Capítulo XX

El capitán Dobbin obra como emisario de himeneo

SIN SABER CÓMO, el capitán William Dobbin se encontró convertido en gestionador, agente, ministro plenipotenciario, para la celebración del matrimonio de George Osborne con Amelia Sedley. Sin él, jamás habría tenido efecto semejante unión. No podía menos de confesárselo a sí mismo, y sus labios se plegaban en una sonrisa que destilaba amargura al pensar en los caprichos de la suerte, que le escogió a él para que arreglase un matrimonio fracasado, a él, precisamente al último hombre del mundo a quien debió escoger. La dirección de tal asunto era a no dudar la tarea más penosa que nunca pesó sobre sus hombros, pero el capitán Dobbin era de los que, cuando se encontraba frente al cumplimiento de un deber, marchaba en línea recta hacia él, economizando palabras y derrochando resolución. Abrigaba la triste convicción de que Amelia moriría de dolor si no se casaba con George, y Dobbin resolvió recurrir a todos los medios para conservarle la vida.

No quiero entrar en detalles minuciosos sobre la entrevista de George y Amelia, sobre el momento en que el primero cayó a los pies (¿no sería más exacto decir en los brazos?) de su querida prometida, merced a la intervención de Dobbin. Corazones mil veces más diamantinos que el de George se habrían derretido a la vista de aquella linda carita, tan castigada por la tristeza, la pena, la desesperación, y ante los tiernos acentos con que refirió su desconsoladora historia. Su madre, al ver que la pobrecilla no se desmayaba, cuando, temblando, introdujo a George en su cuarto, sino que exhalaba un suspiro hondo, muy hondo, y doblando su cabecita sobre el hombro de su novio, lloraba lágrimas tiernas, copiosas, sedantes, juzgó conveniente dejar solos a los jóvenes y salió, mientras Amelia besaba con humildad la mano de su prometido, cual si éste fuera su dueño y señor supremo, cual si la culpable, la indigna, la necesitada de gracia y de indulgencia fuese ella y no él.

La sumisión tierna y humilde de Amelia penetró en el alma de George en forma de halagadora y exquisita emoción. Encontró una esclava obediente en aquella angelical criatura y en su pecho germinó un sentimiento de omnipotencia que agitó agradablemente su alma. Monarca soberano, sultán omnipotente, sintióse inclinado hacia la generosidad y decidió alzar del suelo a la prosternada Ester y sentarla en su trono, y como la belleza melancólica de aquélla le conmovió tan profundamente como su adorable sumisión, decidió consolarla, animarla, perdonarla, por decirlo así. Todas las esperanzas de la pobrecilla, muertas de algún tiempo a aquella parte, todos sus amores, yertos al soplo helado de la indiferencia de su prometido, resucitaron, se alzaron pujantes, brillaron con fulgores nuevos, al recibir el beso acariciador del rayo de sol que George se dignaba proyectar sobre ellos. Parecía imposible que la cara radiante de Amelia fuese la misma que minutos antes aparecía pálida, exangüe, indiferente a cuanto la rodeaba. La doncella irlandesa, entusiasmada al reparar en el cambio, pidió permiso para besar aquellas mejillas que en un momento se habían convertido en encantadoras rosas; Amelia contestó echando los brazos al cuello de la doncella y besándola con toda la efusión de su alma, como si fuese una niña. Aquella noche disfrutó de un sueño tranquilo y reparador, y cuando despertó a la mañana siguiente, no parecía sino que la aurora había puesto en su semblante todos los encantos.

—Hoy vendrá otra vez —se repetía Amelia—. Es el más noble, el mejor de los hombres.

Mientras Amelia y George sostenían en la habitación del primer piso su delicioso diálogo, abajo conversaban la señora Sedley y Dobbin sobre la situación de los amantes, aquilataban las probabilidades de éxito feliz y preparaban las disposiciones que deberían adoptarse. La madre de Amelia, después de dejar a los jóvenes en libertad de abrazarse con todo su poder, cediendo a sus sentimientos de mujer, como esposa que conocía a fondo a su marido, opinaba que ningún poder humano haría consentir al señor Sedley en el matrimonio de su hija con el hijo del desleal amigo que de tan vergonzosa, inexorable y monstruosa manera le había tratado. Habló extensamente al capitán de los días felices de su existencia esplendorosa, de la época en que Osborne vivía muy humildemente en el New Road y su mujer recibía con transportes de alegría los regalos que su marido se apresuraba a hacerle con motivo del nacimiento de sus hijos. La ingratitud infernal de aquel falso amigo había abierto en el corazón de su marido una herida que jamás cicatrizaría, y la consecuencia de la herida sería negar siempre su consentimiento al matrimonio en proyecto.

