Capítulo XXIII

El capitán Dobbin en el desempeño de su misión

¿QUÉ SECRETA Y MISTERIOSA influencia mesmérica encierra la amistad, para hacer de una persona de ordinario perezosa, fría o tímida, un ser prudente, activo y resuelto, cuando trabaja por la causa de otro? A la manera que Alejo, después de recibir cierto número de pases del doctor Elliotson, desprecia los dolores, lee un libro que mira con el cogote, ve naciones enteras, viaja por el otro mundo y realiza otras maravillas que no podría realizar si se hallase en estado normal, así cualquier hombre, en la vida real y bajo la influencia magnética de la amistad, de humilde se convierte en osado, de tímido en confiado, de perezoso en activo, de impetuoso en cauto. ¿Por qué el abogado, cuando de defender su propio pleito se trata, lo confía a su colega? ¿Por qué el médico, cuando se encuentra enfermo, llama a su rival, en vez de sentarse frente a su espejo y examinar su lengua? Dejo estas preguntas para que las contesten mis lectores, que muchos de ellos saben que podemos ser a un tiempo crédulos y escépticos, blandos y tercos, enérgicos, cuando actuamos por causas ajenas, y descuidados, cuando de los propios asuntos se trata. De todas suertes, sea la causa la que sea, ello es lo cierto que nuestro buen amigo Dobbin, de condición natural tan complaciente que a poco que sus padres le hubieran instado es probable que hubiese bajado a la cocina y casádose con la cocinera, y de índole tan perezosa que, de tratarse de sus intereses, difícilmente habría atravesado la calle para defenderlos, se reveló de pronto, en la dirección de los asuntos de George, tan sagaz como pudiera apetecer para los suyos el táctico más exigente.

Mientras George y su mujer saboreaban en Brighton los primeros sorbos de su luna de miel, William quedaba en Londres en calidad de plenipotenciario de su amigo, encargado de llevar a término feliz los asuntos de su matrimonio. Era su deber visitar con frecuencia a los padres de Amelia y esforzarse por provocar el buen humor de entrambos, hacer que Joseph fuese a reunirse con su hermana y su cuñado, a fin de que su posición y dignidad como administrador de Boggley Wollah compensase lo falso de la situación del señor Sedley y contribuyese a disipar los prejuicios que el viejo Osborne abrigaba contra el matrimonio de su hijo, y por último, comunicar al padre de su amigo la celebración de la ceremonia en la forma que irritara lo menos posible al anciano.

Dando pruebas de talento y de sagacidad, Dobbin, antes de aventurar en la casa de Osborne las nuevas de que era portador, consideró altamente político ganarse la voluntad de algunas personas de la familia, y, si era posible poner de su parte a las señoras. A su entender, y fundándose en que las hijas de Eva siempre ven con indulgencia, ya que no con agrado, los matrimonios románticos, aquéllas no podían estar incomodadas de veras. Desahogada su contrariedad con unos cuantos lloros, Mary y Jeannie se colocarían junto a su hermano, y con la cooperación de éstas pondría Dobbin sitio al terco viejo y le rendiría. En consecuencia, nuestro maquiavélico capitán de infantería buscó la manera de revelar gradual y dulcemente a las señoritas Osborne el gran secreto del matrimonio de su hermano.

Merced a un interrogatorio a que sometió a su madre, se informó de los salones donde probablemente encontraría a las hermanas de George, y aunque siempre mostró aversión a las reuniones y fiestas, asistió a una donde tuvo la satisfacción de encontrar a las hermanas de su amigo. Bailó con las dos, fue un prodigio de finura y de galantería, y acabó por pedirles unos minutos de conversación para el día siguiente, diciendo que tenía que comunicarles noticias de excepcional interés.

¿Por qué Jeannie, que fue a la que hizo Dobbin el anuncio, retrocedió con sobresalto, clavó primero los ojos en su cara y luego los bajó al suelo, y estuvo a punto de desmayarse? ¿Por qué una súplica tan sencilla agitó tan violentamente a la niña? Misterio es ese que nunca penetraremos. Lo que sí podemos decir es que, al día siguiente, cuando Dobbin se presentó en la casa de los Osborne, Mary no acompañaba en el salón a su hermana, la señorita de compañía salió para avisar a Mary, y el capitán y Jeannie quedaron solos. Tan profundo era el silencio en los primeros momentos, que el tictac del reloj que había sobre la repisa de la chimenea casi molestaba el oído.

—¡Qué encantadora estuvo la fiesta de anoche! —comenzó a decir Jeannie—. Le felicito, capitán, por los progresos que ha hecho usted en el baile… Indudablemente alguien se ha preocupado en enseñarle.

—¡Había de verme usted bailando una contradanza con la comandanta O’Dowd, y mejor una jiga!… Por supuesto, que quien baila con usted, por torpe que sea, ha de hacerlo maravillosamente bien.

