Capítulo XV

Donde el marido de Becky se deja ver por breve tiempo

AQUELLOS DE NUESTROS LECTORES que sean de carácter sentimental, y conste que no deseamos más que los de la clase indicada, han debido contemplar arrobados el tableau que sirvió de broche al capítulo anterior de nuestro drama, pues nada hay tan bello como una encarnación del Amor de rodillas a los pies de la Hermosura.

Pero fue el caso que, cuando el Amor oyó de labios de la Hermosura la terrible confesión de que estaba ya casada, se enderezó como resorte de bien templado acero y, abandonando la actitud humilde que sobre la alfombra tenía, prorrumpió en exclamaciones que pusieron más temblorosa a la pobre Belleza de lo que lo estaba al pronunciar su confesión.

—¡Casada!… —tronó el barón—. ¡Usted bromea!… ¿Pretende divertirse a mi costa? ¿Quién ha de casarse con una mujer que no tiene sobre qué caerse muerta?

—Casada… sí… casada —contestó Becky deshaciéndose en llanto, con voz temblorosa y el pañuelo en los ojos—. ¡Oh, sir Pitt!… ¡No me acuse usted de ingrata… no diga que en mi corazón no queda la huella de los favores, de las bondades que de usted he recibido!… ¡Su generosidad me arrancó el secreto!…

—¡Váyase al… cuerno la generosidad!… —bramó el barón—. ¿Con quién se ha casado usted? ¿Quién es él?

—¡Permítame que vuelva con usted al campo, señor… permítame que continúe sirviéndole con la fidelidad de siempre… no me destierre usted de mi querido Crawley de la Reina!…

—El individuo te ha abandonado, ¿verdad? —preguntó el barón, principiando a comprender—. Pues bien, Becky… si… vuelve conmigo… No es posible comerse un pastel y guardarlo… Te hice un ofrecimiento ventajoso; ya que no puedes aceptarlo, vuelve como institutriz… como dueña, mejor dicho, puesto que has de hacer lo que quieras.

Becky asió la mano del viejo y lanzó sollozos capaces de romper el corazón de una piedra, si de corazón hubiese dotado la Naturaleza a las piedras. Sobre su cara cayeron los abundantes rizos y bucles de su peinado, y se colocó en actitud de supremo dolor, acodada sobre la repisa de la chimenea.

—¿Conque te abandonó tu infame seductor? —repitió sir Pitt, en cuyo corazón germinaban vergonzosos pensamientos—. No te importe, hermosa; de ti cuidaré yo.

—¡Oh, señor!… Mis anhelos, la felicidad de mi vida será volver a Crawley de la Reina, y cuidar de nuevo de sus hijas con la tierna solicitud de antes, y ser lo que era cuando usted estaba satisfecho de los servicios de Becky. Cuando pienso en los ofrecimientos que usted acaba de hacerme, me invaden oleadas de gratitud que no caben dentro de los estrechos límites de mi pecho. No puedo ser su esposa, señor… permítame que sea su hija.

Becky, a la par que decía estas palabras, caía de rodillas en actitud intensamente trágica y, tomando las manos duras y negras de sir Pitt entre las suyas, pequeñas, blancas y suaves como el raso, le miraba a la cara con expresión de exquisita confianza, cuando… cuando se abrió bruscamente la puerta y apareció en su umbral Matilde Crawley.

La casualidad había llevado a las Firkin y Briggs a la puerta del salón no bien entraron en éste sir Pitt y Becky, y accidentalmente, sin intención, vieron, por el ojo de la cerradura, al primero de rodillas a las plantas de la segunda, y oído el generoso ofrecimiento hecho por el barón. Inmediatamente volaron a la estancia donde su señora continuaba leyendo la novela francesa, y le dijeron que sir Pitt estaba de rodillas y ofreciendo su mano y su nombre a Becky. Ahora bien: si el lector se toma la molestia de calcular el tiempo que las dos servidoras necesitaron para trasladarse desde la planta baja de la casa, donde se representaba la asombrosa escena, hasta el piso superior, donde leía Matilde, el que les costó dar la noticia, y el indispensable para que la lectora arrojase al suelo el volumen de Pigault le Brun y bajase la escalera, no podrá menos de reconocer que nuestra historia es modelo de exactitud, al llevar a Matilde al saloncito de la planta baja en el preciso momento en que Becky adoptaba aires de ejemplar humildad.

