Capítulo XXII

Un matrimonio y parte de una luna de miel

LA PLAZA MÁS RESISTENTE y valerosa se rinde al hambre. Con esto contaba el viejo Osborne en la lucha que le hemos visto emprender contra su hijo; en cuanto se agotasen las provisiones de su adversario, daba por seguro que se le sometería sin condiciones. Lo sensible para él era que el muchacho, momentos antes del asalto, se hubiese aprovisionado, pero se consolaba pensando que el aprovisionamiento quedaba terminado, y que, a lo sumo, no serviría más que para diferir muy poquito la rendición. Durante muchos días, la incomunicación entre padre e hijo fue absoluta. El silencio del segundo molestaba al primero, pero sin llegar a inquietarle, porque, como él decía, sabía muy bien de qué pie cojeaba su hijo, conocía el sitio en que había que apretarle el tornillo, y todo era cuestión de esperar el resultado de aquella medida. Refirió detalladamente a sus hijas la disputa tenida con George, pero les exigió que permaneciesen ajenas al asunto y que tratasen al rebelde, cuando volviese a casa, exactamente lo mismo que si nada hubiera acontecido. Todos los días pusieron a George cubierto en la mesa, como de ordinario; es posible que el viejo desease con ansiedad que volviera, pero no volvió. Por encargo suyo preguntaron en el cuartel, y supo que su hijo había abandonado la ciudad en compañía de su amigo Dobbin.

Una mañana lluviosa y desapacible de fines de abril, entró George en el café de Slaughters, con semblante pálido y demacrado, pero vestido con suprema elegancia. Allí le esperaba su amigo Dobbin, luciendo un frac azul con botones de bronce, idéntico al que ceñía el esbelto cuerpo de George. Ambos habían prescindido aquel día de su uniforme militar.

Una hora o más de espera llevaba Dobbin en el café. Había ojeado todos los periódicos, pero sin leer ninguno, mirado docenas de veces el reloj y a la calle, sobre la cual caía el agua en abundancia, golpeado la mesa con las yemas de sus dedos, mordido sus uñas, jugado con la cucharilla, haciéndola balancearse en la jarra de la leche… en una palabra: había dado todas las señales de inquietud usuales, intentado distraerse por todos los medios imaginables y había hecho todo lo que suelen hacer los que se ven dominados por la ansiedad o comidos por la impaciencia.

Algunos de sus camaradas, parroquianos del establecimiento, bromearon sobre el esplendor de su indumentaria y sobre la agitación de su continente. Uno le preguntó si iba a casarse, pregunta que contestó Dobbin diciendo que el día que se casase enviaría el pastel de la boda al curioso (un comandante de ingenieros). Al fin llegó George, vestido con irreprochable elegancia y pálido y demacrado, conforme hemos dicho. Secó el sudor que inundaba su rostro, no obstante lo fresco de la temperatura, dio un apretón de manos a Dobbin, consultó el reloj, y mandó al camarero que le sirviera curaçao. Dos vasitos bebió de este cordial con ansiedad nerviosa. Su amigo le preguntó con interés por su salud.

—No he pegado un ojo en toda la noche, Dobbin —respondió el interrogado—. Una jaqueca infernal… una fiebre de dos mil diablos. A las nueve me levanté y corrí a tomar un baño… Me encuentro como la mañana que salí con Rocket en Quebec.

—Poco más o menos me sucede lo mismo —dijo William Dobbin—. Me has recordado una mañana que me ocasionó una excitación nerviosa mucho mayor que la tuya… Pero aquel día almorzaste fuerte; toma ahora algo.

—Eres un buen sujeto, William… Beberé a tu salud y adiós a…

—No, no; con los vasos que has bebido tienes bastante… Llévate los licores, Joseph… Ponle un poco de pimienta al pollo, George, y date prisa porque ya debíamos estar allí.