—Habrá que recurrir al rapto —dijo riendo William Dobbin—. Que imiten al capitán Rawdon y la amiguita de Amelia.

¿A qué se refería el capitán? ¿Cómo? ¡Nunca lo hubiera pensado! La noticia era nueva para la señora Sedley, que quedó profundamente sorprendida. ¡De buena se había escapado Joseph!, y relató con toda clase de detalles la aventura amorosa que ya nos es conocida.

No era el furor del señor Sedley lo que más asustaba a Dobbin sino la actitud del tirano de cejas negras, del autócrata ruso, que había puesto un veto absoluto al matrimonio, según sospechaba con mucho fundamento Dobbin. Sabía lo terco que era Osborne padre, sabía que una vez pronunciada una sentencia no había quien lo obligase a revocarla.

—La única probabilidad de futura reconciliación —se decía William— la tiene en la próxima campaña. Si muere, morirán los dos; si no se distingue… ¿qué porvenir le espera? He oído decir que puede disponer de algún dinero por parte de su madre… acaso lo bastante para comprar un empleo de comandante, o bien para irse al Canadá y dedicarse a agricultor. Verdad es que con una compañera como Amelia, viviría yo contento y feliz en la Siberia.

Dobbin se multiplicaba, ponía empeño en que el matrimonio se celebrase lo más pronto posible. ¿Era su prisa semejante a la que mueve a las personas que han tenido la desgracia de perder a un ser querido a activar todo lo posible el funeral? Es posible. Lo que no admite duda es que Dobbin, una vez que hubo tomado el asunto en sus manos, quiso llevarlo a su solución con ansiedad extraordinaria. A todas horas incitaba a George a obrar sin tardanza, pintándole las probabilidades de llegar a reconciliarse con su padre, para lo cual bastaría que viese su nombre estampado en el Diario Oficial en la relación de «distinguidos». Si era preciso, él se encargaba de visitar a los padres de entrambos contrayentes y de solicitar su conformidad desafiando sus iras. Representó a George la conveniencia de no dormirse, y le suplicó por lo más sagrado que diera su nombre a Amelia antes de que se diesen las órdenes de marcha del regimiento al extranjero, órdenes que se esperaban de un momento a otro.

Llena la imaginación de proyectos matrimoniales, y contando con la aquiescencia y hasta con el aplauso de la señora Sedley, que estaba dispuesta a defender la causa de la felicidad de su hija contra la oposición de su marido, Dobbin fue a ver al pobre arruinado al Tapioca Coffee-House, sito en la City, adonde solía ir todos los días el anciano caballero para escribir y recibir cartas, de las que formaba misteriosos paquetes, algunos de los cuales llevaba siempre en los bolsillos interiores de su chaqueta. Pocas cosas en el mundo afligen tanto un corazón compasivo como los pasos, las acciones, la correspondencia, el misterio de que parece rodearse un hombre arruinado, las cartas arrugadas y grasientas que le ofrecen algún apoyo y en las cuales cifra todas sus esperanzas de restauración y de fortuna futura. Alguno de los lectores habrá tropezado a no dudar con algún amigo antiguo, castigado duramente por la desgracia, un amigo que, al verle, le lleva a un ángulo, a un rincón reservado, saca del bolsillo un paquete de cartas, escoge las que más le agradan, le obliga a leerlas, y mientras las leéis, os contempla con mirada triste, ansiosa, humilde, mirada de loco, mirada de desesperación.

Y, sin quererlo, he hecho el retrato del hombre, antes próspero, jovial, amigo de bromas y de diversiones, que Dobbin encontró en el café. Su levita, siempre flamante, principiaba a mostrar la trama del tejido por los codos; los botones dejaban ver el cobre. La tristeza de su cara sin afeitar, inspiraba compasión. Antes, cuando llamaba en el café, lo hacía a voz en grito y riendo más que nadie; ahora, si dirigía la palabra a John, propietario del establecimiento, hacíalo con finura exquisita, con humildad. En cuanto a William Dobbin, víctima en mil ocasiones del buen humor del anciano caballero, en la ocasión presente le alargó la mano como cohibido y vacilante, y le llamó «señor». Un sentimiento de vergüenza y de remordimiento se posesionó del capitán al verse así tratado, como si hubiese sido él el culpable de las desventuras que hicieron descender tan hondo al antes opulento Sedley.

