Amelia invade los Países Bajos
OFICIALES Y SOLDADOS debían embarcar en buques equipados por el gobierno de Su Majestad con motivo de la expedición contra Bonaparte.
Dos días después del banquete a que tuvimos el honor de asistir, el convoy marítimo descendió lentamente por el Támesis, entre los estruendosos clamores de la marinería de los buques de la Compañía de Indias, anclados en el río, y a los acordes de las bandas militares que ejecutaban el himno God save the King, para tomar rumbo a Ostende.
Joseph, siempre galante, habíase prestado a escoltar a su hermana y a la comandanta, cuyos inmensos baúles, numerosas maletas e infinitas cajas formaban parte del equipaje del regimiento. Nuestras dos heroínas llegaron en coche y libres de cajas y envoltorios a Ramsgate, donde embarcaron en uno de los buques que aparejaban para Ostende.
La vida de Joseph entró en un período tan lleno de incidentes, que le dio materia abundante de conversación para muchos años e hizo que olvidase hasta su emocionante historia de la cacería de tigres, eclipsada por sus relatos sobre la gran batalla de Water loo. Tan pronto como accedió a acompañar a su hermana al extranjero, pudo advertirse que dejaba sin afeitarse el labio superior. En Chatham asistió a todas las revistas y paradas y fue asiduo concurrente a la instrucción. Con atención digna del mayor encomio escuchaba las conversaciones de sus hermanos de armas (llamaba ya así a los oficiales), lo que le valió aprender no pocas frases técnicas militares. En sus estudios le auxilió no poco la comandanta O’Dowd. Llegó el feliz día del embarque, y Joseph se presentó en el Rosa Lozana, buque que debía llevarle a su destino, luciendo rica casaca profusamente galoneada, calzones de ante y sombrero de ancha ala guarnecido con ancha franja de oro. Como embarcó también su coche, y dijo a todo el mundo que iba a reunirse con el duque de Wellington, todo el mundo le tomó por personaje de alta categoría, por un comisario general o un correo del gobierno.
Sufrió lo indecible durante la travesía, que las señoras hicieron encerradas en sus camarotes y postradas en sus literas. Amelia volvió a la vida cuando vio los buques que transportaban al regimiento, los cuales entraron en el puerto casi al mismo tiempo que el Rosa Lozana. Joseph, incapaz de valerse de su humanidad, hubo de buscar una posada y acostarse, mientras el capitán Dobbin acompañaba a las señoras y se encargaba a continuación de mandar desembarcar el equipaje y coche de Joseph, quien se había quedado sin criado, lo que también le había ocurrido a George, pues los sirvientes de ambos se habían confabulado en Chatham, negándose en redondo a cruzar el charco. La rebelión de los criados, que estalló inopinadamente momentos antes del embarque, alarmó a Joseph en tales términos, que probablemente habría renunciado a formar parte de la expedición si el capitán Dobbin no le hubiese consolado con ofrecimientos de asistencia. Por otra parte, el bigote de Joseph había crecido ya mucho, y no era cosa de afeitárselo de nuevo sin antes pasearlo por los campos de Bélgica. No pudo Dobbin procurar a Joseph uno de esos criados bien nacidos, bien educados y bien alimentados de Londres, que sólo saben hablar inglés, pero sí un tunante belga, de tez morena, que no hablaba una palabra de inglés, pero que muy en breve supo ganarse el favor de su dueño llamándole milord millares de veces durante el día.
La alteración de la normalidad determinó en Ostende otra alteración no menos visible. Pocos de los ingleses que allí desembarcaban tenían aspecto de lores ni se comportaban como suelen comportarse los miembros de nuestra aristocracia hereditaria. En su inmensa mayoría, vestían mal, eran aficionados al billar y al aguardiente y mostraban aficiones harto ordinarias.
Digamos en honor suyo que, por regla general, pagaban cuanto consumían. Seguramente no habrá olvidado este hecho una nación que está integrada por mercaderes. Fue en realidad una bendición para un pueblo tan amante del comercio ser invadido por semejante ejército de consumidores y haber de suministrar víveres a guerreros de tanta confianza. El país que estos guerreros iban a defender no es militar, aunque en su suelo han reñido otras naciones cruentas batallas. Cuando el escritor de esta historia visitó el campo de batalla de Waterloo, preguntó al mayoral de la diligencia, robusto veterano de porte guerrero, si había tomado parte en la gran batalla. «Pas si bête», me contestó. En cambio el postillón de la misma diligencia era un Viscount, hijo de no sé qué general imperial, que aceptó una propina de un penique para tomar una copa en el camino. La moraleja es instructiva.
