Capítulo XIV

La solterona Crawley en su casa

AL MISMO TIEMPO que acontecían los sucesos narrados, dirigíase hacia una elegante casa, sita en el barrio de Park Lane, un coche de camino, cuya portezuela ostentaba un rombo heráldico. Ocupaba un asiento en el pescante trasero del carruaje una mujer de lacios cabellos, sujetos a medias con un velo verde, y de aire malhumorado. Era el carruaje de nuestra amiga la solterona señorita Crawley, que regresaba de Crawley de la Reina. Los cristales del coche, que guiaba un automedonte gordo y rollizo, estaban cerrados. Sobre la falda de la mujer de aire malhumorado, descansaba un perro de aguas. Cuando hizo alto el vehículo, salió de él, sostenido por muchos criados, un fardo enorme de chales y, seguidamente, una señora joven, que acompañaba a la masa informe envuelta en mantas. El fardo de chales y de mantas encerraba a la señorita Crawley, que fue conducida a las habitaciones de la casa y acostada en la cama, con los cuidados solícitos que a los enfermos se prodigan. Inmediatamente salieron criados a buscar un médico. Vinieron varios sucesivamente, que reconocieron a la enferma, recetaron y desaparecieron. La señora joven que acompañaba a la solterona recibió las instrucciones de los hombres de ciencia, y administró a la enferma las medicinas antiflojísticas ordenadas por las eminencias.

El capitán Crawley llegó a la mañana siguiente del cuartel de Knightsbridge. Mientras su negro corcel piafaba impaciente hollando la paja extendida frente a la puerta de la residencia de su tía, se enteraba con tierna solicitud del estado de la enferma. Parece que sobraban motivos de aprensión. La doncella de la solterona, que era la mujer despeinada del velo verde, estaba triste y desabrida contra su costumbre, y la señorita Briggs, su dame de compagnie, lloraba a mares en el salón. A la primera noticia de la indisposición de su querida señora había corrido desolada, resuelta a sentarse a la cabecera del lecho del dolor, y se encontró con que le habían negado la entrada en la habitación de la enferma. Una extraña administraba las medicinas a su entrañable amiga, una extraña llegada del campo, una odiosa miss… ¡Ah!… Las lágrimas ahogaban a la dame de compagnie, que se vio precisada a sepultar su dolor y su nariz colorada en su pañuelo de bolsillo.

Rawdon Crawley hizo que la doncella le anunciase, y la nueva compañera de la solterona salió andando sobre las puntas de los pies, puso su linda manita en la robusta del oficial, que avanzaba a su encuentro y, dirigiendo una mirada desdeñosa a la consternada señorita Briggs, hizo señal al hijo de Marte para que saliese fuera del salón y le condujo al comedor, desierto entonces, testigo en tiempos mejores de espléndidos festines.

Allí permanecieron los dos personajes durante diez minutos, hablando con animación, a no dudar, de la enferma que arriba gemía, al cabo de los cuales, sonó con fuerza la campanilla y entró el señor Bowls, grueso mayordomo de la solterona, quien por casualidad escuchó la conversación sostenida en el comedor, pegando su oreja al ojo de la llave. El capitán salió atusándose el bigote y montó el soberbio corcel que piafaba sobre la paja, llenando de admiración a los granujillas congregados en la calle. Antes de alejarse, dirigió una mirada a la ventana del comedor, donde pudo verse una cabecita de mujer joven, que se retiró inmediatamente para continuar prodigando tesoros de benevolencia y de afecto.

¿Quién sería la mujer joven en cuestión? Aquella noche, después de preparar la mesa para dos personas, la señora Firkin, doncella de la solterona, subió a la habitación de ésta y reemplazó a la nueva enfermera, que bajó a cenar en compañía de la señorita Briggs.

Tal emoción embargaba a esta última, que no podía pasar bocado.

—¿Por qué no sirve usted un vasito de vino a la señorita Briggs? —dijo la dama joven al mayordomo.

Obedeció el obeso servidor, la señorita Briggs apuró automáticamente el contenido del vaso, exhaló media docena de suspiros y principió a atacar al pollo que momentos antes le habían servido.

—Creo que podemos servirnos por nosotras mismas —dijo la persona cuyo nombre ignoramos—. Señor Bowls, puede usted retirarse si gusta: caso que le necesitemos, llamaremos.

El mayordomo se fue, maldiciendo como un condenado, bien que interiormente.

—No debe usted apenarse tanto, señorita Briggs: es preciso tener resignación —dijo la joven desconocida, con entonación ligeramente sarcástica.

