo ocasión de verle. Los que oían al buen Joseph a bordo del buque en que hacía el viaje, daban por cierto y averiguado que no fue en Santa Elena donde conoció por vez primera al emperador. Parece que en el monte de Saint John se habían visto muy de cerca el caudillo francés, a quien apellidaban el Rayo de la Guerra, y el administrador de Boggley Wollah, quien refería curiosas anécdotas relacionadas con las famosas batallas. Precisaba las posiciones que ocuparon cada uno de los regimientos, las pérdidas en muertos y heridos que habían sufrido, y no negaba que le correspondía alguna parte de la gloria de aquellos hechos de armas, toda vez que fue portador de despachos al duque de Wellington.
Describía con tanto lujo de detalles lo que el duque hizo durante todos los momentos del día, que indudablemente se encontró a su lado, aunque su nombre, debido a corresponder a un individuo no combatiente, no apareciese en los documentos referentes a la batalla. Es posible que él mismo llegase a creer que había tomado parte activa en el combate: lo que no puede negarse es que su persona produjo sensación enorme en Calcuta, y que durante su estancia en Bengala le llamaban generalmente Sedley de Waterloo.
Pagó religiosamente los pagarés que firmó a Becky. A nadie habló jamás de aquella compra ruinosa, y nadie sabe tampoco la suerte que corrieron los caballos ni cómo se desembarazó de ellos y de Isidoro, su criado belga, aunque no faltan quienes aseguran haber visto vender en Valenciennes, hacia el otoño de 1815, un caballo gris muy parecido al que montó Joseph, y añaden que el vendedor era el mencionado Isidoro.
Los agentes de Joseph en Londres tenían orden de pagar a sus padres una pensión de ciento veinte libras esterlinas. Constituía esta suma el medio principal de existencia de los dos viejos, pues las especulaciones a que el señor Sedley se entregaba después de su quiebra no reedificaron el derruido edificio de la fortuna del antiguo negociante. Sucesivamente intentó hacerse almacenista de vinos, de carbón, administrador de loterías, etc., etc. Cuantas veces probaba un negocio nuevo, enviaba prospectos a sus amigos, colocaba una nueva placa de bronce en la puerta de su casa, y hablaba con entusiasmo de sus esperanzas de reconquistar su opulencia y prosperidad perdidas; mas, ¡ay!, la Fortuna no se dignó mirar con ojos compasivos al débil y arruinado caballero. Uno por uno sus amigos se cansaron de comprar carbón caro y vino malo, y una sola persona, su mujer, seguía imaginándose, cuando pasaba la mañana en la City, que realmente le retenían allí negocios serios. Llegada la noche, salía con paso lento de su casa y se dirigía a la tertulia de una taberna, donde en presencia de un círculo reducido de oyentes disponía de las rentas de la nación. Embelesaba oírle hablar de millones, de especulaciones, de descuentos, de lo que hacía y dejaba de hacer Rothschild. Manejaba con la palabra sumas tan enormes, que sus oyentes le escuchaban con muestras del mayor respeto.
—Mi posición fue en tiempos pasados más brillante que hoy —decía a todas horas y a cuantos se acercaban a su persona—. Mi hijo es en la actualidad el primer magistrado de Ramgunge, en la Presidencia de Bengala, y cobra cuatro mil rupias al mes. Mi hija podría ser esposa de un coronel, si quisiera. Si me hicieran falta, sin inconveniente podría girar mañana dos mil libras esterlinas contra mi hijo, el primer magistrado, y Alexander descontaría en el acto la letra. No lo hago ni lo haré, caballero, porque los Sedleys han mantenido siempre el orgullo de la familia.
