Capítulo XXVII

Amelia se incorpora a su regimiento

CUANDO EL ESPLÉNDIDO carruaje de Joseph hizo alto frente a la puerta de la fonda de Chatham, la primera cara que Amelia reconoció fue la del capitán Dobbin, que desde hacía más de una hora paseaba la calle, esperando impaciente la llegada de sus amigos. Dobbin, ataviado con su casaca llena de galones, su ceñidor rojo y su gran sable, ofrecía un aspecto guerrero que llenó de orgullo a Joseph, quien le saludó con cordialidad muy diferente de la que solía dispensarle en Brighton o en la calle Bond.

Cerca del capitán Dobbin se encontraba el portaestandarte Stubble, el cual al ver a Amelia, no pudo contener la exclamación siguiente:

—¡Dios santo… y qué divinidad de mujer!

A decir verdad, Amelia, con su elegante vestido, su pelliza, y sobre todo, con el suave color arrebolado que dieron a sus mejillas un viaje rápido y las caricias del aire libre, justificaba el piropo del oficial. Dobbin lo escuchó con placer especial. Stubble vio, al salir la dama del carruaje, que se posaba sobre el estribo un pie encantador, reparó en la delicada mano que alargaba al capitán, y se inclinó galante, haciendo la mejor cortesía de que fue capaz. Amelia, viendo el número del regimiento de George bordado en el gorro del oficial, contestó con una sonrisa de ángel y una inclinación de cabeza llena de gracia. A partir de aquel día, Dobbin cobró afecto especial a Stubble, y le incitó a hablar sobre Amelia en los paseos, que daban con mucha frecuencia, y en el sagrado de sus respectivos pabellones. Pronto los jóvenes y bravos oficiales del regimiento de George se acostumbraron a adorar y a admirar a Amelia. Sus modales sencillos y naturales, su dulzura, su modestia, le captaron las simpatías de todos los corazones. La supremacía reconocida de George en su regimiento creció prodigiosamente en la apreciación de sus jóvenes camaradas, a quienes sedujo el desinterés de que dio pruebas casándose con una mujer sin dote y su buen gusto al escoger compañera tan encantadora.

Con gran sorpresa, Amelia, al entrar en el salón destinado a los viajeros, encontró una carta dirigida a la señora capitana Osborne. Era un billete de color de rosa, plegado en forma triangular, lacrado y sellado con una paloma y un ramo de olivo, y escrita con letra femenina muy grande y de trazos extraordinariamente indecisos.

—De puño y letra de Margaret O’Dowd —dijo George riendo—. Conozco muy bien el sello.

Efectivamente: era un billete de la señora comandanta O’Dowd, que invitaba a la señora de Osborne a la reunión de confianza que aquella noche tendría en su casa.

—Debes ir —dijo George—. Allí podrás conocer a todo el regimiento. El primer jefe de todos los que de aquél formamos parte es O’Dowd, y Margaret manda en jefe en O’Dowd.

Pocos minutos habían transcurrido desde que se recibió la carta de la comandanta, cuando se abrió con estrépito la puerta y penetró una mujer gruesa, vestida de amazona y escoltada por dos oficiales del regimiento.

—¡Aquí estoy! —exclamó—. No he tenido paciencia para esperar a la hora del té. Presénteme usted a su señora, mi querido capitán… Señora… encantada de conocerla… Tengo el placer de presentarle a mi esposo, el comandante O’Dowd.

La alegre y rolliza amazona estrechó con fuerza la mano de Amelia, y ésta reconoció al punto en ella al original de la caricatura que muchas veces le había hecho su marido.

—Ha debido usted oír hablar con mucha frecuencia de mí a su querido marido, ¿eh? —preguntó la amazona.

—Ha debido usted oír hablar con mucha frecuencia de ella a su querido marido, ¿eh? —repitió el comandante, sin variar más que la palabra subrayada.

Amelia contestó sonriendo que sí.

—Mucho, pero muy poco bueno —añadió la comandanta—. George es un mal muchacho.

—Certifico y doy fe —añadió el comandante.

George rompió a reír. La comandanta dijo a su marido que se estuviese quieto y mandó a George que hiciese su presentación solemne y oficial.

—Te presento —dijo George con cómica gravedad— a mi buena, a mi amable, a mi excelente amiga Aurelia Margaret, nuestra dulce comandanta.

—Cierto… cierto —asintió el comandante.

—Esposa del comandante Michael O’Dowd e hija de Fitzgerald Beresford de Burgo Malony, oriundo del condado de Kildare —prosiguió George.

—Verdad… verdad —dijo el comandante.

