Querella a propósito de una heredera
ES DIFÍCIL, MUY DIFÍCIL, que una señorita de los méritos indiscutibles de la joven mulatita de que hemos hablado en el capítulo anterior, deje de inspirar pasiones violentas. De aquí que no nos admire que en el alma del viejo Osborne hicieran irrupción ensueños que se lisonjeaba de ver realizados en breve. Huelga decir que alentó con plausible entusiasmo la amabilidad, el mimo con que sus hijas trataban a la heredera y declaró que su mayor placer como padre era ver que sus hijos sabían dirigir bien sus afectos.
—No encontrará usted —solía decir a la señorita Swartz— en nuestra humilde morada el lujo esplendoroso que es costumbre en su barrio. Mis hijas son francas, llanas, desinteresadas, pero sus tiernos corazones saben distinguir, y han concebido hacia usted un cariño que las honra. Yo soy un hombre de negocios franco, llano y desinteresado… honrado como lo fueron siempre mis buenos amigos Hulker y Bullock, corresponsales de su nunca bastante llorado padre. En nosotros encontrará usted una familia unida, sencilla, feliz y… respetada, una mesa sencilla, unas personas sin pretensiones, pero unos corazones que son todo cariño, mi querida señorita… todo cariño hacia usted. Soy franco, y con mi franqueza habitual declaro que la quiero como a hija… Venga una copa de champaña… ¡Choque usted, señorita Swartz!
No haremos al viejo Osborne el agravio de sospechar que sus palabras no saliesen del corazón, ni pondremos en tela de juicio que las protestas de cariño de sus hijas fueran sinceras. Las gentes que viven en la feria de las vanidades suelen simpatizar sin esfuerzo con los ricos. Si el pueblo sencillo se enamora sin esfuerzo de la dama Prosperidad (reto a que me presenten una sola persona a quien no parezca hermosa la Riqueza, una sola persona que deje de mirar con interés a su vecino de mesa, si alguien susurra en su oído que el tal vecino es dueño de medio millón de libras esterlinas), si el pueblo sencillo, repito, mira con benevolencia especial al dinero, ¿con cuánta mayor razón lo mirará con cariño la gente de mundo? Todos sus afectos corren presurosos y contentos al encuentro de la fortuna, y sus sentimientos despiertan espontáneamente en favor de los que la poseen. Conozco algunas personas muy respetables que por nada del mundo concederían su amistad a quien no ocupa en sociedad una categoría determinada o tiene en el banco una fortuna muy respetable. Sólo en ciertas ocasiones dan salida a sus sentimientos. Buena prueba de esta verdad es que la familia Osborne, en cuyos corazones, excepción hecha del de George, no brotó un destello de cariño hacia Amelia, en quince años de trato, se enamoró de la señorita Swartz no bien les fue presentada, la quiso con efusión fulminante, como podría apetecerla el defensor más exigente del amor a primera vista.
—¡Magnífico partido para mi hermano! —decían las hermanas de George—. ¡Cuánto mejor que esa insignificante Amelia! George, con su juventud, su excelente tipo, su categoría, sus dotes, sería para ella un marido ideal.
Las imaginaciones de aquellas simpáticas señoritas andaban llenas de bailes en el Palacio Portland, de presentaciones en los salones de la corte, de relaciones con la mitad de los pares del reino, y no sabían hablar a su nueva amiga más que de George y de sus extensísimas relaciones.
También Osborne padre creía que la mulatita era para su hijo un partido excelente. George podría pedir la licencia absoluta, el Parlamento le abriría sus puertas y le pondría en condiciones de ser una eminencia en política, como principiaba a serlo en la elegancia. Hervía su sangre con el fuego del noble orgullo inglés al ver el apellido Osborne ennoblecido en la persona de su hijo y pensar que muy bien podía ser el progenitor de una serie dilatada de poderosos barones. Trabajó sin descanso, inquirió, averiguó en la City y en los bancos, hasta que tuvo noticia detallada de la fortuna de la heredera, hasta que supo dónde la tenía colocada, dónde radicaban sus propiedades. Frederick Bullock, uno de los que le facilitaron informes más abundantes, la habría solicitado para sí de no haber estado comprometido ya con Mary Osborne (así lo declaró el joven banquero), pero ya que no su esposa, deseaba que fuese su cuñada, y con desinterés conmovedor estaba dispuesto a proteger los intereses de George.
