Donde nuestros personajes principales deciden abandonar Brighton
LLEGADO DOBBIN a presencia de las señoras, en Brighton, se mostró jovial y hablador como nunca, circunstancia que demuestra cuan hipócrita se iba haciendo, a medida que pasaban los días. Procuró no dejar traslucir los sentimientos que le agitaban ni exteriorizar los temores que le hacían concebir las malas nuevas de que era portador, y que seguramente producirían sobre Amelia desastrosos efectos.
—Yo creo, George —dijo—, que el emperador de los franceses nos dará un disgusto antes de que pasen tres semanas, y que nos obligará a danzar a todos más de la cuenta, pero yo te aconsejo que nada digas a tu mujer… ¿Qué necesidad hay? Después de todo es posible que no se dispare un solo tiro y que nuestra expedición a Bélgica sea sencillamente un paseo militar. Muchos opinan así… Bruselas está llena de gentes distinguidas y de damas encopetadas.
En consecuencia, los dos amigos acordaron presentar a Amelia la perspectiva de la expedición del ejército inglés a Bélgica bajo los colores más risueños.
Puestos de acuerdo los dos conjurados, el hipócrita Dobbin saludó a Amelia con extremada jovialidad, le dirigió dos o tres cumplidos que resultaron (la verdad nos obliga a declararlo) espantosamente fúnebres, habló a continuación de Brighton, de los aires del mar, de lo divertido de aquel rinconcito, de las bellezas de la carretera y de los méritos de la diligencia y de los caballos que la arrastraban, todo ello en forma tan clara, que resultó completamente ininteligible para Amelia y divertidísimo para Becky, que acechaba al capitán con el mismo interés con que acechaba a toda persona que con ella entraba en contacto.
Hemos de hacer constar que Amelia tenía formada pobre opinión del amigo de su marido; le encontraba demasiado vulgar, demasiado torpe, pero le quería por el cariño que a su marido profesaba —lo que ella consideraba perfectamente natural—, pero a su entender, George daba grandes pruebas de generosidad concediendo su amistad a su compañero de armas… Llegaría un día en que le conocería mejor, un día en que sufrirían radical transformación sus apreciaciones con respecto a él, pero ese día estaba lejano.
A las dos horas de haber llegado Dobbin, Becky había adivinado su secreto. No era ésta santo de la devoción del capitán, hombre demasiado honrado y leal para que no sintiera repulsión instintiva hacia las zalamerías y artificios de aquélla, pero a bien que ella le detestaba y temía en secreto, aunque aparentemente le trataba con gran cordialidad y respeto. Rawdon Crawley apenas se dignó dirigirle la palabra y Joseph Sedley le habló con gran dignidad y prosopopeya.
Cuando los dos amigos se encontraron solos en la habitación de George, Dobbin sacó la carta que por encargo del señor Osborne debía poner en manos de su hijo.
—¡No es letra de mi padre! —exclamó George con alarma.
En efecto: la carta era del abogado y notario de su padre, y decía lo siguiente:
Belfort Row, 7 de mayo de 1815.
Muy señor mío: El señor Osborne me ha encargado que haga saber a usted que mantiene inquebrantables sus resoluciones, ya expresadas a usted, y que a consecuencia del matrimonio que acaba de contraer usted, cesa de considerarle para siempre como individuo de la familia. Su determinación es definitiva e irrevocable.
Aunque las sumas gastadas en su beneficio durante su menor edad, y los cuantiosos giros librados por usted contra él en los últimos años, exceden con mucho al total de la legítima a que usted tiene derecho, es decir, la tercera parte de la fortuna personal de la difunta señora Osborne, fortuna que han heredado por partes iguales usted y las señoritas Jane Osborne y Mary Osborne, me ha encargado que le haga saber que renuncia para siempre a reintegrarse, y que la cantidad de 2000 libras esterlinas, tercera parte de las 6000 libras esterlinas que constituyen la fortuna de su madre, juntamente con la renta de las mismas al 4% de interés corriente, le serán pagadas a usted o a la persona que usted designe. Suyo atento servidor,
HIGGS.
P. D. Me encarga el señor Osborne que le avise por última vez que no recibirá carta, mensaje ni recado alguno de su parte, sobre este asunto ni sobre ningún otro.
—¡Ya ves cómo me has arreglado los asuntos! —gritó George, lanzando a Dobbin una mirada salvaje—. ¡Lee esto… lee! —añadió, arrojando la carta que acababa de leer—. ¡Un mendigo, ira de Dios… gracias a mi… a mi maldito sentimentalismo! ¿Quién nos mandaba precipitar las cosas? ¿Por qué no podíamos esperar a que terminase la guerra? ¡Una bala puede acabar conmigo!, y ¿qué saldrá ganando Amelia convertida en la viuda de un pordiosero? ¡A ti te lo debo… a ti! ¡Ya me tienes casado y arruinado… ya puedes estar contento! ¿Qué hago yo con un capital de dos mil libras? ¡En dos años se acabaron… Crawley me ha ganado ciento cincuenta desde que llegó aquí!… ¡A fe que para llevar a término feliz asuntos ajenos no tienes precio!
—No negaré que la situación presenta mal cariz —contestó Dobbin, pálido como un cadáver, luego que hubo leído la carta—. Confesaré también que, conforme dices, es, en parte, culpa mía… Hombres hay, empero, que sin inconveniente se cambiarían por ti —añadió con sonrisa amarga—. ¿Cuántos capitanes tenemos en el regimiento dueños de dos mil libras esterlinas? Deberás vivir con tu paga hasta que se ablande tu padre, y si mueres, tu mujer quedará con una renta de cien libras anuales.
