La carta en el acerico
CÓMO SE CELEBRÓ el misterioso matrimonio, es suceso que no hará cavilar a nadie. ¿Qué obstáculos podían encontrar un capitán, que es mayor de edad, y una señorita libre y sin impedimento, para comprar una licencia y unirse con lazos indisolubles en la parroquia de la ciudad que les viniese en gana? Para nadie es un secreto que la mujer que desea una cosa y tiene voluntad, encuentra manera de satisfacer su deseo. Mi opinión personal es que, una de las tardes que Becky dedicó, es decir, hizo creer que dedicaba a su amiga Amelia Sedley en la casa de la plaza Russell, una dama, que se parecía a la primera como un huevo a otro, entró en una iglesia de la ciudad del brazo de un caballero de bigote teñido, y que, tras un cuarto de hora de intervalo, la pareja salió de nuevo y tomó un coche de alquiler que junto a la puerta estaba esperando, quedando así ultimada la boda.
Los que nos preciamos de tener alguna experiencia de la vida, ¿podemos poner en tela de juicio la posibilidad de que un caballero se case con quien le dé la gana? ¿Cuántos hombres de reconocida sabiduría y prudencia se han casado con sus cocineras? ¿No se casó el mismísimo lord Eldon, hombre prudentísimo, de resultas de una fuga… amorosa? ¿Por ventura no se enamoraron de sus respectivas criadas Aquiles y Ayax? ¿Hemos de exigir a un capitán de dragones, de deseos violentos y seso escaso, a un hombre que en su vida intentó poner freno a ninguna de sus pasiones, que de pronto se convierta en personificación de la prudencia y se resista a ser indulgente consigo mismo? El mundo disminuiría sensiblemente si las personas no hubiesen de hacer más que matrimonios inspirados por la prudencia.
Mi opinión personal es que Rawdon Crawley, al casarse, llevó a cabo el acto más honrado de que hace mérito la biografía de aquel caballero. Nadie se atreverá a sostener que es impropio de hombres enamorarse de una mujer, ni que lo sea, una vez enamorados, el llevarla al altar. Es más: la admiración, la atracción, la pasión amorosa, el arrobamiento, la confianza sin límites, la idolatría frenética, que sucesiva y gradualmente despertó Becky en el corazón de aquel hijo de Marte, sentimientos son que le honran, o, por lo menos, así lo asegurarán la mayor parte de las señoras. Cuando cantaba Becky, todas las fibras del cuerpo del capitán vibraban, cuando hablaba, toda su obtusa inteligencia le parecía poca para escucharla embelesado, cuando bromeaba, el capitán se pasaba media hora revolviendo en su caletre el chiste, y al cabo de este tiempo rompía a reír a carcajadas, con viva sorpresa del groom que iba sentado a su lado en el carruaje o del camarada que le acompañaba en su paseo a caballo. Las palabras de Becky eran para él oráculos, sus menores actos pruebas evidentes de su inmenso talento y de su gracia jamás vista. «¡Cómo canta… cómo pinta… cómo monta!… ¡Por Dios vivo que merece ser general en jefe o… o arzobispo de Cantorbery!…» ¿Habrá quién encuentre raro el caso? Pues qué: ¿no vemos a diario en el mundo invencibles Hércules arrastrándose a los pies de Ofelias, y peludos Sansones postrados en tierra y apoyadas las cabezas sobre el regazo de lindas Dalilas?
Prosigamos: cuando Becky le escribió que era llegada la gran crisis y la ocasión de obrar, Rawdon manifestó que estaba tan dispuesto a obedecer sus órdenes como a cargar con todas sus tropas a la menor indicación de su coronel. No tuvo necesidad de depositar la carta entre las hojas del tercer volumen de los sermones de Porteus, pues Becky halló manera de deshacerse de Briggs y acudió sola al «sitio de costumbre». Habíase pasado la noche entera perfeccionando y madurando su plan, previsión que la puso en condiciones de comunicar a Rawdon el resultado y sus determinaciones. El capitán lo aprobó todo jurando por su honor que lo propuesto por Becky era lo más acertado, lo mejor, lo que infaliblemente ablandaría a la solterona al cabo de muy poco tiempo. Si las resoluciones de Becky hubiesen sido diametralmente opuestas, las habría encontrado tan acertadas y seguido ciegamente.
—Tienes cabeza por los dos, Becky —dijo—. Estoy seguro de que has de llevar a buen puerto el navío de nuestra dicha y de nuestro porvenir. No he visto en mi vida mujer que pueda comparársete, y cuenta que las he conocido listas, verdaderas ardillas.
