Capítulo XXIV

El señor Osborne Bokka un nombre de la Biblia de familia

PREPARADAS LAS HERMANAS de George, William Dobbin se apresuró a trasladarse a la City, donde debía llevar a cabo la parte más delicada y difícil de su tarea. La perspectiva de encontrarse frente a frente con el viejo Osborne le traía sumamente nervioso, tanto, que no dejó de ocurrírsele más de una vez la idea de dejar a las jóvenes la misión de revelar el secreto, seguro de que la reserva femenina no lo guardaría mucho tiempo. Pero era el caso que había prometido a George darle cuenta del efecto que en el inexorable padre producía la noticia, y, esclavo de su palabra, se dirigió a las oficinas que Osborne tenía en la calle del Támesis, e hizo pasar una tarjeta con una nota solicitando media hora de conversación particular, a fin de tratar de asuntos de George. El portador de la tarjeta volvió diciendo de parte del viejo que sería para él un placer ver al capitán inmediatamente.

Entró el capitán en las oficinas del señor Osborne con la conciencia no del todo tranquila y previendo una conferencia altamente desagradable y tempestuosa, de aquí que lo hiciera con rostro serio y expresión de azoramiento.

Osborne se levantó del sillón, recibióle con un apretón de manos muy cordial, y preguntó con tono de buen humor:

—¡Hola, muchacho!… ¿Qué tal andamos?

Nuevos remordimientos hicieron presa en el corazón del embajador de George al verse recibido tan cariñosamente. Dábase mucha culpa de lo sucedido; pensaba que fue él quien llevó a George a los pies de Amelia, quien aplaudió, alentó y condujo a buen término el matrimonio que iba a revelar a quien acogería la noticia con explosiones de cólera terrible; y esa persona, ese caballero cuya cólera iba a despertar, le recibía con extremado cariño.

Daba por cierto y averiguado el viejo Osborne que Dobbin le visitaba para pactar la capitulación de su hijo, la sumisión completa, su deseo de obedecer a un padre que nada deseaba más que su bien. La decepción que le esperaba era terrible.

Dobbin acabó por hacer un llamamiento a su valor, y dijo:

—Soy portador de noticias de suma gravedad. Esta mañana estuve en el cuartel, donde nadie duda que nuestro regimiento se encontrará en camino para Bélgica antes de fines de semana. Ahora bien: sabe usted perfectamente que no regresaremos sin reñir algunas batallas que, para muchos de nosotros, habrán de ser fatales.

El semblante del viejo Osborne se puso grave.

—Mi… el regimiento sabrá cumplir con su deber, capitán —respondió.

—El ejército francés es muy fuerte —prosiguió Dobbin—. Los rusos y los austríacos tardarán tiempo en enviar tropas al teatro de la guerra. El primer choque lo aguantaremos nosotros, y crea usted, señor, que será duro.

—Pero ¿adónde va usted a parar, amigo Dobbin? Supongo que no existe un solo inglés a quien asuste el reñir con ningún condenado francés… ¿eh?

—Cierto, pero quiero decir que, antes de nuestra marcha, teniendo en cuenta los peligros que vamos a correr, si… si entre usted y su hijo hay diferencias… por lo que pudiera ser… bueno sería que echasen pelillos a la mar y se reconciliasen. Si a George le ocurriese algo, seguro estoy de que sufriría usted eternos remordimientos por no haberse despedido de él como Dios manda.

El pobre William Dobbin sudaba y trasudaba, pasó por toda la escala de matices desde el color pálido al rojo violáceo, porque mentalmente se acusaba de traidor. De no haber sido por él, el matrimonio que separó al hijo del padre no se habría celebrado. ¿Por qué no lo dilató? ¿Qué necesidad había de precipitar los acontecimientos? Soltero, George se habría separado de Amelia sin sufrir las agonías mortales que ahora le esperaban. Amelia hubiese sentido la separación, desde luego, pero su pena habría sido menos acerba y duradera. Él, con sus insistentes consejos, había precipitado el casamiento; ¿por qué? Porque quería mucho a Amelia y le desesperaba verla infeliz… o bien porque él mismo sufría los tormentos de la suspensión y quería que éstos terminasen de una vez… de la misma manera que cuando la muerte nos arrebata una persona querida nos es imposible el descanso hasta que la dejamos en el cementerio.