—¿Y crees tú que un hombre habituado a lo que yo puede vivir con su paga y cien libras más? —gritó George en el paroxismo de la cólera—. ¡Se necesita no conocerme o estar loco para hablar así, Dobbin! ¿Cómo he de sostener el lugar que en sociedad me corresponde con esa miseria? Yo no puedo variar de costumbres… ¡No me han criado con gachas, como a MacWhirter, ni con patatas como a O’Dowd! ¿He de nombrar a mi mujer lavandera de la compañía? ¿Pretendes que la obligue a seguirme metida en un carromato de víveres?
—¡No te apures, hombre, que mejor medio de locomoción le encontraremos! Lo que sí conviene que recuerdes es que eres algo así como un príncipe destronado, amigo mío, y que debes permanecer tranquilo mientras ruge la tempestad, que no creo tenga mucha duración. Haz que tu nombre aparezca en la Gaceta, y tú verás cómo consigo amainar la furia de tu padre.
—¡Mi nombre en la Gaceta!… —repitió George—. ¡Aparecerá, sí, pero entre los muertos, y seguramente a la cabeza de la lista!
—¡Calla, George, calla! Dejemos las lágrimas para cuando llegue el momento… y ten en cuenta que si algo te ocurriese o me ocurriese, yo, que no soy pobre de solemnidad, ni hombre casadero, no he de olvidar en mi testamento… a mi ahijado.
Terminó la disputa como terminaban todas las que entre Osborne y Dubbin se suscitaban, es decir, declarando el primero que era imposible reñir con el segundo, y perdonándole generosamente después de haberle regañado sin motivo.
—¿Sabes en qué estoy pensando, Becky? —preguntó Rawdon Crawley a su mujer, que estaba vistiéndose para comer en su habitación.
—Si no me lo dices… —respondió la interpelada, que parecía la imagen de la inocencia y de la felicidad.
—¿Qué hará la señora de George Osborne cuando el regimiento a que pertenece su marido marche a la guerra?
—Supongo que llorará desconsolada. Infinidad de veces la he visto lloriqueando cuando la he hablado de esa contingencia.
—Por lo visto a ti te importa poco, ¿eh?, que vaya yo a la guerra…
—¡No seas tonto!… Si tú vas, estoy resuelta a acompañarte. Además, tu situación es muy diferente; irás en todo caso como ayudante de campo del general Tufto… Nosotros no somos de infantería —añadió Becky, echando atrás la cabeza con gracia tan encantadora, que su marido no pudo menos de darle un beso—. Oye… Rawdon… ¿no te parece que convendría que sacases ese dinero a Cupido antes de que se vaya?
Becky llamaba Cupido a George. Veinte veces le había insinuado que le encontraba guapo; con frecuencia le miraba con cariño cuando aquél pasaba a las habitaciones de Rawdon antes de recogerse, a cada paso le decía que era un perdido, y le amenazaba con contar a Amelia sus picardías; cuando George quería fumar, ella le pedía el cigarro y se lo encendía, maniobra cuyos efectos conocía perfectamente, por haberla practicado tiempo antes con Crawley. George la encontraba traviesa, alegre, distinguée, deliciosa. Durante los paseos y comidas, Becky eclipsaba a la pobre Amelia, la cual se quedaba entre su hermano Joseph y Rawdon Crawley, muda y tímida, mientras la primera correteaba bulliciosa con su marido.
Algo intranquilizaba a Amelia la conducta de su amiga, cuyo talento, donaire y alegría la privaban con frecuencia del reposo. Una semana llevaba de casada, y ya George había contraído el ennui, ya prefería la compañía de otros a la suya. Temblaba la pobrecilla pensando en el porvenir.
—¡Él, tan instruido —pensaba la desgraciada—, tan brillante, y yo tan humilde y tan necia!… No soy digna de estar a su lado… ¡Qué nobleza, qué generosidad la suya, qué sacrificio hizo abandonándolo todo para casarse conmigo!… ¡Debí negarme… pero me faltó el valor!… ¡Mi obligación habría sido quedarme en casa, cuidando siempre de mi pobre papá…! ¡He sido egoísta, mala hija… egoísta, por haber obligado a George a casarse conmigo, mala hija por haber abandonado a mi padre en su desgracia! No soy digna de George… me consta que George hubiese podido ser feliz sin mí…
Triste, muy triste es que pensamientos como éstos llenen la mente de una recién casada, y que confesiones como las expuestas broten de los labios de la mujer que, siete días antes, consagró su existencia al hombre a quien amaba, pero así era por desgracia. ¿Sin motivo? El lector juzgará.
La víspera de la llegada de Dobbin, en una noche tibia y embalsamada del mes de mayo, George y Becky, apoyados sobre el antepecho del balcón, contemplaban la llanura argentada del océano, mientras Rawdon y Joseph jugaban en el interior de la estancia una partida de naipes, y Amelia, recostada sobre un diván, contemplaba a entrambas parejas, relegada al olvido general, triste y sin más compañía que la de la desesperación y del remordimiento. ¡Triste presente después de una semana escasa de matrimonio!… Y si triste era el presente, el porvenir se presentaba tan espantoso, que la desventurada quería cerrar los ojos para no verlo.
—¡Encantadora noche! —exclamó George, dando una chupada a su tabaco.