—Que se declare George sin perder momento, y la conquista es segura —fue su consejo—. Las ocasiones que no se aprovechan pronto suelen malograrse con mucha frecuencia. Hoy la partida sería suya, porque la heredera acaba de llegar a la ciudad, pero dentro de algunas semanas, caerá como llovido del cielo cualquier aristócrata cazador de fortunas, y nos la arrebatará.
He aquí cómo, mientras los buenos sentimientos y, sobre todo, el capitán Dobbin, volvían a George a los pies de Amelia, el padre y hermanas del novio de ésta arreglaban un matrimonio tan espléndido y conveniente que sería recibido por el interesado con los brazos abiertos, así al menos lo creían ellos.
Acostumbraba hacer el viejo Osborne lo que él llamaba «insinuaciones» en forma tal, que hasta el más obtuso comprendía al punto su significación. Hacer rodar escaleras abajo de un puntapié a un criado, era una de sus «insinuaciones» de que el criado quedaba despedido, de la misma manera que el día que con extremada delicadeza dijo a la tía de la señorita Swartz que pondría en sus manos un cheque de cinco mil libras si conseguía que su pupila se casase con su hijo, llamó a su proposición una «insinuación» y la consideró portento de diplomacia. Una «insinuación» fue también ordenar secamente a su hijo que se casase con la rica heredera, con entonación parecida a la que empleaba al mandar a su criado que descorchase una botella, o a cualquiera de sus dependientes que escribiese una carta.
La «insinuación» de su padre contrarió vivamente a George. Saboreaba las delicias de su segundo noviazgo con Amelia y nunca el amor de ésta le había parecido tan dulce. El contraste de las cualidades físicas y morales de Amelia con las de la heredera contribuía a que la sola idea de unirse con esta última le pareciese absurda y odiosa. Acordóse de los soberbios trenes y de los palcos en la Ópera, y pensó que por nada del mundo ocuparía aquéllos ni se dejaría ver en éstos dando el brazo a una beldad de caoba. Añádase a esto que Osborne hijo era tan terco como Osborne padre, que cuando quería una cosa no cejaba hasta conseguirla, y que, cuando despertaba su cólera, era tan violento como el autor de sus días en sus momentos más borrascosos.
El primer día que su padre le «insinuó» formalmente que debía colocar sus afecciones a las plantas de la señorita Swartz, contemporizó George con el anciano caballero.
—Debió usted pensar antes en ese proyecto, padre —contestó—. Su realización es imposible hoy, en vísperas de salir con mi regimiento a país extranjero. Esperaremos hasta que yo vuelva, suponiendo que no me quede allí. El regimiento está en vísperas de salir de Inglaterra, y claro está que los pocos días o contadas semanas que tarde en hacerlo, debo consagrarlos a asuntos serios y no a enamorar. Tiempo me sobrará para esto último cuando regrese hecho un comandante… Digo comandante, porque yo le aseguro que ha de ver en las columnas del Diario Oficial el nombre de George Osborne.
Replicó el padre que no faltarían golosos que procurasen hacer suya a la heredera si se les daba tiempo; que si no se casaba antes de partir para la guerra, por lo menos debía hacerse novio oficial de aquélla y adquirir compromiso mutuo por escrito, que sería cumplido a su regreso a Inglaterra y terminó diciendo que es un loco de atar el que, pudiendo tener una renta de diez mil libras esterlinas al año, se va a arriesgar su vida a suelo extraño.
—¿No le importaría a usted que yo pasase por cobarde, ni ver deshonrado nuestro apellido, a trueque de casarme con el dinero de la señorita Swartz? —replicó George.
La réplica desconcertó un poco al buen señor Osborne, quien, viéndose en la necesidad de contestarla, y no sabiendo cómo, dijo:
—Hoy comerás en casa y todos los días, mientras la señorita Swartz se encuentre entre nosotros, te sentarás a su lado y le harás la corte. Si necesitas, dinero, pídelo a mi cajero, que tiene orden de dártelo.
He aquí cómo se alzó un nuevo obstáculo entre Amelia y George, obstáculo que motivó más de una consulta confidencial entre Osborne y Dobbin. La opinión de éste sobre la norma de conducta que George debía seguir la conocemos ya, y en cuanto a George únicamente diremos que los obstáculos que encontraba en su camino sólo servían para incitarle a caminar más de prisa.
