Bruselas
HABÍA ALQUILADO Joseph un tronco para su carruaje descubierto, tronco muy aceptable, gracias al cual, y al elegante vehículo que llevara de Londres, hacía en los paseos de Bruselas un papel muy tolerable. George compró también un caballo de silla, que montaba en sus paseos particulares. Con mucha frecuencia, él y Dobbin cabalgaban a las portezuelas del carruaje de Joseph, ocupado por éste y Amelia.
El día que siguió a la breve conversación que cerró el capítulo anterior, nuestros amigos salieron a dar su acostumbrado paseo por el parque, y pudieron comprobar la exactitud de la observación de George referente a la llegada de los Crawley. En el centro de un grupo de jinetes formado por las personas más distinguidas de Bruselas, vieron a Becky, luciendo elegantísimo traje de amazona, y manejando a la perfección un corcel árabe. Cabalgaba a su lado el galante general Tufto.
No se acercó Becky al carruaje, pero no bien reconoció a Amelia, sonrió con gracia, hizo una inclinación de cabeza, besó las yemas de sus dedos y los agitó en dirección a las personas que lo ocupaban y continuó su conversación con el general.
—¿Quién es ese oficial de la gorra llena de bordados de oro? —preguntó el general. Becky contestó que se trataba de un alto funcionario del servicio de las Indias.
Destacóse Rawdon Crawley del grupo y se acercó al coche, donde estrechó efusivamente la mano de Amelia y le dirigió breves frases amistosas. Saludó a continuación a Joseph, y por último clavó con tal insistencia sus miradas en la comandanta O’Dowd y en las plumas de gallo de su sombrero, que la buena señora creyó de buena fe que acababa de hacer una conquista.
George, que había quedado un poquito rezagado, acudió corriendo con Dobbin, no sin antes saludar con el sombrero a los augustos personajes del grupo, entre los cuales George distinguió en el acto a Becky. Vio George con vivo placer a Rawdon acodado sobre la portezuela y hablando familiarmente con Amelia, y saludó con gran cordialidad al ayudante de campo del general. Entre Rawdon y Dobbin solamente se cruzaron ligeras inclinaciones de cabeza.
Dijo Rawdon a George que estaba hospedado, con el general Tufto, en el hotel del parque; George, por su parte, hizo prometer a su amigo que le visitaría sin tardanza.
—¡Cuánto siento que no estuviera usted aquí tres días antes! —exclamó—. Di una comida a lord Bareacres, a la condesa y a la señorita Blanca… Fue una fiesta espléndida, pero lo habría sido más si a ella hubiese asistido usted.
Despidiéronse George y Rawdon: éste se incorporó al brillante escuadrón que se perdía al trote hacia el final de la alameda, y George y Dobbin ocuparon sus puestos a uno y otro lado del carruaje.
La aparición en Bruselas de nuevos personajes dio materia a la conversación de nuestros amigos durante el paseo. Aquella noche asistieron al teatro, que parecía trasplantado de Londres a Bruselas. No se veían más que caras inglesas y las toilettes que han ganado a la mujer inglesa su fama de elegancia. No fue de las menos compuestas la comandanta O’Dowd; sus brillantes falsos eclipsaban el esplendor de los decorados de la sala. Su presencia desatinaba a George, pero fuerza era tolerarla.
—Indudablemente te ha sido muy útil —decía George a su mujer, a la que varias veces dejó sin el menor escrúpulo en compañía de la comandanta—, pero no podré decirte cuan contento estoy de que haya llegado Becky. En ésta tendrás una amiga antigua, digna de ti, y no necesitando ya a esa condenada irlandesa, sin inconveniente la alejaremos de nosotros.
Amelia no contestó.
El coup-d’oeil que ofrecía el Teatro de la Ópera de Bruselas no pareció a la señora O’Dowd tan elegante como el del teatro de la calle Fishamble de Dublin, ni la música francesa podía compararse con las melodías de su país natal. Durante la función, favoreció a sus amigos con estas opiniones, formuladas con voz recia.