—¡Está tan grave, la pobrecilla, y… y… se niega a ver… er… me! —respondió la señorita Briggs, rompiendo a llorar con renovado dolor.

—Su indisposición no es grave; consuélese usted. Se trata de una congestión nada más. Ha mejorado mucho, y pronto se encontrará completamente bien. Está un poquito rendida, pero es cosa sin importancia… Consuélese, y tome otro vasito de vino, que le sentará bien.

—Pero ¿por qué se niega a que la vea? —gimió la señorita Briggs—. ¡Parece mentira!… Después de veintitrés años de cariño, de muestras evidentes de ternura… ¡Oh, Matilde, Matilde!… ¿Es éste el pago que merecía tu pobre Arabela?

—¡No se desespere usted, pobre Arabela! —contestó la otra, con ironía—. No es que no quiera verla, sino que dice que no sabe usted cuidarla tan bien como yo. ¿Cree usted que por gusto me pasaría yo la noche entera velando? No; mis deseos serían ver a usted en mi lugar.

—¿No la he prodigado mis cuidados durante tantos años? Ahora…

—Ahora prefiere que la cuide cualquier persona que no sea usted… ¡Caprichos de enfermo!… Ya sabe usted que los enfermos tienen cada rareza… Tan pronto como se restablezca me iré.

—¡Nunca… nunca! —gritó la señorita Briggs.

—¿Cree usted que no se restablecerá nunca? ¡Bah! Antes de quince días, estaré en Crawley de la Reina con mis queridas discípulas y con su madre, que está bastante más enferma, la pobre, que su señora de usted. No esté celosa de mí, señorita Briggs: soy una huérfana sin amigos ni valedores, sola en el mundo, que ningún daño puedo ni quiero hacerle. No es mi intención suplantarla en el cariño de su señora, la cual ni se acordará de que existo a la semana de haberme ido. Déme un poco de vino, y seamos amigas: nadie tiene tanta necesidad de ganarse amigos como yo.

Al cabo de media hora, la señorita Becky Sharp, que ella era la persona cuyo nombre no habíamos dado, subió de nuevo a las habitaciones de la enferma, de las cuales eliminó, con extremada finura, a la pobre doncella Firkin, la cual se alejó llevando en el alma una tempestad de celos, tanto más peligrosos, cuanto que los mantenía encerrados en su pecho.

Salióle al paso la señorita Briggs.

—¿Cómo sigue, Firkin? —preguntó.

—¡Peor… mucho peor! —respondió la interpelada, moviendo la cabeza—. No quiere hablar palabra… He intentado preguntarle si seguía mejor, y me ha interrumpido diciéndome que guarde mi lengua estúpida dentro de mi condenada boca… ¡No lo hubiese creído!… ¡Parece mentira!

—¿Quién es esa señorita Sharp, Firkin? ¡Cuán lejos estaba yo de pensar, mientras disfrutaba durante las Pascuas de la agradable compañía de los señores Delamare, que una extraña hubiese de arrebatarme el afecto de mi queridísima Matilde!

—¡Oh, señorita Briggs! Parece obra de brujería —contestó la Firkin—. Sir Pitt hubiese querido conservarla a su lado, pero no sabe negar nada a la señorita Matilde. No la quiere menos la señora del rector, y en cuanto al capitán, le es imposible pasarse sin ella. ¡Pues qué diremos de nuestra señora! Ya antes la adoraba, pero desde que está enferma, a nadie más que a ella quiere ver. Yo, personalmente, no lo entiendo: mi opinión es que los ha embrujado a todos.

Becky pasó la noche entera a la cabecera de la enferma. A la noche siguiente, la buena señora dormía tan apaciblemente, que su enfermera pudo descansar una porción de horas en un diván colocado junto a la cama de la primera. Pocos días después, Matilde Crawley se encontró en disposición de abandonar el lecho, y Becky, para distraerla, le hizo un relato cómico del dolor de la señorita Briggs. El capitán Crawley no dejaba de ir un solo día a la casa de su tía; tanto le interesaba la salud de la enferma. La convalecencia fue tan rápida, que la pobre señorita Briggs pudo tener pronto el consuelo inefable de ver a su señora.

