Entre Londres y Chatham
CUAL CONVENÍA a una persona de la categoría y gustos de George, éste hizo el viaje desde Brighton a Londres en una berlina tirada por cuatro soberbios caballos y paró en una fonda lujosísima de la plaza Cavendish, donde previamente habían sido dispuestos, para uso y comodidad del elegante caballero y de su joven esposa, toda una serie de habitaciones suntuosas y una mesa ricamente servida con vajilla de plata. Media docena de criados negros como el ébano y silenciosos como estatuas esperaban las órdenes de los huéspedes. George hacía los honores con aires de príncipe de la sangre y Amelia se sentía por vez primera cohibida y tímida al presidir con George lo que éste llamaba «su mesa».
George pedía los vinos y daba órdenes a los criados, mientras Joseph se atracaba de sopa de tortuga radiante de satisfacción. Dobbin llenaba los platos, pues la señora de la casa, frente a la cual fue colocada la sopera, desconocía su contenido hasta un extremo tan lamentable, que al intentar servir a su hermano demostró no saber que la tortuga tiene una substancia verduzca próxima a la concha superior, y otra substancia amarillenta junto a la concha inferior.
Alarmó vivamente a Dobbin lo suntuoso de la comida y lo lujoso de las habitaciones tomadas por el matrimonio, tanto, que no pudo menos de reprender cariñosamente a George, aprovechando el momento en que Joseph había quedado dormido en su sillón, pero fue en vano que clamase contra la enormidad de tortuga y el escandaloso derroche de champaña.
—Siempre he viajado como caballero de distinción —replicó George—. Mi señora debe viajar también como dama principal; mientras quede un chelín en mi bolsillo, no ha de carecer de nada.
Dobbin calló, renunciando a convencer a su amigo de que la felicidad de Amelia no estaba en una sopa de tortuga. Poco después de comer, Amelia expresó con timidez deseos de hacer una visita a su mamá, a lo que accedió George, no sin refunfuñar un poquito. Entró Amelia en su descomunal alcoba, en cuyo centro se alzaba un lecho gigantesco, «donde había dormido la hermana del emperador Alejandro», dejó sobre ella su sombrero y su chal y salió de nuevo, encontrando a George en el comedor, rodeado de botellas de clarete y sin dar señales de levantarse.
—¿No me acompañas? —preguntó con dulzura Amelia.
—Imposible, querida; tengo que hacer esta noche. Mandaron traer un coche. Al llegar éste a la puerta de la fonda, Amelia miró dos o tres veces a su marido, quien continuó distraído, y salió triste, siendo seguida por Dobbin, el cual le dio la mano para subir al carruaje.
Dobbin se dirigió a su domicilio, pensando en lo agradable que le sería ir sentado junto a la señora de su amigo en el coche. Por lo visto, los gustos de George diferían de los suyos, pues luego que se saturó de clarete se fue al teatro. Era el capitán Osborne muy aficionado al drama, y los había representado varias veces, con mucho éxito, en funciones teatrales particulares o de sociedad. Un criado despertó a Joseph mientras retiraba las botellas vacías de la mesa. Nuestro amigo mandó venir el coche y se retiró a su casa.
La madre de Amelia estrechó a su hija contra su corazón, con todo el cariño y ansiedad propios de las madres, saliendo a todo correr a la puerta, no bien hizo alto el coche frente a la modesta puertecita del jardín. Lloraba la pobre señora y vertía mares de lágrimas la joven desposada. Tal era la emoción de nuestra simpática amiguita, que con dificultad subió al recibimiento de la casa.