Eran las doce y media cuando los dos capitanes cambiaron las palabras que quedan transcritas. A la puerta del café esperaba un coche, a él subieron los dos caballeros, que hubieron de recurrir a un paraguas para defenderse de la lluvia y el criado de Osborne, quien no cesó de maldecir de la humedad de los vestidos del cochero, junto al cual tomó asiento en el pescante. El coche descendió por Piccadilly, siguió por Brompton, y se detuvo frente a una iglesia próxima a la carretera Fulham.

Un coche tirado por cuatro caballos esperaba en el lugar mencionado. Eran contados los ociosos con valor bastante para desafiar la lluvia y el viento.

—¡Majadero! —exclamó George—. Dije un tronco.

—Mi señor me mandó que los caballos fuesen cuatro —respondió el criado de Joseph Sedley, que era quien se hallaba junto al coche.

George y William entraron en la iglesia, donde esperaban unas cuantas personas.

—¡Hola!, ¿qué tal? —preguntó Joseph Sedley, saliendo a saludar a sus amigos—. Llegas cinco minutos tarde, George… ¡Vaya un día!, ¿eh? Si esto no es la inauguración de la temporada de lluvias de Bengala, venga Dios y lo diga. No importa; mi carruaje es impermeable… Adelante, que mi madre y Amelia esperan en la sacristía.

Joseph Sedley estaba sencillamente espléndido. Su obesidad había aumentado prodigiosamente, su cuello crecido en altura, su rostro en rubicundez, y las chorreras de su camisa no cabían dentro del chaleco y flotaban al aire. No se habían inventado todavía las botas de charol, pero las hessianas que adornaban sus piernas brillaban tanto, que si no eran las mismas que las que sirven de espejo para afeitarse a un caballero en un cuadro viejo y popular, se les parecían como un huevo a otro. En el ojal de su bien cortada casaca lucía una magnolia descomunal.

Por si no lo han adivinado los lectores, diremos que George se casaba, suceso que explica su palidez, sus insomnios nocturnos y su agitación matinal. Ordinariamente, todos los que por primera vez pasan por esa prueba experimentan la misma emoción, aunque a la tercera o cuarta ceremonia de esta índole de que son parte interesada, se acostumbran. Es natural: el primer chapuzón es siempre desagradable.

Vestía la novia un vestido de seda obscura, según me contó más tarde el capitán Dobbin, y un velo de encaje blanco de Chantilly, regalo de su hermano. El capitán Dobbin, previo el oportuno permiso, le había regalado un reloj de oro con cadena del mismo metal, que la desposada lució en la ceremonia, y su madre un broche de brillantes, única joya que quedó en su poder después de la quiebra. Joseph representaba a su padre, que no asistió a la ceremonia, y Dobbin fue el padrino del novio.

En el templo no había más personas que el clero, los novios, y el reducido acompañamiento de éstos. La lluvia azotaba las vidrieras. La voz del sacerdote arrancaba tristes ecos a las bóvedas desiertas. La señora Sedley sollozaba en su banco. Osborne dejó oír un «Sí, quiero» grave y sonoro, al paso que la contestación de Amelia salió débil de su corazoncito, llegó moribunda a sus labios, y apenas fue oída por nadie, excepción hecha del capitán Dobbin.

Terminada la ceremonia, adelantó Joseph Sedley un paso y besó a su hermana, siendo aquél el primer beso que le dio después de muchos meses.

George, radiante de júbilo y rebosando orgullo, dijo a Dobbin:

—A ti te toca, William.

Dobbin rozó con sus labios la mejilla de Amelia.

Entró la comitiva nupcial en la sacristía y firmaron el registro.

—Dios te bendiga —dijo efusivamente George a Dobbin, dándole un fuerte apretón de manos y con los ojos humedecidos.

Dobbin contestó con un movimiento de cabeza. La emoción formaba un nudo en su garganta.

Los recién casados entraron en el carruaje después de una despedida patética de la madre de la novia. Los pocos pilluelos que esperaban a la puerta de la iglesia despidieron a los novios con un coro de gritos al arrancar el carruaje.