—¡Es la dama la que está de rodillas, y no el galán! —gruñó Matilde, con mirada y tono de supremo desdén—. Me dijeron que usted estaba de rodillas, sir Pitt… arrodíllese otra vez para que pueda yo admirar la linda facha que hace un hermano mío.

—Estaba dando las gracias a sir Pitt, señora —contestó Becky levantándose—, y diciéndole que me es imposible concederle mi mano.

—¡Cómo! ¿Se ha negado usted? —exclamó Matilde, cuya estupefacción aumentó.

El asombro dilató los ojos y abrió las bocas de Briggs y de Firkin, que estaban en la puerta.

—Sí… me he negado —respondió Becky, con voz velada por la emoción y las lágrimas.

—¿He de dar crédito a mis oídos, sir Pitt? ¿Es cierto que has hecho a esta señorita una declaración formal? —interrogó la vieja.

—Sí; es cierto —contestó el barón.

—¿Y te dio calabazas, conforme dice ella?

—Me las dio, sí —contestó sir Pitt, soltando una risotada.

—Por lo visto, el desaire no te afecta demasiado —observó Matilde.

—¡Ni poco ni mucho! —respondió el interpelado, con sangre fría y buen humor que maravillaron a la solterona.

Que un caballero viejo y noble cayese de rodillas ante una pobre institutriz y riese a carcajadas porque había sido rechazado, y que una pobre institutriz se negase a aceptar la mano de un barón adornada con una renta de cuatro mil libras esterlinas anuales, eran misterios que Matilde Crawley no pudo comprender jamás. El propio Pigault le Brun, su autor favorito, no supo idear para sus novelas intrigas tan complicadas.

—Celebro que lo tomes tan a la ligera, hermano —dijo la solterona sin salir de su asombro.

—Extraordinario, ¿verdad? ¡Quién había de pensarlo!… Realmente es un diablillo que se pierde de lista… Dicen que es astuta la zorra… pueden echarle zorras a esta chiquilla —añadió sir Pitt entre dientes reventando de gozo.

—¡Claro que quién había de pensarlo! —gritó la vieja golpeando el suelo con el pie—. Dígame usted, señorita Sharp… ¿espera que se divorcie el príncipe regente? ¿Estima que nuestra familia es poca cosa para usted?

—La actitud en que usted me encontró al entrar, señora —respondió Becky—, decía harto elocuentemente que estoy muy lejos de despreciar el honor que este noble caballero se ha dignado ofrecerme. ¿Por ventura creen que no tengo corazón? He merecido el cariño de todos ustedes, han prodigado bondades sin cuento a una huérfana pobre, desvalida, abandonada en el mundo… ¿y la huérfana ha de ser insensible a tanta bondad? ¡Oh, amigos míos!… ¡Oh, bienhechores míos!… ¿Serán bastantes todo mi cariño, toda mi vida, toda mi abnegación, para pagar la confianza que me han demostrado? ¡No me acusen de ingrata… que es cargo demasiado doloroso para mí!…

Su actitud era tan patética, sobre todo cuando cayó desplomada sobre una butaca, que todos los presentes se emocionaron hasta derramar casi lágrimas.

—Se case usted conmigo o no, Becky, es usted una buena muchacha y puede contar hoy y siempre con la amistad de sir Pitt; no lo olvide —dijo el barón, calándose el sombrero y marchándose, con no poca satisfacción de Becky.