Tuvieron tan poco de romántico las causas que determinaron la deplorable enfermedad de Matilde Crawley y su salida prematura de Crawley de la Reina, que no merecen ser explicadas en una novela de índole refinada y sentimental. ¿Cómo decir de una dama delicada, de una dama que ha vivido siempre en sociedad culta y distinguida, que comió y bebió con exceso, y que una cantidad desmedida de langosta, comida en la rectoría y regada con copiosas libaciones, había determinado la indisposición que ella quiso atribuir a la humedad atmosférica y al frío de la estación? Tan grave fue la indigestión, que Matilde, según expresión del reverendo, «llegó a pedir billete para el viaje largo»; la familia entera pasó horribles momentos de ansiedad pensando en el testamento y Rawdon Crawley se frotaba las manos de gusto pensando en las cuarenta mil libras que no dudaba que pasarían a sus manos antes de la inauguración de la temporada en Londres. Todo el mundo esperaba que su salida de la feria de las vanidades sería segura e inmediata, pero un buen doctor de Southampton, llamado a tiempo, venció a la langosta, que tan fatal había resultado para la enferma, y consiguió dar a ésta fuerzas bastantes para volver a Londres. El barón no cuidó de disimular la mortificación que el giro del asunto tomó cuando menos lo esperaba.

Mientras todos cuidaban con tierna solicitud a la solterona, y de la casa rectoral salían de media en media hora mensajeros portadores de las últimas noticias referentes a su estado de salud, en el castillo de los Crawley había otro doliente de mucho más cuidado, pero a quien nadie prestaba atención. Era la misma señora baronesa. El buen doctor, al verla, movió la cabeza. Sir Pitt consintió que el médico la visitara porque no hubo de pagar la visita, pues de ella hacía el mismo caso que de una mala hierba del parque.

Nadie perdió tanto con la enfermedad de la solterona como las señoritas, que se vieron privadas de las preciosas lecciones de su institutriz, pero no hubo más remedio, porque Becky se reveló como enfermera tan abnegada, que la enferma se negó en absoluto a tomar medicinas que no le fueran administradas por su mano. La doncella Firkin fue depuesta mucho antes de haber sido trasladada su señora a Londres, donde se consoló al ver que la señorita Briggs sufría los mismos ataques de celos que ella, y era víctima de la misma ingratitud.

El capitán Rawdon había pedido prórroga de licencia para cuidar a su tía, de cuyo lado apenas si se separaba. Quince mortales días permaneció en la alcoba de la enferma, quince mortales días que habrían bastado para destrozar otros nervios que no fuesen de acero como los suyos.

Becky veló a la enferma con paciencia inalterable, con solicitud sencillamente heroica. Nada escapaba a su vigilancia; su celo ejemplar tenía mil ojos que lo prevenían todo. Durante la enfermedad, se la vio siempre atenta, despierta al menor ruido, durmiendo poco y con sueño ligero. Su rostro apenas si reveló señales de fatiga, se acentuó un poquito su palidez, sus ojeras eran más obscuras que de ordinario, pero fuera de la habitación de la enferma se la veía, siempre sonriente, siempre fresca, siempre bien ataviada. Tan encantadora estaba vestida de bata como luciendo los más lujosos vestidos de baile.

Así lo creía al menos el capitán, quien la amaba con verdadera locura. La flecha arponada del amor había atravesado su piel, y cuenta que era dura, pero seis semanas de trato constante, seis semanas de oportunidades, de intimidad, habían bastado para que se rindiera con armas y bagajes. Hizo confidente de sus amores a su tía la señora del rector, quien desde mucho antes había penetrado el secreto, y si al principio trató de disuadir a su sobrino, recomendándole mucho cuidado y mucho tino, concluyó por decirle que Becky era la muchacha más viva, más lista, más habilidosa, más original, más ingenua y más afectuosa de Inglaterra. El capitán no debía jugar con el cariño de una señorita tan digna si no quería incurrir en el desagrado de su tía la señorita Matilde, que admiraba a la institutriz y la quería como a hija. Lo mejor que el capitán podía hacer era volverse a su regimiento y no abusar de los hermosos sentimientos de una criatura inocente como un ángel.

Con mucha frecuencia, la buena señora del rector, compasiva y bonachona, facilitó al capitán ocasiones de hablar con Becky en la casa rectoral y hasta de acompañarla desde aquélla al castillo. Ocurre muchas veces, amables lectoras, que los hombres de cierta clase ven perfectamente bien el anzuelo con que se intenta pescarles, y, sin embargo, se acercan al cebo, se lo tragan, y se dejan pescar. Rawdon vio en su tía intención decidida de estrechar sus relaciones amorosas con Becky. Sin ser muy listo, era hombre de mundo, contaba con la experiencia de varios años de vida social, y sus ojos entrevieron un rayo de luz a través de las siguientes confusas palabras que un día le dirigió su tía:

—Acuérdate de lo que voy a decirte, Rawdon; llegará día, y no tardará mucho, en que Becky será parienta tuya.