—Deliciosa, sí… adoro las noches como ésta —contestó Becky—. Parece mentira que entre nosotros y la luna medie una distancia de doscientas treinta y seis mil ochocientas cuarenta y siete millas… No tengo mala memoria, ¿eh? ¡Bah! Esta y otras tonterías las aprendimos en el colegio de la señorita Pinkerton… ¡Qué tranquila está la mar, y qué clara noche, y qué brillante todo!… ¡Si casi se distinguen las costas de Francia!… ¿A que no acierta usted qué pienso hacer la mañana menos pensada? Soy nadadora de primera fuerza… acaso haya oído usted hablar de mis habilidades como tal… Pues bien: el mejor día, cuando la vieja compañera de mi tía Crawley… supongo que la recordará usted… la vieja de la nariz de lechuza… la Briggs… repito: cuando esa vieja se meta en el baño, me zambullo bonitamente, llego hasta ella, la agarro por los pies, y la obligo a que se reconcilie con las olas. ¿No le parece sublime la idea?
George principió a reír estrepitosamente ante la perspectiva de la entrevista acuática en proyecto.
—¡Vaya una algazara, amigos! —gritó Rawdon, golpeando sobre la mesa de juego.
Amelia, que sufría lo indecible, segura de que no le sería posible contener por más tiempo los sollozos que subían hasta su garganta, se retiró a su habitación para dar curso libre a sus lágrimas.
En el capítulo que estoy escribiendo, nuestra historia seguirá un curso desigual, avanzando y retrocediendo; tan pronto nos ocuparemos del mañana como volveremos al ayer, con riesgo evidente de convertirla en un todo confuso y enmarañado. Téngase presente, empero, que en los palacios reales, mientras el coche de las señoras del capitán Pérez se pasa minutos y minutos esperando turno para salir por las monumentales puertas destinadas al efecto, los de los embajadores y altos dignatarios salen sin tropiezo ni inconveniente por otra puerta, no tan ancha como aquéllas, pero que encuentran siempre expedita. En los ministerios ocurre otro tanto: una docena de pretendientes esperan pacientemente en la antecámara el feliz momento de ser admitidos en el despacho del ministro, les han dicho que la entrada obedecerá a un turno riguroso, pero llega un personaje eminente y penetra sin turno en el despacho, sin dignarse mirar siquiera a los que en la antecámara quedan esperando. Otro tanto ocurre con las narraciones novelescas, en que, con frecuencia, el novelista se ve obligado ejercer una especie de justicia sumamente parcial. Claro está que su obligación es no omitir incidentes grandes ni chicos, pero sobre éstos deben tener prelación los acontecimientos de importancia. Ahora bien: siendo tan trascendental la nueva que Dobbin llevaba a Brighton, es decir, la referente a la orden de marcha del regimiento de Guardias a Bélgica, donde debían reunirse los ejércitos aliados a las órdenes del duque de Wellington, bien acreedora era a la distinción de ser antepuesta a las circunstancias de menor cuantía que componen la parte principal de esta historia, aunque de ello resulte cierto desorden. Por otra parte, bien poco hemos adelantado desde el capítulo XXII; total, hemos colocado a nuestros principales protagonistas en sus cuartos de vestir, preparándose para sentarse a la mesa el día de la llegada del capitán Dobbin, sin hacer nada nuevo, toda vez que diariamente se vestían y comían.
George guardaba demasiadas consideraciones a su mujer, o bien embargaba toda su atención la obra de hacer el lazo de su corbata, para llevar corriendo a Amelia las noticias que su amigo acababa de traerle de Londres. Entró, empero, en el cuarto de su mujer, llevando en la mano la carta del abogado-notario de su padre, y con expresión tan solemne e importante, que Amelia, que a todas horas temía desgracias, imaginó que todas las calamidades de la tierra acababan de caer sobre ellos. Corrió temblando al encuentro de su marido y le suplicó que se lo dijera todo, que no tuviera secretos para ella.
—¿Has recibido orden de marchar? ¿Debéis batiros la semana próxima?
George eludió con respuestas evasivas todo cuanto con la marcha al extranjero tenía relación, y, moviendo melancólicamente la cabeza, dijo:
—No, Amelia… no se trata de eso… ni me inquieto por mí, sino por ti. He recibido noticias muy malas de mi padre… Ha roto conmigo toda clase de relaciones, me cierra la puerta de su casa… nos condena a la miseria. Por mí no me importa… yo sabría sufrir con resignación las privaciones… pero ¿y tú? Toma y lee…
Con mirada que reflejaba alarma y ternura infinita escuchó Amelia la expresión de los generosos sentimientos de su marido y tomó la carta que George le alargaba con aire hermoso de mártir resignado. Sus alarmas desaparecieron con la lectura del documento, que nunca desagradó a una mujer enamorada la perspectiva de compartir pobreza y privaciones con el objeto de su amor.
—¡Oh, mi querido George! —exclamó—. ¡Cuánto te hará sufrir la actitud de tu papá… Verte separado de él…!
—Mucho, es cierto —contestó George con cara agonizante.
—Pero su cólera no puede ser duradera… Te perdonará, quiero creerlo… ¡Oh!… ¡Yo sí que no podría vivir, no me lo perdonaría nunca, si por culpa mía fueses desgraciado!
—No es mi desgracia la que me apura, mi pobre Amelia, sino la tuya. La pobreza a mí no me da miedo, aparte de que presumo, y no me acuses de vanidoso, presumo que tengo talento bastante para ganarme la vida.
