Capítulo XXXVII

Continúa el mismo asunto

ANTE TODO CREEMOS de necesidad urgente explicar cómo es posible cubrir los gastos de una casa montada con lujo Y sin poseer fortuna ni renta de ninguna clase. Las casas, en primer lugar, pueden tomarse desamuebladas —y, en este caso, si quien las toma tiene crédito en los establecimientos de Guillows o Bantings, libre es de montarlas con regia esplendidez y decorarlas como le plazca—, o amuebladas, sistema menos molesto y complicado en la mayor parte de los casos. Es el que prefirieron los esposos Crawley al alquilar la suya.

El antecesor del señor Bowls en la administración de la casa de Matilde Crawley había sido un tal Raggles, nacido en el señorío de Crawley de la Reina, o para precisar más, hijo menor del jardinero del barón del mismo título. Gracias a su excelente conducta y buen aspecto, Raggles consiguió elevarse desde la cocina, donde ejercía sus funciones de pinche, hasta el pescante del coche, donde ofició de lacayo, y desde el pescante, a la mayordomía de la casa de la solterona. Al cabo de largos años de administración, durante los cuales hizo economías muy respetables, anunció su propósito de unirse en matrimonio con una antigua cocinera de la señorita Matilde, dueña de una tiendecita de las inmediaciones. En verdad, el matrimonio había sido celebrado, bien que clandestinamente, una porción de años antes, aunque nada sospechó la solterona hasta que le llamó la atención la presencia constante en la cocina de un niño y una niña, de siete y ocho años de edad respectivamente, cuya circunstancia le reveló la Briggs.

Desde la casa de la solterona pasó Raggles a cuidar personalmente de la tiendecita de su mujer, que creció en importancia bajo su dirección. A fuerza de trabajo y de economías, reunió Raggles un capitalito muy decente. Aconteció que el honorable Frederick Deuceace, habitante del hotelito de la calle Curzon, número 201, se fue al extranjero, y algún tiempo después, la casa con su magnífico mobiliario, fue vendida en pública subasta. Raggles aprovechó aquella excelente oportunidad de hacerse propietario. Sus economías no llegaron a cubrir el importe total de la compra y hubo de tomar prestada una cantidad, a interés bastante crecido, es cierto, pero en cambio tuvo la alta honra de dormir en soberbia cama de caoba, entre cortinajes de seda, y su señora pudo contemplarse en la luna de un espejo colosal y disfrutar de un armario en cuyo interior habrían cabido holgadamente ella, su marido y la tienda entera.

Como es natural, nunca pensaron los humildes tenderos ocupar permanentemente una casa tan lujosa. Si Raggles la compró, fue para alquilarla tan pronto como se le presentase ocasión. La finca gustó a un inquilino, y nuestro matrimonio volvió a su tienda, pero todos los días pasaba Raggles por la calle Curzon para dar un vistazo a la casa… a su casa, aquella casa cuyo llamador parecía de oro, y cuyos balcones, atestados de macetas con hermosos geranios, encantaban la vista.

Raggles era un buen hombre y vivía contento y feliz. Su casa le producía una renta tan regular, que resolvió poner a sus hijos en excelentes colegios. Sin reparar en gastos, colocó a Carlos en el establecimiento del doctor Swishtail y a Matildita en el de la señorita Peckover.

Quería, adoraba Raggles a la familia Crawley, a la que era deudor de su felicidad. En la trastienda tenía una silhoutte de su antigua señora y un dibujo que representaba el castillo de Crawley de la Reina, obra de la solterona, y en su casa de la calle Curzon, un cuadro que representaba al barón sir Walpole Crawley, arrellanado en una carroza dorada, tirada por seis caballos blancos, que cruzaba junto a un estanque lleno de cisnes, de barquillas tripuladas por hermosas damas y de esquifes cercados de músicos. Para Raggles, en el mundo no existía familia tan augusta y digna de veneración como la de Crawley.