Nunca fue tan rico aquel país llano y fecundo como en los comienzos del verano de 1815, cuando un ejército numeroso de casacas coloradas dio vida a sus verdes campos y a sus tranquilas ciudades, cuando por sus espaciosas chaussées corrían lujosos coches ingleses, cuando opulentos viajeros ingleses surcaban las aguas de sus canales, que corrían mansas entre verdes praderas, besando poéticos pueblecillos o seculares bosques en cuyo centro se alzaban antiguos castillos, cuando los soldados que entraban en las posadas o tabernas no sólo bebían, sino que también pagaban, cuando el highlander Donald, alojado en una casa de labor flamenca, mecía la cuna del niño, mientras John y Jeannie se dedicaban a las labores del campo. Hoy que nuestros pintores tratan con predilección asuntos militares, les brindo éste para que con sus pinceles honren como se merece la honradez de la guerra inglesa. El ejército parecía tan brillante e inofensivo como cuando forma en revista en el Hyde Park. Napoleón, mientras tanto, al abrigo de las fortalezas fronterizas, se preparaba a transformar en ejército de furias sedientas de sangre el que lo era de hombres tranquilos y ordenados y a derribar a muchos de ellos para no levantarse jamás.
Tan absoluta era la confianza que inspiraba el caudillo de aquel ejército, tan ciega la fe que la nación inglesa tenía en el duque de Wellington, sólo comparable al frenético entusiasmo que en otro tiempo inspiró Napoleón a los franceses, tan acertadas medidas de defensa se habían adoptado, que la alarma era fruta desconocida, y nuestros viajeros, entre los cuales había dos de carácter excesivamente tímido, respiraban tranquilidad, como suelen respirarla los turistas ingleses, viajen por donde viajen. El famoso regimiento, cuya oficialidad conocemos en gran parte, embarcó en lanchones que lo transportaron por los canales a Brujas y a Gante, desde donde hubo de encaminarse a Bruselas. Joseph acompañó a las señoras, embarcando en barcas dedicadas al servicio público, acerca de cuyo lujo y excelente trato se han hecho lenguas todos los escritores ingleses que han viajado por Flandes. Afirman que un viajero inglés, que había ido con animo de pasar en Bélgica una semana, embarcó en una de las barcas en cuestión, y quedó tan encantado del trato que allí le dieron, que se pasó la vida haciendo viajes desde Brujas a Gante y desde Gante a Brujas, hasta que fueron inventados los ferrocarriles. En el último viaje que hizo la barca se tiró de cabeza al canal y se ahogó. No tuvo fin tan dramático la vida de Joseph, pero también quedó encantado de la mesa de la barca, opinión que compartió la comandanta O’Dowd, la cual le repetía a cada paso que su felicidad sería completa si la compartiese con su hermana Glorvina. Nuestro excelente administrador se pasaba el día entero sentado sobre la techumbre de su camarote, bebiendo cerveza flamenca, llamando a su criado Isidoro, y dirigiendo galanterías a las señoras.
Su valor era prodigioso.
—¡Que nos ataque ese fantasmón de Boney!… ¿Y qué? —decía—. No tengas miedo, mi pobre Amelia, que no corremos el menor peligro. Dentro de dos meses estarán los aliados en París, te lo juro, y, ¡por Dios vivo!, que he de llevarte a comer al Palais Royal. En este momento penetran en Francia trescientos mil rusos por Maguncia y el Rin… ¡trescientos mil rusos!… ¿qué te parece?, mandados por Wittgenstein y Barclay de Tolly… Tú no entiendes palabra de asuntos militares, querida mía, pero yo, que soy competente en la materia, te aseguro que no hay en Francia infantería capaz de oponerse a la infantería rusa, ni fantasmones como Boney que valgan ni para descalzar a Wittgenstein. Tenemos, además, los austríacos, que suman quinientos mil hombres como uno solo, y se encuentran a diez jornadas de la frontera, mandados por Schwartzenberg y el príncipe Carlos. Y ¿qué diremos de los prusianos, que obedecen las órdenes del gran príncipe Marshal? ¡Anda!… ¡Vete buscando por el mundo caballería comparable a ésa, hoy que ya no anda por la tierra Murat!… ¿Qué me dice usted, señora O’Dowd? ¿Tiene motivos para estar intranquila nuestra muñequita? ¿No sería ridículo tener miedo, Isidoro? ¿No?… ¡Mira!… Tráeme más cerveza.