—¡Oh, sí!… Talento tienes de sobra —exclamó Amelia.
—Repito que mi suerte no me asusta, pero tú… queridita mía, ¿cómo has de resignarte a renunciar a la vida y al puesto que mi esposa tiene derecho a ocupar en sociedad? ¡Mi mujercita adorada en un cuartel!… ¡Mi cielo casada con un militar que acaso haya de ir a la guerra!… ¡Mi ídolo expuesto a toda clase de desventuras y privaciones!… ¡Me desespera pensarlo!
Alborozada Amelia, al ver que ella sola era el objeto de la solicitud de su marido, le tomó las manos, las oprimió amorosamente entre las suyas y, con el semblante radiante y risueño, empezó a gorjear una de sus romanzas favoritas, cuya heroína, después de echar en cara a su amante sus repetidas frialdades, le promete que le remendará los calzones y le preparará el ponche, siempre que él le prometa ser constante, quererla mucho y no olvidarla.
—Además —dijo, después de una pausa, durante la cual recobró todo el esplendor y la belleza que hacen adorable a la mujer—, ¿no componen una fortuna colosal dos mil libras esterlinas?
George rió la naiveté de su mujer, y entrambos bajaron a comer.
La comida, que prometía ser triste, fue animada y alegre. La excitación de la próxima campaña dio al traste con la depresión que en el ánimo de George había producido la carta que le desheredaba. Dobbin continuaba decidor y animado como nunca. Divirtió a los comensales recitándoles cuentos referentes al ejército de Bélgica, que iba de fiesta en fiesta y de diversión en diversión. Habló a continuación, atento al objeto que perseguía, de la actividad con que la comandanta O’Dowd preparaba sus equipajes y los de su marido, dijo que en una caja especial había colocado las charreteras más lujosas de este último juntamente con su tricornio más flamante, y en otra, su famoso turbante amarillo adornado con la pluma de ave del paraíso, y preguntó a sus oyentes si les parecía que aquella pareja haría un papel muy brillante en los salones de la Corte en Gante o en los bailes militares de Bruselas.
—¡Gante… Bruselas! —exclamó Amelia, vivamente alarmada—. Pues qué: ¿ha recibido el regimiento orden de marchar, George?
—No te asustes, querida —contestó con dulzura George—. Total, ya ves, una travesía de doce horas… No te sentará mal… porque supongo que querrás venir con nosotros, Amelia.
—Yo estoy resuelta a ir —dijo Becky—. Formo parte del Estado Mayor… El general Tuf to es un gran admirador mío… ¿no es verdad, Rawdon?
Rawdon soltó una de sus atronadoras carcajadas: Dobbin se puso rojo como la sangre.
—¡Locura… no puede ir! —exclamó—. Tengan en cuenta el…
Iba a añadir «el peligro», pero como toda la comida venía diciendo que no había ninguno, se interrumpió, se confundió, y guardó silencio.
—Debo ir e iré —gritó Amelia con gran resolución.
George aplaudió su valor y dijo que anhelaba llevarla en su compañía.
Terminada la comida, Becky enlazó con su brazo la cintura de su amiga y salió con ésta del comedor, dejando a los hombres en libertad de discutir asuntos de importancia y de beber sendas botellas de vino.
Rawdon había recibido aquella noche un billetito muy confidencial de su esposa. Apenas leído lo quemó a la llama de una bujía, pero el novelista, que tuvo la fortuna de leerlo, cree conveniente reproducirlo aquí para conocimiento de sus lectores. Decía así:
Grandes noticias… Se ha marchado la señora Bute Crawley… Saca esta noche el dinero a Cupido, porque mañana será tarde: no lo olvides.
R.
En consecuencia, mientras las señoras esperaban la llegada de los caballeros para tomar el café, Rawdon dijo con gracia exquisita a Osborne:
—Si no temiera serle molesto, le rogaría que arreglásemos aquella cuentecilla…
Molesto era desde luego a George arreglar cuentecillas, pero, esto no obstante, entregó a su amigo un buen fajo de billetes de banco y le firmó una letra contra su agente, a ocho días vista, por saldo de cuenta.
Ultimado este asunto, George, Dobbin y Joseph celebraron consejo de guerra y convinieron trasladarse a Londres al día siguiente, utilizando el carruaje de Joseph. Éste habría preferido continuar en Brighton mientras allí permaneciese el matrimonio Crawley, pero hubo de rendirse a las razones de George y de Dobbin y se comprometió a llevarles a la ciudad, a cuyo efecto mandó que enganchasen al coche cuatro caballos, como convenía a su dignidad. Emprendieron el viaje a la mañana siguiente después del desayuno. Amelia se había levantado muy temprano para hacer los baúles, y George permaneció en la cama, deplorando que la falta de una doncella obligase a su querida Amelia a encargarse de aquel trabajo. Amelia se despidió de Becky con sendos besos aunque los celos mordían ya en su corazón.
Otros amigos antiguos nuestros tenemos en Brighton, además de aquellos de cuyas idas y venidas acabamos de hablar: la señorita Matilde Crawley, por ejemplo, y las personas que la rodeaban y servían. Ahora bien: aunque Rawdon vivía con su mujer a pocos tiros de piedra de la residencia ocupada por la convaleciente, las puertas de la casa permanecían tan cerradas para él como las de la mansión de Londres. Mientras al lado de la enferma estuviese su cuñada Martha, buen cuidado tendría ésta de que el sobrino no excitase con su presencia los nervios de Matilde. Si la anciana daba un paseo, su cuñada ocupaba en el carruaje parte de su mismo asiento, si la primera se sentaba en una silla de brazos, Martha cubría uno de sus flancos y la leal Briggs el otro, y si alguna vez la casualidad hacía que en sus paseos se cruzasen con Rawdon, aunque éste se descubría obsequioso, jamás recibía su saludo contestación alguna, lo que principiaba ya a desesperar a Rawdon.