—Es usted un buen muchacho, William —dijo el viejo Osborne con acento cariñoso—. No nos separaremos enfadados George y yo… no, es imposible. Que hemos tenido algún disgustillo, nada más cierto; he hecho por él cuanto un buen padre puede hacer; por él he trabajado, por él he empleado todo mi talento, todas mi energías… No me crea usted sobre mi palabra, pregunte a Chopper, pregunte al mismo George, pregunte a toda la ciudad de Londres. Ahora bien: le propuse un matrimonio que sería el orgullo del noble más noble de la tierra… ha sido lo único que en mi vida le he suplicado… y me desaira. De nuestras diferencias, ¿tengo yo la culpa? ¿Ambiciono yo algo que no —sea su bien, su felicidad, por la cual he trabajado como un galeote desde que George vino al mundo? Nadie podrá decir que en mi resolución hay egoísmo… Pues bien; que vuelva a esta casa… Perdona y serás perdonado es mi divisa. Claro que pensar en matrimonios en estas circunstancias es absurdo, hará las paces con la señorita Swartz y se casarán más tarde, cuando vuelva hecho un coronel… porque mi hijo será coronel… ¡no faltaba más!… coronel será si para algo sirve el dinero. Me alegro que nos lo vuelva a traer, porque sé que es usted, sé que ya en varias ocasiones le ha sacado de líos. Que vuelva mi hijo, que yo le prometo recibirle cariñosamente… Hoy comerán los dos en casa… Ya sabe la hora… Nos las entenderemos con un plato de venado, que promete estar riquísimo, y ni se harán preguntas sobre lo pasado, ni recriminaciones.

Estas palabras, tan afectuosas y llenas de confianza, llegaron hasta el corazón de Dobbin. A medida que la conversación tomaba ese giro, nuestro buen capitán sentía mayores escrúpulos.

—Temo que se engañe usted, señor —dijo—. George es demasiado noble para rebajarse hasta contraer un matrimonio de interés, y, por añadidura, sus amenazas de usted de desheredarle en caso de desobediencia han de provocar resistencias serias de parte suya.

—Pero ¡hombre de Dios!… ¿Considera usted amenaza un ofrecimiento de ocho o diez mil libras esterlinas de renta? —exclamó Osborne con expresión de buen humor—. Si la señorita Swartz me dijera a mí que me quiere, yo le juro que no esperaría a que me lo repitiese… Crea usted que no repararía en grado más o menos de color tabaco.

—Veo que olvida usted los compromisos anteriores del capitán Osborne —observó con gravedad el embajador.

—¿Qué compromisos? ¿Qué diablos quiere usted decir? Supongo que no pretenderá usted que mi hijo se case con la hija de un estafador… que no habrá usted venido para decirme que mi hijo quiere casarse con ésa… ¡Estaría bueno!… ¡Mi hijo, mi heredero, casarse con una muerta de hambre, con una cualquiera!… ¡Si cometiese tal disparate, podía desde luego despedirse de su padre y de esta casa para siempre!… Ahora recuerdo que ella ha procurado envolverle entre sus redes, y no me cabe duda de que la aconsejaba el ladrón de su padre.