Quiso la casualidad que estuviese desocupada la casa de Raggles cuando el matrimonio Crawley regresó a Londres. El coronel conocía perfectamente el inmueble y no menos a su propietario, quien siempre se mantuvo en relación con la solterona, a la cual servía cuando tenía invitados. Resultado: el buen hombre no sólo cedió su casa al coronel, sino que fue su mayordomo y proveedor. Su mujer se encargó de la cocina y preparaba platos que hubieran merecido la aprobación de la misma Matilde Crawley. Y ya tenernos explicado cómo Rawdon consiguió tener casa sin desembolsar un penique. Cierto que sobre el infeliz Raggles pesaban contribuciones e impuestos, el interés crecido que devengaba la cantidad que hubo de pedir prestada, las pensiones de sus hijos en los colegios, la subsistencia de su familia… y con mucha frecuencia los banquetes y vinos del coronel; cierto que su ruina fue completa, que sus hijos fueron echados de los colegios y él encerrado en una cárcel por deudas; pero alguien tenía que pagar para que el caballero viviese, y este alguien fue el infortunado Raggles.

Con frecuencia me han sugerido reflexiones muy amargas las familias que son arrastradas a la ruina y precipitadas a la miseria por los caballeros aficionados al sistema de vida de los Crawley. ¿Cuántos nobles roban a sus pobres proveedores, estafan sumas insignificantes a pequeños industriales y se ensucian por media docena de chelines? Cuando sabemos de un caballero que ha tenido que emigrar al continente, o de otro que ha recibido la visita del juzgado, porque deben seis o siete millones, nos parece que su ruina tiene algo de glorioso y miramos con cierto respeto a la víctima de catástrofe tan inmensa: pero ¿hay quién se compadezca del pobre barbero que tiene que cerrar su establecimiento porque no dispone de fondos para comprar los polvos que han de blanquear las cabezas de los lacayos? ¿A quién inspira lástima el ebanista que se arruinó porque una dama quiso amueblar y decorar con gusto su comedor y no pagó luego? ¿O al infeliz sastre que gastó cuanto poseía, y más de lo que poseía, para confeccionar las libreas que el señor le dispensó el honor de encargarle, y que luego olvidó pagar? Cae una casa grande y arrastra en su ruina a una porción de comerciantes e industriales: de la casa hablan todos, pero de estos pobres diablos nadie se acuerda. Con razón afirma una leyenda antigua que todo hombre que se va al diablo envía por delante a muchos otros.

Rawdon y su mujer aceptaron generosamente los servicios que gustosamente les prestaron muchos de los antiguos servidores o proveedores de la difunta Matilde Crawley. Los más pobres fueron los que con mayor interés quisieron servirles. Encantaba ver la pertinacia ejemplar con que la lavandera se presentaba todos los sábados con su limpio carrito lleno de ropa, y la regularidad con que se volvía a su casa con la cuenta sin pagar. Idéntica suerte corrían los criados, a quienes se debía todos los salarios, sistema admirable para que tengan interés por la casa donde sirven. En realidad, en la casa de Rawdon nadie cobraba; ni el cerrajero a quien había que recurrir para que abriese una puerta, ni el vidriero que reponía los cristales rotos, ni el alquilador de coches de quien era el que el matrimonio lucía, ni el cochero que lo guiaba, ni el carnicero que suministraba la carne, ni el que proveía el carbón con que aquélla era guisada, ni el cocinero que la preparaba, ni los criados que la comían… Y queda demostrado que, de la misma manera que hay quien tiene casa elegante sin que le cueste un céntimo, hay quien vive sin carecer de nada y sin pagar nada.

En una capital pequeña, resultaría imposible semejante género de vida, que no tardaría en llamar la atención. También en las grandes capitales solemos inquirir y averiguar la cantidad de leche que diariamente sirven a nuestros vecinos y el número de pollos que son servidos en sus mesas, de consiguiente, es muy probable que los inquilinos de las casas números 200 y 202 de la calle Curzon estuvieran muy al corriente de lo que en la casa intermedia ocurría; pero a bien que éste era pequeño inconveniente para los Crawley, que ni trataban ni conocían a los inquilinos de las fincas mencionadas. Las personas que frecuentaban la casa número 201 encontraban cordial acogida, encantadoras sonrisas, comidas opíparas y calurosos apretones de manos de los dueños de la misma. Hubiérase dicho que éstos tenían por lo menos tres o cuatro mil libras esterlinas de renta, y, a decir verdad, si en dinero no las tenían, se hacían servir como si las tuviesen; si no pagaban la carne, nunca faltaba ésta en su mesa; si el almacenista de vinos no cobraba, es lo cierto que en ninguna parte se bebía mejor oporto que en la casa de Rawdon. Sus salones, dentro de la sencillez, eran de lo más elegante que concebirse pueda; mil objetos de fantasía que Becky había traído de París contribuían a hacer resaltar el gusto de su decorado. Cuando sentada al piano la linda Becky arrancaba al instrumento melodías y a su garganta notas llenas de voluptuosidad, los invitados creíanse transportados a un paraíso y se confesaban que, si bien el marido no brillaba por su inteligencia, la mujer era deliciosa y las comidas inmejorables.