Contestó la señora O’Dowd que su hermana Glorvina no tenía miedo a ningún hombre vivo, y mucho menos a ningún francés, y para dar mayor fuerza a su expresión, echó entre pecho y espaldas una jarra de cerveza, que debió saberle muy bien a juzgar por la mueca de satisfacción que hizo.
Habituado ya a la presencia del enemigo, o, en otras palabras, al trato de las señoras, Joseph había perdido casi toda su timidez prístina, y solía ser decidor y ocurrente, sobre todo cuando las libaciones excitaban su locuacidad. Llegó a ser el favorito del regimiento, pues se conquistó las simpatías generales tratando con suntuosidad a los oficiales y divirtiéndolos con sus aires y posturas bélicas. George decía con mucha frecuencia que era el elefante de su regimiento, aludiendo a la costumbre tan generalizada en los regimientos ingleses de llevar un macho cabrío, o bien un venado, o un canguro, al frente de la unidad armada, en todas las marchas.
Comenzaba George a avergonzarse de la sociedad en la cual se había visto precisado a presentar a su mujer, y decidió, haciéndolo saber a Dobbin, con no poca satisfacción de este último, pasar lo más pronto posible a otro cuerpo, a fin de que Amelia no alternase con sociedad tan vulgar. Sin embargo, la vulgaridad de avergonzarse de una sociedad cualquiera es más común entre los hombres que entre las mujeres, excepción hecha de las damas de alta alcurnia, que también suelen incurrir en ella, y Amelia, de natural franco y sencillo, no participó de la vergüenza que su marido tomaba por delicadeza propia de toda persona de refinada educación. Así, por ejemplo, la pluma de gallo que adornaba el sombrero de la comandanta y el descomunal reloj que pendía de su cuello, regalo de boda de su padre, sacaban de sus casillas a George, quien los tomaba como signo de ordinariez, al paso que Amelia, aunque confesaba que eran extravagancias, no llegaba por ello a avergonzarse de la compañía de la señora O’Dowd.
Para el viaje que hacían, y que han hecho casi todos los ingleses de alta y mediana categoría, habría sido fácil encontrar compañía más instructiva que la de la señora O’Dowd, pero no más entretenida.
—¡Vaya unos canales y vaya unas barcas, querida! —de cía—. Hay que ver los que unen a Dublin con Ballinasloe… ¡Aquéllos son canales y aquéllas son barcas!…
Pues ¿y los ganados? En el mundo no los hay más hermosos. Mi padre ganó una medalla de oro con una vaca de cuatro años de edad, de cuya carne comió el mismo ministro; ejemplar como aquél ni le ha visto este país ni le verá.
Joseph, aficionado a las buenas carnes, dijo, exhalando un suspiro, que carnes como las de Inglaterra, que ofreciesen tan admirable combinación de gordo y de magro, no las había en el mundo.
—Excepción hecha de Irlanda —replicó la comandanta, que hizo mil comparaciones de las cuales salía siempre favorecida su nación.
Los partidarios de cerrar el libro de la historia y de fantasear sobre lo que debió ocurrir en el mundo, y hubiese ocurrido seguramente de no haber sobrevenido tal o cual incidente o circunstancia desdichada, se habrán dicho con frecuencia a sí mismos que Napoleón no pudo haber escogido peor tiempo para regresar de Elba y para obligar a sus águilas a emprender el vuelo desde el golfo de Saint John a las torres de Nôtre Dame. Los historiadores de nuestro bando aseguran que los ejércitos de las potencias aliadas estaban en pie de guerra y dispuestos a acabar con el emperador tan pronto como tuvieran noticia de su reaparición. Los soberanos reunidos en Viena para modelar a su antojo los reinos de Europa se hallaban tan divididos por muchas y muy graves causas de discordia, que los ejércitos empleados para aniquilar a Napoleón habrían reñido fieras batallas entre sí de no haber puesto tregua a los odios el regreso de quien era el blanco de todas las animosidades y temores de Europa. Tenía este monarca un ejército nutrido y fuerte, dispuesto a entrar en lid porque se había apropiado de Polonia y quería conservarla; aquél porque había robado la mitad de Sajonia y no estaba dispuesto a desprenderse de su adquisición; y el de más allá porque miraba con ojos codiciosos a Italia. Las protestas de los unos contra la rapacidad de los otros eran constantes y agrias, y es bien seguro que si el Corso hubiera tenido paciencia bastante para esperar tranquilo en su prisión a que las potencias se agarrasen por las orejas, nadie le habría impedido volver y reinar sin molestias. Pero ¿qué habría sido entonces de nuestra historia y de la de nuestros amigos? ¿Qué sería del mar si una tras otra se secasen las gotas de agua que lo forman?