Hecha esta profesión de fe, el capitán de dragones quedó en ejecutar la parte que en el proyecto le había asignado su tierna esposa.
Consistía éste sencillamente en alquilar un pisito tranquilo en las inmediaciones del cuartel, o en el barrio de Brompton, donde viviría la interesante pareja, pues Becky había determinado, muy prudentemente, huir. Rawdon, que desde una porción de semanas antes instaba a Becky para que se fuese a vivir con él, aceptó el plan con verdadera alegría y se dedicó a buscar nido con toda la impetuosidad propia del amor. Mostró un asentimiento tan rápido a pagar dos guineas por semana, que la dueña de la finca lamentó con toda su alma no haberle pedido cuatro. Mandó llevar un piano, llenó la casa de flores y compró infinidad de cosas. En cuanto a chales, relojes de oro, guantes de cabritilla, medias de seda, pulseras, pendientes y sortijas, artículos de perfumería, sólo diremos que los adquirió con la profusión que aconsejan de consuno un amor y un crédito ilimitados. Tranquilo después de aquella explosión de liberalidad, fuese al casino, donde comió nerviosamente, esperando la llegada del gran momento de su vida.
Los sucesos de la víspera, la conducta admirable de Becky al rehusar las brillantes proposiciones de sir Pitt, la secreta tristeza que la consumía y la desgracia que parecía cernerse sobre ella, la silenciosa resignación con que sufría sus desventuras, aumentaron la ternura ordinaria de la solterona. Un matrimonio, una proposición de lo mismo, una negativa, cualquier suceso de esta índole, produce siempre honda emoción en una familia de mujeres, y pone en tensión histérica todas sus cuerdas simpáticas. En mi calidad de observador humano, suelo frecuentar mucho la iglesia de Saint George de la plaza Hanóver durante la temporada de los matrimonios, y aunque no recuerdo haber visto nunca que los amigos del novio se emocionen hasta derramar lágrimas, ni que se afecten poco ni mucho los monaguillos y el cura que asiste a la ceremonia, es muy corriente ver mujeres a quienes no atañe directa ni indirectamente el asunto, mujeres a quienes no debería interesar lo que allí ocurre, damas viejas que llevan una eternidad de vida matrimonial, mujeres de mediana edad cargadas de hijos… —y nada decimos de las lindas doncellas que, como esperan llegue el día de su promoción, naturalmente, han de tener algún interés en la ceremonia—, es muy corriente, repito, ver mujeres hipando, lloriqueando, sollozando, mujeres que ocultan sus caras con sus diminutos pañuelos de bolsillo, perfectamente inútiles, contagiando su emoción a viejos y jóvenes. Cuando mi amigo, el elegante John Pimplico se casó con la adorable Belgravia Green Parker, la emoción fue tan general, que hasta la vieja acomodadora de la iglesia era un mar de lágrimas. ¿Por qué? Lo pregunté, y supe que lloraba porque no era ella la novia.
Consecuencia de la fracasada pretensión de sir Pitt, la vieja solterona y su dama de compañía dieron rienda suelta a un derroche inmoderado de sensibilidad. Para la primera, Becky se había convertido en objeto del interés más tierno. Mientras el ídolo del barón permanecía en su habitación, la anciana se consolaba entregándose a la lectura de las novelas más sentimentales. Becky, gracias al misterio de sus pensamientos, era la heroína del día en la casa.
Jamás cantó Becky con tan exquisita dulzura, ni fue su conversación tan amena y encantadora como la noche que siguió a su conferencia con el capitán. Comentó en tono jocoso la pretensión de sir Pitt, tomándola a risa como capricho de viejo extravagante, y sus ojos se llenaron de lágrimas, diciendo que su único anhelo era permanecer siempre al lado de su querida protectora.
—Mi querida niña —contestaba la vieja—. No pienso soltarte en muchos años. Después de lo sucedido con mi hermano, dicho se está que no puedes volver a su odiosa casa. Vivirás aquí conmigo y con Briggs… Usted, Briggs, que desea ver con frecuencia a sus parientes, puede irse cuando y como le acomode, pero tú, querida mía, quedas condenada a hacerme compañía, a cuidar de esta pobre vieja.
Si Rawdon hubiese sido testigo de esta escena, en vez de estar en el casino trasegando botella tras botella de clarete, la pareja habría caído de rodillas y conseguido su perdón después de una confesión sincera y franca; pero la esquiva fortuna negó este favor a nuestros novios, acaso para que pudiera ser escrita esta historia, donde se narran aventuras tan prodigiosas, las cuales no hubiesen tenido lugar si el perdón de Matilde Crawley hubiera dado a los recién casados cómodo y confortable alojamiento en su casa.