—¿Quién es la portentosa mujer sentada junto a Amelia. Rawdon? —preguntó una señora que ocupaba un palco frontero al de nuestros amigos.
—¿La que lleva no sé qué adorno amarillo en su turbante, un vestido rojo rabioso y un reloj descomunal? —preguntó el interpelado.
—¿La inmediata a esa divinidad vestida de blanco? —terció un caballero de edad mediana, sentado junto a la que hiciera la primera pregunta.
—Esa divinidad vestida de blanco es mi amiga Amelia, general… ¡Válgame Dios, y qué calaverón es usted! Repara usted en todas las mujeres bonitas.
—Se engaña usted, Becky… Una sola me tiene trastornado.
Becky golpeó cariñosamente al general con el ramo de flores que llevaba en la mano.
Durante la representación, Becky, viendo que Amelia la estaba mirando, le envió un beso con los dedos. La comandanta creyó que la cortesía era para ella, y contestó con una inclinación exagerada y una sonrisa tan llena de gracia, que echó a Dobbin del palco mascullando maldiciones.
Terminado el acto, George salió del palco con objeto de ofrecer sus respetos a Becky. En el pasillo encontró a Rawdon, con quien cambió algunas frases referentes a los sucesos de los quince días últimos.
—¿Pagaron mi cheque? —preguntó George.
—En el acto… Ya sabe usted que a todas horas estoy dispuesto a darle el desquite… ¿Se ha amansado su padre?
—Todavía no, pero se amansará. Además, ya sabe usted que me corresponde parte de la fortuna personal de mi madre… ¿Y la tía? ¿Varió de actitud?
—Veinte libras esterlinas me envió la condenada vieja… ¿Cuándo nos vemos? El general come fuera los martes… ¿Tiene disponibles los martes? Un consejo: diga a Sedley que se afeite el bigote… Con su bigote y con esos endemoniados entorchados en su casaca hace una facha estupenda… Adiós… Procure no faltar el martes.
A medias agradó a George ir a comer con el matrimonio el día que el general comía fuera.
—Voy a saludar a su señora —dijo.
—¡Hum!… —respondió Rawdon—. Como usted quiera.
Dos oficiales que acompañaban a Rawdon, y que eran como él ayudantes del general, cambiaron miradas de inteligencia.
George llamó con los nudillos a la puerta del palco.
—Entrez —respondió una voz argentina.
Nuestro amigo se encontró en presencia de Becky, la cual tendió sus dos manos al recién venido. El general miró a éste con ceño, como diciendo:
—¿Quién diablos es este hombre?
—¡Mi querido capitán George! —exclamó Becky—. ¡Qué alegría!… ¡General, le presento a mi capitán George, de quien tantas veces me ha oído usted hablar!
—Es verdad —contestó el general, inclinando ligeramente la cabeza—. ¿En qué regimiento sirve el capitán George?
George mencionó el regimiento.
—Recién llegado de las Indias… ¡Pocos servicios ha prestado ese regimiento en la última guerra!… ¿De guarnición aquí, capitán George? —interrogó el general con insoportable altanería.
—¡No es el capitán George, sino el capitán Osborne! —increpó Becky.
El general paseaba furioso la vista de uno a otro de sus interlocutores.
—Capitán Osborne… sí… recuerdo. ¿Pariente de los lores Osborne?
—Las armas de los lores Osborne son las nuestras —respondió George.
No mentía: su padre, previa consulta con un rey de armas, tomó las de los lores en cuestión, cuando se permitió tener carruaje propio, quince años antes.
Nada replicó el general. Tomó su anteojo (no se habían inventado todavía los gemelos) y fingió que examinaba el teatro, pero Becky advirtió que lejos de ser la sala el objeto de sus miradas, tenía puestos los ojos en ella y en George.
Becky redobló las muestras de cariño.
—¿Cómo está mi querida Amelia? Pero a bien que no necesito preguntarlo; está divina, encantadora… Pero ¿quién es esa dama que la acompaña? ¡Ah! Allí veo al señor Sedley tomando un helado. General… no ha tenido usted la atención de traer unos cuantos helados.