El comandante O’Dowd, que había servido a su soberano en todas las partes del mundo, y comprado sus empleos al precio de hechos atrevidos y gloriosos, era el más modesto, silencioso, dulce y dócil de los hombres, y rendía a su cara mitad la sumisión y obediencia que hubiese podido rendirle si su hijo fuera. En la mesa, estaba siempre callado, comiendo regular y bebiendo mucho. Si alguna vez hablaba, era para mostrar su conformidad con lo que los demás decían. En cuanto a su tranquilidad y buen humor, no se sabía que jamás se hubiesen alterado. Ni el sol de fuego de las Indias encendió nunca su cólera, ni las fiebres palúdicas de las Antillas alteraron su temperamento siempre igual. Con la misma indiferencia asaltaba una trinchera enemiga erizada de cañones que se sentaba a la mesa, y con el mismo apetito comía carne de caballo que faisanes. Tenía madre a la que sólo dos veces desobedeció en su vida: la primera, cuando huyó de su casa para sentar plaza en el ejército, y la segunda, cuando se casó con la simpática Margaret Malony.

Era Margaret una de las cinco hermanas y once hermanos de la noble casa de los Glenmalony. Su marido, aunque primo suyo, lo era por línea materna, y, de consiguiente, no tenía el alto honor de pertenecer a la familia de los Malonys, la más alta y famosa del mundo, a juicio de la comandanta. Nueve temporadas seguidas se pasó Margaret Malony en Dublin y dos en los baños de Cheltenham, y como no encontrase mortal del género masculino dispuesto a ser su compañero en la vida, al llegar a los treinta y tres años ordenó a su primo que se casase con ella. Su primo, sumiso y obediente, se la llevó a las Indias Occidentales para que presidiese a las señoras del regimiento donde él debía prestar sus servicios.

A la media hora escasa de encontrarse la señora O’Dowd en compañía de Amelia, había contado ya a su nueva amiga toda la historia de su vida y de la vida de su familia.

—Fue mi proyecto hacer de George un hermano mío, casándole con mi hermana Glorvina, pero como los compromisos son compromisos, y George lo tenía adquirido con usted, hube de renunciar a mi sueño. Sin embargo, resuelta estoy a ver en usted una hermana y a quererla como si en realidad lo fuese; me será muy fácil, porque tiene usted una cara de bondad que no miente: desde hoy, pertenece usted a mi familia.

—Claro que sí… pues no faltaba más —dijo el comandante.

—Aquí somos todos excelentes camaradas —continuó la comandanta—. Regimiento donde reine tanta armonía, tanto cariño mutuo como en éste, no lo hay en el ejército de Su Majestad. Aquí no se conocen las riñas, ni las discusiones, ni las diferencias, ni las murmuraciones… Todos nos queremos como hermanos cariñosos.

—Sobre todo, usted y la señora Magenis —dijo George riendo.

—La señora capitana Magenis y yo nos hemos reconciliado, aunque el dolor que me produjeron sus inconveniencias bajará conmigo a la tumba.

—Es imperdonable lo que hizo contigo, Margaret —observó el comandante.

—Punto en boca, querido. Los maridos solamente saben decir tonterías, mi querida Amelia. Yo siempre digo al mío que no debe despegar los labios más que para dar las voces de mando ni abrir la boca más que para comer y beber. Todo lo referente al regimiento se lo contaré a solas, a fin de que viva usted prevenida y no se fíe de quien no deba fiarse… Y ahora, presénteme usted a su hermano, cuya gentil apostura me recuerda a mi primo Daniel Malony, casado con Ofelia Scully, prima de lord Poldoody… Complacidísima de haber tenido el placer de conocer a usted, señor Sedley… Supongo que hoy nos proporcionará el honor de sentarse a la mesa con nosotros.

—El regimiento nos obsequia hoy con un banquete de despedida, pero no será difícil añadir un cubierto para el señor Sedley —dijo el comandante.

—Vaya usted a la carrera, Simple… Nuestro abanderado Simple, mi querida Amelia… me olvidé de hacer su presentación… Vaya usted a la carrera y diga al coronel Tavish que el capitán Osborne ha venido con su cuñado y le llevará al banquete; dígale de mi parte que nos sentaremos a la mesa a las cinco en punto.

No había acabado de hablar la comandanta, cuando el abanderado trotaba ya escaleras abajo.

—La obediencia es el alma del ejército: nosotros vamos a cumplir con nuestras obligaciones mientras la señora O’Dowd te instruye, Amelia —dijo George, saliendo de la habitación con el comandante y el otro oficial.

Una vez que se encontró a solas con su nueva amiga, la comandanta, la impetuosa comandanta, sirvió a Amelia tal aluvión de datos, noticias e informes, que la pobre oyente quedó tan aturdida que le fue imposible conservarlos en su memoria. No olvidó detalle que con la historia pública o secreta de cuantos integraban el regimiento tuviera relación.