Llevándose el pañuelo a los ojos y despidiendo con una seña a la bondadosa Briggs, que se disponía a seguirla, tomó Becky la escalera y fue a encerrarse en su cuarto, dejando a la solterona y a la señorita indicada discutiendo acaloradamente el incomprensible asunto, y a Firkin camino de las regiones de la cocina, donde refirió la interesante escena narrada ante toda la servidumbre masculina y femenina. Tan impresionada quedó la buena Firkin, que aquel mismo día consideró oportuno escribir a la familia del rector de Crawley de la Reina que «sir Pitt había pedido la mano de la señorita Sharp y sido desairado por ésta, con admiración de todos».

La vieja y la dama de compañía comentaron muy extensamente lo sucedido, tratando en vano de buscar una explicación, pero, al fin, la señorita Briggs insinuó, muy atinadamente, que la negativa de Becky debió ser consecuencia de algún obstáculo que muy bien podían ser compromisos anteriores, puesto que, de otra suerte, ninguna mujer, con sentido común, habría rechazado una proposición tan deslumbrante.

—¿Luego tú, en el caso de Becky, habrías aceptado? —dijo la vieja.

—¿No es un honor altísimo ser hermana de la señorita Matilde Crawley? —replicó la Briggs, esquivando una contestación más directa.

—De todas suertes, Becky habría hecho una buena lady Crawley —observó la vieja, ablandada por la negativa de la muchacha y extremadamente liberal y generosa cuando no eran precisos sacrificios—. Tiene talento, mucho talento… en la punta del dedo meñique tiene más que tú en todo el hueco de tu cabeza, mi pobre Briggs. Sus modales, desde que yo los he refinado, son excelentes. Es una Montmorency, Briggs, es decir, por sus venas corre sangre noble, y la sangre es algo… aun cuando a mí me merezca el mayor desprecio. Mejor papel habría representado ella entre los estúpidos del Hampshire que la infortunada hija del ferretero, fallecida prematuramente.

Briggs manifestó que su opinión coincidía con la de su señora, insistió en la sospecha «de compromisos anteriores», y continuó entre las dos damas la discusión de este aspecto del asunto.

—Vosotras, las pobres, adolecéis todas del mismo defecto: os enamoráis —observó la señorita Matilde—. Tú misma… ya lo sabes, estuviste loca por un maestro… No llores… tus ojos son fuentes eternas, y por muchas lágrimas que viertan, ten por seguro que no han de volver a la vida al muerto… Pues bien: seguramente la pobre Becky se ha enamorado también de alguien… de algún boticario o tratante de caballos, quizá de algún pintor, o cosa parecida.

—¡Pobrecilla… pobrecilla! —exclamó Briggs, retrocediendo de un salto con la imaginación veinticuatro años de su vida, y pensando en el joven maestro de cabellos amarillos y lacios, cuyas cartas, hermosísimas y patéticas en su ilegibilidad, guardaba religiosamente en la mesa escritorio de su cuarto—. ¡Pobrecilla!…

—Vista la conducta de Becky —dijo la solterona—, deber sagrado de nuestra familia es hacer algo. Es preciso averiguar quién es el sujeto, Briggs. Cueste lo que cueste, hay que saberlo, pues mi intención es ponerle una tienda, si es tendero, encargarle mi retrato si es pintor. Dotaré a Becky, y tendremos boda, Briggs, y tú te encargarás de preparar el almuerzo, y acompañarás a la novia.

Declaró Briggs que entrambas cosas haría con verdadero deleite, juró una vez más que su señora era la dama más buena y generosa de la tierra, y subió al cuarto de Becky con objeto de consolarla, y de paso, hablar sobre la proposición de sir Pitt, sobre la negativa y sobre las causas determinantes de la misma, dejar entrever las intenciones generosas de la solterona y averiguar quién era el afortunado mortal que se había enseñoreado del hermoso corazón de Becky.