—¿Parienta? ¿Prima, tal vez? ¿Es que la pretende James?

—Más que prima —repuso la tía.

—¿Cuñada? ¿Mi hermano Pitt, acaso? ¡Que se desengañe: no la merece y no la tendrá!

—Los hombres estáis ciegos y sois bobos. Si le ocurre algo a lady Crawley, la señorita Sharp será tu madrastra; no olvides mi profecía, que yo te aseguro que será confirmada por los hechos.

Rawdon quedó con la boca abierta: tan inmenso fue su asombro. Guardóse, empero, mucho de contradecir a su tía, pues no había escapado a su penetración la afición decidida de su padre hacia Becky. Conocía muy bien el carácter del autor de sus días, constábale que hombre menos escrupuloso que él no lo había y… ni mentalmente quiso terminar la frase, pero se dirigió presuroso al castillo, retorciéndose las guías del bigote y resuelto a llegar hasta el fondo del misterio.

No bien se encontró a solas con Becky, comenzó a dar bromas a ésta, con su buen gusto ordinario, a propósito de la inclinación que hacia ella mostraba su padre. Becky irguió la cabeza con expresión de desdén supremo, le miró de frente, y contestó:

—Supongamos que está enamorado de mí… Digo más: me consta que lo está, y que no es él solo, sino varios… ¿Cree usted, capitán, que por enamorado que su padre esté, le tengo miedo? ¿Me supone usted incapaz de defender mi honor?

—¡Oh… no!… Me limito a prevenir a usted… nada más.

—¿Me previene porque teme que alguien trame intrigas vergonzosas?

—De ningún modo… ¡Por Dios!

—Entonces, ¿es que cree usted que no conozco la dignidad personal porque soy pobre y porque es cualidad que jamás tuvieron los poderosos? ¿Cree usted que, porque soy institutriz, tengo menos juicio y menos delicadeza, y soy de cuna menos noble que ustedes, los nobles del Hampshire? ¡Soy una Montmorency, señor mío!… ¿Y vale menos una Montmorency que una Crawley?

Becky, cuando estaba agitada, en las grandes circunstancias, si hacía alusión a su linaje materno, hablaba con cierto acento extranjero que añadía un encanto más a su voz natural, pura y sonora.

—¡No… no! —continuó, suavizando su acento—. Sufriré la pobreza, pero no la deshonra; la indiferencia, mas no el insulto… el insulto… ¡y de usted!… ¡De usted!…

No pudo contenerse; la emoción que la embargaba se desbordó, y las lágrimas corrieron libres y abundantes por sus mejillas.

—¡Lléveme el diablo!… ¡Por favor, Becky!… ¡Ni por mil libras!… ¡Espere… por vida de!… ¡Espere usted, Becky!

Ningún efecto produjeron las instancias del capitán: Rebeca le dejó solo. Aquel día salió en coche con la soltero na, que no había enfermado todavía. En la mesa estuvo más jovial, más expresiva que nunca, pero no quiso advertir las señas, gestos, guiños y súplicas torpes del enamorado y humillado oficial. En campañas como la que narramos, se suceden constantemente las escaramuzas, de las que haremos gracia a los lectores, no sólo porque su relato resulta tedioso, sino porque el resultado de la campaña era siempre el mismo. Las derrotas diarias enloquecían al brillante capitán, que cada día estaba más interesado.

Si el barón de Crawley de la Reina no hubiese temido perder el legado de su hermana Matilde, nunca hubiera tolerado que sus hijas se privaran de los preciosos beneficios de la educación que debían a la competencia y asiduidad de su inapreciable institutriz. Sin aquélla, el caserón solariego parecía desierto. Ya no eran corregidas y copiadas las cartas de sir Pitt, ni los libros tenían una mano de hada que los llevase al día: asuntos, planes, proyectos, todo quedaba en suspenso, todo en el más lamentable descuido, desde que faltaba la secretaria. Bien se echaba de ver la necesidad que de su amanuense tenía el barón en las cartas que diariamente dirigía éste a aquélla, suplicando y mandando que volviese, y en las escritas a la solterona, tesoros de representaciones patéticas que pintaban los terribles perjuicios que a la instrucción de sus queridas hijas acarreaba la ausencia de su institutriz, misivas de las cuales hacía muy poco caso Becky y ninguno Matilde.