Por su ingenio, su gracia y sus habilidades, había conseguido Becky ponerse en boga en determinada clase de la sociedad de Londres. Constantemente paraban frente a su puerta lujosos carruajes, de donde salían elevados personajes. En el parque, los elegantes más en moda formaban su corte de honor, disputándose los puestos más inmediatos a su carruaje: en la Ópera, su palco de segundo anfiteatro se veía siempre lleno de cabezas de hombre, cabezas que variaban todas las noches, circunstancia que demostraba cuan numerosos eran sus admiradores; pero la imparcialidad nos fuerza a confesar que las señoras volvían la espalda y cerraban las puertas de sus casas a la aventurera.

Como es natural, el autor del presente libro no puede hablar, como no sea por referencia, de las mujeres a la moda y de sus costumbres. Tan difícil le es a un hombre penetrar esos misterios, como sorprender las conversaciones que las señoras sostienen a raíz de levantarse de la mesa en el santuario de sus gabinetes. A fuerza de ingenio y perseverancia, empero, se consigue en ocasiones vislumbrar algo de los tales secretos, se logra levantar, ya que no todo el velo, una punta del mismo, y se llega a comprender que, al igual que existen caballeros que a los ojos del vulgo que los contempla en los paseos, aparentan ocupar una elevada posición en el mundo, exhibiéndose en compañía de los dandys más en boga, hay también damas que gozan del favor de los hombres importantes, pero que son rechazadas por las esposas de aquellos que se desviven por obsequiarlas. A este número pertenece, por ejemplo, la señora Firebrace, esa dama que todas las tardes vemos en el parque, luciendo en las orejas un par de orlas de brillantes que valen una fortuna, rodeada de los elegantes más conocidos de la capital de Inglaterra. Otra del mismo género es la señora Rockwood, cuyas reuniones anuncian todas las revistas de salones, y a cuya mesa suelen sentarse embajadores de todas las naciones y linajudos próceres del Reino Unido. Muchas otras podríamos mencionar, si tuviesen algo que ver con la presente historia. Cerraremos el catálogo, mas no sin decir que, si la gente que vive fuera del mundo elegante admira a las tales señoras, otras personas, mejor instruidas, saben positivamente que aquéllas tienen las mismas probabilidades de ser admitidas en «sociedad» que la cocinera que adereza sus comidas o la lavandera que limpia su ropa.

Las damas que Becky conoció y trató en el continente no sólo se negaron a devolverle la visita, sino que afectaban no verla cuando se cruzaban con ella. Era verdaderamente curioso, y a la par poco agradable para Becky, que las señoras en cuestión hubiesen necesitado tan poco tiempo para olvidarla. La encontró en el salón de espera de la Ópera la condesa de Bareacres, y con presteza maravillosa reunió en apretado haz a sus hijas, hizo que se retirasen dos o tres pasos, cual si temiera que el contacto de Becky pudiese contaminarlas, y se colocó frente al grupo, mirando con ojos de reto a su antigua e insignificante enemiga. Lady de La Mole, compañera y amiga de Becky en Bruselas, su inseparable en sus paseos a caballo, la encontró una tarde en el Hyde Park, pero no la reconoció: es posible que sufriese alguna afección a la vista. Hasta la esposa del banquero Blenkinsop huyó de su lado en la iglesia. Becky frecuentaba mucho la iglesia desde que había vuelto de Francia.