En el santuario de la casa, madre e hija dieron rienda suelta a la diversidad de sentimientos que desbordaban en sus corazones. Hubo muchas lágrimas, muchos abrazos, muchas preguntas, como sin esfuerzo comprenderán los lectores, a poco sentimentales que sean. ¿Cuándo no lloran las señoras? ¿No les arrancan lágrimas las alegrías, las penas, los sucesos prósperos, los sucesos adversos, todos los incidentes de la vida? Nada más natural, pues, que, a raíz de un matrimonio, madre e hija diesen expansión a su sensibilidad. Los matrimonios suelen producir fenómenos sumamente raros; yo mismo he visto a dos mujeres que se odiaban con toda la cordialidad imaginable, besarse y llorar juntas lágrimas de cariño. ¿Qué habría sucedido si en vez de odiarse se hubiesen querido entrañablemente? Las madres, si son buenas, se casan una vez más al casarse cada una de sus hijas, y si nos fijamos en los sucesos subsiguientes, ¿para quién es un secreto que las abuelas son ultramaternales? En realidad una mujer, hasta que no es abuela no sabe lo que es ser madre. Respetemos las confidencias, las lágrimas, las risas cambiadas entre madre e hija en el recibimiento de la casa; respetémoslas, ya que así lo hizo el señor Sedley, quien no supo adivinar quién ocupaba el coche que paró frente a la puertecita del jardín, y de consiguiente, no salió a recibir a Amelia, aunque la besó con cariñosa efusión cuando entró aquélla en el despacho donde trabajaba, entre legajos, papeles y estados de cuentas.
El ayuda de cámara de George miraba con cierta altanería al señor Clapp, que estaba en mangas de camisa regando los rosales. Se levantó, sin embargo, el sombrero cuando le saludó el señor Sedley, quien le preguntó por su yerno, por el carruaje de Joseph, y, particularmente, por el infernal traidor Bonaparte y la guerra, terminando por darle media guinea, que el criado guardó en su bolsillo haciendo un gesto a un tiempo de admiración y de desprecio.
—Para que bebas a la salud de tus señores, Trotter —le dijo alargándole la moneda.
Nueve días habían transcurrido desde que Amelia salió de su casa y ya se sentía separada por un largo intervalo de los días que en aquélla pasó. ¡Qué diferencia entre su vida actual y la pasada! Con los ojos de la imaginación se veía soltera, dominada por su amor, sin ojos para otra cosa que para contemplar al objeto de sus afanes, recibiendo las pruebas de cariño paternal, no con repugnancia, pero sí con indiferencia, como si de derecho le correspondiesen, puestos su corazón y sus pensamientos en la realización de su deseo único. Cuando pasaba revista a aquellos días, tan próximos y tan alejados, sentía algo así como vergüenza, como remordimientos. Veíase obligada a reconocer que, poseyendo lo que creyó el paraíso en la tierra, sus deseos distaban mucho de verse satisfechos.
En las novelas, cuando el héroe y la heroína salvan la barrera matrimonial, el novelista deja caer por regla general el telón, dando por terminado el drama. Las dudas, las contrariedades, las luchas terminan en aquel punto y hora, cual si los mortales, al desembarcar en las playas del matrimonio, no pudiesen encontrar más que praderas verdes y deliciosas y caminos cubiertos de rosas. Pero es el caso que nuestra Amelia, recién desembarcada en la costa del nuevo país, volvía ya sus ojos anhelantes hacia las personas que tristes le decían adiós desde la distante orilla opuesta.
La madre creyó conveniente festejar la llegada de la recién casada ofreciéndole no sé qué obsequio, y a este efecto, pasada la primera efusión sentimental, bajó a la cocina y dio las órdenes oportunas para preparar un té solemne. Cada persona tiene su sistema especial para exteriorizar su cariño, y la señora Sedley creyó que un poquito de mermelada y una taza de rico té sería refrigerio muy del agrado de Amelia.
Mientras en las regiones bajas de la casa se hacían estos preparativos, Amelia salió del recibimiento, subió escaleras arriba y se encontró, casi inconscientemente, en el cuartito que ocupaba antes de su matrimonio, sentada en la misma silla donde pasara tantas horas de ansiedad y de amargura. Parecióle la silla una amiga antigua, y maquinalmente empezó a pensar en su situación de una semana antes y en el lapso anterior a esa semana. ¡Siempre volviendo atrás las miradas, siempre suspirando por algo que, una vez obtenido, deja dudas y tristezas en vez de dejar placer! Ésta era la suerte de nuestra linda amiguita, peregrina dulce e inofensiva lanzada entre las turbas que se agitan, y luchan y hieren en la feria de las vanidades.