Completamente ajena a la conspiración tramada por los individuos principales de la familia Osborne, y de la cual era objeto ella misma, estaba la opulenta mulata. Su tía y tutora nada le había dicho, aunque parezca extraño; de aquí que, confiada de suyo, y muchacha de temperamento impetuoso y ardiente, tomase los halagos y adulaciones de las hermanas de George como expresión de sentimientos sinceros y genuinos, y procurase corresponder a las explosiones de cariño de que era objeto con fuego verdaderamente tropical. Si he de ser franco, diré que también ella encontraba en la casa de los Osborne una atracción no exenta de egoísmo, quiero decir, que consideraba que George era un muchacho encantador. Los bigotes del prometido de Amelia habían producido en ella viva impresión la noche en que los vio por vez primera en el baile de los señores de Hulkers, y ya sabemos que no era ella la única víctima del poder fascinador del adorno capilar de nuestro interesante amigo. Por otra parte, el aire de George era arrogante y melancólico, lánguido y fiero a la vez; parecía hombre de grandes pasiones, arca que encerraba no pocos secretos, aventuras, penas y contrariedades. Su voz era melodiosa y grave; decía que la tarde estaba calurosa o invitaba a tomar un helado con acentos tan tristes y confidenciales como si estuviese comunicando el fallecimiento de su querida madre, o se encontrase en los preludios de una declaración amorosa. Era el más guapo, el más gallardo de los jóvenes que frecuentaban la casa de su padre. Algunos le aborrecían; otros, como Dobbin, le admiraban y adoraban. Sus bigotes comenzaron a producir efecto, y puede decirse que ya sus guías se enroscaban en el corazón de la señorita Swartz.
Cuantas veces veía la mulatita alguna probabilidad de encontrar a George en la casa de sus padres, corría desalada a hacer una visita a sus queridas amiguitas. Se presentaba siempre con vestidos nuevos y costosos, cargada de joyas y luciendo lindos sombreros y prodigiosas plumas. Ponía toda su habilidad en el adorno de su persona a fin de agradar al conquistador y desplegaba todos sus encantos para merecer su favor. Si las hermanas de George deseaban música, gustosa cantaba las dos o tres romanzas y tocaba las dos piezas de su repertorio, y las repetía mil veces con placer siempre creciente.
El día que siguió a la «insinuación» del padre de George, estaba éste, poco antes de la hora de comer, arrellanado en un sofá del salón en actitud de melancolía perfecta y natural. Había visitado al cajero de su padre, pasado luego tres horas junto a su querida Amelia, y cuando llegó a su casa encontró a sus hermanas en el salón acompañando a la señorita Swartz, que lucía aquel día un vestido de seda color ámbar, pulsera de turquesas, infinidad de sortijas, flores y plumas.
Las muchachas, tras inútiles tentativas encaminadas a obligar a George a tomar parte en la conversación, se enfrascaron en un coloquio de modas que aburrió desesperadamente al galán.
—¡Demonio! —decía George al día siguiente a un amigo de su confianza—. Te aseguro que parecía uno de esos muñecos chinos que mueven constantemente la cabeza… Me mareó, me volvió loco… Mil veces sentí tentaciones de tirarle un cojín a la cabeza.
Pero continuemos reseñando las distracciones de aquel memorable día.
Las hermanas de George principiaron a tocar La batalla de Praga.
—¡Que me volvéis loco con ese infernal estribillo!… —gritó George hecho una furia—. Toque usted algo señorita Swartz… haga el favor. Cante lo que quiera… menos La batalla de Praga.
—¿Quiere usted que cante Mary la de los ojos azules, o el aria del Estuche? —preguntó la mulata.
—¡Oh!… el aria del Estuche es preciosa —gritaron al unísono las hermanas Osborne.
—La ha cantado ya —dijo el misántropo desde el sofá.
—Cantaría Las aguas del Tajo si tuviese la letra —repuso la señorita Swartz, acordándose del último número de su repertorio.
—¡Ah!… Las aguas del Tajo —exclamó Mary Osborne—. Tenemos esa canción.
Y corrió a buscarla al musiquero.
Ahora bien: la romanza en cuestión, que por entonces estaba muy en boga, había sido regalada a las señoritas Osborne por una de sus amigas cuyo nombre figuraba junto al título de la misma. La señorita Swartz, después de cantarla con aplauso de George, quien recordó que era el canto favorito de su Amelia, reparó en el nombre «Amelia Sedley» escrito en el lugar indicado.