Al principio, Rawdon se indignaba cuantas veces su mujer recibía algún desaire, se ponía de mal humor, sentía accesos violentos de cólera y hablaba nada menos que de desafiar a los maridos o hermanos de las damas impertinentes que no guardaban a Becky las consideraciones a que tenía derecho. A fuerza de ruegos y de reflexiones logró al fin su mujer contenerle dentro de los límites de la moderación.

—No puedes abrirme a viva fuerza las puertas de los salones —decía con dulzura conmovedora—. Ten presente, querido mío, que yo era una institutriz, y que tú, gracias a tus deudas, a tu afición al juego y a otras cosas, gozas de reputación pésima. Tendremos cuantos amigos queramos, pero más adelante, con paciencia, siendo tú un muchacho bueno y sumiso a las instrucciones de la antigua institutriz. Cuando supimos que tu tía había legado casi toda su fortuna a tu hermano Pitt, ¿recuerdas el acceso de furia, de rabia loca que te acometió? Tú lo habrías contado a París entero de no haber cuidado yo de moderar tus impulsos. ¿Cuáles habrían sido las consecuencias? A estas horas te consumirías en la cárcel de Santa Pelagia, donde te hubiesen encerrado por deudas, en vez de vivir en Londres en una casa lujosa y cómoda. Tal era tu furor, que estabas decidido a asesinar a tu hermano, a ser un Caín. Dime: ¿tu actitud de violencia podía mejorar nuestra situación? El mucho rabiar no nos hubiera devuelto la fortuna de tu tía, y es mucho mejor que seamos amigos que enemigos de tu hermano, aunque otra cosa hayan hecho esos tontos de los Butes. Cuando muera tu padre, encontraremos en Crawley de la Reina un castillo donde pasaremos tranquilos y felices los inviernos. Si la necesidad apremia, tú podrás ser jefe de las caballerizas y yo institutriz de los hijos de tu hermano. Pero no temas que llegue ese caso, que corre de mi cuenta encontrarte un destino lucrativo, suponiendo que la muerte de Pitt y de su hijo no te conviertan en sir Rawdon, y a mí en lady Crawley. Aun espero hacer de ti un hombre importante, que mientras hay vida hay esperanza. ¿Quién vendió tus caballos a peso de oro? ¿Quién arregló y pagó tus deudas?

Hubo de reconocer Rawdon que todos esos beneficios los debía a su mujer, y sin resistencia confió a ésta la dirección de su conducta.

Cuando Matilde Crawley se despidió para siempre del mundo, y su fortuna, tan encarnizadamente disputada por sus parientes, pasó casi en su totalidad a la caja de Pitt, el rector de Crawley de la Reina, al saber que heredaba cinco mil libras esterlinas en vez de las veinte mil que esperaba, sintió tan violento acceso de furor, que si no pegó a su sobrino, le dijo con crudeza y brutalidad de expresión que le consideraba autor de una expoliación villana y otras lindezas por el estilo. La querella se fue agriando más y más, hasta que fue completa la ruptura entre tío y sobrino.

En cambio Rawdon, que no heredó más que cien libras esterlinas, observó una conducta que maravilló a su hermano y encantó a su cuñada, siempre predispuesta en favor de los individuos de la familia de su marido. Rawdon escribió a su hermano desde París una carta que respiraba franqueza, desinterés y buen humor. Sabía muy bien, decía, que su matrimonio le había enajenado para siempre el cariño de su tía, y sin ocultar que hubiese deseado que con el tiempo se hubieran mitigado los rigores de aquélla, le consolaba que el dinero quedase en poder de individuos de su misma rama y felicitaba sinceramente por ello a su hermano. Enviaba cariñosos recuerdos a su hermana y reclamaba la benevolencia de ésta para Becky. Terminaba la carta con unas líneas de puño y letra de Becky, dirigidas a Pitt, la cual unía su felicitación a la de su marido, recordaba la benevolencia con que fue tratada en el castillo de la familia Crawley la huérfana abandonada, que era humilde institutriz de sus hermanitas, y aseguraba que continuaba profesando a éstas el más tierno afecto. Le deseaba todos los placeres y goces que proporciona el hogar y le rogaba que transmitiese a lady Jane, sobre cuya bondad multiplicó los elogios, sus más afectuosos saludos. Terminaba diciendo que abrigaba la esperanza de hacer un día la presentación de su hijo a sus tíos, cuya benevolencia y apoyo reclamaba en su favor.