—El señor Sedley fue el mejor de los amigos de usted —replicó Dobbin, que comprobaba con agrado que iba perdiendo la paciencia—. No le llamaba usted en otros tiempos ladrón ni estafador, sino todo lo contrario… Creo que fue usted mismo quien concertó el matrimonio, quien indujo a George a…

—Son las mismas palabras que se permitió echarme en cara el caballero de mi hijo el jueves hizo quince días, añadiendo no sé qué cosas sobre la honorabilidad de los oficiales del ejército inglés, como si no hubiese sido su padre quien le hizo oficial. ¿Conque es usted, por lo que veo, quien le ha excitado a la rebelión? ¿Conque es usted quien pretende introducir mendigos en mi familia? ¡Muchas gracias, capitán, aunque no hay de qué! ¡Casarse con ella!… Después de todo, ¿para qué? ¡No le hace falta, ja, ja, ja, ja! Si tanto le interesa, yo le garantizo que, sin necesidad de casarse, puede obtener sus favores.

—¡Caballero! —exclamó Dobbin sin disimular su cólera—. ¡A ningún nacido toleraré que hable mal en presencia mía de esa señorita, y a usted menos que a nadie!

¡Cómo! ¿Qué es eso? ¿Un desafío? Espere usted un momento… llamaré para que nos traigan un par de pistolas… ¿Le ha enviado a usted el caballero George para que insulte a su padre?

El viejo tiró del cordón de la campanilla.

—Señor Osborne —dijo Dobbin con voz ahogada—, es usted quien insulta a la criatura más angelical que Dios echó al mundo… ¡Respétela usted, caballero, porque es la esposa legítima de su hijo!

Dobbin salió sin esperar contestación, comprendiendo que nada más tenía que añadir, y el viejo cayó desplomado sobre un sillón, mirando con furia salvaje al que se iba. Entró un dependiente, sumiso al repicar de la campanilla. El capitán salió de la casa, mas no bien llegó a la acera, le siguió corriendo y sin sombrero el cajero de Osbone, señor Chopper.

—¡Por Dios vivo!… —exclamó asiendo al capitán por un brazo—. ¿Tiene la bondad de decirme qué pasa? ¡El jefe está hecho un basilisco!… ¿Qué ha hecho su hijo?

—Se casó hace cinco días con la señorita Sedley —respondió Dobbin—. Era su prometida, ha cumplido como caballero su palabra, y yo deseo que usted, señor Chopper, sea su amigo.

El cajero movió la cabeza.

—Malas noticias ha traído usted, capitán… El jefe no perdonará nunca a su hijo.

Dobbin suplicó al cajero que le tuviese al corriente de lo que en la casa de su principal pasaba, y se alejó, profundamente preocupado, tanto por lo que se refería al pasado, como por lo que con el porvenir tuviera relación.

A la hora de la comida, la familia Osborne encontró al jefe en el comedor, sentado en el sitio de costumbre, pero la expresión sombría y triste de su rostro hizo que reinase entre los comensales un silencio lúgubre. Las señoritas y el señor Bullock, que aquel día comía en la casa, comprendieron que el viejo estaba al tanto de lo sucedido. Las miradas furiosas de éste quitaron a Bullock las ganas de dirigirle la palabra, pero en cambio estuvo afectuoso y fino en extremo con la señorita Mary, junto a la cual estaba sentado, y con su hermana, que ocupaba la cabecera de la mesa.

Entre la señorita Wirt y Jane Osborne quedaba un hueco; el que ocupaba George los días que comía en casa. Habían colocado allí un cubierto, por si se presentaba el hijo pródigo. Nada ocurrió de particular durante la comida. El señor Osborne comió poco, pero en cambio bebió mucho. No habló.

Terminada la comida, los ojos del señor Osborne dieron vuelta a la mesa y se fijaron un momento en el cubierto destinado a George. Con su mano izquierda hizo un gesto, que sus hijas no comprendieron, o fingieron no comprender. Los criados tampoco se dieron por enterados.

—¡Fuera ese cubierto! —gritó, mascullando un juramentó.

Se levantó, rechazó el sillón con el pie y fue a encerrarse en su habitación.