—¡Dios mío! —exclamó la señorita Swartz, girando rápidamente sobre el taburete—. ¿Es éste el nombre de mi Amelia? ¿La Amelia que fue mi compañera de colegio en Chiswick? ¡Sí… ella es… ella; no me cabe duda!… ¿Qué tal está? ¿Dónde vive?
—No repita usted su nombre —se apresuró a contestar Mary Osborne—. Su familia se ha cubierto de deshonor. Su padre abusó de la confianza del nuestro, le robó, y en cuanto a ella, en esta casa no se pronuncia su nombre.
Mary se vengaba de la salida de George a propósito de La batalla de Praga.
—¿Es usted amiga de Amelia? —preguntó George incorporándose bruscamente—. ¡Dios la bendiga a usted, señorita Swartz! No crea una palabra de lo que dicen esas locas. Amelia no merece la menor reconvención… es la mejor de…
—Sabes perfectamente que no debes hablar de ella, George, la prohibición de nuestro padre es terminante —terció Jeannie.
—¿Y quién es nuestro padre para prohibírmelo? —gritó George exasperado—. Hablaré con ella pese a quien pese, y pese a quien pese digo que es la muchacha mejor, la más amable, la más hermosa y la más angelical de Inglaterra. Añado que, aun cuando su padre haya quebrado, mis hermanas son las que menos que nadie deben arrojar piedras a su tejado. Si usted le conserva algún cariño, señorita Swartz, vaya a verla, que hoy más que nunca necesita los consuelos de sus amigas. Añadiré que pido fervorosamente a Dios que colme de bendiciones a quien le dé pruebas de simpatía. Quien hable bien de ella es mi amigo de la misma manera que es mi enemigo quien la trate injustamente. Muchas gracias, señorita Swartz, muchas gracias —terminó, dando a la mulatita un fuerte apretón de manos.
—¡George… George! —exclamó una de sus hermanas con voz suplicante.
—¡Bendito sea todo el que quiera a la señorita Amelia Sedley! —gritó George con fiereza—. El mayor favor que…
No terminó la frase: acababa de presentarse en el salón Osborne padre, lívido de rabia y lanzando llamaradas por los ojos.
Aunque George se había interrumpido, se encontraba muy excitado para que le acobardase toda una generación de Osbornes. Calló su lengua, pero se irguió altanero y contestó a la mirada de furia de su padre con otra que revelaba tanta resolución y hasta reto, que el viejo hubo de bajar la suya, comprendiendo que la tormenta estallaría terrible.
—Señora Haggistoun… ¿me permite que le ofrezca mi brazo? —dijo—. Vamos al comedor… George… da tu brazo a la señorita Swartz.
Salieron todos del salón y se encaminaron al comedor.
—Amo a Amelia, señorita Swartz —dijo George a su pareja mientras bajaban—. Somos novios casi desde que nacimos.
En la mesa, habló George con volubilidad que le sorprendió a él mismo y puso nervioso a su padre, quien no pensaba más que en la contienda que tendría lugar tan pronto como se fueran las señoras.
Entre padre e hijo existía una diferencia notable. Al paso que el primero era violento y ciego como un toro, el segundo atesoraba el valor de su padre triplicado, y, por añadidura, no sólo sabía atacar con brío, sino resistir con tesón. He aquí por qué, seguro de la proximidad de la lucha, comió el segundo con tranquilidad perfecta y excelente apetito al paso que el viejo no supo dominar sus nervios, y comió muy poco y bebió mucho. Estuvo brusco y displicente en su conversación con las señoras, consecuencia de la irritación que exacerbaba la calma de su hijo, quien, terminada la comida, abrió la puerta del comedor e hizo una inclinación a las señoras al salir éstas, llenó un vaso de vino, lo apuró de un trago, y miró de frente a su padre, como diciéndole que estaba presto para el combate.
El viejo después de beber también, comenzó de esta suerte, con voz temblorosa y cara congestionada:
—¿Cómo se atreve usted, señor mío, a pronunciar el nombre que pronunció en el salón, delante de la señorita Swartz?
—¡Cuidado con las palabras, padre mío! A un capitán del ejército inglés no se le dice que cómo se atreve… a lo que quiera que sea —contestó George.
—A mi hijo le digo lo que tengo por conveniente; a mi hijo puedo dejarle sin un penique, cuando me venga en gana; a mi hijo puedo convertirle en mendigo, si tal es mi deseo; y a mi hijo le diré cuanto quiera.