William Dobbin, de pie en el centro del pórtico de la iglesia, veía cómo se alejaban los recién casados.

—Vámonos a casa y tomaremos algo —dijo Joseph Sedley, arrancando al capitán del mundo de los ensueños.

No estaba Dobbin de humor para banquetear con el hermano de Amelia. Despidióse de la llorosa señora Sedley, de Joseph y de los demás que formaron la comitiva, arrojó unas monedas a los pilludos, y echó a andar sin importarle la lluvia.

Todo había terminado. Amelia y su amigo estaban casados, serían felices, si Dios escuchaba los votos del capitán, al paso que él, nunca se consideró tan triste y desgraciado como en aquel instante. Ansiaba que pasasen veloces los días para volver a ver a Amelia.

Unos diez días después de celebrada la ceremonia a que hemos asistido, tres jóvenes conocidos nuestros disfrutaban de la soberbia vista que Brighton ofrece a las miradas del viajero, de ese cuadro magnífico que presenta series infinitas de miradores por un lado, y por otro la extensión azulada del mar. Unas veces el londinense se extasía admirando el océano que le sonríe, el océano cuya faz tranquila aparece llena de graciosos hoyuelos y arrugas, y de blancas y movibles velas, y otras, revelándose más entusiasta de las bellezas humanas que del panorama, fija sus pupilas en los miradores, colmena inmensa donde pululan, se mueven, y se agitan personas viejas y jóvenes, ricas y pobres, bellas y deformes. Uno de los miradores deja escapar las notas de un piano que una señorita toca, por espacio de seis horas diarias, con encanto y delicia de la vecindad. Pauline, la niñera, pasea llevando en sus brazos un niño que llora y grita, al paso que Jacob, afortunado papá de la criatura, espera el almuerzo devorando el Times, a falta de otro alimento más nutritivo. En otro mirador, se ven las graciosas señoritas de Leery, cuyos ojos escudriñan el terreno donde suelen presentarse a diario unos cuantos oficiales, y a donde ahora no se ve otra cosa que un hombre, armado de un aparato náutico y de un telescopio que por sus dimensiones pudiera confundirse con un cañón de grueso calibre, enfilado al mar, como para ordenar a todo barco que salga, entre o cruce aquellas aguas, que ponga proa hacia la playa… Pero ¿es que nos hemos propuesto hacer una descripción de Brighton? No; nos falta tiempo para tratar a Brighton con la extensión que se merece. A ese Nápoles incomparablemente más limpio y pulcro que la ciudad de este nombre; a Brighton, siempre alegre, siempre bullicioso, siempre de fiesta, siempre pintoresco como la chaquetilla de un arlequín; a Brighton, que distaba siete horas de Londres por la época a que se refiere esta historia, y al que se llega hoy en un centenar de minutos.

—¡Qué muchacha tan celestialmente linda es esa que vive sobre el piso de la modista! —dijo uno de los tres paseantes al otro—. ¿Viste, Crawley, el guiño que me hizo al pasar?

—Cuidado, Joseph, con robarle el corazón y martirizarlo luego —contestó el interpelado—. Con los afectos no debe jugarse nunca, mi querido Don Juan.

Joseph estaba más brillante aun en Brighton que en el acto del matrimonio de su hermana. Tenía una colección de chalecos de última moda, cualquiera de los cuales habría llenado las aspiraciones del elegante más descontentadizo. Vestía casaca de corte militar, adornada con profusión ríe bordados, franjas y botones. Desde algún tiempo antes afectaba aires y modales militares, y paseaba con sus dos amigos, oficiales del ejército, haciendo resonar sus espuelas, contoneándose con gallardía, y asestando miradas asesinas a todas las criadas que consideraba acreedoras al insigne honor de morir a sus manos.

—¿Qué hacemos, muchachos, hasta tanto regresen las señoras? —preguntó uno del terceto.

—Podemos jugar una partida de billar —propuso el más alto de los tres.

—No, capitán, no —gritó Joseph Sedley, con expresión de viva alarma—. Al billar no, querido Crawley. Está muy reciente la partida de ayer.

