Separación
NO TENEMOS LA PRETENSIÓN de figurar entre los novelistas militares, porque nuestro puesto está entre los no combatientes. Cuando se disponen a hablar las armas, nos tendemos en tierra y esperamos el resultado de la acción. En consecuencia, acompañaremos al regimiento… hasta las puertas de la ciudad, nos despediremos del comandante O’Dowd, deseándole suerte en el cumplimiento de su deber, y nos colocaremos en la impedimenta, de la que formaban parte la comandanta y otras señoras.
Como ni el comandante ni su cara mitad habían conseguido invitaciones para el baile en el que figuraron algunos de nuestros amigos, dispusieron de más tiempo para descansar que los que andaban a caza de diversiones.
—Creo, querida mía —dijo con placidez el comandante, al encasquetarse la noche anterior el gorro de dormir—, que no pasarán dos días sin que tomemos parte en un baile bastante más movido que el que esta noche celebran. Quisiera levantarme media hora antes del toque de asamblea… Bueno será que me despiertes a la una y media, querida. Si puedo, volveré a tomar el desayuno, pero acaso me sea imposible.
Con estas palabras quiso significar el comandante que suponía que el regimiento emprendería la marcha a la madrugada siguiente, y creyendo cumplido su deber de buen esposo, calló y se durmió.
La buena comandanta, suponiendo que no era ocasión de dormir, sino de obrar, vistió una bata, recogió su cabello, arregló los maletines, cepilló el capote y puso en orden todos los efectos de marcha de su marido. En los bolsillos del capote colocó algunos comestibles y una botella de excelente coñac, y no bien sonó la una y media, despertó a su marido y le presentó una taza de café, que con antelación había preparado. Nadie podrá negar que los preparativos de aquella excelente señora eran manifestaciones de cariño tan tierno y acendrado como las lágrimas y espasmos nerviosos con que suelen dar patente de su amor otras mujeres más sensitivas. Gracias a la taza de café, mil veces más útil que una ración de lágrimas, el comandante se presentó con cara de Pascuas en la Plaza de Armas, montó a caballo y recorrió las compañías arrogante, jubiloso, respirando confianza.
En todas las circunstancias solemnes de su vida, solía la señora O’Dowd recurrir a la lectura de un libro descomunal que contenía parte de los sermones de un tío suyo que fue deán. Siempre encontró en el libro en cuestión consuelo y aliento. Los benéficos efectos de su lectura había podido comprobarlos en su viaje de vuelta de las Indias Occidentales, cuando el buque estuvo a punto de zozobrar. Apenas había salido el regimiento de la ciudad, la valiente matrona abrió el libro y se puso a leer, aunque acaso entendiera muy poca cosa de lo que leía, bien por no poseer los conocimientos necesarios para asimilarse la lectura, bien porque su imaginación estuviera en otra parte; pero bueno era entretenerse en algo, toda vez que, pensar en conciliar el sueño sin que junto a su cabeza descansase el gorro de dormir del comandante, era pensar en lo imposible. Así es el mundo. John o Pedro se van a la guerra, abrazando el fusil y soñando en los laureles que en los campos de batalla han de conquistar. Tras ellos quedan unas mujeres, y ellas son las que sufren, y las que en sus horas vacías, piensan, cavilan y recuerdan.
Bien persuadida de la inutilidad de las lágrimas, cuyo resultado único es aumentar la agonía de las despedidas, Becky resolvió, por cierto muy cuerdamente, prescindir de sensiblerías vanas y fatigosas, y soportar la marcha de su marido con ecuanimidad espartana. Mucho más conmovido estaba el capitán Rawdon en el momento de los adioses que aquella mujer cita, prodigio de resolución y de energía, que había conseguido dulcificar el natural áspero de su marido y encender en su alma un amor violento, rico en respeto y admiración. Nunca fue tan feliz el capitán como durante sus breves meses de vida matrimonial. Las carreras, el regimiento, la caza, el juego, sus intrigas amorosas con modistas y bailarinas, sus triunfos fáciles que le valieron la admiración de sus compañeros de armas, parecíanle insípidos cuando los comparaba con los nuevos placeres que le hizo conocer una unión legalmente contraída. Becky supo encontrar mil recursos para tenerle contento y distraído todos los días y a todas horas, siendo, por tanto, muy natural que el marido prefiriese su compañía a las que desde su adolescencia había frecuentado. Maldecía de sus extravagancias y locuras pasadas y se dolía particularmente de sus enormes deudas, obstáculos eternos con que tropezaría su carrera y la de su mujer. ¡Cuántas veces, en sus conversaciones íntimas con Becky, habló de las inquietudes que le producían sus deudas, aunque jamás le quitaron el sueño de soltero!