¡Lector querido! No te mueva a risa la situación del señor Sedley: muévate más bien a lástima, porque muy bien puede ser un día la tuya. Nadie tiene vinculada la suerte a su persona; todos corremos peligro de ver arrebatado nuestro puesto en el tablero del mundo por personas que nos venzan en cualidades o en suerte, y si descendemos, si perdemos nuestra posición, nuestros amigos cruzarán la calle para evitarnos, o bien, cuando nos tropiecen, nos alargarán dos dedos de su diestra con aire protector, lo que es todavía peor, porque esos amigos, luego que hayas pasado por su lado, dirán: «¡Pobre diablo! ¡Qué de imprudencias ha cometido! ¡Qué de excelentes ocasiones ha desperdiciado!». Mas pasear en lujoso carruaje y tener una renta de tres mil libras esterlinas anuales no lo es todo, y puesto que los charlatanes prosperan con tanta frecuencia como fracasan, y los truhanes y bandidos quedan también sujetos a los caprichos del azar, en la misma forma y medida que las personas decentes, no parece prudente que se dé demasiada importancia a los bienes y goces terrenales, y puede ocurrir que… Pero volvamos a nuestra historia, de la que nos estamos alejando.
Si la señora de Sedley hubiese tenido energía, ocasión le había deparado el desastre de su marido para que de ella diera pruebas: habría podido alquilar una casa grande y admitir huéspedes. El anciano quebrado hubiera desempeñado el papel de marido de la patrona, hubiera sido el Muñoz de la vida privada, el trinchador, el encargado de la despensa, el consorte humilde de la soberana del establecimiento. He conocido hombres de buena cuna y dotados de no escaso talento, hombres que fueron vigorosos y abrigaron en tiempos pasados altas esperanzas, trinchando piernas de carnero y sirviendo en la mesa a viejas brujas. Pero la señora Sedley carecía de la energía necesaria para saber crearse recursos en la desgracia, permanecía inerte y sin movimiento en los escollos donde la tempestad la había arrojado. El infortunio de los dos viejos era irreparable.
No creo, sin embargo, que fuesen desgraciados: acaso se mostraban un poco más orgullosos en su ruina que en sus días de prosperidad. La señora de Sedley continuaba siendo una gran señora para la mujer de Clapp, cuando por casualidad se dignaba bajar a la limpia y brillante cocina y pasar con ella algunas horas. Las cintas y sombreros de su criada irlandesa Belita Flanagan, sus insolencias y haraganería, su pródigo consumo de bujías, té y azúcar, ocupaban y distraían tanto a la buena señora como la dirección de su antigua casa, cuando tenía a sus órdenes a Sambo y a un cochero, un groom, un lacayo, un mayordomo y un ejército de criadas y doncellas. Verdad es que la señora de Sedley no se limitaba a velar por Belita Flanagan, sino que extendía su solicitud y vigilancia sobre todas las criadas, doncellas y vecinos de la calle en que vivía. Estaba al tanto de lo que pagaban o debían todos los inquilinos de las humildes casas del barrio: variaba de dirección cuando se cruzaba con la actriz Rougemont y su dudosa familia, erguía con altivez la cabeza cuando tropezaba a la señora del boticario, arrellanada en el cochecito de su marido, tirado por un solo caballo, tenía largos coloquios con el tendero, conferenciaba con la lechera y el panadero, hacía visitas al carnicero, quien más de una vez le servía carne de buey de carreta como lomo de ternera, y contaba las patatas que debían ponerse al puchero todos los días, excepción hecha de los domingos, que vestía sus mejores trajes y se iba a la iglesia dos veces.
Los días festivos —sus graves ocupaciones no le permitían distracción alguna durante la semana—, los días festivos, el señor Sedley llevaba a su nieto George a los parques próximos o a los jardines de Kensington, para que admirase a los soldados o echase migas de pan a los cisnes. Tenía George pasión por las casacas coloradas; su abuelo le hablaba con frecuencia de que su padre había sido un militar famoso y le presentaba a los sargentos y soldados que ostentaban medallas de la batalla de Waterloo, diciendo pomposamente que era hijo del capitán Osborne, muerto gloriosamente el día dieciocho. El viejo obsequiaba a los militares sin graduación con sendos vasos de cerveza y al niño con manzanas, dulces y golosinas. Amelia, que en las debilidades del abuelo vio graves peligros para la salud del niño, declaró formalmente que no le dejaría salir con aquél si no se comprometía, bajo juramento, a no darle pasteles ni otras cosas prohibidas.