—Para lo que aquí conseguimos, tanto daría que viviésemos en Londres —solía decir Rawdon.
—Siempre es preferible una buena fonda en Brigliton a una casa destartalada en la Chancery Lañe —replicaba su mujer—. Además acuérdate de los dos ayudantes de campo del señor Moss, el secretario del juzgado, que habían montado guardia permanente frente a la puerta de nuestra casa. Estúpidos son nuestros amigos de aquí, pero entre los señores Joseph Sedley y nuestro Cupido, y los dependientes del señor Moss, me quedo con los primeros amigo mío.
—Temo que esas gentes sepan encontrarme aquí.
—Cuando te encuentren, también nosotros hallaremos manera de escabullimos… Por lo pronto, en Joseph Sedley y George Osborne hemos encontrado la manera de disponer de fondos.
—Que apenas si bastarán para pagar la cuenta de la fonda.
—¿Y qué necesidad tenemos de pagarla? —replicó Becky, quien tenía soluciones para todo.
Por conducto del ayuda de cámara de Rawdon, quien continuaba sus relaciones con la servidumbre masculina de la solterona y convidaba a beber al cochero de la misma cuantas veces le encontraba, el joven matrimonio estaba muy al tanto de todos los movimientos de aquélla. Por añadidura… y por fortuna, Becky se puso enferma, llamó al médico de la tía de su marido, y gracias a éste, su información era todo lo completa que podía desear. Tampoco adoptó actitudes hostiles al matrimonio la señorita Briggs, aunque oficialmente hubiera de declararse enemiga: era de condición amable, predispuesta al perdón, y desaparecida la causa que motivó sus celos, se acordó del buen humor constante y dulces palabras de Becky, y desapareció también su antipatía, a lo que contribuyó poderosamente el yugo tiránico que la triunfadora Martha de Crawley impusiera a toda la servidumbre alta y baja de la casa.
Conforme suele ocurrir con mucha frecuencia, aquella mujer, buena en el fondo, pero imperiosa, extremó hasta lo inverosímil su situación ventajosa, y dio caracteres de insoportabilidad a su triunfo. Breves semanas le bastaron para reducir a la enferma a tal estado de docilidad, que la pobre obedecía las tiránicas órdenes de su cuñada sin atreverse siquiera a quejarse de su esclavitud a sus fieles Briggs y Firkin. Martha medía los vasos de vino que la convaleciente podía tomar, con perjuicio evidente del mayordomo y de la Firkin, los cuales se encontraron despojados hasta del derecho de disponer de una mísera botella de jerez. Tarde, noche y mañana se presentaba a la enferma con los abominables mejunjes ordenados por el médico, y la obligaba a tragárselos con obediencia pasiva tan ejemplar, que la Firkin solía comparar a su señora con un corderito sin piel. Prescribía los paseos que había de dar en carruaje, tasaba las horas que debía permanecer en la playa; en una palabra: trató a la convaleciente como sólo pueden hacerlo las mujeres en cuyos pechos laten corazones maternales. Si alguna vez la enferma se atrevía a resistirse débilmente, y suplicaba que aumentasen la ración de comida y disminuyesen un poquito la de medicina, su cariñosa enfermera la amenazaba con una muerte fulminante, lo que bastaba para que Matilde se diera en el acto a partido.
Resuelta estaba Martha a despedir a la Firkin, al señor Bowls, y a la mismísima señorita Briggs, y a hacer venir a sus hijas, como requisito previo al traslado de la enferma a la rectoría, cuando sobrevino un odioso accidente que la alejó de una casa donde tan a gusto se encontraba. Su marido, al regresar una noche a su casa, cayó del caballo y se fracturó la clavícula. Sobrevino la fiebre, se presentaron síntomas de inflamación, y Martha hubo de salir del condado de Sussex para trasladarse al Hampshire. Después de prometer muy formalmente que volvería a cuidar a su queridísima enferma tan pronto como se iniciase la convalecencia de su marido, se despidió, mas no sin dictar disposiciones severísimas con respecto a lo que la servidumbre debía hacer con la enferma. No bien tomó asiento en la diligencia de Southampton, se declaró el júbilo en la casa que abandonaba, cuyos moradores celebraron un jubileo como no se había conocido en varios meses antes. Aquel mismo día suprimió Matilde la dosis de medicina que la obligaban a tomar por las tardes; aquella misma tarde descorchó el señor Bowls una botella de jerez para uso suyo y de la Firkin; aquella misma noche entablaron la convaleciente y la señorita Briggs una partida de cientos, en vez de regodearse con un sermón de Porteus.
Dos o tres veces por semana, acostumbraba la señorita Briggs meterse en el baño. Becky, que conocía esta circunstancia, resolvió asaltarla a su salida del baño, suponiendo, y no sin razón, que, vigorizada y refrescada por la ablución, probablamente estaría de excelente humor.