—La coronela Heavytop falleció en Jamaica, a consecuencia de fiebre amarilla, según los médicos, aunque la verdad es que la mató la desesperación, pues el coronel, vejestorio, caduco, y feo, cuya cabeza tiene tanto pelo como una bala de cañón, perseguía tenaz como un sátiro a una mestiza. La capitana Magenis, aunque nunca conoció la educación, es una buena mujer, bien que su lengua es de víbora y de tahúr sus costumbres en el juego; a su propia madre haría trampas si con ella jugase una partida de whist. La capitana Kirk sería excelente amiga si no tuviese el defecto de la hipocresía; basta hacer mención en su presencia de una partidita de whist, para que eleve escandalizada al cielo sus ojos de langosta… como si no hubiesen hecho su partidita diaria, mientras vivieron, mi padre, el hombre más piadoso de la creación, mi tío Daniel Malony y mi primo el obispo. Por fortuna, ninguna de las mencionadas viene ahora con el regimiento: Fanny Magenis se queda con su madre, probablemente vendedora de carbón y de patatas al por menor, aunque ella se llena la boca hablando de los buques de su padre, y la señora capitana Kirk se irá a vivir a la plaza de Bethesda, a fin de estar todo lo cerca posible de su predicador favorito, el doctor Ramshorn. La señora Bunny se encuentra en estado interesante… por cierto que siempre lo está… Como que ha dado ya al teniente siete retoños. La señora del abanderado Posky, casada dos meses antes que usted, ha regañado con su marido y vuelve al hogar paterno… de donde no debió salir nunca… ¿En qué colegio recibió usted educación, querida mía? A mí me internaron, sin reparar en gastos, en el dirigido por la señora Flanahan, donde una marquesa nos enseñaba el francés y un capitán general del ejército francés nos daba lecciones prácticas de instrucción militar.

De esta heterogénea familia se encontró bruscamente miembro nuestra atónita Amelia. Poco después era presentada a todas sus nuevas parientas femeninas, y como era tímida, amable, condescendiente y no excesivamente hermosa, produjo agradable impresión; pero llegaron los oficiales del 150 regimiento, y como estos caballeritos la encontraron encantadora y no disimularon la admiración que les inspiraba, todas sus nuevas hermanas se consagraron a la piadosa labor de encontrarle defectos.

—Confío en que Osborne dará ahora por terminadas sus calaveradas —dijo la capitana Magenis.

—Ocasión tendrá ella de demostrarnos si es posible hacer de un libertino un buen marido —dijo la comandanta O’Dowd a la tenienta Posky, furiosa porque le usurpaban el papel de novia del regimiento.

La señora Kirk, discípula del doctor Ramshorn, dirigió a Amelia unas cuantas preguntas, encaminadas a aquilatar los conocimientos de su nueva hermana en ciencias religiosas, y como de las contestaciones, llenas de sencillez, infiriera que su alma vagaba entre densas tinieblas, puso en sus manos tres libritos adornados con ilustraciones, recomendándole que no dejase de dedicar a su lectura algunas horas antes de meterse en cama.

Los hombres, excelentes sujetos todos ellos, formaron círculo alrededor de la encantadora esposa de su camarada y agotaron en su honor el repertorio de la galantería militar. Fue un verdadero homenaje que arreboló las mejillas de Amelia y devolvió a sus ojos todo su brillo. George se sintió orgulloso de la popularidad de su mujer y quedó complacido de la gracia, no exenta de timidez, con que recibió los homenajes y contestó los cumplidos de los caballeros. Amelia encontró a su marido incomparablemente más guapo vestido de uniforme que de paisano, y como observara que era objeto de las miradas más tiernas de parte de aquél, su pobre corazoncito saltaba de alegría y se sintió feliz como nunca.

«Quiero ser amable con todos sus amigos», pensaba. «Bastará que lo sean de George para que lo sean también míos. Procuraré estar siempre alegre y de buen humor y me esforzaré en hacer de nuestro hogar un nido de ventura».

En suma: el regimiento la adoptó por aclamación. Los capitanes la encontraron encantadora, los tenientes cantaron sus alabanzas, y los soldados hubieran quemado incienso en su altar. El médico mayor Cutler aventuró dos o tres chistes, excesivamente relacionados con la anatomía para que los repitamos aquí; Cackle, su ayudante, doctor graduado en la universidad de Edimburgo, se dignó hablar con ella de literatura y repitió las dos o tres citas francesas que conocía, y Stubble no cesó de pasear como alma en pena, murmurando:

—¡Dios de Dios, y qué mujer!

El capitán Dobbin no le dirigió la palabra en toda la velada, pero, en cambio, acompañó a su casa, juntamente con el capitán Porter, a Joseph, que se encontraba en deplorable estado y había colocado con gran éxito su historia de la cacería de tigres a sus vecinos de mesa y a la señora O’Dowd. Luego que dejó al buen administrador en manos de su ayuda de cámara, se echó a la calle, donde pasó varias horas fumando y meditando. George, mientras tanto, abrigaba cuidadosamente a su mujer y salía con ella del pabellón de la comandanta, después de cambiar sendos apretones de manos con todos los oficiales, los cuales acompañaron al matrimonio hasta el coche y lo despidieron con un ¡viva! estruendoso. Amelia encontró a Dobbin paseando junto al coche y aprovechó la ocasión para regañarle dulcemente por no haberle dirigido la palabra en toda la velada.

El capitán continuó su paseo solitario. Vio que se apagaban las luces del salón de los esposos Osborne y que se encendían las de la alcoba. Alboreaba cuando se recogió a su alojamiento.