Pitt recibió la carta con viva alegría, con alegría que no encontraron las obras maestras, combinación feliz del estilo de Becky y de la mano de Rawdon, dirigidas a Matilde Crawley. En cuanto a lady Jane, quedó tan encantada, que propuso a su marido dividir inmediatamente la herencia en dos partes iguales y entregar la una a su hermano.

Con gran extrañeza de lady Jane, Pitt no accedió a sus deseos, negándose a enviar a su hermano un cheque por la suma de treinta mil libras esterlinas. Lo que sí hizo fue ofrecerle su mano para cuando regresase a Inglaterra y tuviera deseos de estrecharla: agradeció a Becky la buena opinión que de lady Jane y de él tenía formada y prometió no desperdiciar ocasión de ser útil al pequeñuelo.

La reconciliación y buena armonía entre los dos hermanos fue casi completa. Cuando Becky llegó a Londres, ni Pitt ni su esposa se encontraban en la ciudad. Más de una vez pasó por Park Lane para ver si los herederos habían tomado posesión de la casa de Matilde, pero todavía no se habían presentado los nuevos dueños. Averiguó, empero, por conducto de Raggles, que los servidores habían sido despedidos después de entregarles generosas gratificaciones, y que Pitt había pasado algunos días en Londres, arreglando sus asuntos con los abogados, y que vendió todas las novelas francesas de la difunta a un librero de la calle Bond.

—Cuando venga lady Jane —se decía para sus adentros Becky—, ella será la que me introducirá y responderá de mí en la buena sociedad… Las damas… ¡bah! Las damas solicitarán mi amistad, cuando vean que los caballeros me prodigan sus homenajes.

Artículo tan necesario como la carretela o el ramo de flores para una dama de la posición de Becky es una amiga. Siempre ha excitado mi admiración la solicitud con que esas criaturas, todo sensibilidad y ternura, que no pueden vivir sin depositar en alguien sus simpatías, alquilan una amiga de la que se hacen compañeras inseparables. La presencia de la inevitable señora de vestido algo deslucido, que se sienta un poquito a retaguardia de su amiga en el palco o bien ocupa en la carretela el asiento delantero, me ha parecido siempre prueba de moralidad integérrima, emblema de pureza de costumbres. Ni la misma señora Firebrace, beldad sin corazón ni conciencia, cuyo padre murió de vergüenza al ver que su hija había perdido la suya, ni la encantadora y atrevida señora Mantrap, capaz de seguir a cuantos ingleses o extranjeros deseasen su compañía, ni siquiera estas mujeres, que uno pensaría son capaces de hacer frente imperturbables a cualquier circunstancia, osan hacer nada ni atreverse a nada si no se presentan ante el mundo en compañía de una amiga. ¡Ah! Esas pobres criaturas que son todo afecto necesitan un ser en quien depositar los tesoros de cariño que no caben en sus corazones.

—Rawdon —dijo una noche Becky, en ocasión en que los caballeros reunidos en su casa, todos ellos de lo mejorcito de Londres, esperaban los helados y el café—, quiero que me regales un mastín.

—¿Para qué? —contestó Rawdon desde la mesa donde jugaba.

—¡Un mastín! —exclamó el joven lord Southdown—. ¡Vaya un capricho, mi querida señora Crawley! ¿Por qué no un perro danés? Yo sé de uno que allá se andará en alzada con un camello… ¡Como que sin inconveniente podría usted engancharlo en su coche, palabra de honor! ¿Qué le parecería un galgo persa? Aunque tal vez le conviniese más un perrillo que pudiera caber en una de las tabaqueras de lord Steyne.

—Opto por el mastín —dijo Becky riendo.

—¿Para qué diablos quiere usted el mastín? —insistió lord Southdown.

—Me refiero a un mastín moral —respondió Becky, fijando sus ojos en lord Steyne.

—No comprendo —contestó el aludido.

—Un mastín que aleje los lobos de mi lado —repuso Becky—. Una compañera.

—¡Ay, corderita inocente! —exclamó el marqués, mirando picarescamente a Becky—. ¿Y qué falta le hace a usted una compañera?