Sentada en aquella silla, evocó la imagen de George, ante la cual tantas veces cayera de rodillas antes de su matrimonio. ¿Se confesó a sí misma que el hombre real distaba mucho de parecerse al soberbio héroe que había adorado? Probablemente no, que el hombre debe valer muy poco, y son precisos años, muchos años, para que el orgullo y la vanidad de una mujer permitan a ésta hacerse confesión semejante. A continuación creyó ver los brillante ojos verdes de Becky y su falsa sonrisa, y gradualmente la fue invadiendo aquella melancolía que la devoraba el día que su doncella le llevó la carta de George reiterando su palabra de matrimonio.
Contempló la camita, blanca como la nieve, que era suya breves días antes, y sintió anhelos de pasar en ella aquella noche, para despertar, al siguiente día, al sentir el beso que todas las mañanas recibía de su madre sonriente. Luego pensó con espanto en el gran pabellón de damasco que envolvía el lecho descomunal que la esperaba en su suntuosa alcoba de la fonda de la plaza Cavendish… ¡Oh, inmaculada camita blanca! ¡Cuántas noches interminables fuiste testigo y recipiente de sus lágrimas! La pobrecilla cayó de rodillas junto a la cama, y allí, su alma hermosa, timorata, herida cruelmente, pero llena de amor todavía, buscó consuelos donde nunca pensó que pudiera encontrarlos. Tuvo hasta entonces fe ciega en el amor, y ahora, su corazón triste, lacerado, desilusionado, experimentaba la necesidad de otros consuelos.
¿Tenemos, por ventura, derecho a repetir, y ni siquiera a escuchar sus plegarias? No, hermano querido; son secretos que respetaremos, aparte de otras razones, porque no caen dentro de los terrenos de la feria de las vanidades, únicos que se permite recorrer nuestra historia.
Diremos, empero, que, cuando anunciaron que el té estaba servido, nuestra buena Amelia descendió al comedor muy consolada, sin desesperar de su suerte, sin deplorar lo hecho, sin acordarse de la frialdad de George ni de los destellos de los verdes ojos de Becky. Bajó, y besó a su padre, y habló con él mucho y muy alegremente, haciéndole pasar un rato feliz como el mísero caballero no lo había pasado en muchos meses. Sentóse al piano que Dobbin compró para ella y tocó y cantó sus romanzas favoritas. Afirmó que el té era excelente y celestial la mermelada. Viendo contentos a todos, contenta se retiró ella a la fonda, y durmió en la gran alcoba un sueño reposado y tranquilo, que interrumpió George al llegar del teatro.
De más importancia eran los negocios que al día siguiente tenía que evacuar George. Apenas llegado a Londres, había escrito a los agentes de su padre anunciándoles que tendría la satisfacción de celebrar una conferencia con ellos el día de referencia. La cuenta de la fonda, sus pérdidas al billar y las cantidades que los naipes habían hecho pasar desde sus bolsillos a los de Rawdon, tenían casi exhausta su bolsa, y necesitaba municionarse antes de emprender la marcha. Retiraría, pues, las dos mil libras esterlinas que de orden de su padre debían entregarle. Constituían su recurso único, es cierto, mas no era de esperar que la cólera de su padre durase mucho tiempo. ¿Qué padre es bastante duro para no ablandarse ante un hijo de los méritos y virtudes de George? Además, aun suponiendo que la indignación del viejo perdurara, suponiendo que el recuerdo de los méritos de nuestro elegante capitán no la disipasen, resuelto estaba a distinguirse tan prodigiosamente en la próxima campaña, que sus gloriosas hazañas henchirían de santo orgullo el corazón del autor de sus días y no dejarían en él ni el hueco más insignificante para el resentimiento. ¿Que no ocurría así? ¡Bah! Mil caminos francos y expeditos le ofrecía el mundo, podía muy bien variar su suerte en el juego, mirarle con mayor cariño que hasta entonces las cartas, y en todo caso, dos mil libras esterlinas dan mucho de sí.
Envió a Amelia en carruaje a la casa de su mamá, con órdenes estrictas y carta blanca para comprar cuanto la señora de George Osborne pudiese necesitar en vísperas de emprender un viaje por el extranjero. Como no disponían más que de un día para realizar las compras, dicho se está que éstas les embargaron el día entero. Amelia lo pasó feliz, pues no hay mujer insensible al placer de correr de tienda en tienda, de ver, de comprar, de admirar cosas bonitas. Obediente a los órdenes de su marido, hizo muchas compras, demostrando un gusto perfecto y un instinto maravilloso de la elegancia.