A espaldas del comedor había otra habitación, que era designada con el nombre de despacho, y que desde antiguo estaba reservada exclusivamente al jefe de la casa. En ella se encerraba éste los domingos que no quería ir a la iglesia, y se pasaba la mañana sentado en su sillón de cuero rojo leyendo la prensa. Dos librerías defendidas con cristales encerraban unos cuantos libros, pocos, pero encuadernados con lujo exquisito, tales como el Registro anual, el Almanaque de la Nobleza, los Sermones de Blair y Hume y Smollett. Condenados estaban estos libros a no salir jamás de los estantes, donde no iba a buscarlos la mano de su dueño, ni otra alguna habría tenido la osadía de profanarlos con su contacto. Únicamente algún que otro domingo por la noche, muy contados, cuando no habían comido en la casa personas extrañas a la familia, el señor Osborne reunía en el comedor a la servidumbre y leía con voz recia y enfática dos o tres capítulos de la Biblia, libro que, junto con el de oraciones, reposaba junto a los mencionados. Ningún individuo de la casa, criado o no, entró jamás en la habitación-santuario sin experimentar cierta sensación de terror. En ella guardaba el dueño las cuentas del mayordomo, en ella el libro de entradas y salidas de provisiones en la bodega. Cuatro veces al año, el día que inauguraba cada uno de los cuatro trimestres, traspasaba sus umbrales la señorita Wirt para cobrar su salario, y cuatro veces la visitaban las señoritas de la casa, para recibir sus asignaciones trimestrales. En aquella habitación había recibido George, cuando era niño, cientos de azotainas, con desesperación de su pobre madre, que desde fuera escuchaba llorando el ruido de los azotes y solía esperarle a la salida, para besarle, acariciarle y darle dinero en secreto.

Sobre la repisa de la chimenea había un cuadro que representaba a los individuos de la familia, y que había sido retirado del salón a la muerte de la señora Osborne. George estaba a caballo, su hermana mayor en ademán de ofrecerle un ramo de flores, y la menor de la mano de la madre. Todos sonreían en la forma convencional propia de esta clase de documentos artísticos. La madre, ahora, hacía tiempo que estaba muerta, y mucho también que había sido olvidada. Viudo, hijo e hijas tenían mil intereses propios y personales a que atender, y si los lazos de familia no estaban rotos, sus individuos se habían distanciado en absoluto unos de otros. Los retratos de familia, cuando sobre ellos pasan unas cuantas decenas de años, y los personajes representados han llegado a la edad madura, se nos aparecen en todo lo que tienen de artificial y de afectado, y la farsa de los sentimientos en ellos fingidos resulta doblemente patética.

Al gabinete descrito se retiró el viejo Osborne con gran satisfacción de los comensales, los cuales, no bien se retiraron los criados, comenzaron a hablar con gran animación, bien que a media voz, y, minutos después, subieron al piso superior, caminando sin hacer ruido.

Sobre una hora más tarde, ya cerrada la noche, el mayordomo se aventuró a llamar a la puerta del santuario y llevó al señor bujías y el servicio del té. El señor Osborne estaba sentado en el diván, engolfado, al parecer, en la lectura de un periódico, pero apenas salió el mayordomo, se levantó, dirigióse a la puerta y la cerró por dentro. Este detalle disipó las dudas de los moradores de la casa, si es que alguna conservaban: sobre la cabeza de George se cernía una catástrofe que probablemente le heriría terriblemente.