Fue el niño causa ocasional de cierta frialdad de relaciones entre la señora Sedley y su hija. Una noche, estaba Amelia en el saloncito de la casa entregada a su trabajo. Oyó llorar al niño, que momentos antes había dejado durmiendo, subió corriendo a la habitación donde estaba la camita, y encontró a su madre administrando clandestinamente al pequeñuelo una dosis de elixir Daffy. Amelia, la más dulce y cariñosa de las mujeres, se estremeció de cólera ante semejante invasión del terreno privativo de su autoridad materna. Sus mejillas, pálidas de ordinario, se encendieron hasta adquirir el tono rojo que las animaba cuando tenía doce años de edad. Arrebató al niño de los brazos de la abuela, tomó el frasco de elixir, lo arrojó a la chimenea y dijo con entonación furiosa:
—¡No toleraré que envenenes al niño, mamá!
—¡Envenenar, Amelia! —contestó la anciana—. ¿Conmigo ese lenguaje?
—Mi hijo no tomará más medicinas que las que prescriba el doctor Pestler, quien me dijo que el elixir Daffy es un veneno.
—Perfectamente: quedamos en que soy una envenenadora… ¡Parece mentira que así trates a tu madre! Muchas desgracias han caído sobre mí: fui rica, y hoy soy pobre; tuve coches lujosos y hoy camino a pie; pero jamás soñé que pudiera ser asesina. ¡Gracias por la nueva, hija mía!
—¡No te enfades conmigo, mamá! —exclamó Amelia con lágrimas en los ojos—. No dije eso… no fue mi intención decir eso; de sobra me consta que no has de dañar deliberadamente al niño, pero…
—Comprendo, querida; no he de dañar al niño, pero soy una asesina, y como tal, mi puesto está en la Oíd Bailey. Sin embargo, tú fuiste niña, y no te envenené, sino que te di espléndida educación, te proporcioné los mejores maestros, sin reparar en gastos. He criado cinco hijos, de los cuales murieron tres; precisamente el que adoré con más pasión, el que rodeé de cuidados como nunca conocí de niña, por los tiempos en que mi mayor placer era honrar y reverenciar a mis padres, ése, precisamente, me dice que soy asesina… ¡Ah, señora viuda de Osborne! ¡Con todo fervor pido a Dios que nunca conozca usted la desdicha de haber dado calor en su seno a una víbora!
—¡Mamá, por Dios, mamá! —exclamó Amelia llorando.
—¡Asesina de niños… está muy bien! Vete, póstrate de rodillas, y pide a Dios, Amelia, que purifique tu manchado y desagradecido corazón y te perdone como te perdono yo.
La señora salió de la estancia moviendo la cabeza y repitiendo las palabras «envenenadora y asesina».
Todos los años de vida que restaban a la señora de Sedley no fueron bastantes para borrar el recuerdo del deplorable incidente narrado, que puso en su mano innumerables ventajas, de las cuales supo aprovecharse con ingenuidad y perseverancia femeninas. Por ejemplo: en una porción de semanas, no volvió a dirigir la palabra a su hija; advertía a todo el mundo que no tocase al niño, porque se ofendería la viuda de Osborne; jamás daban de comer a George sin que antes rogase a Amelia que se cerciorase de que la comida no estaba envenenada: si los vecinos preguntaban por la salud del niño, contestaba invariablemente que dirigieran la pregunta a la señora viuda: ella prefería no preguntar si el niño estaba bueno o enfermo, prefería no tocar ni casi mirar a su nieto, no obstante quererle entrañablemente, porque como no estaba acostumbrada a niños, podía matarle; recibía al médico con tal altanería, que el pobre doctor Pestler hubo de declarar que ni la propia lady Thistlewood se daba los aires de grandeza que observaba en la señora Sedley, de la cual jamás cobró un penique por sus visitas. Probablemente Amelia estaba también celosa y dispuesta a no dejarse arrebatar el primer puesto en el cariño de su hijo. Tan difícil era que tolerase que otras personas vistiesen o atendiesen al pequeño, como que permitiese que tocasen a la miniatura de George, que pendía de la cabecera de la camita que ocupó de soltera, y a la que volvió de viuda.