En la casa de Matilde Crawley servía a las órdenes de la Firkin una criadita del Hampshire que, entre otras ocupaciones, tenía la de llamar todas las mañanas a la puerta del cuarto de Becky y llevarle un jarro de agua caliente, servicio que la Firkin no habría prestado a la intrusa, aunque le costase la cabeza. Esta muchacha, nacida en las tierras de la familia Crawley, tenía un Hermano en el escuadrón mandado por Rawdon, por cuyo conducto estaba en antecedentes de no pocas cosas relacionadas estrechamente con la presente historia, o el autor de la misma es un perfecto ignorante en cosas de mundo. La tal criadita compró, y es dato digno de tenerse en cuenta, un chal amarillo, un par de botas verdes y un sombrero de color azul pálido y adornado con una pluma encarnada, invirtiendo en la compra tres guineas que le dio Becky, y como quiera que ésta nunca fue liberal con su dinero, es de suponer que no diera a la sirvienta la mencionada cantidad por su bella cara, sino en pago de servicios prestados.
El sol, indiferente a las pequeñeces de acá abajo, se levantó como de ordinario dos días después de haber formulado sir Pitt sus atrevidas pretensiones, y como de ordinario también subió Isabelle Martin, que así se llamaba la criadita de que acabamos de hacer mérito, a la hora de costumbre, y llamó a la puerta del dormitorio de Becky.
Como no recibiese contestación, repitió el llamamiento: silencio profundo. Isabelle entonces abrió la puerta y entró con el jarro de agua caliente.
La camita, blanca como la nieve, continuaba tan lisa y arreglada como la dejara el día anterior la misma Isabelle ayudada por Becky. En un rincón de la alcoba había dos baúles atados con cordeles, y sobre el velador colocado frente a la ventana, y sujeta al acerico, a un acerico en seda rosa, semejante a un gorro de dormir de señora, veíase una carta, que probablemente había pasado allí la noche entera.
De puntillas adelantó hacia la carta Isabelle, cual si tuviese miedo de despertarla, la miró, tendió sus ojos en derredor como admirada y satisfecha a la par, levantó la misiva, soltó el trapo a reír volviéndola en todos los sentidos, y, finalmente, la llevó a la habitación de la señorita Briggs.
¿Cómo supo Isabelle que la carta en cuestión era para la señorita Briggs? Confesamos nuestra ignorancia, pues nos consta de la manera más positiva que Isabelle no conocía la a.
—¡Oh, señorita Briggs! —exclamó la muchacha—. Algo gordo sucede… En la habitación de la señorita Becky no hay nadie, su cama está intacta, ha escapado, sin duda, dejando esta carta para usted.
—¡Cómo! —exclamó la Briggs, dejando caer el peine—. ¡Un rapto!… ¡La señorita Becky fugitiva!… ¡Veamos… veamos!…
Y rompió con avidez el sobre y devoró, como suele decirse, el contenido de la carta, que decía así:
Mi querida señorita Briggs: Su corazón, el más grande y compasivo del mundo, simpatizará, compadecerá y excusará a su pobre amiga. Con lágrimas en los ojos, con plegarias y bendiciones en los labios, dejo esta casa donde la pobre huérfana encontró tesoros de bondad y de afecto, pero he de rendirme ante derechos muy superiores a los que mi bienhechora pueda tener sobre mi. Voy a cumplir con un deber sagrado, voy a reunirme con mi marido… Sí; estoy casada. Mi marido me ordena que le siga al humilde techo que ha de ser nuestra morada. Queridísima señora Briggs… comunique la noticia, en la forma que le dicte su delicado, su simpático corazón, a mi idolatrada, a mi bien querida señora y bienhechora. Dígale que, antes de irme, he vertido muchas, muchísimas lágrimas sobre esa almohada querida… que tantas veces preparé y ablandé durante su enfermedad, sobre esa almohada que ansío preparar y ablandar todavía. ¡Oh, con qué alegría volvería yo a mi idolatrada casa de Park Lane!… ¡Cuán largo se me hará el tiempo esperando la respuesta que ha de decidir irrevocablemente de mi suerte!… Cuando sir Pitt se dignó hacerme el ofrecimiento de su mano, honor que mi querida señora dijo que merecía (Dios la bendiga por haber considerado a esta miserable huérfana digna de llamarse su hermana), contesté a sir Pitt que estaba casada ya. Él, que debió sentir muy vivamente el desaire, me perdonó; pero me faltó el valor, debí decírselo todo, debí confesarle que no podía ser su mujer porque era ya su hija. Casada estoy, amiga mía, con el mejor, con el más generoso de los hombres… Rawdon, el sobrino de nuestra señora, el Rawdon de la señorita Crawley, es mi Rawdon… Él ordena y yo obedezco; él manda que vaya a nuestro humilde hogar, y le sigo como le seguiría al último rincón de la tierra. ¡Oh, mi buena, mi generosa amiga!… Interponga su valimiento cerca de nuestra señora, interceda en favor de Rawdon y de la pobre muchacha que ha merecido un cariño sin igual de toda su noble familia. Pida a la señorita Crawley que se digne recibir a sus hijos. No me es posible continuar, mas no terminaré sin desear mil bendiciones para la querida casa que abandono. Su agradecida y humilde amiga
REBECCA DE CRAWLEY
Medianoche.