—¿Es joven y bonita esa señora comandanta, capitán? ¡Ah… qué terribles horas deben de pasar las señoras de los militares!… Me maravilla que tengan humor para bailar, sobre todo en estos tiempos espantosos de guerra. Tiemblo muchas veces cuando pienso en nuestro querido George y en los que abrazaron la carrera de las armas… ¿Son muchos los oficiales casados, capitán?

«¡A fe que esa niña se insinúa con demasiada claridad!», pensó la señorita de compañía.

La observación precedente la hacemos constar a título de paréntesis, toda vez que no pudo penetrar por la pequeña aberturita de la puerta donde fue formulada.

—Precisamente acaba de casarse uno de nuestros jóvenes camaradas —contestó Dobbin yendo hacia su objeto—. Amores muy antiguos, señorita, pero ¡ah!, los dos son tan pobres como los ratoncitos de las iglesias.

—¡Encantador… romántico!… A mí me seduce todo lo romántico, capitán.

Dobbin se animó.

—Él es el muchacho más guapo de nuestro regimiento; en todo el ejército no le hay ni más arrogante ni más bravo… Y su mujer es encantadora… ¡Oh, y cuánto la querría usted!… ¡Cuánto la querrá cuando la conozca!

Creyó Jeannie que había llegado el momento supremo, dio por seguro, al ver la excitación nerviosa del capitán, perfectamente visible, que de su boca iban a salir declaraciones importantes, y se aprestó a escuchar con toda su alma.

—Pero no he venido a hablar a usted de un matrimonio… quiero decir, del matrimonio… de que hablaba… no… ¡vaya!, mi querida señorita Osborne… No sé cómo decirlo… he venido a hablar de George, de mi querido amigo George.

—¿De George? —repitió Jeannie con acento de desencanto tan vivo, que excitó la hilaridad de la señorita de compañía y la de Mary, ambas pegadas a la puerta del salón, y hasta arrancó una sonrisa a Dobbin, quien recordó que George le había dicho repetidas veces que si se dirigía a Jeannie no le contestaría ésta que no.

—Pues sí; de George —repuso—. Han surgido diferencias entre él y su padre, y yo, que tanto le quiero, yo, que como a hermano le considero, quisiera que estas diferencias terminasen. Estamos en vísperas de salir de Inglaterra, señorita… De un momento a otro esperamos la orden de embarcar… ¿Quién es capaz de decir lo que ocurrirá en la campaña? ¡No se agite usted!… Digo que, dadas las circunstancias, precisa poner término a las diferencias, porque el padre y el hijo deben separarse amigos.

—No ha habido reyerta propiamente dicha, capitán, sino una pequeña escena, como tantas otras, de George con papá. Todos los días esperamos el retorno de George… Papá sólo desea su felicidad… Que venga, y todo acabará bien… También le perdonará gustosa la señorita Swartz, que se fue de casa triste y airada… ¡Perdonamos con tanta facilidad las mujeres, capitán!…

—Los ángeles como usted tienen siempre el alma abierta al perdón —contestó Dobbin con astucia diabólica—. Sin embargo, hay quien no merece perdón, y es el que hace llorar y labra la desventura de una mujer. ¿Qué haría usted si el hombre a quien amase le fuera infiel?

—¡Me moriría… me tiraría por la ventana… tomaría un veneno!…

—Otras hay que piensan y saben sentir como usted, Jeannie. No me refiero a las herederas de las Indias Occidentales, sino a una pobre niña amada por George en otro tiempo, enseñada desde que tuvo uso de razón a no pensar en nadie más que en él. La he visto pobre, sin elevar una queja, desgraciada como la que más sin merecerlo. Me refiero a la señorita Sedley… Mi querida Jeannie… ¿su generoso corazón guardará rencor a su hermano porque ha sabido ser fiel a su amor? Su conciencia recta, como conciencia de ángel, ¿podría perdonarle si la hubiese abandonado? ¡Sea usted su amiga, amiga de la señorita Sedley, que siempre quiso a usted entrañablemente!… y yo he venido aquí por encargo de mi amigo George para manifestar a usted que él mantiene su compromiso, que quiere cumplirlo, porque lo estima el más sagrado de sus deberes, y que desea, suplica a usted que se coloque a su lado.

La elocuencia de Dobbin no dejó de hacer impresión en el ánimo de la niña a quien iba dirigida.

—¡Es sorprendente… doloroso… extraordinario!… ¿Qué dirá papá? George desobedece, se rebela, desdeña un partido brillante… pero no puede negarse que ha encontrado en usted un campeón esforzado de su causa… aunque todos sus esfuerzos serán inútiles, créalo usted… La señorita Sedley me inspira un afecto muy sincero… la hemos querido mucho en esta casa, aunque siempre nos pareció mal su matrimonio con mi hermano… De todas suertes, papá no dará nunca su consentimiento… estoy segura… y siendo lista como lo es, educada en buenos principios, debería… en fin, capitán, George debe dejar de pensar en ella… sí; no tiene más remedio.