La alcoba del pequeño George era el tesoro de Amelia, el santuario de todos sus quereres. Allí le había cuidado, allí le había velado con amor tierno e inquieto durante las mil enfermedades e indisposiciones de la infancia. En el tierno objeto de su solicitud creía ver a su marido, pero mejorado, más perfecto, cual si se lo hubiesen devuelto después de pasar por el cielo. La voz, la mirada, los gestos del niño le recordaban al padre. Su corazón de madre se estremecía de júbilo siempre que oprimía entre sus brazos a su idolatrado tesoro, lágrimas de dicha brotaban de sus ojos, lágrimas sobre cuya causa la interrogaba no pocas veces el niño. Respondía la madre que lloraba porque le recordaba la imagen del padre que había perdido, y a continuación le hablaba de aquel George adorado, a quien no conoció nunca la inocente criatura, y le decía cosas que jamás confió a sus amigas más íntimas, cosas que no confesó al mismo George. A sus padres, en cambio, nunca les hablaba de nada que pudiera poner de manifiesto las llagas de su corazón; no la hubiesen comprendido. Probablemente menos la comprendía su hijo, pero, a pesar de todo, hacíale confidencias y le revelaba sin reservas todos los secretos de su alma sensible. La alegría de la vida de aquella mujer castigada despiadadamente por el destino estaba en la amargura de su dolor, en las lágrimas que derramaba sin tasa: era un alma de delicadeza tan exquisita, de naturaleza tan elevada, que el autor de esta historia considera que su examen resulta incluso inadecuado en un libro. Decía el doctor Pestler que la vista de sus penas y del loco cariño que al niño tenía eran bastantes para ablandar al más cruel de los Herodes. El buen doctor era por aquel tiempo hombre de corazón impresionable, y su mujer estuvo, por entonces, y durante varios años después, terriblemente celosa de Amelia.
Es posible que los celos de la esposa del doctor no dejasen de tener fundamento: ni lo afirmamos ni lo negamos, pero si es cierto que sus celos los compartieron casi todas las mujeres que formaban el reducido círculo de los conocimientos de Amelia, todas las cuales veían con furor el entusiasmo que la viuda encendía en el sexo contrario. Cuantos hombres la trataban, se enamoraban de ella, aun cuando no puede negarse que si se les hubiese preguntado por qué, probablemente no habrían sabido contestar. Amelia no poseía ni mucho esplendor, ni mucho ingenio, ni una inteligencia superior, ni una belleza extraordinaria, pero dondequiera que se presentaba conmovía y encantaba a todos los hombres, y al mismo tiempo se atraía el menosprecio y la animadversión de sus hermanas de sexo. Yo creo que su principal encanto, el que subyugaba y atraía a todos los hombres, era su debilidad, su sumisión, su dulzura, que parecían implorar las simpatías y protección generales. Pocas palabras cruzó con los compañeros de armas de George mientras éste perteneció al regimiento, y, sin embargo, una seña suya habría bastado para que todos se apresurasen a poner a su servicio sus brazos y sus espadas. Hubiera sido la mismísima señora Mango, dueña de la gran casa Mango, Plantain y Cía., y poderosa propietaria de Fulham, que daba con frecuencia dejeuners a los que asistían duques y condes, hubiera sido, repetimos, la mismísima señora Mango, o bien la esposa de su hijo, lady Mary Mango, hija del conde de Castlemouldy, y los comerciantes del barrio no la hubiesen tratado con muestras de mayor respeto que las que tenían con la joven viuda cuando pasaba por delante de su puerta o hacía modestas compras en sus establecimientos.
Y no era sólo el señor Pestler, sino también su joven ayudante el señor Linton, encargado especialmente de la asistencia médica de los criados y comerciantes, quien se declaró explícitamente esclavo de la joven viuda de Osborne. Era el tal caballerito persona fina y recibía en la casa acogida más afectuosa que su principal. Si el niño sufría alguna indisposición, Linton hacía dos y hasta tres visitas diarias a la casa, sin cobrar por ellas un penique. Él mismo preparaba las medicinas, a las cuales sabía dar un sabor tan agradable, que el enfermito casi se alegraba de haber de recurrir a sus servicios. Dos noches enteras se pasaron el médico Pestler y su ayudante sentados a la cabecera de la camita de George cuando éste tuvo el sarampión, dos noches durante las cuales, a juzgar por el terror que reflejaba el rostro de la madre, el niño moría de una enfermedad sin precedente en el mundo. ¿Habrían hecho lo propio si de otras personas se hubiese tratado? ¿Perdieron también dos noches cuando Ralph Plantagenet, o cuando Gwendoline y Guinever Mango, y tantos otros contrajeron la misma enfermedad de George? ¿Hicieron muchas visitas a Mary Clapp, la hija del dueño de la casa donde vivía la familia Osborne, enferma también de sarampión? Mucho sentimos tener que decir que no. Durmieron perfectamente tranquilos, dijeron que se trataba de casos sin importancia, enviaron una o dos pócimas, y no volvieron a acordarse de los enfermitos.