Becky, tesoro de bondad, de cariño y de ternura, contestó agradecida a las manifestaciones de Briggs que, en efecto, mediaban tiernos compromisos anteriores, compromisos secretos… Es posible que se hubiese explayado más, pero no habrían transcurrido cinco minutos desde la llegada de Briggs, cuando se presentó la propia señorita Matilde, ¡honor inaudito!, cuya impaciencia era tanta, que no la consintió esperar el resultado de las gestiones de su embajadora. Mandó salir de la estancia a su dama de compañía, y después de aprobar la conducta de Becky, pidióla detalles de la escena y de los preliminares que cristalizaron en el asombroso ofrecimiento de sir Pitt.

Explicó Becky que desde largo tiempo antes venía observando la predilección con que sir Pitt se dignaba honrarla, pues solía expresar sus sentimientos sin reservas y con perfecta franqueza, pero que, prescindiendo de razones particulares, con cuya exposición no quería molestar a la señora, la edad de sir Pitt, su alta posición social y sus hábitos en consonancia con ésta, eran motivos más que suficientes para hacer imposible el matrimonio propuesto. ¿Cómo podía una mujer que en algo se respetase escuchar proposiciones semejantes en los momentos en que sir Pitt formuló la suya, hallándose de cuerpo presente la esposa fallecida del pretendiente?

—No, querida mía, no me convence; usted no habría desdeñado a mi hermano si no existiesen otras razones —replicó la solterona abordando directamente el asunto—. Lo que yo deseo saber son precisamente esas razones particulares, con cuya exposición teme molestarme… ¿Cuáles son? ¿Hay alguien de por medio, alguien que se ha enseñoreado de su corazón?

Becky bajó los ojos asintiendo.

—No se engaña usted, señora —contestó con voz balbuciente—. Le maravilla a usted que una pobre muchacha abandonada, sola en el mundo y privada de amigos y valedores, tenga pretendientes, ¿verdad? Pero yo no sé que la pobreza sea salvaguardia segura contra el amor… ¡Plugiera a Dios que lo fuese!

—¡Pobrecilla! —exclamó la vieja, siempre predispuesta a lo sentimental—. Una pasión no correspondida, ¿verdad? ¿Ama usted en secreto? Cuéntemelo todo, que yo, ya que no otra cosa, procuraré consolarla.

—¡Ojalá pudiera usted hacerlo, señora… que bien necesitada estoy de consuelo! —contestó Becky con voz que destilaba lágrimas.

Inconscientemente apoyó su cabeza sobre el hombro de la señorita Matilde, y lloró, lloró mucho y con naturalidad tan patética, que la anciana dama la abrazó con ternura maternal, la prodigó mil hermosas frases de cariño, juró que la querría siempre como a hija amantísima y que haría todo lo humanamente posible por servirla, y terminó preguntando:

—¿Y quién es él, querida hija mía, quién es él? ¿Por ventura el apuesto hermano de la señorita Sedley? Yo te prometo que le hablaré, y que te casarás con él… ¡pues no faltaba más!

—No me pregunte en este momento, señora… Todo lo sabrá… y muy pronto; yo se lo aseguro… Mi querida señora… ¿accede a mi súplica?

—Desde luego, hija mía —respondió la solterona besándola.

—No puedo decirlo ahora… soy muy desgraciada… —sollozó Rebeca—. Pero ¡oh!… ¡quiérame siempre… no me retire su cariño… prométame que me lo conservará eternamente!

En medio de una tempestad de lágrimas mutuas, pues las emociones de la joven habían despertado las simpatías de la vieja, fue hecha la promesa solemne por Matilde Crawley, que se despidió poco después de su protegée admirándola y bendiciéndola como a la criatura más ingenua, más cariñosa, más tierna y más… incomprensible.

Sola Becky y abandonada a sí misma, en disposición de reflexionar sobre los acontecimientos maravillosos de aquel día, meditando sobre lo que era y sobre lo que podía haber sido, ¿cuáles supondrán los lectores que podían ser los pensamientos de la señorita… no, de la señora Becky? Quizá no lo acierten; pero toda vez que el autor de este libro se arrogó antes el privilegio de penetrar en el dormitorio de Amelia Sedley y sorprendió, merced a la omnisciencia que es patrimonio de los novelistas, las alegrías, los pesares y las pasiones que se debatían sobre la inocente almohada de aquel lecho virginal, ¿por qué no ha de declararse asimismo confidente de Becky, dueño de sus secretos y secretario de su conciencia?