En consecuencia, dejó muy temprano el lecho, se armó de su anteojo de larga vista, tomó asiento frente a un balcón que daba a la playa, y no tardó en ver llegar a la Briggs. Ésta entró en la caseta y poco después en el mar. Becky se dirigió a la playa, llegando en el momento preciso en que la ninfa que motivaba su paseo salía del baño. Dejó que aquélla entrase en la caseta, pero no bien salió vestida, le tendió su manecita blanca y aristocrática, dirigiéndole al propio tiempo la más amable y seductora de sus sonrisas.
—¡Ah, señorita Re… señora de Crawley! —exclamó la Briggs.
Becky estrechó la mano de la señorita de compañía, la estrechó contra su pecho, y luego, cual si cediera a un impulso irresistible de emoción repentina, echó sus brazos alrededor del cuello de aquélla, la besó con efusión sincera o fingida, y exclamó, con acento que hizo llorar a la Briggs y hasta enterneció a la bañera:
—¡Ah, mi buena, mi querida amiga!
Sin dificultad obtuvo Becky largas, minuciosas y deliciosas confidencias de la Briggs. Todos los sucesos en la casa de Matilde desde el día de la súbita desaparición de Becky hasta aquel en que tuvo lugar la bendita partida de la señora Martha, fueron narrados y comentados por la señorita Briggs. Detalles de la dolencia de la señora, síntomas, plan curativo, pronósticos del médico, medicinas, alimentación, todo fue explicado con ese lujo de detalles que tanto gusta a la mujer. Ni la Briggs se cansaba de contar, ni Becky de escuchar. Terminado el relato, Becky dijo que estaba agradecida, agradecidísima, a la incomparable señorita Briggs, y la nunca bastante ponderada señorita Firkin, cuya abnegación les dio fuerzas para permanecer al lado de su señora durante su enfermedad. A continuación manifestó que la señorita Matilde tenía derecho sobrado para quejarse de su comportamiento, que en realidad no se condujo bien con ella, pero añadió que su falta era, en medio de todo, excusable, que fuerzas superiores la movieron a entregar su mano al hombre que se había apoderado de su corazón. Briggs, que era sentimental, alzó los ojos al cielo, lanzó un suspiro y se dijo mentalmente que Becky no era tan gran criminal como a primera vista parecía.
—¿Podré yo nunca olvidar a la santa mujer que con tanto cariño trató a la pobre huérfana? —dijo Becky—. ¡No… nunca!… Me ha cerrado las puertas de su casa, pero, esto no obstante, la querré siempre, y a su servicio consagraré mi vida entera. Como bienhechora mía que ha sido, como tía que es de mi Rawdon, amo y admiro a la señorita Matilde, la quiero más que a ninguna otra mujer del mundo, y, después de ella, amo y admiro a las personas que la quieren y son fieles. Por nada del mundo hubiese yo tratado a las amigas cariñosas de la tía de mi marido como las ha tratado esa odiosa señora Martha. Rawdon, que es todo corazón, aunque su exterior parezca indiferente y hasta brusco, me ha repetido mil veces con lágrimas en los ojos que el cielo, sin duda, colocó junto a su adorable tía dos personas tan fieles y tan admirables como la señorita Briggs y la Firkin. Si las maquinaciones de la horrible señora Martha hubiesen dado todo el resultado que aquélla se prometía, como Rawdon y yo temíamos, si hubiese llegado a alejar del lado de la enferma todas las personas que de veras le quieren, para dejarla entregada a las arpías de su familia, yo hubiese ofrecido a ustedes mi casa, y como el peligro no ha desaparecido todavía, le ruego que, si llega el caso, se acuerde de que nuestro hogar, aunque humilde, siempre tiene un hueco para recibir a la señorita Briggs… ¡Ah, mi querida amiga!… ¡Hay corazones que nunca olvidan los beneficios recibidos!… ¡No todas las mujeres son Marthas de Crawley!… Pero, a decir verdad, no puedo quejarme de ella, pues si es cierto que he sido instrumento inconsciente, juguete, y luego víctima de sus malas artes, no lo es menos que le soy deudora de mi querido Rawdon.
Becky expuso a continuación la historia de las maniobras de Martha, en Crawley de la Reina, maniobras que entonces no comprendió, pero que los acontecimientos se habían encargado luego de explicar. Preparó y alentó, valiéndose de mil artificios, unas relaciones que, al cristalizar en un matrimonio, ocasionaron la ruina de los incautos que tan inocentemente se dejaron prender en sus redes.
No mentía Becky: la señorita Briggs vio la estratagema con claridad meridiana. El matrimonio de Rawdon y de Becky era obra de Martha. Briggs comprendió que Becky era inocente, pero añadió que temía mucho que la tía de su marido le hubiese enajenado las simpatías de la solterona para siempre, y que esta última no perdonase jamás a su sobrino por haber contraído un matrimonio imprudente.
No desanimó esta opinión a Becky, que tenía formada la suya propia. Aunque Matilde no perdonase de presente a su sobrino, no era imposible que la labor persistente del tiempo acabase con su cólera. Además: entre Rawdon y el título de barón no existía más que la enfermiza persona de Pitt Crawley, y si a éste le acontecía algo, la situación del primero variaría por completo. De todas suertes, de la conferencia que acababa de tener se prometía excelentes resultados; quedaban expuestas a la luz del sol las maquinaciones e intrigas de Martha, y esto era mucho.
Becky, al cabo de una hora de conversación con su recobrada amiga, se despidió con vivas demostraciones de cariño, segura de que no pasarían muchas horas sin que todas sus palabras fuesen fielmente repetidas a Matilde Crawley.