Uno de los cajones de la inmensa mesa de trabajo del señor Osborne estaba consagrado a los papeles referentes a su hijo. Allí se encontraba reunido todo lo que con él tenía relación desde que era niño; allí se guardaban los premios que ganó en escritura y dibujo, allí las cartas dirigidas a sus papas haciéndoles saber que les quería muchísimo y pidiéndoles de paso algún dinerillo y no pocos pasteles. Con frecuencia aparecía en ellas el nombre de su buen padrino Sedley, nombre que arrancaba maldiciones a los lívidos labios de Osborne y encendía volcanes de rabia en su pecho cada vez que sus ojos lo tropezaban. Todas las cartas y documentos estaban clasificados, rotulados y atados con una cinta roja. Leíase en una: De George pidiendo cinco chelines: 23 de abril de 18… contestada 25 de abril. O bien: De George pidiendo que le compre un caballito, 13 de octubre… y así sucesivamente. En otro paquete estaban las cuentas del doctor S… Facturas del sastre de George. Giros contra mi por George, etc., etc. Venían luego las cartas escritas desde las Indias Occidentales, las de su agente, los periódicos que hablaron de sus comisiones. Había también allí un látigo con el que George había jugado siendo niño, y, envuelto en un papel, un medallón que encerraba un rizo de su cabello y que su madre llevó siempre pendiente de su cuello.

Aquel padre desgraciado pasó varias horas contemplando aquellos recuerdos, dándoles vueltas y más vueltas y murmurando con voz muy baja. En su hijo había concentrado todas las vanidades, todas las esperanzas, todas las ambiciones que hicieron latir su corazón. ¡Qué de orgullo había cifrado en George! De niño, fue el más hermoso del orbe. Todo el que le veía declaraba que era digno del linaje de quien le dio el ser. Una princesa real reparó en él, le besó y preguntó cómo se llamaba aquel niño que tanto se destacaba de los que con él jugaban en los jardines Kew. ¿Podía ningún financiero de la City presentar otro George? ¿Un príncipe hubiera sido educado con más esmero que su hijo? Cuantas cosas puede proporcionar el dinero las tuvo George. Los días de exámenes se presentaba el buen padre en el colegio en soberbio coche tirado por cuatro caballos, cochero y lacayo estrenaban libreas, y los colegiales compañeros de George estaban de enhorabuena, porque el padre repartía entre ellos sendos puñados de chelines relucientes y nuevecitos. Cuando acompañó a George al cuartel donde se alojaba su regimiento, en vísperas de embarcar éste para el Canadá, Osborne padre obsequió a toda la oficialidad con un banquete que no habría desdeñado el mismo duque de York. ¿Dejó jamás de atender una cuenta presentada por George? ¡Nunca en la vida! ¡Todas las pagó sin despegar los labios! Pocos generales del ejército podían permitirse el lujo de montar caballos como los que montó George. Ante los ojos de la imaginación del padre pasaba la imagen de George en mil incidentes y ocasiones distintas de la vida; le veía sentado a la mesa, echándose entre pecho y espaldas sus buenos vasos de clarete con tanto atrevimiento como un hombre hecho y derecho, le veía a caballo en Brighton, saltando un seto capaz de amilanar al jinete más intrépido, le veía el día en que fue presentado al príncipe regente, y recordaba que no se presentó otro mancebo tan gallardo, tan arrogante, tan guapo como su George… ¡Y ese George tan mimado cometía una calaverada horrenda… se casaba con la hija de un hombre arruinado… volvía la espalda a la fortuna… huía del cumplimiento del deber!… ¡Qué humillación… y qué rabia! ¡Qué accesos de furia frenética, de ambición chasqueada, de cariño burlado! ¡Oh!… ¡El dolor que al pobre viejo producían las tremendas heridas de la vanidad ultrajada, de la ternura ofendida, exceden a toda ponderación!

Examinados minuciosamente aquellos documentos, el padre de George los condenó a no volver a entrar en el cajón donde tanto tiempo habían estado, y los encerró en un armario, luego que los hubo atado con una cinta, que lacró y selló. Abrió a continuación la librería, y sacó la gran Biblia encarnada, libro lujosísimo, rara vez abierto, encuadernado en piel riquísima y con cantoneras y adornos de oro. En la portada del libro había un grabado que representaba el sacrificio de Isaac por su padre Abraham. Siguiendo la costumbre, en la primera hoja del libro había consignado Osborne, con su letra grande de hombre de negocios, las fechas de su matrimonio y de su viudez, las de los nacimientos de sus hijos y los nombres de éstos. Jane figuraba la primera, luego George, y finalmente Mary Francisca. También constaba el día del bautismo de cada uno de ellos.