Pues bien: en primer lugar, haré constar que Becky experimentó la pena más viva y más sincera al verse obligada a renunciar a la fortuna prodigiosa que tan cerca de la mano había tenido; seguramente participarán de ese pesar todos aquellos que sean capaces de emociones naturales. ¿Hay por ventura una madre, digna de nombre tan dulce, que no sintiese conmiseración hacia una muchacha sin un cuarto, que pudo ser baronesa y disfrutar de una renta de cuatro mil libras esterlinas anuales? En la feria de las vanidades, ¿existe una sola persona joven y bien nacida que regatee sus simpatías a una muchacha trabajadora, ingeniosa y rica en méritos, que recibe un ofrecimiento tan honorable, tan ventajoso, tan incitante, en el momento preciso en que no depende de ella aceptarlo?

Una noche me encontraba yo mismo en plena feria de vanidades, en una soirée. Con sorpresa observé que una señorita vieja llamada Toady, presente también, prodigaba atenciones particularísimas a la señora del curial señor Difuso, hombre de buena familia, pero sin un cuarto, como todos sabemos. ¿A qué serán debidos tantos obsequios, tantas atenciones, tanta adulación de parte de la señorita Toady? —me preguntaba yo intrigado—. ¿Habrían hecho a Difuso magistrado del Supremo? ¿Habrá heredado una fortuna su mujer? No tardó en darme la clave del misterio la misma señorita Toady, con ese candor que la caracteriza. «La señora de Difuso —dijo— es nieta, como sabe usted, de sir John Rojo, enfermo en la actualidad de tanto cuidado, que es opinión general que no ha de vivir seis meses. Heredará el título de barón el padre de la señora de Difuso, la cual, por tanto, será hija de un barón». No terminó la reunión sin que la señorita Toady invitase a comer al curial Difuso y a su distinguida esposa.

Ahora bien: si la probabilidad de llegar a ser hija de un barón puede procurar a una dama pobre tan hermosos homenajes, ¿no es verdad que merecen el mayor y más simpático de los respetos las agonías que sufre una mujer que pudo ser baronesa y perdió la oportunidad? Pero ¿quién había de soñar que la esposa de sir Pitt dejase tan pronto el mundo? Estaba enferma, cierto, pero su enfermedad era de las que lo mismo podían durar diez días que diez años…

«¡Oh, si yo lo hubiese sospechado!…», pensaba Becky, sintiendo las torturas del arrepentimiento. «Yo sería baronesa… llevaría a este viejo por y a donde quisiera, me hubiera librado de la protección de la señora Bute y de las condescendencias insufribles del hijo del barón, haría amueblar y decorar de nuevo la casa de la capital, tendría palco en la Ópera, mis carruajes serían los más lujosos y sería presentada a la sociedad elegante… Todos estos sueños pudieron ser realidades… lo serían, mientras que ahora… ahora… mi porvenir aparece envuelto en dudas y misterios…»

Pero era Becky mujer de mucha resolución y de carácter demasiado enérgico para permitirse durante mucho tiempo lamentaciones estériles sobre un pasado irrevocablemente perdido, así que, después de haber concedido a sus arrepentimientos una porción conveniente de lamentos, con mucha cordura volvió toda su atención hacia su porvenir que, después de lo hecho, era para ella más importante. Calculó, pues, midió y aquilató todas sus esperanzas, sus dudas, sus probabilidades, y, sobre todo, su posición.