Desde la playa volvió Becky presurosa a la fonda, y repitió a su marido la conversación que acababa de tener, manifestándole que abrigaba hermosas esperanzas, y consiguiendo que aquél las compartiese.
—Ahora, querido mío, siéntate, toma la pluma, y escribe una carta a tu tía, asegurándole que eres buen muchacho, etc., etc.
Obedeció Rawdon. Tomó la pluma y escribió con gran soltura: «Mi querida tía», pero la imaginación del apuesto capitán no dio más chispas. En vez de continuar escribiendo, volvió su cara hacia su mujer y quedó contemplándola, mordisqueando las barbas de la pluma. Becky no pudo contener la risa, principió a pasear por la estancia con las manos en la espalda, y dictó lo siguiente:
Mi querida tía: Antes de partir para tierras extranjeras y de tomar parte en una campaña que muy probablemente puede serme fatal…
—¡Diablo! —exclamó Rawdon sorprendido.
Dióse, empero, cuenta del objeto de la frase, guiñó un ojo y se dispuso a continuar escribiendo:
… que muy probablemente puede serme fatal, he venido acá…
—¿No sería más gramatical escribir aquí, Becky?…
… he venido acá —insistió Becky— con objeto de decir adiós a mi mejor y más antigua amiga. ¡Ah! Antes de alejarme de usted, probablemente para siempre, le suplico que me permita estrechar y besar una vez más esa mano que tantos beneficios me ha prodigado. Un solo deseo, un solo anhelo tengo: que no me deje marchar llevando como bagaje el dolor de dejarla airada contra mí. Comparto el noble orgullo de mi familia, bien que sin exagerarlo, como ella, en ciertos puntos: me casé con la hija de un pintor, y no me avergüenza esta unión…
—¡Que me cosan a puñaladas si no me enorgullezco de ella! —exclamó Rawdon.
—Calla, tonto —contestó Becky, agarrándole por una oreja y examinando lo escrito hasta allí, por si encontraba alguna falta de ortografía—. Adelante:
Siempre creí a usted informada y al tanto de los progresos de mis relaciones, que mi tía Martha favorecía y alentaba, pero no es mi intención censurar la conducta de nadie; me casé con una mujer pobre, pero no sólo no me arrepiento de lo hecho, sino que me felicito. Disponga usted de su fortuna, tía querida, en la forma que tenga por conveniente, déjela a quien le plazca, que yo no he de quejarme jamás ni he de censurar su libre disposición. Quiero convencer a usted de que es su persona y no su dinero lo que su sobrino quiere y ha querido siempre. Quisiera reconciliarme con usted antes de salir de Inglaterra; dentro de breves semanas, dentro de breves meses, es probable que fuera tarde, y no puedo habituarme a la idea de abandonar este país sin llevar conmigo el consuelo de una palabra de despedida de su boca.
—No reconocerá mi estilo —dijo Becky—. La redacción es tuya; así ha de creerlo tu tía.
La carta fue incluida en otra dirigida a la señorita Briggs.
La vieja solterona soltó la carcajada cuando Briggs, con aires de gran misterio, puso en sus manos aquella cartita ingenua y leal.
—Léemela, Briggs, ahora que no puede oponerse mi buena cuñada —dijo Matilde.
Si mucho había reído la solterona al recibir la carta, más rió después que le fue leída.
—¿No ves a la legua, gansa —preguntó a la Briggs, que parecía muy conmovida ante tal prueba de cariño auténtico—, que ni una sola de esas palabras es de Rawdon? En su vida me dirigió mi sobrino una letra como no fuera para pedirme dinero, aparte de que sus cartas son modelos de mala ortografía y peor redacción. La carta es de la culebrilla que le maneja a su capricho… ¡Todos son iguales!… ¡Todos me quieren muerta, para repartirse mis despojos! No me importa ver a Rawdon —añadió después de una pausa, con tono de glacial indiferencia—. Me da lo mismo despedirme de él que no. Con tal que no provoque escenas desagradables, ¿por qué he de negarle mi despedida? Venga, pues, Rawdon, pero la paciencia humana tiene sus límites y la mía también: a su mujer no quiero verla… me es imposible soportar su presencia.
Satisfizo a la señorita Briggs poder ser mensajera de aquella esperanza de reconciliación a medias y pensó que el medio más indicado para poner al sobrino en contacto con la tía era aconsejar al primero que esperase en el Farallón a la hora en que la segunda solía salir a respirar el aire fresco.
En el lugar mencionado se encontraron. Ignoro si Matilde Crawley experimentó un átomo de emoción o de sensibilidad al ver a su sobrino favorito, lo que sí puedo afirmar es que le alargó dos dedos de su mano con cara sonriente y expresión de buen humor, exactamente lo mismo que si se hubiesen visto horas antes. Rawdon, por su parte, se puso rojo como el carmín y saludó con tierna efusión a la señorita Briggs, dando pruebas de gran confusión y de viva emoción.
—La vieja siempre se portó conmigo generosamente, y me sentí un poco desconcertado —decía luego Rawdon a su mujer—. La seguí hasta la puerta de su casa, donde Bowls la ayudó a entrar. También quería entrar yo, ya lo creo, pero…
—¿No entraste, Rawdon? —gritó su mujer.
—No, querida, no entré, y bien sabe Dios que estaba decidido a entrar.
—¡Debiste entrar a pesar de todo, y no volver a salir, majadero!
—¡Mira, suprime los epítetos, que no me gustan! —exclamó él capitán con cara fosca—. Es posible que haya yo sido un majadero, pero tú, menos que nadie, puedes decírmelo.