El señor Osborne tomó una pluma, la pasó cuidadosamente sobre el nombre de George hasta que lo hizo desaparecer y, luego que la tinta estuvo completamente seca, volvió a colocar el libro en el sitio de donde lo había sacado. De otro cajón sacó otro documento, lo leyó, y seguidamente lo redujo a cenizas a la luz de una de las bujías. Era su testamento. Cuando no quedaban rastros de aquél, se sentó, escribió una carta, hizo sonar un timbre, entregó la carta al criado que acudió al llamamiento y le dio orden de llevarla a su destino a la mañana siguiente. Era ya de día cuando se acostó. Los rayos del sol bañaban toda la casa y los lindos cantores alados cantaban deliciosas melodías entre las verdes hojas de los árboles que circundaban la plaza Russell.

En su deseo de mantener el buen humor, y hasta de fomentarlo, entre los individuos de la familia del señor Osborne y entre sus servidores y empleados, y con objeto de rodear a George del mayor número posible de amigos en las horas de su adversidad, William Dobbin, que sabía muy bien cuan excelentes efectos producen en el alma del hombre las buenas comidas y los buenos vinos, no bien regresó a la fonda donde se hospedaba, dirigió una carta finísima al señor Thomas Chopper, invitándole a comer para el día siguiente. Llegó la carta a su destino antes de que el honrado cajero del señor Osborne saliera de la oficina de la City, y la contestación fue que «el señor Chopper se honraría aceptando la invitación del señor capitán Dobbin». Aquella misma noche leyeron la invitación y la copia de la respuesta la señora Chopper y sus hijas y se habló en familia de la extremada amabilidad de los militares. Luego que se retiraron a descansar las hijas del matrimonio Chopper, habló el cajero con su cara mitad sobre los extraños acontecimientos que ocurrían en la familia de su principal. Juró que jamás había visto a éste tan afectado; dijo que al entrar en el despacho de Osborne a raíz de haber salido el capitán, encontró al primero excitado, congestionado, trémulo, indicios todos ellos de que acababa de tener una escena violenta con su visitante. El cajero recibió orden de redactar una cuenta de todas las cantidades entregadas al capitán Osborne en los tres años últimos, y por cierto que la cuenta arrojó una cantidad muy respetable, observó el cajero. La causa de la disputa parece que ha sido la señorita Sedley. La señora del cajero dijo que sentía que la pobre señorita perdiera una proporción tan excelente como la del apuesto capitán, opinión que no compartía el marido, a juicio del cual merecía muy pocas consideraciones la hija de un especulador desgraciado. La casa Osborne era para él la más respetable de la ciudad de Londres, y el hijo del hombre de negocios más respetable de Londres bien merecía casarse con la hija del noble más noble de la capital. Durmió el cajero aquella noche bastante más que su principal, y por la mañana, luego que se hubo desayunado en compañía de su mujer y sus hijas, salió de casa, prometiendo a su cara mitad no ensañarse demasiado con el vino de Oporto del capitán Dobbin.