Mientras tanto, deslizábase la vida y se sucedían las distracciones y placeres como si no hubieran de tener nunca fin ni existieran enemigos en lontananza. Cuando llegaron nuestros viajeros a Bruselas, donde debía quedar el regimiento, se encontraron hospedados en una de las pequeñas capitales de Europa más alegres y brillantes, en uno de los centros más animados y esplendorosos de la feria de las vanidades. Se jugaba mucho y se bailaba más, se daban banquetes con profusión bastante para saciar a un gourmand tan insaciable como Joseph, funcionaban teatros donde hacía las delicias de los aficionados el portentoso Catalani, se organizaban tentadoras excursiones a caballo, ricas en esplendor marcial, y, por añadidura, la ciudad, abundante en edificios antiguos y en vestidos y costumbres exóticas, hacía las delicias de Amelia y de los que, como ésta no habían salido nunca de su patria. No es, pues, de admirar que Amelia durante unas cuantas semanas —período en el cual el matrimonio se alojó confortablemente en una espléndida y lujosa mansión costeada a medias con Joseph—, objeto de las atenciones más cariñosas de su marido, siempre pródigo tratándose de dinero, y en pleno goce de las dulzuras de la luna de miel, se tuviese por la más feliz de todas las recién casadas de Inglaterra.
Cada día nuevos placeres, nuevas diversiones. Hoy había que visitar una iglesia, mañana un museo de pinturas; por las tardes, los alrededores de la ciudad ofrecían mil encantos al viajero; por la noche, la ópera era plausible pretexto para presentarse en el teatro esplendente de lujo. Las bandas de los regimientos tocaban a todas horas. Inmensas muchedumbres inglesas concurrían al parque, convertido en lugar de festival militar perpetuo. Juraba George que iba contrayendo hábitos caseros porque todas las noches llevaba a su mujer a un restaurante diferente, y de aquí a algún otro sitio de recreo; en cuanto a Amelia, ¿no era bastante que George la atendiese como la atendía para hacerla feliz? Las cartas que a su madre escribía respiraban alegría y dicha. Su marido le compraba encajes, vestidos, joyas… ¡Oh!… ¡Sin disputa era el mejor, el más dulce, el más generoso de los hombres!
La vista de tantos señores y de tantas damas de las más elevadas clases sociales como pululaban por la ciudad y llenaban los sitios públicos, era el encanto del alma de George, esencialmente inglesa. Habíanse despojado de la frialdad y altivez insolente de modales que con frecuencia caracterizaban a los grandes en su patria, y tenían la condescendencia de alternar con el resto de los mortales que en la capital de Bélgica moraban. Una noche, en una recepción dada por el general de la división de que formaba parte el regimiento de George, tuvo éste el alto honor de bailar con la ilustre Blanca Thistlewood, hija de Lord Bareacres, a la cual acompañó hasta el carruaje y obsequió con finura que no habría rebasado su propio padre. Al día siguiente la visitó en su casa, la acompañó en su paseo por el parque y la invitó a un banquete que serviría el restaurante más lujoso, teniendo el placer inmenso de ver aceptada su invitación. Lord Bareacres, prócer menos orgulloso que aficionado a los buenos bocados, no era capaz de rehusar una comida.
—Supongo que no asistirán a la comida más señoras que nosotras —dijo la mamá de Blanca, luego que reflexionó sobre una invitación aceptada con precipitación algún tanto excesiva.