La guerra alarmaba poco a nuestra simpática Amelia. Bonaparte sería aplastado casi sin lucha: todos los días salían barcos llenos de hombres del mundo elegante y de damas distinguidas con rumbo a Bélgica, y más parecía que emprendían un viaje de recreo que no que iban a una guerra. La prensa se mofaba de la intentona diciendo que el Corso no resistiría un segundo la acometida de los ejércitos aliados, dirigidos por un genio como el inmortal Wellington. Para Amelia, Bonaparte era un desgraciado digno del más profundo menosprecio: en suma; ella y su madre disfrutaron lo indecible el día que dedicaron a compras, y la primera fue admirada por su distinción en los numerosos comercios de lujo que debió visitar.
Mientras tanto, George se dirigía a Bedford Row y penetraba en las oficinas del señor Higgs como amo y señor de todos los escribientes de rostro pálido que en diferentes mesas estaban emborronando papeles. Mandó que avisasen al principal con tono altivo y protector, cual si el abogado-notario, que tenía quince veces más talento que él, cincuenta veces más dinero, y sobre mil veces más experiencia, fuera un pobre hombre obligado a dejar inmediatamente todos los asuntos para ponerse a las órdenes del eminente capitán Osborne. No reparó en las sonrisas burlonas que animaron las caras de todos los empleados, desde la del jefe del personal hasta la del último ordenanza, al verle medio tumbado en un sillón, golpeando su reluciente bota con el bastón y pensando que toda aquella chusma era una legión de pobres diablos. ¡Ignoraba que aquella chusma de pobres diablos estaba muy al tanto del estado de sus asuntos; no sabía los sabrosos comentarios que a costa suya habían hecho en tabernas y cervecerías!
Acaso creía George, cuando le introdujeron en el despacho del señor Higgs, que este caballero tenía encargo de entregarle de parte de su padre algún mensaje o promesa de reconciliación; es posible que el continente desdeñoso y altanero que dio a su persona obedeciese a su deseo de manifestar entereza y resolución: si así fue, sus arrogancias chocaron con la frialdad e indiferencia del abogado-notario, resultando altamente ridículas.
El señor Higgs, que escribía, o fingía que escribía, cuando entró en su despacho el capitán, díjole sin mirarle:
—Tenga la bondad de tomar asiento, caballero; dentro de un momento despacharemos su asuntillo… Señor Poe… hágame el favor de traer esos documentos.
Y continuó escribiendo.
Luego que el señor Poe hubo traído los documentos que había de firmar George, prosiguió el notario:
—¿Desea usted adquirir valores con la cantidad, o prefiere disponer de ella en un cheque?; si prefiere un cheque, se lo firmaré en el acto. Uno de los ejecutores testamentarios de su difunta madre se halla fuera de la ciudad, pero mi cliente desea terminar este asunto lo antes posible.
—Déme usted un cheque, caballero —contestó con tono avinagrado el capitán.
Luego que hubo salido George, dijo el señor Higgs a Poe:
—Antes de dos años, está en la cárcel ese muchacho.
—¿No le parece que el señor Osborne acabará por ablandarse?
—Nunca he visto que un monumento de granito se ablande.
—Realmente camina muy de prisa. Una semana lleva apenas de casado, y ya le he visto acompañando a la artista Highflyer en su coche.
El cheque recibido por George era pagadero en la casa de banca de nuestros amigos Hulker y Bullock, sita en la calle Lombard, hacia donde aquél dirigió sus pasos. Quiso la casualidad que se encontrase junto al cajero nuestro antiguo conocido Frederick Bullock, el cual, al ver al capitán, se retiró al rincón más obscuro de la dependencia. Desde allí vio, sin ser visto, cómo George retiraba las dos mil libras.
—Ha venido arrogante como un millonario —decía más tarde Frederick al viejo Osborne—. Retiró hasta el último penique… ¿Cuánto durarán esos centenares de libras a un muchacho tan derrochador como su hijo?
Juró el viejo que le traía sin cuidado que el capitán se gastase las dos mil libras aquel mismo día. Frederick Bullock comía todos los días en la casa de la plaza Russsell, ocupando el puesto que antes ocupó nuestro capitán, quien hizo todos los preparativos de marcha y pagó las compras hechas por Amelia con generosidad de gran señor.