—¡Malditas deudas! —exclamaba—. Antes de casarme, nunca volvía a acordarme de mis pagarés hasta que Samuel o Levi me los presentaban a su vencimiento para su renovación, pero hoy, palabra de honor, que me roban muchas horas de sueño. Por supuesto que desde que soy tu marido no he estampado mi firma al pie de ningún documento escrito en papel sellado: te lo juro.
Becky poseía el secreto de conjurar los accesos de melancolía de esta índole.
—No te apures, amor mío —contestaba—, que mis esperanzas en tu tía subsisten, no he renunciado a ellas todavía. Pero aun suponiendo que aquélla muera sin ablandarse, nos queda un recurso, y es el siguiente: el beneficio eclesiástico de la familia Crawley corresponde de derecho al hermano menor de la casa; deja que tu tío entregue sus huesos a la tierra, y entonces pides tu licencia absoluta y te haces ministro evangélico.
La idea de semejante cambio de carrera hizo tanta gracia a Rawdon cuando se la expuso su mujer, que rompió a reír con verdadero frenesí. Sus carcajadas fueron tan ruidosas, que fueron escuchadas desde sus habitaciones por el general Tufto, y cuando en unión de éste, se desayunaba el matrimonio al día siguiente, Becky reprodujo la escena con gran ingenio, y predicó el primer sermón de su esposo, provocando la hilaridad del viejo militar.
Pero esto ocurrió en días de alegría y de buen humor, Cuando llegó la nueva anunciando el comienzo definitivo de la campaña, y se cursaron las órdenes de marcha, Rawdon perdió la alegría y se puso tan grave, que Becky se creyó en el caso de burlarse de él, haciéndolo en forma tan despiadada, que lastimó profunda y vivamente su amor propio.
—Supongo, Becky, que no creerás que tengo miedo —dijo el ayudante del general Tufto, con voz temblorosa—. Te engañarías si tal creyeses, pero considero que presentaré un blanco excelente, que muy bien puede recoger un balazo, y no creas que deja buen sabor de boca pensar que uno corre peligro de irse al otro mundo dejando en éste una persona querida… y quién sabe si dos… Te aseguro que la cosa no es para tomada a risa, mi querida Becky.
Por medio de caricias y palabras dulces procuró Becky consolar a su marido, consiguiéndolo como siempre.
—Por si caigo —dijo Rawdon—, vamos a hacer un pequeño balance. Gracias a la suerte, que me ha favorecido constantemente, tengo doscientas treinta libras esterlinas, que quedan en tu poder. Yo me voy con diez napoleones, que es cuanto necesito, toda vez que el general paga todos los gastos con esplendidez de príncipe, y, si pesco un chinazo, y me voy al otro mundo, hago el viaje sin pagar billete y sin gastar un penique, como sabes muy bien… ¡No llores, tontina, que aun he de vivir lo bastante para darte muy malos ratos! Y ya tenemos arreglada la primera parte: veamos ahora la segunda. No me llevo ninguno de mis caballos, porque ha de resultarme más barato montar el tordo del general. Con decirle que los míos están cojos, estamos al cabo de la calle. Quedan, pues, los caballos en tu poder, y algo te valdrán si yo muero. Noventa libras me ofreció ayer Grigg por la yegua… desgraciadamente antes de llegar la condenada noticia de marcha, que de haber sospechado yo que tan próxima estaba, no le dejo marchar con esa cantidad, que estaría mejor en tu bolsillo que en el suyo. Véndela, así como también mi segundo caballo, pero convendrá que la venta la verifiques aquí… porque en Inglaterra he dejado más acreedores que moscas. También puedes deshacerte de la yegua que te regaló el general, y así te evitas los gastos de manutención… y de alquiler de cuadra en Londres. Tienes el estuche que me costó doscientas libras… es decir, me costó añadir doscientas libras a las que antes debía, porque no lo he pagado: véndelo, que siempre sacarás el sesenta por ciento de su valor. Otro tanto puedes hacer con mis alfileres de corbata, con mi cadena de oro, dijes y reloj, que valen una cantidad muy respetable. Lo que siento es no haber aprovechado más, cuando tenía crédito, pero, en fin, bueno será sacar partido de lo que hay.