Lord Steyne tomaba sorbitos de café, de pie junto a la chimenea, donde chisporroteaban gruesos leños. Una veintena de bujías, colocadas en lujosos candelabros de bronce dorado y porcelana, bañaba en luz a Becky, que estaba sentada en un sofá tapizado con una tela floreada. Vestía traje de color rosa. Sus brazos y hombros estaban apenas cubiertos por una tenue gasa bajo la que brillaba la piel. Encantadores rizos pendían de su cabeza y adornaban su cuello. Un pequeño pie aparecía por entre los bordes de su vestido. Era un pie delicado, calzado de precioso chapín y cubierto con una media de la seda más fina.

La luz de las bujías favorecía también con sus resplandores a la brillante cabeza calva y orlada con cabellos rojos de lord Steyne. Espesas y enmarañadas cejas coronaban dos ojillos brillantes y saltones, propiedad del caballero en cuestión, que nacían entre una masa de profundas arrugas.

—¿Es que no basta el pastor para defender al inocente corderillo? —preguntó el lord.

—Bastaría, si no fuese tan aficionado al tapete verde y a pasarse el tiempo en el casino —respondió Becky.

—Dígame usted, señora —repuso lord Steyne—, ¿será muy feroz el perro?

Levantóse Becky, se acercó al lord, tomó de su mano la taza de café, y contestó, haciendo una reverencia:

—Necesito un mastín, pero… no tema, que a usted no le ladrará.

Sin esperar contestación pasó al saloncito, se sentó al piano y comenzó a cantar una serie de cancioncitas francesas con voz tan arrebatadora, que atrajeron al encopetado caballero. Momentos después cuchicheaban en el saloncito Becky y el lord, mientras Rawdon jugaba partida tras partida de ecarte con otro amigo.

La escena se repetía casi todas las noches: Rawdon jugaba y ganaba, separado del círculo de admiradores de su mujer, y sin oír las bromas, alusiones y lenguaje equívoco de los contertulios.

—¿Cómo está el marido de la señora Crawley? Tal era la fórmula de saludo que le dirigían los asiduos a su casa. En realidad, la profesión de Crawley era ésa: había dejado de ser coronel y era lisa y llanamente el marido de la señora Crawley.

Si nada hemos dicho hasta aquí del vástago de los señores Crawley, que se llamaba Rawdon, como su padre, cúlpese a su costumbre de pasarse el tiempo en lugares demasiado elevados, la buhardilla, o en sitios demasiado profundos, la cocina. Contadas veces le veía o se acordaba de él su ejemplar madre. Mientras permaneció en la casa la bonne francesa, el niño tuvo compañera, mas cuando se fue aquélla, el último se pasaba la vida llorando por los rincones y sin que alma caritativa se dignase consolarle.

Una noche, después de haber asistido a la Ópera, tomaban té en el salón de los señores Crawley, lord Steyne y uno o dos amigos más, cuando se oyeron los alaridos del niño.

—Es mi adorado querubín que llama a la niñera —observó Becky sin hacer el menor movimiento.

—No se moleste usted —aconsejó lord Steyne con entonación sarcástica.

—¡Bah! Se dormirá cuando se canse de llorar —añadió otro.

Rawdon, sin embargo, había abandonado sin decir palabra el salón para subir a ver a su hijo, volviendo después de dejarle consolado en compañía de la niñera. Padre e hijo eran muy buenos amigos. El primero llevaba al segundo golosinas y juguetes, se pasaba diariamente varias horas de la mañana en su cuarto y jugaba y reía con él, pero sin hacer ruido, que habría sido crimen imperdonable despertar a la mamá, que jamás abandonaba el lecho hasta después del mediodía.

Una o dos veces a la semana subía la cariñosa y ejemplar madre a las regiones altas de la casa, donde vivía el niño. Jamás lo hacía sin vestirse con suprema elegancia. Lazos, gasas, encajes, joyas de mucho valor realzaban su natural hermosura. El niño contemplaba embobado aquella aparición maravillosa, pero sin intentar acercarse a ella, pues, a sus ojos, era un ser superior a su padre, superior al mundo entero, un ser que debía ser adorado y admirado a distancia. Las contadas veces que aquel ser sobrenatural se dignaba llevarle en su coche, el niño experimentaba una especie de terror religioso, no despegaba los labios mientras duraba el paseo, y se limitaba a mirar con ojos desmesuradamente abiertos al hada maravillosamente vestida que veía frente a sí.