—Su hijo es un caballero, señor mío, que no tolerará otro lenguaje que el que está acostumbrado a oír. Cuanto haya de decirme, cuantas órdenes quiera comunicarme, le suplico que lo haga sin faltar al comedimiento.
—No recibí de mi padre la educación que usted ha recibido de mí, no gocé de las ventajas de que usted goza, ni dispuse del dinero de que usted dispone. Si yo hubiera podido tener las compañías que otros han tenido gracias a mi dinero es posible que mi hijo no pudiera emplear conmigo semejantes aires de superioridad aristocrática. Verdad es que en mi tiempo, nadie creía que fuese propio de un caballero insultar a su padre. Si yo hubiese hecho una cosa así, el mío me habría puesto a puntapiés en medio del arroyo.
—No he insultado a usted, le he suplicado que no diese al olvido que soy tan caballero como usted. Sé muy bien que me da usted dinero sin tasa —continuó George, pasando sus dedos sobre el fajo de billetes de banco que aquella mañana recibiera del cajero de su padre—, pero también sé que me lo echa en cara con fastidiosa frecuencia. ¿Teme usted que lo olvide?
—Debiera usted tener la misma memoria para todo lo demás —replicó el viejo, cada vez más irritado—. Debiera usted recordar que, en esta casa, mientras el señor capitán se digne honrarla con su presencia, soy yo el único dueño y señor, y que el nombre de aquella… que usted…
—¿De aquella qué? —preguntó George con tranquila ironía, sirviéndose otro vaso de clarete.
—¡…! —los puntos corresponden a un juramento feroz del viejo—. El apellido de los Sedley no se pronunciará jamás en mi casa… no… no quiero oír mentar a ningún individuo de esa condenada familia.
—No fui yo quien sacó a colación el apellido de la señorita Sedley. Fueron mis hermanas, que hablaron mal de ella a la señorita Swartz, y yo la defendí, como la defenderé en casa y fuera de ella, contra quien ose tratarla injustamente. En mi presencia nadie hablará mal de ella… ni siquiera con ligereza. Bastantes daños le ha causado mi familia… Lo menos que los Sedley tienen derecho a esperar es que les dejen en paz después de haberles perdido. Excepción hecha de usted, descerrajaré un tiro a cualquier hombre que tenga la osadía de hablar de Amelia en términos inconvenientes.
—Continúe usted, señor capitán —rugió el padre con los ojos fuera de las órbitas.
—¿Que continúe? ¿Quiere usted que hable del trato que en esta casa se ha dado a ese ángel? ¿Quién me dijo que la amase? ¡Usted… usted! Es posible que hubiera podido escoger en otra parte, colocar mis miradas en persona de nacimiento más elevado que el nuestro, pero obedecí… Y ahora, cuando el corazón de la desdichada es mío, pretende usted que la abandone, que la rechace, que castigue en ella culpas que no son suyas, que la asesine, tal vez… Es vergonzoso, criminal, jugar con el corazón de una niña inocente —prosiguió con entusiasmo—, con un ángel como Amelia, tan superior a cuantas personas han convivido con ella, que seguramente habría excitado tempestades de envidia si su bondad inefable no la hubiese defendido contra el odio. ¿Cree usted que podría olvidarme si yo la abandonase?
—No quiero prestar oídos a tonterías y absurdos sentimentales. En mi casa no entrarán pordioseros por la puerta del matrimonio. Si usted quiere tirar por la ventana una renta de ocho mil libras esterlinas, que puede hacer suyas sin más trabajo que bajarse para recogerlas, hágalo en buena hora; pero le prevengo que, al mismo tiempo, deberá liar su petate y largarse a la calle. ¿Quiere usted hacer lo que le mando, sí o no?
—¿Casarme con la mulata? No es de mi gusto el color. Que pida su mano el negro que barre el Mercado de Carnes… Dígaselo usted a él. Yo no me caso con una Venus hotentote.
El viejo tiró furioso del cordón de la campanilla, y no bien se presentó el mayordomo le ordenó con voz medio ahogada por la cólera que fuese a buscar un coche para el capitán Osborne.
—Es cosa hecha —decía George una hora después, entrando con semblante pálido en el pabellón de su amigo Dobbin.
—¿El qué, muchacho?
George refirió detalladamente la borrascosa escena pasada y terminó así:
—Mañana me caso con ella… De día en día aumenta el amor que me inspira.