—Pero hombre… si juegas prodigiosamente —exclamó Crawley riendo—. ¿No es verdad, Osborne? ¡Mira que la quinta serie de carambolas que nos hizo!…

—Fue para dar a su autor fama imperecedera —dijo Osborne—. Joseph es una maravilla con el taco en la mano… como en todo. ¡Ojalá pudiéramos organizar aquí cacerías de tigres!… Si los hubiese entretendríamos el tiempo hasta la hora de comer matando a algunos… ¡Vaya una mujer la que cruza por allá!… ¿Qué te parece, Joseph? Mira: cuéntanos aquella historia de la cacería de tigres… Admirable historia, Crawley…

—Propongo que vayamos a examinar algunos de los caballos que Snaffler trajo de la feria de Lewes —contestó Crawley.

—Yo opinaría por ir a tomar unos dulces a la casa de Dutton —respondió Joseph, cuya intención era matar dos pájaros de una pedrada—. ¡Qué linda es la muchacha de Dutton!

—Mi opinión es que salgamos al encuentro del Meteoro —indicó George.

Prevaleció esta proposición y los tres amigos echaron a andar en dirección al sitio por donde debía aparecer la diligencia, llamada por George el Meteoro.

No tardaron en encontrar un carruaje, que no era la diligencia, sino el mismo que solía guiar Joseph, solo y con mayestático continente, por Cheltenham. En esta ocasión lo guiaba un cochero con sombrero de tres picos.

Dos señoras lo ocupaban: una pequeñita, de cabello rubio y vestida con sujeción al último figurín, y otra más alta, cuyo rostro respiraba felicidad. Esta última mandó parar con cierta autoridad, y dijo:

—Hemos disfrutado de un paseo delicioso, George, y hemos regresado pronto para que Joseph no llegue tarde.

—¡Cuidadito con conducir a nuestros maridos por sendas torcidas, señor Sedley… malo, malo… malo! —amonestó Becky, que era la damita del cabello rubio, alargando a Joseph una mano calzada con irreprochables guantes de cabritilla—. Nada de billares, guerra a las botellas y punto final a las calaveradas.

—Mi querida señora de Crawley… Aseguro a usted que… ahora… palabra de honor…

Fue la contestación que, desconcertado y aturdido, quiso dar Joseph, sin conseguir decir nada en concreto. Algo se repuso, sin embargo, consiguiendo adoptar una actitud tolerable cuando el carruaje se alejó llevando en su interior a las dos damas.

Nuestros jóvenes amigos, Amelia y George, desde la iglesia donde se formalizó su matrimonio, se fueron a Brighton, con ánimo de pasar allí los primeros días de su luna de miel. Tomaron habitaciones en la Fonda de la Marina, donde disfrutaron unos días de calma y de felicidad, hasta que se les reunió Joseph. Una tarde, al volver a la fonda después de un paseo dado por la playa, encontraron inesperadamente a Becky y a su marido. El reconocimiento fue inmediato y mutuo. Becky se precipitó en los brazos de Amelia, su queridísima, su mejor amiga; Crawley estrechó con afectuosa cordialidad la diestra de George. La primera procuró y consiguió hacer olvidar al último las frases algo duras que le había dirigido la última vez que se vieron.

—¿Recuerda usted nuestra conferencia última tenida en la casa de la señorita Matilde Crawley, señor Osborne? —dijo—. Reconozco que le traté injustamente… Me parecía que usted tenía olvidada a Amelia, y me enfadé, no fui dueña de mí… estuve agresiva, descortés… pero me perdona… ¿verdad que me perdona usted?

Terminó Becky su discurso alargando a Osborne su diestra con tanta humildad, con tan seductora franqueza, que el último no pudo menos de estrecharla.