—¿Pretende usted que salga a buscarlos? —replicó el general con rabia.
—Yo iré, si me lo permiten —dijo George.
—No; iré yo a saludar a Amelia en su palco… Déme usted el brazo, capitán George.
Sin esperar contestación, Becky asió el brazo de George y salió al pasillo. Una vez solos, dirigió a George una mirada expresiva que quería decir: «¿No advierte usted cómo me burlo de él?». Pero George, lejos de interpretarla en ese sentido, la tomó como manifestación de los efectos que producían sus seducciones.
Las maldiciones que a media voz lanzó el general al ver que Becky salía con el capitán fueron de tal calibre, que no me atrevo a estamparlas con letras de molde. Brotaron del corazón del general, siendo lo inconcebible que un corazón humano pueda engendrar y arrojar tan enorme cantidad de furia, de rabia y de odio.
También los lindos ojos de Amelia se habían fijado con ansiedad en la pareja cuya conducta en tanto grado excitaba la rabia del general. Una vez en presencia de su amiga, Becky cayó en sus brazos cediendo a un arrebato de ternura entusiasta; saludó luego muy cariñosamente a Joseph, admiró la elegancia de la señora O’Dowd, charló, rió, y cuando llegó la hora de alzarse el telón para el segundo acto, volvió a su palco, pero apoyándose en el brazo de Dobbin, porque no quería privar, así lo hizo constar, a su queridísima Amelia de la compañía de su marido.
—¡Esa mujer es una farsante! —dijo Dobbin a George, a su regreso del palco del general—. Habla, ríe, se agita, se mueve como una culebra… ¿No has observado su comedia?… Todo su juego mientras estaba con nosotros estaba destinado al general, que la miraba desde el palco de enfrente.
—¡Una farsante! ¡Una comedia! ¿De qué estás hablando? ¡Es la mujer más encantadora de la creación! —replicó George sonriendo y atusándose el bigote—. No entiendes de estas cosas, mi pobre amigo Dobbin… ¡Mírala… mírala… cómo ríe!… ¡Con qué gracia!… ¡Y qué hombros tiene!… ¿Cómo no luces un ramo, Amelia? Todo el mundo los tiene.
—¡Me gusta la pregunta! —exclamó la comandanta—. ¿Por qué no se lo ha comprado usted?
Amelia y Dobbin le dieron las gracias por la respuesta, que no pudo ser más oportuna.
El resto de la noche se pasó en silencio casi completo. Amelia se sentía eclipsada por su rival.
—¿Cuándo te decides a renunciar para siempre al juego, como mil veces me has prometido, George? —preguntó Dobbin a su amigo, algunos días después de los sucesos que quedan narrados.
—Y tú, ¿cuándo te decidirás a renunciar para siempre a tus sermones? —replicó George—. ¿Por qué te alarmas, puritano del diablo? Jugamos a un tanto muy moderado. Anoche, sin ir más lejos, gané… ¿Serás capaz de suponer que Crawley me hace trampas? Cuando se juega sin desventaja, a fin de año quedan niveladas las ganancias y las pérdidas.
—No diré que haga trampas, pero sí que no podrá pagar si pierde —contestó Dobbin.
Huelga decir que el consejo de Dobbin produjo el efecto que en casos análogos suelen producir esa clase de consejos. George y Rawdon estaban a todas horas juntos. El general Tufto rara vez comía en el hotel, y George era siempre cariñosamente recibido en las habitaciones (contiguas a las del general) que en el establecimiento ocupaban el ayudante de campo y su mujer.
La actitud de Amelia cuando con su marido visitaba a Becky era tal, que estuvo a punto de provocar la primera discusión seria en el matrimonio. George gruñó con aspereza a su mujer por la repugnancia manifiesta que mostraba en ir a ver a su antigua amiga, y por el tono arrogante y desdeñoso con que la trataba. No replicó Amelia, pero las miradas de cólera del marido y las inquisitivas de Becky sólo sirvieron para acentuar la animadversión declarada harto evidentemente en la primera visita.