Y en esta forma, el capitán Crawley, que muy pocos meses antes sólo se ocupaba de sí mismo, ahora que el amor se había posesionado de él, fue pasando revista a todos sus bienes, y sacando un lápiz, los fue catalogando, atento a averiguar la suma que podrían valer a su viuda, suponiendo que en alguna de las recias batallas que no tardarían en reñirse dejase la vida.
Fiel a sus proyectos de economía, el capitán Crawley vistió su uniforme más viejo, dejando el mejor en manos de su mujer, y salió de su casa, modesto como un cabo, después de estrechar silenciosamente a Becky contra su corazón. Largo rato cabalgó junto al general fumando nervioso su veguero y retorciéndose el bigote, y habían recorrido ya una porción de millas cuando despegó por primera vez los labios.
Becky, conforme hemos dicho, había resuelto muy cuerdamente no abandonarse a los arrebatos de una sensiblería estéril y superflua. Desde la ventana despidió con un gesto a su marido y allí permaneció largo rato después que aquél hubo desaparecido. Los primeros rayos del sol iluminaban las esbeltas torres de la catedral y comenzaban a bañar los desiguales tejados de las casas. Becky no se había acostado aquella noche, según evidenciaban el vestido de baile que todavía llevaba, los bucles que, desrizados, caían sobre su cuello, y el cerco negruzco que rodeaba sus ojos.
—Estoy para enamorar a cualquiera —murmuró sonriente, mirándose al espejo—. El carmín que di a mis mejillas y labios hace resaltar horriblemente mi palidez.
Hizo desaparecer el carmín, soltó las cintas de su corsé, del que cayó un billete, que recogió riendo y guardó en el tocador, colocó en un vaso el ramo de flores que había lucido en el baile, se acostó, y no tardó en dormirse con la tranquilidad del justo.
Disfrutaba la ciudad de una calma completa cuando Becky despertó a eso de las diez de la mañana. ¿Pensó nuestra amiga en su marido ausente? Es posible, pero ello no le impidió pedir ante todo una taza de café, no dudando que la infusión la ayudaría a recobrarse de las fatigas de la noche pasada y de las emociones de la madrugada.
Tomado con calma y fruición el café, se dedicó a comprobar los cálculos hechos por Rawdon en la noche anterior e hizo el balance de su situación económica. No era ésta tan desesperada como se hubiese podido temer, por mal que las cosas vinieran. A los objetos de valor que su marido le dejaba, había que añadir el importe de sus joyas y equipo de novia, que valían bastante, pues la generosidad de Rawdon fue ejemplar, conforme dijimos en lugar oportuno. Además de eso, y de la yegua que le había regalado el general, su adorador y esclavo, recibió de este último varios regalos, consistentes en una colección riquísima de chales de cachemira y de joyas que atestiguaban el gusto exquisito y gran fortuna cíe su admirador. De relojes, particularmente, estaba bien provista. Por casualidad habló una noche del que Rawdon le había regalado, de fabricación inglesa y marcha poco segura, y a la mañana siguiente recibió dos, que eran dos verdaderas joyas: uno marca Leroy, con su correspondiente cadena, cuajado de brillantes, y otro marca Breguet, del tamaño de media corona, sembrado de perlas: el general Tufto le presentó el primero, y George Osborne el segundo. Bueno será hacer constar que Amelia no tenía reloj, aunque la justicia nos obligue a decir que si lo hubiera pedido a su marido éste se habría apresurado a complacerla, y que la excelentísima señora generala de Tufto consultaba la hora en Inglaterra en uno de plata, que antes de ella usó su madre. ¡Qué de sorpresas depararían los señores Howel y James si un día publicasen la lista de los relojes que venden y de los caballeros a quienes los venden!
Hecho el cálculo del valor de todos los objetos de su pertenencia, Becky comprobó, no sin experimentar viva satisfacción, que disponía de seiscientas a setecientas libras esterlinas para asegurar su entrada en el mundo. La mañana se la pasó sin sentir, pues la invirtió en la tarea de disponer, ordenar y ultimar cálculos. Entre las notas dejadas por su marido, encontró un cheque contra el banquero de Osborne por valor de veinte libras.