Los empleados del señor Osborne, habituados a examinar la expresión de su rostro, vieron aquella mañana, con estupefacción, que se presentaba pálido como un espectro y envejecido. A las doce entró en su despacho el señor Higgs, previamente llamado, y permaneció encerrado con el principal durante una hora larga. Alrededor de la una, un criado del señor Dobbin trajo una carta para el señor Osborne. Chopper la puso en manos de su jefe. Poco después, fueron llamados los señores Chopper y Birch, los cuales, a instancias del señor Osborne, firmaron un documento en calidad de testigos. «Es mi nuevo testamento», les dijo el principal. Firmaron, y no se cruzó una palabra más. Observaron todos que el señor Osborne estaba aquel día más amable y condescendiente que de ordinario. A nadie regañó, ni nadie le oyó jurar. Dejó la tarea pronto, mas antes de marcharse llamó al jefe del personal, dióle instrucciones generales y le preguntó, no sin vacilar, si sabía si se encontraba en la ciudad el capitán Dobbin.

Chopper respondió que creía que sí; a decir verdad, entrambos lo sabían perfectamente.

Osborne sacó una carta dirigida al capitán, la puso en manos de Chopper, y le encargó que la entregase personal e inmediatamente al caballero a quien iba dirigida.

A las dos en punto llegó el señor Frederick Bullock y salió con el señor Osborne, quien, al parecer, le estaba esperando.

Mandaba el regimiento donde prestaban sus servicios los capitanes Dobbin y Osborne un veterano que había hecho su primera campaña a las órdenes de Wolfe, en Quebec, hombre excesivamente viejo y más débil de lo que fuera de desear en el mando. Esto no obstante, se interesaba por el regimiento del que, por lo menos nominalmente, era jefe principal, y solía invitar a su mesa a sus oficiales con amabilidad poco común. Favorito especial del viejo coronel era el capitán Dobbin, hombre muy impuesto en la literatura de su profesión, capaz de hablar de Frederick el Grande, de la Reina Emperatriz y de sus guerras, casi tan bien como el propio coronel, que estaba enamorado de la táctica de cincuenta años atrás. La misma mañana que el señor Osborne otorgó un testamento nuevo, y el señor Chopper recibió orden de entregar personal e inmediatamente una carta al capitán Dobbin, éste fue llamado por su coronel e invitado a almorzar en su compañía, y a los postres, supo de labios del veterano jefe que el regimiento recibiría dos días después orden de embarcar para Bélgica. El regimiento había nutrido sus filas durante su permanencia en Chatham, y el coronel esperaba que el cuerpo que contribuyó a la derrota de Montcalm, en Canadá y a la de Washington en Long Island, haría honor a su reputación histórica en los campos de batalla de los Países Bajos.

—De consiguiente, mi buen amigo —añadió el coronel, tomando un polvito de rapé y colocando su mano temblorosa sobre su robe de chambre bajo la cual continuaba latiendo, bien que muy débilmente, su corazón—, si tiene usted algún affaire la, si necesita consolar a alguna Filis, o despedirse de su mamá y papá, u otorgar testamento, le aconsejo que lo haga sin dilación.

Dado el consejo, despidió el coronel a su favorito alargándole un dedo, que Dobbin estrechó, y, al quedar solo, escribió un poulet (el buen anciano se despepitaba por el francés) a la señorita Amenaida, artista del Teatro Real.

La noticia puso grave al capitán Dobbin, quien al punto se acordó de nuestros amigos de Brighton, no sin avergonzarse de que fuera Amelia la primera persona cuya imagen se alzaba en su pensamiento, antes que las de sus padres y hermanas, y antes que la idea del cumplimiento de su deber. En cuanto llegó a su casa, escribió una cartita al señor Osborne, comunicándole la nueva, seguro de que la perspectiva de la marcha de su amigo y compañero de armas a la guerra ablandaría al padre y provocaría una reconciliación con George.

La cartita, enviada por el mismo mensajero que el día anterior llevó a Chopper la de invitación, llenó de alarma a este último, quien temió que aplazase la comida para otra ocasión. Abrióla con mano temblorosa pero se tranquilizó al ver que confirmaba la invitación y que le esperaba a las cinco y media, rogándole de paso que entregase la adjunta a su principal.