—¡Hola, señor capitán Dobbin! —dijo el señor Sedley—. Es para mí una satisfacción inmensa verle… ¿Cómo está mi buen amigo el señor corregidor? ¿Y su señora madre, caballero, sigue bien? ¿Necesita usted algo de mí, caballero? Mis buenos amigos Dale y Spiggot se han encargado del despacho de todos mis negocios mientras monto oficinas nuevas, señor capitán… ¿Quiere usted tomar alguna cosita?

Contestó Dobbin con voz balbuciente, vacilando e interrumpiéndose a cada tres palabras, que no deseaba tomar nada, que no tenía negocios de ninguna clase que tratar, que lo único que deseaba era cerciorarse de que el señor Sedley se encontraba bien, dar un apretón de manos a un antiguo amigo.

—Mi madre se encuentra perfectamente —dijo—, como nunca… es decir… acaba de salir de una enfermedad gravísima, no sale de casa… y por eso no ha visitado todavía a la señora Sedley… pero espera aprovechar el primer día bueno para cumplir con deber tan agradable… ¿Cómo está su señora, señor Sedley?… ¿Bien?… Lo celebro en el alma… Yo…

No supo cómo continuar, pues se le ocurrió la idea de que estaba mintiendo como nunca, y, por añadidura, sin pizca de talento. El día estaba hermoso como nunca, brillaba un sol como pocas veces se ve en Londres, y preguntaba por la señora Sedley, fingiendo no haberla visto en muchísimo tiempo, cuando una hora antes la había dejado en su casa, acompañando a George y a Amelia.

—La visita de su ilustre madre, caballero, proporcionará a mi señora un placer indecible —dijo el anciano Sedley, sacando un paquete de papeles del bolsillo—. De su padre de usted he recibido una carta que me llena de satisfacción y de orgullo; sírvase presentarle mis respetos. Su señora madre, cuando nos dispense el honor de visitarnos, nos encontrará en una casa más pequeña que la en que solíamos recibir a nuestros amigos, pero tiene la ventaja de ser más alegre, y, sobre todo, más sana. Mi hija está un poquito delicada… ¿Recuerda usted a mi buena Amelia, caballero?… Pues sí… está un poquito delicada… los médicos aconsejaron un cambio de aires… parece que le perjudica respirar el del centro de la ciudad… Dígame usted, mi querido señor Dobbin, usted que es militar —añadió después de una pausa, desatando un bramante que sujetaba un paquete de documentos—: ¿Es posible… comprende usted que existieran personas que especulasen sobre el regreso del emperador? ¿Sobre la evasión de ese malvado corso de la isla de Elba? Cuando visitaron la capital los soberanos aliados… hace menos de un año, y les obsequiamos con aquel banquete espléndido en la City, y vimos las fiestas, y admiramos los fuegos artificiales, y cruzamos el puente chino tendido en el parque de Saint James, ¿podía suponer nadie que la paz no estaba asegurada, que no era ocasión todavía de cantar un Tedeum? Usted, amigo mío, usted, que es militar, sabrá decirme cómo podía yo suponer que el emperador de Austria nos resultaría un felón despreciable, un traidor condenado… digo poco, porque ha sido más que traidor… No me importa hablar claro… un falsario, un embaucador… un embustero que todo lo supeditaba a las conveniencias de su yerno. Sí, mi querido capitán… La evasión del corso, que Dios confunda, ha sido una añagaza, un complot infernal, sí, señor, en el cual han tenido participación la mitad por lo menos de las testas coronadas de Europa… un complot fraguado para determinar una baja tremenda en los valores, baja que ha arruinado a nuestra nación. Por eso me encuentra usted aquí, William… Por eso ha aparecido mi nombre en la Gaceta Oficial… ¿Quién me ha arruinado? La confianza estúpida que deposité el emperador de Rusia y en nuestro príncipe regente… Vea usted… dé una ojeada a mis documentos… Fíjese en la cotización del día 1.° de marzo… Vea a cómo estaban los títulos de la renta francesa el día que yo los compré… y vea a cómo están hoy… Ha habido complot, caballero, ha habido complicidades escandalosas, que únicamente así ha podido escapar aquel villano. ¿Por qué no han fusilado al responsable de su seguridad? ¿Por qué no han ejecutado a la autoridad inglesa que le dejó escapar? ¡Por Cristo vivo que la tal autoridad debió ser juzgada y sentenciada en juicio sumarísimo!