—Iré primero a cobrar el cheque —se dijo—, y luego haré una visita a la pobre Amelia.
Si lo que escribimos es una novela sin héroe, permítasenos decir que, si no héroe tiene heroína. En todo el ejército inglés que había salido a campaña, sin exceptuar al mismísimo duque de Wellington, es posible que no hubiera hombre capaz de afrontar las dudas y dificultades con tanta frialdad y energía como la indomable cara mitad del ayudante de campo del general Tufto.
Réstanos hablar de otro de nuestros antiguos conocidos, de otro no combatiente, que quedaba en la ciudad, cuyas emociones y conducta tenemos derecho a conocer. Nos referimos al ex administrador de Boggley Wollah, cuyo tranquilo sueño interrumpieron, como el de tantos otros, las trompetas que sonaron de madrugada. Dormilón atroz y aficionado como pocos a la posición horizontal, es más que probable que hubiese continuado en la cama hasta la hora reglamentaria, las doce del día, pese al redoblar de los tambores, las notas agudas de las trompetas y el rodar de los canos que formaban la impedimenta del ejército inglés, de no haber sido por una interrupción, que no llegó precisamente de las habitaciones de George Osborne, que vivía en su misma casa, y que tenía quehacer sobrado con ultimar sus asuntos personales o se hallaba excesivamente apesadumbrado por haber de separarse de su esposa, para acordarse de decir adiós a su cuñado. No fue, pues, George, quien se interpuso entre Joseph Sedley y su sueño, sino el capitán Dobbin, empeñado en darle un apretón de manos antes de emprender la marcha.
—Se lo agradezco en el alma —dijo Joseph, entre bostezo y bostezo, renegando mentalmente de la amabilidad del capitán.
—Me parecía muy duro irme sin… sin decirle adiós —explicó Dobbin titubeando—. Comprenda usted que emprendemos un viaje del que es posible que no volvamos… y claro… deseaba despedirme de todos… y decir a todos que…
—Si no habla usted más claro, a fe que no le entiendo —contestó Joseph.
Pero es el caso que Dobbin ni escuchaba ni veía al dormilón a quien habla despertado; el gran hipócrita miraba y escuchaba con todas sus potencias y sentidos hacia las habitaciones de George, y sin cesar daba zancadas por la estancia, derribando sillas, mordiéndose las uñas y dando mil otras pruebas de intensa emoción interna.
Joseph, que siempre tuvo formada opinión bastante pobre del capitán Dobbin, principió ahora a sospechar que su valor era bastante equívoco.
—Dígame si necesita algo de mí —repuso con entonación irónica.
—Algo necesito de usted, sí, y voy a exponerlo ahora mismo —contestó Dobbin, acercándose con paso rápido a la cama—. Nos vamos dentro de un cuarto de hora, Sedley, y es posible que ni George ni yo volvamos. Por favor le pido que no se mueva usted de esta ciudad hasta tanto sepa cómo andan las cosas. Permanezca usted aquí, velando por su hermana, atendiéndola y procurando que ningún daño reciba. Si algo ocurriese a George, no olvide usted que a nadie en el mundo tiene más que a usted. Si la campaña nos fuese desfavorable, usted deberá encargarse de llevarla sana y salva a Inglaterra, y de todas suertes, quiero que me dé usted su palabra de no abandonarla. Sé muy bien que la atenderá como hermano cariñoso… Por lo que respecta a la cuestión de dinero, siempre se condujo usted generosamente… ¿Necesita usted?… Quiero decir si cuenta con dinero disponible para regresar con su hermana a Inglaterra si alguna desgracia viniese a…
—¡Caballero! —contestó Joseph con tono de majestad ofendida—, cuando necesito dinero sé muy bien dónde pedirlo… y por lo que a mi hermana respecta, tampoco necesito que me diga usted cómo debo conducirme.
—Contesta usted como hombre resuelto y enérgico, y crea que lo celebro de todas veras —repuso Dobbin con su amabilidad habitual—. Con alegría veo que George no podría dejar a su querida esposa en mejores manos… ¿Me permitirá usted que le haga presente que usted empeña su palabra de honor de velar por su hermana en caso de necesidad?