Apenas terminada la lectura de un documento tan interesante, que reintegraba a la señorita Briggs en el puesto de primera confidente de Matilde Crawley, entró en el cuarto de aquélla la Firkin, diciendo que acababa de llegar la señora Martha de Crawley, esposa del rector de Crawley de la Reina, y que deseaba tomar cuanto antes una taza de té.
Con no poca sorpresa de la Firkin, la señora Briggs se recogió la bata, y con el cabello tendido sobre la espalda y sin quitarse los papelitos de los rizos de la frente, bajó corriendo al encuentro de la recién llegada, llevando en la mano la carta portadora de nuevas tan maravillosas.
—¡Oh, señora Firkin! —exclamó Isabelle—. Usted no sabe lo que pasa… La señorita Becky ha huido con el capitán.
Un capítulo entero dedicaríamos de buena gana a describir las emociones que embargaron a la señorita Firkin, si las pasiones de su ama no monopolizasen por ahora nuestra musa.
Cuando la señora Martha de Crawley, que rendida y transida de frío después de su viaje nocturno se calentaba junto a la chimenea del salón, escuchó de labios de la señorita Briggs la inesperada nueva del matrimonio clandestino, declaró que su llegada en aquel momento en que precisaba ayudar a la señorita Matilde a soportar el terrible golpe; era evidentemente providencial. Añadió que siempre tuvo a Becky por muchacha intrigante y ladina, y que, por lo que a Rawdon se refería, tiempo hacía que en su fuero interno le tenía por hombre vicioso, corrompido, perdido sin remedio. «Su abominable conducta producirá al menos un buen efecto, y es que abrirá los ojos a su tía y la enseñará a conocer a ese malvado, que era su favorito». Así se explicaba Martha de Crawley, mientras tomaba el té con una tostada, y como quiera que tenía tiempo sobrado para hacer traer su equipaje antes de que pudiera ver a su cuñada, mandó al lacayo que fuese a buscar sus baúles.
Matilde Crawley jamás salía de su dormitorio hasta el mediodía. Solía tomar el chocolate en la cama, mientras Becky le leía el Morning Post o la entretenía con narraciones de aventuras. Los conspiradores del piso bajo convinieron en no turbar la sensibilidad de la dama hasta que bajase al salón, pero le anunciaron la llegada de Martha de Crawley, haciéndole presente los saludos de ésta y sus deseos de que, en unión de la señorita Briggs, la acompañase a almorzar en el Gloster. La llegada de su cuñada, que en cualquier otra ocasión no le hubiese producido gran alegría, le produjo ahora indecible placer. Reciente el fallecimiento de la segunda esposa del barón, veía en perspectiva interminables comentarios sobre la vida de la difunta, murmuraciones sobre el funeral, todavía no celebrado, y sátiras punzantes sobre la abrupta proposición hecha por el viudo a Becky.
Hasta que la anciana hubo ocupado su sillón favorito en el salón, y se cruzaron las frases de bienvenida y abrazos de ternura entre ella y su cuñada, no consideraron conveniente los conspiradores someterla a la cruenta operación. Realmente son de admirar los artificios, las indirectas delicadas, los circunloquios a que recurren los amigos para dar una mala noticia. Las que se veían en el duro trance de comunicar la terrible nueva a Matilde Crawley se guardaron muy bien de hablar claro hasta que, a fuerza de frases llenas de misterio, de medias palabras, de frases obscuras, consiguieron llenarla de dudas y de alarmas.
—Si desairó a sir Pitt, mi querida Matilde, prepárate a oír la gran noticia… si le desairó, fue porque… porque no estaba en su mano complacerle —dijo Martha.
—Claro que sus razones tuvo para hacerlo —contestó la solterona—. Amaba a otro… ya se lo dije ayer a la Briggs.