En primer lugar, estaba casada; éste era el punto capital. Lo sabía sir Pitt. ¿Fue la sorpresa la que le arrancó la confesión? No: la confesión nació de una resolución meditada y consciente, tomada sobre el terreno. Su matrimonio debía hacerse público más pronto o más tarde: ¿qué más daba que fuera entonces o al año siguiente? Por lo menos, el que se había mostrado dispuesto a casarse con ella se vería obligado a aceptar la cosa. La gran cuestión era saber cómo recibiría Matilde Crawley la noticia. Acerca de este particular, Becky abrigaba sus temores, pero recordaba al propio tiempo que la vieja manifestaba con frecuencia profundo desprecio hacia los pergaminos, profesaba ideas liberales, simpatizaba con las situaciones románticas, adoraba a su sobrino y queríala a ella. Pensaba que queriendo con cariño entrañable a su sobrino, se lo perdonaría todo, y que, acostumbrada a su trato, al de Becky, no podría pasarse sin ella. Se decía que, cuando llegara el éclaircissement, sobrevendría una escena algún tanto movida, quizá algún ataque nervioso, una disputa, y luego una reconciliación inmensa. De todas suertes, ¿a qué dilatar el momento? Echados los dados, el efecto sería el mismo hoy que mañana.

Resuelta ya a poner a la solterona en autos, buscó los mejores medios de dar la noticia y debatió mentalmente si le convendría más afrontar la tormenta, que indudablemente debía sobrevenir, o esquivarla huyendo, hasta que cesasen los primeros vendavales, que probablemente serían los más recios. Tal era su estado de ánimo cuando escribió la carta siguiente:

Querido mío: La gran crisis de que tantas veces hemos hablado ha llegado. Hay quien conoce la mitad de mi secreto, y detenidas reflexiones me han convencido de que es llegada la ocasión de revelar todo el misterio. Esta mañana vino a verme sir Pitt y me hizo… me hizo una declaración en regla. ¡Pobre de mi!… ¿Quién había de pensarlo? Podría haber sido la baronesa de Crawley, con viva satisfacción de la señora del rector… podría haber sido mi mamá suegra… podría haber sido la mamá de alguien de quien soy… ¡Oh!… ¡tiemblo cuando pienso cuan cercano está el momento de decirlo todo!…

Sir Pitt sabe que estoy casada, pero como ignora con quién, su desagrado no es todavía muy grande. Mi tía está incomodada porque he rehusado el honor que me dispensaba su hermano, pero, esto no obstante, es toda bondad y toda ternura. Lleva su condescendencia hasta el extremo de confesar que yo hubiese sido digna esposa de su hermano y añade que será una madre para tu pequeña Becky. El golpe que recibirá cuando sepa la gran nueva será terrible, pero creo que no debemos temer más que una explosión momentánea de cólera; de ello estoy firmemente convencida. Te adora tanto, picarón, que te lo perdonará todo; añade a esto que yo ocupo en su corazón el puesto inmediato al tuyo, que no podría vivir sin mí, y saca la consecuencia. Querido mío: una voz interior me dice que venceremos. Tú podrás dejar ese regimiento odioso, deberás abandonar el juego, las carreras de caballos, las cacerías, y ser buen muchacho, podremos vivir en Park Lane, y nuestra tía, a su fallecimiento, nos nombrará herederos universales suyos.

Mañana procuraré salir al sitio de costumbre. En el caso de que me acompañase la señorita B… seria mejor que vinieras a comer, trayendo la contestación a esta carta, que podrías dejar entre las hojas del tercer tomo de sermones de Porteus.

Por nada del mundo dejes de venir a ver a la que es toda tuya

R.

Señorita Elisa Styles,

En casa del guarnicionero Barnet,

Knightsbridge.

Seguros estamos de que todos los lectores de esta novelita tienen discernimiento bastante para adivinar que la señorita Elisa Styles, compañera de colegio de Becky, según decía ésta, y con la cual sostenía desde algún tiempo antes activa correspondencia, llevaba espuelas, botas de montar, largos y retorcidos bigotes, y era… la mismísima persona del capitán Rawdon Crawley.