Dobbin repitió la nueva que le fuera comunicada por su coronel a cuantos oficiales del regimiento encontró en el curso de sus peregrinaciones. El primero con quien topó fue el portaestandarte Stubble, cuyo ardor bélico se excitó en tales términos, que corrió a comprarse una espada nueva. Era un muchacho de diecisiete años, de unas sesenta y cinco pulgadas de estatura, de constitución raquítica, pero de corazón valeroso. Sin esfuerzo comprenderá el lector, si tiene en cuenta su estatura y delgadez, que servía en los Ligeros.

El portaestandarte Spooney, por el contrario, era un muchachote alto y robusto y pertenecía a la compañía de granaderos, que era la que mandaba Dobbin.

Los dos portas se obsequiaron aquel día con un soberbio banquete, terminado el cual escribieron cariñosísimas cartas a sus apenados padres… ¡Ah! Por aquellos días, en Inglaterra abundaban mucho los padres apenados y eran muchas las casas que madres tiernas regaban con sus lágrimas.

Como Dobbin viera al porta Stubble sentado delante de una mesa en el café de Slaughters, y observara que las lágrimas resbalaban por su nariz y caían sobre la carta que estaba escribiendo (el pobre se acordaba de su mamá y temía no volver a verla), dejó la pluma que había tomado ya para escribir a George y dijo para sus adentros:

—¡No le escribo!… ¿Por qué he de robarle unas horas de contento? Mañana temprano iré a despedirme de mis padres, y luego me llegaré a Brighton.

Acercóse a Stubble, le dio dos palmaditas en el hombro y le dijo que le convenía renunciar al aguardiente para ser un buen soldado, y que no dudaba que en su corazón valeroso y en la nobleza de sus sentimientos encontraría fuerzas para dar un adiós eterno a aquel vicio.

Brillaron con orgullo los ojos del porta al escuchar las razones de Dobbin, que era el oficial mejor y más respetado del regimiento.

—Muchas gracias, mi capitán —contestó Stubble, frotándose los ojos con los nudillos—. Precisamente estaba haciendo esa promesa a mi pobre madre… ¡Me quiere tanto!…

El manantial, seco momentáneamente, entró de nuevo en actividad; no me atrevería a jurar que los ojos de Dobbin dejaron de humedecerse.

Los dos portas, el capitán y el señor Chopper comieron juntos en el mismo cuarto. Chopper fue portador de la carta del señor Osborne, en la cual rogaba al capitán que tuviera la bondad de entregar la carta adjunta al señor capitán George Osborne. Chopper no pudo dar detalles, sencillamente porque nada sabía. Dijo que el principal se presentó pálido y envejecido, habló de su entrevista reservada con el notario, se admiró de que no hubiese regañado a nadie e hizo mil conjeturas y comentarios, más vagos e ininteligibles a medida que pasaba el tiempo y, con el tiempo los vasos de vino desde las botellas a su estómago. Dobbin hubo de cargarlo en un coche como si fuera un fardo y consignarlo a su casa.

Recordará el lector que cuando el capitán Dobbin se despidió de la señorita Osborne, le pidió permiso para hacerla otra visita. La niña le estuvo esperando durante varias horas al día siguiente. Es probable que si Dobbin hubiese hecho la visita y formulado la pregunta que aquélla estaba dispuesta a contestar, la hermana de George se hubiera declarado amiga de su hermano y acaso habría sido un hecho la reconciliación del hijo con su airado padre. Pero Dobbin no se dejó ver. Asuntos propios embargaron su tiempo, hubo de visitar y consolar a sus padres, y, cumplida esta santa obligación, tomó un coche y se hizo conducir a Brighton. La señorita Osborne oyó que su padre daba aquel día orden terminante de no admitir al malvado capitán Dobbin en la casa, orden que segó las esperanzas que aquélla abrigaba. Frederick Bullock estuvo más obsequioso que nunca con Mary, y excepcionalmente cariñoso con el apenado padre.