Otro de sus admiradores era un caballero francés, que daba lecciones de su idioma en varias escuelas de los alrededores y se pasaba los días y mucha parte de las noches arrancando a su viejo violín trémulas gavotas y minués pasados de moda. Cuantas veces este caballero de peluca empolvada hablaba de la viuda de Osborne, agrupaba sus dedos, llevaba las yemas a sus labios, las abría como dando un beso, y exclamaba con fervor: ¡Ah! ah divine creature! Juraba y protestaba que, cuando Amelia salía a pasear, bajo sus pies brotaban hermosísimas flores. A Georgie le llamaba Cupido, y siempre le preguntaba por su mamá Venus. A Isabelle Flanagan le decía que era una de las Gracias, la doncella favorita de la Reine des Amours.
Podríamos citar infinidad de casos de esta popularidad conquistada tan sin buscarla ni desearla la interesada. El señor Binny, por ejemplo, atildado y elegante pastor de la capilla del distrito, visitaba con frecuencia a la viuda, acariciaba al niño, a quien montaba sobre su rodilla, y se ofrecía a enseñarle latín, con vivo descontento de su hermana, en cuya compañía vivía.
—Yo no sé qué atractivos encuentras en esa mujer —solía decir la hermana del buen pastor—. Cuando nos visita, se pasa la velada entera sin decir palabra. Es una persona lánguida y apática, y a mi manera de ver, sin corazón. Su cara es bonita, no lo niego, pero no veo que tenga otra cosa digna de admiración. Mil veces más que ella vale la señorita Grits, dueña de cinco mil libras esterlinas y con esperanzas de heredar más. Simpática y agradable no me negarás que lo es… ¡Ah! ¡Si no fuera tan fea, ya te fijarías más en ella, pero vosotros, los hombres, sólo veis las caras, y nada más!
Probablemente tenía razón la hermana del pastor. Únicamente las caras bonitas despiertan ecos de simpatía en los corazones de los hombres, picaronazos de tomo y lomo. Que nos presenten una mujer tan prudente y casta como Minerva, y a buen seguro que no la miraremos dos veces si es fea; en cambio, por grandes que sean las locuras a que nos arrastren un par de ojos hermosos y tentadores, podemos contar con que serán fácilmente perdonadas, de la misma manera que, una frase o una conversación, por vulgar y de mal gusto que sean, si brota de unos labios rojos y perfectos, suena como deliciosa armonía en nuestros oídos. De aquí infieren las señoras, informando su juicio en la norma de justicia que les es peculiar, que toda mujer bonita tiene que ser tonta. ¡Ah, señoras, señoras! ¡Olvidan ustedes que, en su gremio, abundan las que, sobre ser feas, son necias!
Únicamente incidentes triviales y sin importancia nos ofrece la vida de nuestra heroína. Su historia no es una historia de sucesos maravillosos, conforme han tenido ocasión de advertir los lectores; tan es así, que si alguien se hubiese tomado el trabajo de escribir un diario que comprendiera los siete años transcurridos desde que nació su hijo, el incidente más notable que hubiera podido estampar en sus páginas habría sido el sarampión de George.
Pero decimos mal: otro suceso digno de recordación nos ofrecen esos siete años de existencia. Un día, el pastor señor Binny le suplicó que aceptase su apellido; Amelia, con lágrimas en los ojos, vivamente emocionada, le dio las gracias, le expresó cuánto agradecía sus atenciones, pero afirmó que nunca, nunca cabría en su pensamiento otra imagen ni en su corazón otro amor que los del marido que había perdido.