Becky, lejos de darse por ofendida, redoblaba su cariño a medida que aumentaba la frialdad de Amelia.
—No parece sino que Amelia se ha hecho más orgullosa desde que el nombre de su padre fue… desde la desgracia del señor Sedley —dijo un día Becky a George—. Mientras vivimos en Brighton, creo que me dispensó el honor de estar celosa de mí, y ahora, supongo que es para ella motivo de escándalo que Rawdon y yo vivamos juntos con el general… ¿No comprende, la infeliz, que nosotros carecemos de fortuna bastante para vivir de nuestras rentas? Además: ¿no ve que mi Rawdon es bastante talludito para saber cuidar del honor de su mujer?
—¡Celos… bah! —exclamó George—. Todas las mujeres son celosas.
—Y todos los hombres, amigo George. ¿No le inspiró a usted celos el general Tufto, y usted al general Tufto, la noche que nos encontramos en el teatro? ¡Friolera! ¡Creí que me comía por haber tenido el atrevimiento de colgarme de su brazo para ir a visitar a su mujercita de usted, tan buena como locuela! Los dos estaban celosos… ¡como si para mí fueran algo!… ¿Quiere usted comer conmigo? Mi dragón come hoy con el general… Han llegado noticias sensacionales… Parece que los franceses han cruzado la frontera… Será una comida tranquila… en familia.
Aceptó George la invitación, aunque su mujer se encontraba delicada. Llevaban seis semanas de matrimonio. Una mujer, que no era la suya, se burlaba de la que llevaba su apellido, sin que sus burlas le molestasen. Cierto que ni consigo mismo sabía enfadarse nuestro acomodaticio amigo, aunque él mismo se confesaba que su comportamiento era sencillamente vergonzoso… Pero si un hombre encuentra en su camino una mujer bonita, ¿qué ha de hacer? ¿No es natural que recoja lo que a la mano se le viene? Los laureles más gloriosos son los que se conquistan en los campos de batalla, pero, excepción hecha de ésos, los que más honran al hombre son los cosechados en lides amorosas. Si ésta no fuera la creencia general, ¿se habría hecho tan popular Don Juan en la feria de las vanidades?
Quedamos en que George, que abrigaba el firme convencimiento de que era conquistador irresistible, lejos de oponer resistencia a los fallos de la suerte, los aceptaba con viva complacencia. Como Amelia no le mortificaba con sus celos, aunque éstos la hacían muy desgraciada y sufría en secreto, George llegó a imaginar que ni sospechaba siquiera lo que todo el mundo sabía, es decir, que hacía una corte descarada a la señora de Crawley, y que ésta coqueteaba con él desesperadamente. La acompañaba en sus paseos cuantas veces la dejaban libre el general o su marido; pretextaba servicios militares que le obligaban a pasar en el cuartel noches que, en realidad, perdía, juntamente con el dinero, jugando con el marido y meciéndose en la dulce ilusión de que la mujer estaba muerta de amor por él. Es posible que esta digna pareja no conspirase verbalmente para sorber ella el seso al joven capitán, mientras él le sorbía el dinero; pero si no hubo acuerdo verbal, es lo cierto que lo hubo tácito.
Tan ocupado estaba George, que rara vez se le veía con Dobbin, su inseparable antes de la llegada de los Crawley. George le huía en público y evitaba encontrarse en el cuartel con quien a todas horas estaba dispuesto a sermonearle, y Dobbin, convencido de la ineficacia de sus consejos, seguro de no conseguir nada de su amigo, tampoco hacía gran cosa por verle. George, pues, corría sin freno por la pendiente del placer que brinda a los mortales la feria de las vanidades.