—¡Dios mío… mamá! —exclamó Blanca—. ¿Supones, por ventura, que va a llevar a la comida a su esposa? Los hombres son tolerables, pero las mujeres…
—Son recién casados, y su mujer, según he oído, es endiabladamente hermosa —terció el conde.
—Mira, Blanca —dijo la madre—, puesto que tu papá quiere ir, claro está que iremos, pero, una vez en Inglaterra, comprenderás que no conoceremos a esas gentes.
Nuestros aristócratas, aunque resueltos a no conocer a George en la calle Bond, aceptaron su banquete y fueron lo bastante condescendientes para hacerle pagar el obsequio, bien que sin menoscabo de su dignidad, de la que dieron pruebas haciendo pasar un rato pésimo a Amelia y excluyéndola cuidadosamente de la conversación general. Esta clase de dignidad la conoce y practica admirablemente la dama inglesa de alta alcurnia. El filósofo que frecuenta la feria de las vanidades hace observaciones muy sabrosas acechando el trato que las damas encopetadas dispensan a otras señoras de condición más humilde.
El banquete, que costó a George una cantidad muy respetable, fue la fiesta más aburrida de cuantas alegraron la luna de miel de Amelia. En la carta que escribió a su mamá haciendo historia del festín, mencionó una porción de detalles a cual más desagradables, tales, por ejemplo, como los siguientes: la condesa de Bareacres ni le dirigió la palabra ni contestó a las suyas; Blanca la examinó detenidamente a través de los cristales de sus impertinentes, y lord Bareacres, al despedirse, opinó que la comida había sido cara y mala. Esto no obstante, con tal insistencia habló la señora Sedley de que la condesa de Bareacres era amiga íntima de su hija y a tantas personas contó que su yerno sentaba a su mesa títulos, lores y pares del reino, que la nueva llegó a oídos del viejo señor Osborne.
Los que hoy conocen al teniente general sir George Tufto, Comendador de la Orden del Baño, y han tenido ocasión de verle recorriendo a paso de carga el Pall Mall, golpeando; con su fusta sus botas de montar, o bien oprimiendo los lomos de un soberbio caballo zaino, o guiando un coche en el parque, los que conocen al actual sir George Tufto, reconocerían difícilmente en él al temerario oficial de la guerra peninsular o de la batalla de Waterloo. Hoy ostenta una cabellera abundante, de color castaño, y naturalmente rizada, unas cejas perfectas, negras como el ébano, y unas patillas soberbias de hermoso tono rojo, pero en el año de 1815 era calvo, rubio ceniciento. Próximo a cumplir los setenta años de edad (hoy tiene los ochenta), su cabello, del que quedaban contados vestigios completamente blancos, brotaron súbitamente lozanos, espesos, rizados y de color castaño, sus cejas se tornaron negras y sus patillas rojas. Malas lenguas afirman que el color es artificial y la cabellera, que nunca crece, peluca. Dice Thomas Tufto, con cuyo padre regañó el general hace una porción de años, que mademoiselle Jaisey, del Teatro Francés, arrancó la peluca a su abuelo, encontrándose entrambos en el saloncito verde del teatro; pero téngase en cuenta que Thomas es exagerador y envidioso reconocido, y… que la peluca del general nada tiene que ver con nuestra historia.
Nuestros amigos habían salido un día a admirar el Hôtel de Ville de Bruselas, muy inferior, según juró la comandanta O’Dowd, a su casa solariega de Glenmalony. A su paso por el mercado de flores, vieron que un militar de alta graduación, seguido por su ordenanza, montado como él, desmontaba y compraba el ramo más hermoso que pueda adquirirse con dinero. El militar entregó el ramo a su ordenanza, montó de nuevo y desapareció, revelando viva satisfacción.
—¡Hermoso caballo! —exclamó George—. ¿Quién será el jinete?
—Si hubiese usted visto el de mi hermano, el que ganó la copa de…
—Es el general Tufto —interrumpió el comandante—, que manda la división de caballería… A los dos nos hirieron en la misma pierna en Talavera.
—¡El general Tufto!… —exclamó George—. Entonces, mi querida Amelia, ya tenemos con nosotros a los Crawley.
Amelia sintió tristeza en el corazón… sin poder explicarse por qué. Parecióle que el sol perdía de súbito parte de su brillo; los edificios le parecieron menos elevados y suntuosos, las calles menos pintorescas.