Los días 25 de abril y 18 de junio, fechas respectivas de su matrimonio y de su viudez, se los pasaba encerrada en su habitación, junto a la camita de su hijo, pensando en el adorado de su alma, en el ser querido cuya pérdida lloraría eternamente. Otro tanto hacía durante largas horas de sus noches solitarias. De día su misma actividad la distraía: se había impuesto la obligación de enseñar a George a leer, escribir y dibujar, y lo hacía lo mejor que sabía. Ya antes le había enseñado a rezar: todas las mañanas y todas las noches, madre e hijo pedían al Dios Todopoderoso que colmase de bendiciones al querido papá, cual si todavía perteneciese al mundo de los vivos y se encontrase con ellos en la misma habitación.
Era la principal de las ocupaciones diarias de Amelia el lavado y atavío de su hijo, a quien todas las mañanas sacaba a pasear su abuelo antes de dedicarse a sus «negocios». Le hacía trajecitos encantadores e ingeniosos utilizando las mejores telas de su guardarropa de casada. Amelia, con vivo disgusto de su madre, aficionada a vestidos lujosos, sobre todo después del desastre de su casa, vestía invariablemente sencillo traje negro y sombrero de paja adornado con una cinta negra.
El tiempo que le sobraba, dedicábalo a su madre y a su padre. En obsequio de éste, aprendió a jugar algunos juegos de naipes y jugaba con el anciano las noches que éste no iba a su club. Cantaba también, cuando su padre deseaba oírla, y tan admirablemente lo hacía, que, a los pocos momentos, roncaba el anciano plácidamente. Por encargo de su padre escribía infinidad de memoriales, cartas, prospectos y memorias de proyectos. De su puño y letra eran las circulares que notificaron a las relaciones antiguas del quebrado financiero que éste era agente de la compañía del «Diamante Negro», explotadora de los carbones incombustibles, y que, en su calidad de tal, se ponía a disposición de cuantos quisieran honrarle con su confianza, pidiéndole carbones de clase superior. Una de estas circulares fue enviada al comandante Dobbin, quien, como se encontraba a la sazón en Madras, no tenía necesidad de aquel artículo. Reconoció, sin embargo, la letra de la circular. ¡Oh! ¡Qué no hubiese dado por estrechar la mano que había trazado aquellas líneas! A este anuncio siguió otro, poniendo en conocimiento de nuestro amigo Dobbin que J. Sedley y Compañía habían establecido agencias en Porto, Burdeos y Santa Mary, circunstancia que les permitía ofrecer a sus amigos y al público en general los mejores vinos de Oporto y Jerez, así como también los claretes más famosos, a precios sumamente razonables y con ventajas extraordinarias. Recibir la circular, y convertirse Dobbin en la sombra del gobernador, del comandante general, de los jueces, magistrados, regimientos, presidentes, y de todos sus conocidos, a quienes acosó en todas formas, fue todo una misma cosa. Muy poco después hizo a Sedley y Compañía pedidos tan considerables de vino, que el viejo Sedley y Clapp, que eran los que integraban la compañía, no volvían de su asombro. Por desgracia, cesó de soplar el viento de la fortuna, que hiciera concebir al viejo risueñas esperanzas. Las maldiciones de los presidentes, magistrados, regimientos, gobernador y comandante general sonaron furiosas en los oídos del pobre comandante Dobbin que se vio obligado a adquirir algunas de las partidas que revendió después con pérdida considerable. En cuanto a Joseph, que había ascendido a presidente del Negociado de Rentas de Calcuta, entró en furor espantoso cuando el correo le trajo una porción de prospectos báquicos, a los que acompañaba una carta particular de su padre diciéndole que contaba con su participación en el negocio y que procedía a remitirle una cantidad respetable de vinos selectos, de cuyo importe se reembolsaba por medio de la letra que giraba a su cargo. Joseph, a quien abochornaba pensar que su padre, el padre de Joseph Sedley, el padre del presidente del Negociado de Rentas de Calcuta, fuese comisionista en vinos, arrojó el fardo de circulares con soberano desdén al cesto de los papeles, hizo protestar la letra, y escribió a su padre una carta sumamente dura, prohibiéndole mezclar jamás su nombre en sus empresas. La letra protestada volvió a la casa Sedley y Compañía y, para pagarla, hubo necesidad de sacrificar casi todos los ahorros de Amelia.