—Claro que sí; queda usted autorizado.
—¿Y que la sacará de Bruselas y dejará sana y salva en Londres en caso de derrota?
—¿Derrota? ¡Hombre… no hable usted de cosas imposibles! ¿Es que intenta asustarme? —gritó Joseph.
Si Dobbin creyó que ver a Amelia antes de emprender la marcha sería para él motivo de consuelo o satisfacción, su egoísmo resultó castigado con el castigo a que en su perversidad se hacía acreedor. La puerta del dormitorio de Joseph daba a un saloncito que era común a toda la familia; al otro extremo del saloncito y enfrente, estaba la puerta de la habitación de Amelia. Las trompetas habían despertado a todo el mundo, así que la presencia del capitán no podía pasar inadvertida. El asistente ultimaba los preparativos de marcha de su amo, y George pasaba constantemente del dormitorio al saloncito para entregarle los objetos que consideraba debía llevar consigo. Al cabo de un rato, Dobbin halló la oportunidad que venía codiciando y vio a Amelia, pero… ¡más le valiera mil veces no haberla visto! Vio una Amelia blanca como el papel, una Amelia que era la imagen de la desesperación, una Amelia aterrada, una Amelia cuyo recuerdo le persiguió después implacable, produciéndole torturas sin cuento.
Había echado sobre sus hombros una bata blanca; sus abundantes cabellos caían en desorden, y sus grandes ojos parecían ojos de estatua, fijos, inmóviles, sin luz. Como para ayudar en algo a hacer los preparativos de marcha y en su deseo de demostrar que, en momentos tan dolorosos, también ella era útil, había tomado el cinturón de George y, teniéndolo en sus manos, seguía como una sombra a su marido, caminando de un lugar a otro sin hablar palabra. Al cabo de un rato pasó al saloncito, y allí, apoyada de espaldas contra la pared, estrechaba contra su pecho el cinturón, cuya borla roja parecía ancha mancha de sangre. Nuestro sensible capitán Dobbin se sintió morir ante cuadro tan conmovedor.
Salió al fin George, tomó a su esposa por la mano, entró con ella en el dormitorio, y, minutos después, volvió a salir solo. Los esposos acababan de despedirse.
—¡Gracias a Dios! —murmuró George, bajando presuroso la escalera, llevando la espada bajo el brazo.
Con paso rápido se dirigió al sitio donde formaba su regimiento. Su corazón latía violento, sus mejillas estaban encendidas: nada más natural; iba a empezarse el gran juego de la guerra y él era uno de los jugadores. ¡Qué de batallas reñían en su alma las dudas y las esperanzas, los temores y las imágenes de días felices! ¿Qué eran todos los juegos de azar a que se había entregado comparados con el que le esperaba? Desde su niñez, tomó parte en cuantos deportes de habilidad y valor se conocían en Inglaterra: fue el campeón en el colegio, el campeón en su regimiento, los aplausos de sus compañeros le acompañaron por doquier, ganó infinidad de premios, y en todas partes recibió el homenaje de las mujeres y fue envidiado por los hombres. ¿No son el valor, la actividad, la superioridad física, lo que con mayor facilidad y rapidez conquistan la admiración? Desde tiempo inmemorial, vienen siendo la fuerza y el valor los temas tratados en los romances y cantados por los bardos, y desde Troya hasta nuestros días, el héroe favorito de los poetas ha sido siempre el soldado. Yo me pregunto si este fenómeno será debido a que la humanidad es cobarde por temperamento, y si, por lo mismo que es cobarde, admira tanto el valor y coloca la intrepidez del soldado sobre todas las cualidades que pueden adornar a un hombre.
Asomaba el sol en el horizonte cuando el regimiento se puso en marcha. Daba gusto ver el continente marcial de los soldados. Iba al frente de la columna la banda, tocando la airosa marcha del regimiento; seguía a continuación el comandante, oprimiendo los lomos de su incansable corcel de guerra Piramo; luego los granaderos, precedidos por su capitán. Por fin llegó George a la cabeza de su compañía. Al pasar bajo la ventana donde estaba Amelia alzó los ojos, sonrió, y no tardó en desaparecer con sus soldados. Minutos después morían a lo lejos los vibrantes acordes de la marcha del regimiento.