—¡Y tanto si ama a otro! —terció la Briggs—. ¡Como que está casada!
—¡Casada, sí… casada! —murmuró Martha, asiendo las manos de la Briggs y fijando los ojos en su víctima.
—¡Llámenla… que venga inmediatamente! —gritó la solterona—. ¡Desagradecida!, ¡malvada!… ¿Cómo se atrevió a callármelo?
—Tardará bastante en venir, señora —contestó la Briggs—. No lo sabe usted todo… Prepárese… Se ha ido… ha huido de esta casa.
—¡Santo Dios!… ¿quién me hará ahora el chocolate? ¡Enviad en seguida por ella… que vuelva… quiero que vuelva!…
—Pero ¡si escapó la noche pasada!… —objetó Martha.
—Dejó una carta para mí —observó la Briggs—. Está casada con…
—¡Silencio, por Dios! —interrumpió Martha—. No hable usted hasta que la hayamos preparado mejor… No la torture usted, señorita Briggs.
—Pero ¿con quién diablos se ha casado? —gritó la vieja hecha una furia.
—Con una persona que es… es pariente… pariente de…
—¡Habla de una vez!… ¿Es que os habéis propuesto volverme loca?
—¡Oh!, querida Matilde, está casada con… convendría prepararte más… está casada con Rawdon Crawley.
—¡Con Rawdon!… casada… Becky… una institutriz… una nadie… ¡Fuera de mi casa, pandilla de idiotas, estúpidas!… ¡Largo de aquí, vieja Briggs!… ¿Cómo te atreves?… ¡En el infame complot has entrado tú… tú has contribuido a que se case, esperando que heredarás tú la fortuna que tenía destinada para él!… ¡Y tú también, Martha… también tú! —chilló la pobre vieja, presa de un ataque de histerismo.
—¿Yo, individuo de la familia, iba a contribuir a que un sobrino mío casase con la hija de un pintamonas?
—¡Su madre fue una Montmorency! —vociferó la solterona, tirando con todas sus fuerzas del cordón de la campanilla.
—Su madre fue una bailarina, y la hija ha pisado las tablas y otros lugares peores —replicó Martha.
Matilde Crawley lanzó un alarido final y cayó desvanecida. No hubo más remedio que volverla a la habitación de donde saliera minutos antes. Los ataques histéricos se sucedían sin interrupción. Llamaron al médico, recetó éste, y Martha tomó posiciones junto al lecho, diciendo que los parientes son los que están en el deber sagrado de cuidar a los enfermos.
A poco de haber sido colocada en la cama la enferma, llegó otro personaje, a quien también era preciso comunicar la terrible nueva.
—¿Dónde está Becky? —preguntó el personaje en cuestión, que no era otro que sir Pitt—. Que bajen sus baúles, porque viene conmigo a Crawley de la Reina.
—Pero ¿no ha llegado a sus oídos la noticia de su unión subrepticia? —interrogó la Briggs.
—¿Y a mí qué me importa? Sé que está casada, pero es igual. Avísele usted que baje al momento, que no me haga esperar.
—¿Ignora usted, señor, que ha huido de esta casa —preguntó la Briggs—, y que su señora hermana Matilde está gravísima desde que supo que su marido es el capitán Rawdon?
Oír la noticia de que Becky había casado con su hijo, y prorrumpir en una tempestad deshecha de maldiciones, juramentos y blasfemias que no podemos estampar aquí, fue todo una misma cosa. La pobre señorita Briggs huyó horrorizada de la habitación, y el autor huye también, dejando solo con su insania a aquel viejo frenético, cuya boca era estercolero que vomitaba frases de odio feroz y eructos de pasión y de deseo burlados.
Al día siguiente se dirigió a Crawley de la Reina. Penetró como una bomba en la habitación que ocupó en otro tiempo Becky, y pateó los baúles de ésta, rasgó sus papeles, despedazó sus vestidos y destruyó todos los rastros de su estancia.
Rawdon, sentado junto a su mujercita en el piso que habían alquilado en Brompton, decía:
—Supongamos que la vieja señora no perdona: ¿qué hacemos?
Becky, que había tocado el piano recién adquirido, que se convenció de que los guantes ajustaban maravillosamente a sus manos, en las cuales brillaban ricas sortijas, contestó:
—No temas, que yo haré tu fortuna.
La nueva Dalila echó la cadena de sus brazos al cuello del nuevo Sansón.
—Tú lo puedes todo —repuso Rawdon, estampando un beso en sus manos. Palabra de honor que sí. Y ahora, por lo pronto, vámonos a comer a La Estrella y la Jarretera.