Además de la pensión de cincuenta libras anuales, que correspondían a Amelia, tenía ésta derecho a quinientas más que, según las cuentas del ejecutor testamentario de su marido, se encontraban, en la época de la muerte de George, en poder de su agente. Dobbin, como tutor del pequeño George propuso colocar la suma mencionada en una compañía de Indias, donde rentaría el ocho por ciento. Opúsose furiosamente a este empleo el señor Sedley, quien suponía miras pecaminosas en Dobbin, y presentóse personalmente en las oficinas del agente en cuestión, con ánimo de protestar contra semejante inversión, cuando supo, con la sorpresa desagradable consiguiente, que no existía semejante cantidad, que todo el caudal del difunto capitán apenas si llegaba a cien libras, y que las quinientas de que hablaba serían una cantidad independiente, cuya procedencia y destino únicamente sabría el comandante Dobbin. El viejo Sedley, creyendo a pie juntillas que se trataba de una estafa, se propuso perseguir al comandante. Obrando en nombre de su hija, le exigió cuentas detalladas de la fortuna del difunto. Dobbin contestó con medias palabras: su torpeza y apuros confirmaron las sospechas del viejo, quien, seguro de que se las había con un pillete, le dijo lisa y llanamente que retenía, faltando a todas las leyes divinas y humanas, el dinero perteneciente a la viuda de su difunto amigo.
Perdió Dobbin la paciencia y es bien seguro que, de no haberle inspirado alguna moderación la vejez y las desventuras del anciano, habría venido con él a vías de hecho en el mismo café de Slaughters, donde tuvo lugar el coloquio.
He aquí algunas de las frases que se cambiaron:
—Suba usted a mi habitación, caballero —gritó Dobbin—. Quiero que venga usted conmigo, quiero que sus propios ojos le convenzan de quien, entre el pobre George y yo, ha sido el sacrificado.
Casi a viva fuerza arrastró al viejo hasta su cuarto. Inmediatamente sacó de una gaveta las cuentas de Osborne y un fardo de pagarés firmados por el último, quien nunca mostró gran repugnancia a firmar documentos de esa índole.
—Pagó sus cuentas en Inglaterra —añadió Dobbin—, pero a la hora de su muerte no le quedaban más de cien libras. Entre dos o tres amigos suyos y yo reunimos esa pequeña suma sacrificando lo poco que poseíamos… ¡y osa usted decirme que he pretendido robar a su viuda y a su hijo huérfano!
Arrepintióse el viejo, aunque tarde, de sus imprudentes palabras, y cuenta que no sabía la verdad más que a medias, pues Dobbin acababa de engañarle. No fueron los dos o tres amigos de George, sino su bolsillo particular el que dio todo el dinero, costeó el entierro de su amigo y sufragó todos los gastos ocasionados por la desgracia de Amelia. Jamás se tomó el viejo Osborne la molestia de pensar en los gastos en cuestión. Verdad es que ni la misma Amelia sospechó que Dobbin hubiese necesitado recurrir a su dinero particular para arreglar las cuentas de su marido, ni jamás pasó por su imaginación que le fuese deudora de nada.
Fiel a su promesa, Amelia escribía dos o tres veces al año a Dobbin. En sus cartas le hablaba exclusivamente de su hijito George. Para el comandante, cuanto venía de Amelia era un tesoro de valor inapreciable, de aquí que conservase sus cartas como conserva el avaro su tesoro. Contestaba con exactitud escrupulosa las misivas de Amelia, pero jamás tomaba la iniciativa. Con mucha frecuencia enviaba recuerdos para la madre y para su ahijado: en una ocasión hizo llegar a manos de Amelia una caja de pañuelos de China y un soberbio juego de ajedrez, cuyas figuras eran de marfil, primorosamente trabajado. Los peones, verdes unos, y blancos otros, eran soldaditos armados de espada y provistos de escudos, los caballos, aparecían montados por sus correspondientes jinetes, y las torres eran caprichosos castillos colocados sobre elefantes. Las piezas del ajedrez encantaron a Georgie, quien escribió su primera carta para dar gracias a su padrino por el regalo. En otra ocasión envió dos chales, uno blanco para Amelia y otro negro para su madre, que debieron costarle sus cincuenta libras esterlinas cada uno. La señora de Sedley lució el suyo en la iglesia de Brompton, y mereció que todas sus amigas la felicitasen por su adquisición.