Rawdon Crawley, aunque era un canalla perfecto, poseía ciertas tendencias hacia el cariño y quería al niño. Becky advirtió la ternura del padre, pero nada dijo a éste; ¿a santo de qué? No iba a guardar rencor a su marido porque éste tuviese aquella debilidad… ¡oh… en manera alguna!, pero creció el menosprecio en que le tenía. El coronel, como avergonzado de su cariño paternal, lo guardaba dentro de su pecho en presencia de su esposa, y sólo lo exteriorizaba y se entregaba a sus transportes cuando se veía a solas con su hijo.

Casi todas las mañanas, bajaban padre e hijo a las caballerizas, desde donde salían montados para dar un paseo a caballo por el parque. Lord Southdown, hombre espléndido y aficionado a los caballos, había regalado al pequeño Rawdon uno de la alzada de un ratón, según decía el donante, y éste era el que montaba el vástago del coronel; a éste le gustaba visitar el cuartel donde estaba el regimiento en el que prestara sus servicios, y charlar con sus antiguos subordinados. Los soldados veían con placer al caballero que en otros tiempos fue su capitán, quien nunca estaba tan contento como los días que se sentaba a la mesa con sus ex compañeros de armas. Su mujer, siempre buena y condescendiente, no sólo le permitía aquellas escapatorias, sino que las alentaba. Hasta le dispensaba de acompañarla al teatro o de permanecer en casa por las noches.

—Mira, querido —le decía—; vete al casino, si quieres, porque esta noche vendrán caballeros que te aburrirán soberanamente. No quisiera yo ciertamente recibirles, pero no siempre podemos hacer nuestro gusto. Por tu bien les tolero… Además: como ya tengo mastín que me guarde, puedes irte tranquilo.

Un domingo por la mañana, Rawdon, durante el paseo que de ordinario daba por el parque, acompañado por su hijo, encontró a Click, el sargento de su regimiento, hablando con un señor viejo, que tenía de la mano a un niño de la edad de Rawdon. El niño había cogido la medalla militar que ostentaba el sargento y parecía examinarla con vivo placer.

—Buenos días, mi coronel —dijo Click, contestando a los que le dio Rawdon—. Le presento a este joven recluta, que es de la misma edad del hijo de Usía.

—Su padre tomó parte en la batalla de Waterloo —dijo el señor anciano—. ¿No es verdad, George?

—Sí —contestó el niño de este nombre.

Los dos niños se examinaban mutuamente con esa expresión solemne y escrutadora que tan familiar les es cuando se encuentran frente a una cara desconocida.

—Sirvió en un regimiento de línea —observó Click.

—Y era capitán —añadió con énfasis el viejo caballero—. Es posible que usted le conociera, señor: era el capitán George Osborne… Murió en el campo de batalla luchando contra el tirano corso.

El rostro del coronel se puso muy colorado.

—Le conocí mucho, sí, señor —respondió—. ¿Podría usted decirme, caballero, cómo está su viuda, la que fue su queridísima esposa?

—Es mi hija, caballero —contestó el anciano, soltando al niño y sacando con gesto majestuoso una tarjeta, que presentó al coronel.

La tarjeta decía lo siguiente:

Mr. SEDLEY

Agente exclusivo de la Compañía del Diamante

Negro y del Carbón incombustible,

Muelle Bluker, calle Támesis y Casas Anne Mary.

Carretera Fulham.

George miraba con envidia el caballito que montaba Rawdon hijo.

—¿Te gustaría dar un paseo? —le preguntó el jinete del diminuto animal.

—Sí —respondió el interpelado.

El coronel, sintiendo cierto interés por aquel niño, lo montó a la grupa del caballito y dijo:

—Abrázate bien a la cintura de mi hijo, que se llama Rawdon.

Los niños rompieron a reír.

—No hay más linda pareja hoy en el parque —observó el sargento.

Éste, el coronel, y el anciano señor Sedley, echaron a andar junto a los niños.