—¿Un hombre de honor debe abandonar a la mujer que ama cuando el infortunio ha hecho presa en ella? Mi querida Jeannie… ¿es éste el consejo que usted da? Sea usted su defensora, señorita… George no puede abandonarla… no debe abandonarla… ¿Cree usted que un hombre que amase a usted, haría bien abandonándola si esta casa descendiese al abismo de la pobreza?

Pregunta tan habilidosa impresionó no poco a Jeannie.

—Yo no sé hasta qué punto nosotras, las pobres muchachas, debemos dar crédito a las palabras que nos dan ustedes, los caballeros —contestó—. La ternura innata de la mujer la predispone a creer con excesiva facilidad. Son ustedes crueles, sí… seductores sin corazón.

Dobbin hubiese jurado que Jeannie acompañó sus últimas palabras con una presión significativa de su mano, que le extendió mientras hablaba.

—¿Seductores sin corazón?… ¡No, señorita, no! Habrá algunos, pero son los menos, y desde luego afirmo que su hermano no pertenece a ese número. Desde niño, viene George amando a Amelia y, rica o pobre, crea usted que no ha de casarse con nadie más que con ella… ¿Le aconsejaría usted que la abandonase?

Difícil era la respuesta, sobre todo, dadas las miras interesadas de la niña. En tan grave apuro, creyó salir de él, diciendo:

—De todas suertes, puede que usted no sea seductor cruel, pero sí muy romántico.

Dobbin dejó pasar la observación sin inmutarse ni contestarla, y al cabo de mucho rato, cuando nuevas galanterías hubieron preparado el terreno suficientemente, a su juicio, para recibir la gran noticia, deslizó al oído de su interlocutora las palabras siguientes:

—No puede ya George abandonar a Amelia… porque están casados.

Seguidamente hizo historia de todas las circunstancias del matrimonio que hemos presenciado: dijo que la pobre niña habría muerto si George hubiese sido infiel a sus juramentos, que el viejo Sedley negó su consentimiento a la unión, que Joseph Sedley regresó de Cheltenham para apadrinar a la novia y que la pareja se encontraba en Brighton pasando la luna de miel. Añadió que George contaba con sus hermanas, siempre tan cariñosas, para que suavizasen asperezas y recabasen de su padre el perdón. El capitán terminó su discurso pidiendo permiso a la niña para visitarla otra vez, y seguro de que sus palabras no tardarían en llegar a oídos de Mary, y que ésta y Jeannie las repetirían fielmente a su padre, se despidió y salió.

No había llegado Dobbin a la calle cuando ya el gran secreto era conocido por Mary y la institutriz. La imparcialidad nos obliga a confesar que el matrimonio de George no desagradó gran cosa a sus hermanas, y es que las señoras son indulgentes, por regla general, con los matrimonios hechos contra la voluntad de los padres. Estaban comentando la historia, preguntándose qué diría papá, cuando sonó en la puerta un golpe tan recio, que selló los labios de las lindas conspiradoras. Dieron por seguro que sería su papá, pero se engañaron: era Frederick Bullock, que llegaba con su carruaje para llevar a las niñas, según acuerdo anterior, a la exposición de flores.

Como es natural, las hermanas Osborne comunicaron en el acto el secreto al caballerito mencionado, el cual dio pruebas de una estupefacción que en nada se parecía a la sorpresa sentimental que reflejaban los rostros del elemento femenino. No es de admirar; hombre de mundo, conocedor del valor del dinero, cruzó por sus ojos una ráfaga de alegría y sonrió tiernamente a Mary, con la cual se mostró más rendido que nunca, pues pensó, y no sin razón, que la locura de George añadía treinta mil libras esterlinas a la fortuna que algún día correspondería a su prometida.

—¡Mi enhorabuena! —exclamó sin poder contenerse, dirigiéndose a Jeannie—. El matrimonio de George te convierte en un apetecible partido de cincuenta mil libras.

No había cruzado por la imaginación de las hermanas la cuestión del dinero, pero Frederick la tocó y comentó con gran alegría durante el paseo, consiguiendo interesarlas. Cuando regresaron a su casa, lejos de maldecir la calaverada de George, la aplaudían.

Nos dolería que alguno de nuestros respetables lectores viese algo de excepcional en las miras egoístas de nuestros personajes. Nos parece también muy natural que el joven Bullock estimase en más a su prometida desde que tuvo noticia de la calaverada de George. El autor de estas páginas vio en una ocasión, desde la baca de un ómnibus, tres niños que jugaban en el centro del arroyo. Llegó de pronto otro muchachito. «Pauline —gritó—; tu hermanita se ha encontrado un penique». Todos los niños dejaron presurosos sus juegos y corrieron a hacer la corte a la afortunada. El ómnibus se alejó, pero pude ver cómo la feliz dueña del penique se dirigía con gran dignidad, seguida de todos sus admiradores, al puesto de caramelos más próximo.