—¡Lástima que tantas atenciones no hagan mella en mi hija! —exclamaba la señora Sedley—. Joseph, sobre no enviarnos regalos parecidos, nos regaña constantemente. Es evidente que el comandante está enamorado como un insensato de Amelia, y, sin embargo, si alguna vez me aventuro a hacerle a mi hija alguna insinuación, vuelve la cabeza, rompe a llorar y se encierra en su cuarto con su miniatura. ¡A fe que estoy de miniatura hasta los ojos! ¡No quisiera ver nada que me recordase a los malditos y orgullosos Osborne!
El niño creció delicado, insinuando un carácter imperioso, dominando en absoluto a su madre, que le adoraba con verdadero frenesí. A medida que pasaba el tiempo, sus modales altaneros y el parecido perfecto que tenía con su padre eran el asombro de cuantos le veían. Preguntaba sobre todas las cosas; la profundidad de sus observaciones dejaba atónito a su abuelo, quien aburría a los concurrentes al café con historietas y cuentecillos a propósito de su nieto. Soportaba la presencia de su abuela con compasiva indiferencia; en una palabra: George había heredado el orgullo y las cualidades de su padre.
Desde que cumplió el niño los seis años, Dobbin multiplicó sus cartas. Quería saber si su ahijado iba al colegio, si era aplicado, si aprovechaba, y decía que deseaba ser él quién costease sus estudios, toda vez que éstos habían de resultar por necesidad gravosos a su madre, reducida a vivir de su exigua pensión. Tres días antes del sexto cumpleaños de George, se presentó en la casa donde vivían los Sedleys un caballero acompañado por un criado, manifestando deseos de ver al señorito George Osborne. El tal caballero era el conocido sastre militar señor Woolsey, el cual, cumpliendo órdenes recibidas del comandante Dobbin, tomó medidas al niño para hacerle un traje. Había tenido el honor de vestir al señor padre del muchacho. De vez en cuando, las hermanas Dobbin, accediendo, a no dudar, a repetidos ruegos del comandante, iban a buscar a Amelia en su lujosa carretela y la llevaban a pasear. También suplicaban alguna que otra vez a Amelia que les dejase al niño para que pasara un día en su casa. Molestaban a Amelia las atenciones de las señoritas Dobbin, pero las toleraba con resignación, tanto porque su natural la impulsaba a ceder, cuanto porque el niño estaba siempre dispuesto a pasear en coche.
Un día, las hermanas del comandante visitaron a Amelia con objeto de darle noticias que desde luego sabían que le serían sumamente gratas: las noticias en cuestión interesaban muchísimo a su querido hermano William.
—¿De qué se trata? —preguntó Amelia, en cuyos ojos brilló un rayo de alegría—. ¿Vuelve? ¿Le tendremos pronto entre nosotros?
—No… no piensa tal. Creemos… más que creemos, podemos casi asegurar que se casa con una señorita ligada con vínculos estrechos de parentesco con una amiga de usted: con la señorita Glorvina O’Dowd, hermana de sir Michael O’Dowd… Dicen que es una joven muy hermosa, y, sobre todo, muy buena.
Contestó Amelia que la noticia la llenaba de alegría. En realidad, el matrimonio de William Dobbin alegró a Amelia, pero es el caso que, abandonándose a uno de esos impulsos involuntarios, cuya causa tan difícil es de explicar, tomó de pronto a George entre sus brazos y lo estrechó con fuerza contra su corazón. Sus ojos estaban húmedos cuando volvió a dejar en tierra al niño, y durante todo el resto del paseo apenas si pronunció cuatro palabras, aunque su pecho rebosaba satisfacción… sí, torrentes de satisfacción.