—Ahora vamos a inutilizar para siempre al corso, señor Sedley —contestó Dobbin, alarmado al ver la furia del viejo, que golpeaba frenético con el legajo de papeles sobre el velador—. Muy pronto concluiremos con él… El duque está ya en Bélgica, y nosotros esperamos de un momento a otro la orden de marcha.

—¡No le den cuartel, capitán!… ¡No vuelvan sin traerse la cabeza del canalla!… ¡Maten como a un perro a ese cobarde! —bramó el viejo—. Voy a alistarme yo… pero no querrán a un viejo arruinado, a un viejo quebrado, a un viejo despojado por ese infernal malvado… y por una turba de ladrones compatriotas nuestros, que me deben todo lo que son, caballero, y que hoy pasean en coche.

Dobbin sentía viva lástima hacia aquel amigo antiguo, loco casi de resultas de su infortunio, hacia el caballero arruinado para quien lo era todo el dinero y un apellido limpio. En la feria de las vanidades abundan los ejemplares de aquel tipo.

—Sí —continuó el viejo—, hay víboras a quien uno da calor para que luego le claven sus emponzoñados dientes; hay mendigos a quienes uno invita a montar en su caballo para que luego derriben a quien generoso les ayudó. Ya sabe usted a quién me refiero, mi querido William: aludo a ese canalla enriquecido a quien he conocido sin un penique y a quien espero ver tan mendigo como era cuando yo le tendí mi mano.

—Algo de lo que usted me dice he oído referir a mi amigo George Osborne —dijo Dobbin, deseando abordar cuanto antes el asunto—. Las diferencias que entre usted y su padre han surgido le han apenado en extremo, tanto, que soy portador de un mensaje suyo para usted.

—¡Ah!… ¿era ése el objeto de su visita, eh? —gritó el viejo poniéndose en pie de un salto—. Tal vez me dispensa el honor de compadecerse de mí… ¿acierto? ¿Es que todavía ronda mi casa? Si mi hijo fuese un hombre, que no lo es, por desgracia, le habría enviado ya al otro mundo. Tan villano es como su padre… No quiero que su nombre sea pronunciado jamás en mi casa… Maldigo y maldeciré el día en que entró por primera vez en ella, y antes quiero ver muerta a mi hija que casada con él.

—George no es responsable de las faltas de su padre, señor Sedley, al paso que del amor que su hija de usted le profesa tiene usted tanta culpa como ella y como él. ¿Cree usted que sus derechos de padre se extienden hasta el extremo de poder jugar con los afectos de dos jóvenes, hasta el extremo de arrebatarles la dicha y la vida, porque así se lo aconseja su capricho?

—¡Quiero hacer constar que no es el padre de ese miserable quien rompe el compromiso, sino yo! —gritó Sedley—. Entre esa familia y la mía se ha abierto un abismo que no se estrechará nunca. ¡Mucho he descendido, pero no tanto, señor mío… no tanto!… Puede usted decírselo así a toda la raza… al padre, al hijo, a las hijas… a todos.

—Insisto, señor, en que no tiene usted derecho para tanto. Su autoridad no alcanza hasta el punto de separar a dos seres que se aman, y es mi opinión que, si usted niega su consentimiento a Amelia, ésta debe casarse con George sin el consentimiento de usted. ¿Es justo que viva muriendo, que sea una desgraciada, que se agoste como una flor, sin más razón ni motivo que su terquedad de usted? No. A mi entender, tan casada está a estas fechas como si su matrimonio hubiese sido publicado ya en todas las iglesias de Londres. Además, ¿cabe contestación más honrosa a los cargos formulados por Osborne contra usted, puesto que cargos formula, que la aspiración de su hijo a entrar a formar parte de su familia casándose con su hija?

Cruzó un rayo de satisfacción por los ojos de Sedley al escuchar la última razón, pero aseguró una vez más que nunca el matrimonio de Amelia con George obtendría su consentimiento.

—Nos pasaremos sin él —replicó Dobbin riendo.

A continuación, refirió al furibundo viejo la historia de la fuga de Becky con el capitán Crawley, historia que divirtió a no dudar a aquél.

—Sois terribles los capitanes, amigo William —dijo.

Una sonrisa iluminó su rostro con asombro de los camareros del café, que siempre le habían visto tétrico desde el día de su ruina.

Parece que la idea de herir a su enemigo con un golpe que le doliera, pues indudablemente le dolería el matrimonio de su hijo con Amelia, le suavizó no poco. Por lo pronto, lo cierto es que, terminada la conferencia, los dos interlocutores se despidieron como los mejores amigos del mundo.