Desde los tiempos de Darío, no ha habido caudillo a quien rodease un Estado Mayor tan brillante como el que, en 1815, seguía al duque de Wellington. Como circunstancia digna de mención, apuntaremos que el tal Estado Mayor, con la misma tranquilidad y alegría organizaba un baile que preparaba una batalla. Histórico es el baile que el día 15 de junio del año mencionado dio en Bruselas una noble duquesa. Algunas damas amigas mías que por aquella fecha se encontraban en Bruselas, me han contado que en el sexo débil el baile en cuestión produjo mayor excitación que el mismo enemigo que, a marchas forzadas, se acercaba a la plaza. Hablar de las súplicas, intrigas y luchas puestas en juego para conseguir invitación, sería algo de nunca acabar.
En vano trabajaron, en vano hicieron esfuerzos titánicos Joseph y la señora O’Dowd para ser admitidos en el baile: nada consiguieron, pero fueron más afortunados otros amigos nuestros. Así, por ejemplo, la comida que George diera a la distinguida familia Bareacres, le valió una invitación para él y su señora, circunstancia que le llenó de orgullo, y Dobbin, amigo particular del general en jefe de la división de que su regimiento formaba parte, se presentó un día a Amelia con otra invitación en la mano, llenando de envidia a Joseph y de estupefacción a George, quien se preguntaba cómo diablos había conseguido tan señalado favor. Como es natural, también el matrimonio Rawdon, amigo del general de una brigada de caballería, recibió su oportuna invitación.
La noche del famoso baile, George presentó en los salones a Amelia, que no conocía absolutamente a nadie. Buscó a la condesa de Bareacres, la cual, creyendo haber hecho demasiado proporcionándole la invitación, declinó el honor de su compañía, colocó a Amelia en su asiento y se alejó, seguro de haber cumplido como buen marido llevándola a un lugar donde podía divertirse a su sabor. Allí quedó Amelia entregada a sus pensamientos, que nada tenían de placenteros, sin que nadie, excepción hecha de Dobbin, se acercase a ahuyentarlos con su presencia.
Al paso que la aparición de Amelia fue un fracaso horrendo, según se decía su marido con cierta rabia, el debut de Becky fue, por el contrario, brillantísimo. Llegó muy tarde, vestía con elegancia suprema y su rostro estaba radiante. Las elevadas personalidades que la rodeaban, los innumerables impertinentes que le asestaron, la dejaron tan tranquila y reposada como si en el retiro de sus habitaciones se encontrase. Rodeáronla en el acto infinidad de caballeros, que la conocían ya, y entre las damas, que con envidia la contemplaban, circuló el rumor de que Rawdon la había robado de un convento y de que pertenecía a la renombrada familia Montmorency. Todos confesaron que sus modales eran modelo de corrección y de finura y sus movimientos y ademanes distingues. Cincuenta aspirantes se disputaron el honor de bailar con ella, pero a todos contestó que estaba ya comprometida y que pensaba bailar muy poco. En efecto, en vez de bailar, se dirigió a donde Amelia estaba sentada, y la saludó con muestras de exagerado cariño. Encontró mil defectos al vestido de su amiga, dijo que su peinadora había estado desacertadísima, afirmó que la desesperaba verla chausée como iba y juró, que en su lugar, al día siguiente despediría a su corsetera. Dijo que el baile estaba encantador, que en él se había congregado toda la gente conocida, y que apenas había gente de medio pelo. Era notable cómo, en un par de semanas y después de tres comidas mundanas, nuestra joven amiga había adquirido los aires y la manera de expresarse de una dama elegante de la sociedad inglesa.
George, que había dejado sola a su mujer no bien llegó al baile, volvió presuroso a su lado al advertir que la acompañaba Becky. Ésta explicaba a Amelia las locuras que su marido estaba cometiendo.
—Por lo que más quieras, querida —le decía—, impídele que juegue, si no quieres ver pronto su ruina. Todas las noches juega con Rawdon, quien le ganará hasta el último céntimo, si no pone más cuidado. La verdad, no comprendo cómo eres tan descuidada; deberías venir todas las noches a nuestras habitaciones, en vez de quedarte charlando con ese capitán Dobbin, hombre que será très aimable, no lo dudo, pero que tiene unos pies… me parece imposible que haya en el mundo mujer capaz de enamorarse de un hombre tan espléndidamente dotado de pies… Los de tu marido son preciosos… Pero punto en boca, que aquí viene. ¡Hola, perdido! ¿De dónde sale usted? Aquí tiene a su pobre mujer sola, aburrida, suspirando por su marido, que es un ingratón de primera… ¿Viene a buscarme para bailar?