Conocí hace muchos años a un caballero, dignísimo morador de la feria de las vanidades, que acostumbraba a agraes viar deliberadamente y de propósito a sus vecinos, para tener luego la satisfacción de excusarse y pedir perdón. ¿Consecuencias de su sistema? El buen señor era idolatrado por todo el mundo; se decía de él que era de temperamento impetuoso, pero el más digno, el más honrado de los hombres. La humildad de Becky pasó como sinceridad generosa a los ojos de George.

Los dos matrimonios tenían mucho que decirse. Hablaron largo de sus respectivas situaciones. George contó que su amigo el capitán Dobbin era el encargado de poner en conocimiento de su padre la noticia de su matrimonio, añadiendo con encantadora franqueza que temblaba por el resultado de la embajada. Matilde Crawley, en la cual cifraba todas sus esperanzas Rawdon, continuaba inflexible y fuera de Londres. Su cariñoso sobrino, viendo cerradas a piedra y lodo las puertas de su casa, siguió a su tía a Brighton, y colocó a la puerta de su domicilio espías y emisarios que le tenían al tanto de todo.

—Quisiera que viesen ustedes algunos de los amigos que rondan todos los días y a todas horas nuestra puerta —dijo riendo Becky—. ¿Han visto alguna vez escribanos del juzgado acompañados por su alguacil? Una pareja de esos abominables pájaros permaneció toda la semana pasada acechando nuestra casa desde la tienda de ultramarinos de enfrente… ¡Qué fastidiosos!… Hasta el domingo no nos fue posible alzar el vuelo… Si la tía no cede, ¿qué será de nosotros?

Sazonándolas con carcajadas y juramentos, refirió Rawdon una docena de anécdotas cuyos personajes principales fueron él, algunos escribanos y otros tantos alguaciles. Dijo que la aparición de semejantes aves de rapiña comenzó a raíz de su matrimonio; contó que tenían mucho crédito, pero cuentas en abundancia y muy poco dinero disponible.

¿Influyeron las deudas y dificultades en el buen humor de Crawley? No. Sabido es que en la feria de las vanidades viven con lujo y sin privarse de nada los que se encuentran acribillados de deudas, y gastan y triunfan los que no piensan pagar. Rawdon y su linda esposa ocupaban las mejores habitaciones de la fonda; el dueño y los dependientes de ésta les prodigaban reverencias y atenciones, atenciones a las que correspondía Rawdon pidiendo comidas costosísimas y haciendo un verdadero derroche de vinos de marca. La costumbre, las apariencias de riqueza, unas botas como espejos, la elegancia en el vestir y, la altanería de modales, equivalen con frecuencia a un capital sólido depositado en el banco.

Constantemente se reunían los dos matrimonios en las habitaciones del uno o del otro. Al cabo de dos o tres días de trato ininterrumpido, los caballeros organizaron una partida de triquete, y las damas pasaron el tiempo departiendo entre sí. Gracias al pasatiempo, y a unas partidas que el capitán jugó con Joseph Sedley, llegado poco después en carruaje descubierto, Rawdon vio repuesto su exhausto bolsillo.

Pero sigamos a los tres paseantes que salían a recibir la diligencia. Ésta llegó puntual como un cronómetro, atestada de viajeros, e hizo alto en la calle frente a la puerta del café.

—¡Mirad… allá viene Dobbin! —gritó con alegría George, viendo a su querido amigo encaramado sobre la imperial de la diligencia—. ¿Qué tal, chico? ¡Baja… baja pronto!… Amelia va a recibir una alegría… ¿Qué noticias traes? ¿Has visitado a mi padre? ¿Qué dice el viejo? ¡Habla, habla pronto, y nada me calles!

—He visitado a tu padre —respondió Dobbin, con rostro pálido y expresión grave—. ¿Cómo está Amelia?… Pronto te daré detalles; pero traigo una noticia mucho más importante para todos… Se trata…

—Suéltala sin tardanza, mal amigo —gritó George.

—Vamos a Bélgica… todos, todo el ejército, sin exceptuar la Guardia. Nos manda O’Dowd, y embarcamos la semana próxima.

La nueva produjo impresión en nuestros amigos, todos los cuales se pusieron muy serios.