—Dicen mis hermanas que tiene brillantes del tamaño de huevos de paloma —explicaba George riendo—. ¡Cómo harán resaltar el color de tabaco de su cara!… Un collar de brillantes alrededor de aquel cuello debe ser una iluminación ideal… Pues ¿qué diré de sus cabellos? Únicamente que no tienen que envidiar nada a los de Sambo… Si la presentasen adornada con un anillo en la nariz y un penacho de plumas todo el mundo la tomaría por la Bella salvaje.

George, en una de sus conversaciones con Amelia, ridiculizaba en la forma que ha podido apreciar el lector a una señorita recién presentada a su padre y hermanas, que era objeto en su casa de los homenajes más exagerados de toda su familia. Decían que era dueña de infinidad de plantaciones en las Indias Occidentales, de una gran fortuna en fondos públicos, y de considerables intereses en grandes compañías de las Indias Orientales, un palacio en Surrey, y otro en la plaza Portland. El Morning Post había hablado de la rica heredera con elogio, y la apadrinaba y estaba al frente de su casa la viuda del coronel Haggistoun, parienta suya. Acababa de salir del colegio donde completó su educación, y la habían encontrado George y sus hermanas en una fiesta aristocrática. Las hermanas de George opinaron que era una muchacha muy interesante, muy franca, muy agradable, muy cariñosa… no tan refinada como fuera de desear, pero bonísima.

—Si la hubieses visto en traje de baile, Amelia… —continuaba George—. Estuvo en casa para que la admirásemos antes de ir a no sé qué fiesta. Sus brillantes lanzaban más destellos que los jardines de Wauxhall la noche que estuvimos en ellos… ¿Recuerdas lo alegre que se puso Joseph?… Pero, volviendo a nuestra señorita, imagínate una mezcla de brillantes y de caoba, contraste que debía favorecerla, y unas plumas blancas sujetas a su cabello; me equivoqué, quise decir su lana. Sus pendientes parecían arañas de salón, y arrastraba un apéndice de seda amarilla que parecía la cola de un cometa.

—¿Qué edad tendrá? —preguntó Amelia.

—Acaba de salir del colegio… no creo que nuestra princesa negra tenga más allá de veintidós a veintitrés.

—Entonces, es posible que sea la señorita Swartz, mi amiguita mulata del colegio de la avenida Chiswick, que tanto me quería.

—Ése es su apellido, sí. Su padre fue un judío alemán, según dicen, un negrero que traficaba con los caníbales… Falleció hace un año. Toca dos piezas en el piano, canta tres canciones, escribe… si le deletrean las palabras… y mis cariñosas hermanitas Jane y Mary la adoran como si fuera hermana suya.

—¡Ojalá me hubiesen querido así a mí!… ¡Conmigo siempre han estado frías!

—Te habrían idolatrado si fueras dueña de doscientas mil libras esterlinas. Es lo que en casa han visto y lo que han aprendido. Mi familia obsequia y quiere a quien se presenta con los bolsillos llenos de guineas… Sólo nos relacionamos con banqueros y grandes hombres de negocios de la City, que se podrían ir todos al diablo. En sus banquetes me duermo, y en las grandes recepciones de mi padre me siento avergonzado. Me he acostumbrado a vivir entre caballeros, Amelia, entre personas de educación y gustos refinados, y no puedo, me es imposible soportar la compañía de los mercachifles, que se consideran dioses porque son sacos repletos de oro. Tú, sí, Amelia, eres una verdadera señorita, hablas como verdadera señorita… no me contradigas; como ángel que eres, forzosamente has de ser también delicada, elegante, refinada. Eso lo vio en seguida la vieja Crawley, que ha alternado con lo mejor de Europa. Y a propósito, me es simpático Rawdon Crawley porque se ha casado con la mujer que cautivó su corazón.

También Amelia admiraba al capitán de Guardias por la misma causa y dijo que esperaba que Becky sería muy feliz con él y que deseaba que Joseph se consolase (esto último riendo).

Departiendo de esta suerte encontró William Dobbin a la encantadora pareja, y disfrutó lo indecible al ver que Amelia había recobrado la alegría, y reía, y bromeaba, y tocaba el piano, y cantaba, hasta que vino a poner fin a la reunión la llegada del señor Sedley, señal de la retirada de George.

Al presentarse William Dobbin, Amelia le recibió con una sonrisa de saludo… y no volvió a acordarse de que semejante amigo estuviera en el mundo. Mas no por ello fue menor el placer que embargaba al capitán, a cuya dicha bastaba ver feliz y contenta a Amelia y pensar que gracias en gran parte a su intervención había podido realizarse el milagro.