—¡Bueno! Mañana la esperarás otra vez, y te pegarás a ella, quiera o no quiera. Ya ves que nos conviene —repuso Becky, procurando calmar la irritación de su cara mitad.
Contestó Rawdon diciendo que haría lo que le pareciese más conveniente y rogando a Becky que en lo sucesivo fuese más comedida en el hablar.
Momentos después se despedía de su mujer el lastimado marido, y pasaba la tarde entera en los billares, taciturno, sombrío y como receloso.
—Rawdon envejece y engorda que es un prodigio, Briggs —decía aquella noche la señorita Matilde a su dama de compañía—. Su nariz se pone espantosamente colorada y el aspecto general de su persona pierde la distinción que antes le caracterizaba. Su matrimonio con esa cualquiera le ha vulgarizado. Siempre me repetía Martha que se emborrachaban los dos a diario, y ya no me cabe duda de que decía verdad… Sí… apestaba a ginebra… Lo noté… ¿no lo advertiste tú?
—Tenga presente, señora, que la señora Martha hablaba mal de todo el mundo —respondió Briggs—. Mi posición es humilde en exceso para poder juzgar con acierto, pero a mí me parece que la señora Martha es…
—¿Intrigante, verdad? Claro que lo es, como también es cierto que habla mal de todo el mundo… pero tengo la seguridad absoluta de que esa mujer ha hecho de Rawdon un borracho… Todas las gentes de baja condición…
—Se emocionó mucho cuando la vio a usted —interrumpió la Briggs—. Si tiene usted en cuenta que va a la guerra, y que los campos de batalla…
—Oye, Briggs: ¿cuánto dinero te ha prometido? —gritó la vieja dejándose llevar de uno de sus accesos de ira—. ¡Lo de siempre… lagrimitas… sollozos!… ¡Ya sabes que detesto las escenas de sentimentalismo!… Pero ¿es que te has propuesto desesperarme? ¡Vete a llorar a tu cuarto y di a la Firkin que venga a hacerme compañía… pero no, espera; siéntate, seca esa nariz que parece el cauce de un riachuelo, y escribe una carta al capitán Crawley!
Sentóse la Briggs y tomó la pluma.
—Encabeza la carta con un «Muy señor mío… o Muy distinguido señor mío», y di a mi sobrino que, por encargo mío… ¡No! Por encargo de mi médico, le haces saber que mi salud está muy quebrantada, que las emociones fuertes pueden ser ocasión de graves daños… y que me es absolutamente preciso huir de toda clase de discusiones o conferencias de familia. Di que le agradezco que por verme haya venido a Brighton, pero que le ruego que se vaya, que no se moleste por mí, y añádele que le deseo un bon voyage y que si se toma la molestia de visitar a mi notario, cuyas señas conoce, encontrará un recado para él. Esto último será bastante para que inmediatamente se vaya de Brighton.
La señorita Briggs escribió la carta.
—Pretender echarme su garra el mismo día en que me deja Martha es el colmo del cinismo —exclamó la vieja—. Mira, Briggs; no dejes la pluma, que vas a escribir otra carta… Dirígela a la señora Martha de Crawley, y dile que no se moleste en volver, que no quiero que vuelva, que no la dejaré entrar en mi casa, que… que no quiero ser una esclava donde soy señora única, que no quiero que me mate de hambre y que me envenene con pócimas y mejunjes… ¡Es lo que quieren todos… todos… matarme… matarme!…
La buena señora prorrumpió en gritos y lágrimas histéricas.
Acercábase para ella el último acto de la comedia representada en la feria de las vanidades, las bujías de su existencia se apagaban una a una, el fúnebre telón estaba a punto de caer.
El párrafo último de la carta inspirada por Matilde Crawley, el que la Briggs escribió con viva satisfacción, consoló algún tanto al capitán de dragones y a su mujer, quienes habían quedado consternados al leer la terminante negativa de reconciliación que la misiva les comunicaba. Para obligarle a regresar a Londres lo había mandado escribir la vieja solterona, y lo cierto fue que consiguió su objeto.
Gracias a las cantidades ganadas en el juego a Joseph y a George, pagó el capitán la cuenta de la fonda, sin que el fondista sospechase probablemente lo abocado que estuvo a consignarla en el registro de partidas fallidas, pues así como el buen general envía sus equipajes a la retaguardia antes de dar comienzo a la batalla, así Becky había enviado a Londres con la anticipación conveniente todas sus ropas y objetos de valor. Al día siguiente siguieron los señores a sus equipajes.
—Hubiese querido ver a la vieja antes de marcharnos —dijo Rawdon—. La encontré tan acabada, que no creo que dure mucho… ¿Qué cantidad crees que me entregará su notario?… ¿Doscientas libras?… No creo que sean menos, ¿verdad, Becky?
A fin de evitarse las repetidas visitas de los escribanos y alguaciles del juzgado de Middlesex, nuestros amigos se guardaron muy bien de volver a su casa de Brompton, prefiriendo hospedarse en una fonda. Al día siguiente al de su llegada tuvo Becky ocasión de verlos, al pasar por el barrio mencionado para hacer una visita a Amelia. Supo que sus amigos habían salido para Harwich, donde embarcaban con el regimiento para Bélgica.
A su regreso a la fonda, Becky encontró a su marido furioso.
—¡Ira de Dios, Becky! —bramó—. ¡No me han dado más que veinte libras!
Aunque la broma era harto pesada, Becky no pudo contener la risa al ver la furia de su marido.