Dejó el ramo de flores y el chal junto a Amelia y se alejó con George.
Sólo las mujeres conocen el secreto de producir heridas terribles sin que, al parecer, se lo propongan. Sus flechas son mucho más punzantes que las bastas armas de los hombres. Nuestra desgraciada Amelia, en cuyo corazón jamás tuvo cabida el odio, moría a manos de aquella enemiga implacable.
Dos o tres veces bailó George con Becky. Amelia permaneció constantemente sola, salvo las dos o tres veces que se le acercó Rawdon para decirle cuatro frases triviales. Ya muy adelantado el baile, Dobbin encontró en su pecho valor bastante para llevarle unos dulces y sentarse a su lado. No quiso preguntarle la causa de su tristeza, pero ella, creyéndose obligada a explicar las lágrimas que llenaban sus ojos, dijo que Becky la había alarmado seriamente hablándole de la pasión de George por el juego.
—Parece mentira que un hombre listo, cuando le domina el juego se deje estafar por los tahúres más vulgares —observó Dobbin.
—Cierto —contestó Amelia, que pensaba en cosa muy distinta.
Volvió George para recoger las flores y el chal de Becky, que no tuvo la condescendencia de despedirse de su amiga, en ocasión en que Dobbin, llamado por el general de la división, sostenía con éste animada plática. La contristada esposa dobló la cabeza, cual flor agostada, sin decir palabra a su marido, el cual entregó el ramo a Becky, mas no sin colocar disimuladamente un billetito que quedó enroscado entre las flores. La vista de Becky lo descubrió en el acto, que no en vano había recibido billetitos análogos durante los albores de su juventud. En su mirada pudo leer George que había adivinado la presencia del mensaje. Demasiado absorto Rawdon en sus propios pensamientos, no advirtió, al parecer, los signos de inteligencia cambiados entre su esposa y su amigo en el momento de despedirse. Verdad es que fueron aquéllos tan insignificantes, que difícilmente podían llamar la atención de nadie. Un apretón de manos, una mirada, un saludo, y nada más. George, extasiado por el goce de su triunfo, no contestó, no oyó siquiera una observación que le hizo Rawdon en el momento de salir con Becky.
Había visto Amelia parte de la escena del ramo. Nada más natural que George, a instancias de Becky, llevase a ésta el chal y el ramo; docenas de veces lo había hecho en otras ocasiones, pero el aditamento del billete daba al acto un alcance de tal gravedad, que difícilmente podía sufrirlo Amelia.
—¡William! —dijo con cierta brusquedad a Dobbin, que acababa de reunirse a ella—. Siempre fue usted bueno y complaciente conmigo… No me encuentro bien… Acompáñeme a casa.
Sin darse cuenta había llamado a Dobbin por su nombre de pila, como lo hacía invariablemente su marido.
Salió con Dobbin de los salones, recorrió asida convulsivamente al brazo de su acompañante el corto trayecto que de su casa la separaba, y una vez quedó sola, recordando que su marido la había regañado en dos o tres ocasiones por esperarle levantada hasta muy tarde, se acostó. No consiguió conciliar el sueño. Todo era agitación, todo voces, todo tumulto, todo galopar de caballos en la calle, pero nuestra triste amiguita no oyó ninguno de esos ruidos; obsesiones más angustiosas abrumaban su alma y causaban su insomnio.
Su marido, mientras tanto, radiante de alegría, se acerco a una mesa de juego y comenzó a jugar con verdadero frenesí. Tuvo la suerte de ganar repetidas veces, pero la excitación del juego y el placer de las ganancias no calmaron la agitación que en su alma producían otras causas. Al cabo de breves minutos, guardó el dinero ganado y se dirigió al buffet donde bebió una porción de vasos de vino.
Allí le encontró Dobbin, alegre, bullicioso, hablando mucho y con muchas personas. El aspecto de Dobbin reflejaba tanta gravedad como júbilo el de George, y la cara del primero estaba tan pálida como arrebatada la del segundo.
—Vámonos, George —dijo Dobbin, con cierto dejo de severidad—. No bebas más.
—¿Que no beba? ¡Quita allá, hombre!… ¡Si no hay nada como el beber!… Bebe también tú, y anima un poco esa cara, que más que de baile parece de entierro.
Dobbin murmuró algunas frases al oído de George, y éste dejó su vaso sobre la mesa, se agarró al brazo de su amigo y salió precipitadamente.
—El enemigo ha pasado el Sarnbre —había dicho William a George—. Nuestra ala izquierda se bate ya, y nosotros salimos dentro de tres horas.
Un sentimiento de excitación nerviosa se apoderó de George al saber la noticia tanto tiempo esperada y que tan imprevista parecía ahora. Su intriga amorosa, las embriagueces de un amor culpable, manantial, momentos antes, de ruidosa alegría, éranlo ya de tristeza, de remordimiento. Mil pensamientos asaltaron su alma. Mientras volvía a su casa, reflexionaba en las vicisitudes de su vida anterior, en el destino que le esperaba, pensaba en su amante esposa, en su hijo no nacido todavía y a quien acaso no podría ver jamás. ¡Ah, cuánto habría deseado borrar lo acontecido aquella noche! ¿Podría decir adiós con la conciencia tranquila a aquella criatura dulce e inocente, cuyo amor había destrozado con sus frialdades implacablemente ofensivas?
Repasó la breve historia de su vida de casado. Unas cuantas semanas habían sido suficientes para acabar con su escaso capital… ¡Qué egoísta, qué imprudente, qué criminal había sido! Si alguna desgracia le acontecía, su mujer quedaría en la miseria… ¡No… no era digno de aquel ángel! ¿Por qué se casó, si dada su manera de ser no era posible que hiciera la felicidad de ninguna mujer? ¿Por qué desobedeció a su padre, que siempre se condujo con él con generosidad ejemplar? Esperanzas, remordimientos, ambiciones, ternura, egoísmo y pesadumbre llenaban su corazón. Llegado a su casa se sentó y escribió a su padre una carta análoga a la que en otra ocasión, la víspera de un duelo, le dirigiera. Las primeras luces del alba iluminaban el cielo cuando cerraba George aquella carta de despedida. La cerró y lacró, besó el sobrescrito y pasó al dormitorio de su mujer. Los párpados de ésta estaban cerrados. Salió fuera y encontró a su asistente haciendo los preparativos de marcha. Por medio de un gesto indicó a aquél que los continuase sin hacer ruido y volvió a la alcoba, irresoluto entre despertarla para despedirse o dejar una carta escrita. A la velada luz de la lámpara pudo observar que los párpados de su amante esposa estaban enrojecidos por el llanto. Parecía dormida… ¡Qué pureza de facciones! ¡Qué dulzura, qué gracia, qué inocencia… y qué tristeza reflejaba aquel rostro!… ¡Y él… qué egoísta, qué duro, qué cruel había sido! En su imaginación se alzaba pavoroso, terrible, el espectro de sus faltas. Con el rubor en el semblante y el arrepentimiento en el alma, se inclinó silencioso sobre aquel rostro pálido y delicado.
Dos brazos se enlazaron tiernamente alrededor de su cuello.
—No duermo, George; estoy despierta —dijo la infeliz, acompañando sus palabras con un sollozo que pareció llevar consigo todo su corazón.
¡Despierta! ¡Despierta, sí, despierta, para mayor dolor suyo, porque en el mismo instante resonaron en la Plaza de Armas las agudas notas del clarín, que como reguero de pólvora se extendieron por la ciudad entera!