La señorita Briggs no había sido despedida formalmente, pero su puesto de acompañanta se había convertido en una humillante sinecura. No acompañaba sino al perro de aguas y de vez en cuando a Firkin, la doncella. Tampoco podemos afirmar que la instalación de Becky en la casa de Park Lane fuera oficial, aunque la vieja señora no quería oír hablar siquiera de su marcha. Como muchas damas opulentas, Matilde Crawley aceptaba siempre todos los servicios que sus inferiores podían prestarle, y sin inquietarse lo más mínimo los alejaba de su lado cuando no sabía cómo servirse de ellos. Dicen que la gratitud es cualidad ingénita, planta que brota espontáneamente en los corazones humanos, pero excepción de esta ley son muchos ricos, que creen que les son debidos los servicios de las gentes menos favorecidas que ellos por la fortuna. Pero á bien que no podéis quejaros, ¡oh, pobres parásitos humildes!, que el afecto que a los ricos profesáis vale poco más o menos lo mismo que la gratitud de aquéllos. Profesáis cariño al dinero, no a la persona. Si de la noche a la mañana un Creso se trocase en su lacayo, y el lacayo en un Creso, ¿a quién de los dos obedeceríais? ¿A quién ofreceríais vuestro afecto?

No obstante la actividad de Becky, su vivacidad, su aspecto siempre complaciente y amable, muy bien podía ocurrir que la astuta vieja de Londres, ante cuyo altar tantos tesoros de cariño se prodigaban, abrigase vagas sospechas sobre la sinceridad de la abnegación de su nueva compañera y amiga. Por la imaginación de la solterona cruzó muchas veces el pensamiento de que nadie hace nada por nada. Si por los suyos juzgaba de los sentimientos de los demás debió llegar sin esfuerzo a la conclusión de que los de Becky eran interesados, pero como Becky le convenía, como la cuidaba, consolaba y distraía, le regaló dos o tres vestidos nuevos, un collar antiguo y un chal viejo, la presentó a todas sus relaciones, y hasta pensó muy vagamente en hacerla objeto de mayores beneficios… casándola, por ejemplo, con un boticario.

En cuanto Matilde Crawley entró en período de franca convalecencia, y pudo dejar su alcoba y bajar al salón, Becky le cantó romanzas e inventó mil medios para distraerla. No bien recuperó fuerzas y pudo salir en coche, Becky la acompañaba en sus paseos y consiguió que dirigiera su rumbo hacia la plaza Russell y la casa de John Sedley.

Con anterioridad a este suceso, entre las dos tiernas amigas de colegio se habían cruzado infinidad de cartitas, conforme supondrán los lectores, aunque es lo cierto que, durante la permanencia de Becky en el Hampshire, la amistad eterna e inalterable de nuestras dos simpáticas amigas había sufrido una disminución considerable y pasado a ser tan vacilante y caduca, que corría serio peligro de sufrir un desastre próximo. Disculpémoslas, puesto que entrambas jóvenes tenían que pensar en sus asuntos propios y personales; Becky en los medios de insinuarse más y más en el espíritu de las personas de quienes dependía, y Amelia en lo de siempre: en su amor. Al encontrarse las dos jóvenes, precipitáronse la una en brazos de la otra con esa impetuosidad que caracteriza los afectos de la juventud. Becky representó un papel de exquisita, ruidosa y patética ternura en el encuentro; Amelia se sonrojó, estrechó con sincera efusión a su amiga, y se confesó culpable de cierta frialdad con respecto a ella.

La primera entrevista fue de corta duración. Amelia estaba vestida para salir y Matilde Crawley esperaba en la calle, contemplando desde el fondo de su coche al honrado Sambo, acerca de quien pensaba que era uno de los moradores más interesantes de aquel barrio. Becky hizo la presentación de Amelia, quien con su sonrisa dulce, su timidez, su carita arrebatada, logró cautivar desde el primer momento a la aristocrática de Park Lane.

—¡Qué simpática, qué linda es su amiguita, Becky! —exclamaba la vieja, luego que con Becky llegó a su casa—. Me encanta su voz. La traerá con frecuencia a casa, ¿verdad? ¡Sí, sí; pues no faltaba más!

Gustaba la buena señora de la naturalidad de maneras, era su debilidad tener junto a su persona caras bonitas… de la misma manera que rabiaba por poseer hermosos cuadros y bellas porcelanas. Habló de Amelia aquel día media docena de veces, haciéndolo con verdadero entusiasmo, con fruición, y no dejó de hacer su retrato cuando Rawdon vino a su casa, como de ordinario, a participar de los platos condimentados en la cocina de su tía.

Como es natural, Becky se apresuró a hacer constar que Amelia mantenía relaciones formales con el teniente Osborne, con quien debía casarse muy en breve.

—¿Sirve en algún regimiento de línea? —preguntó Rawdon.

—Sirve en un regimiento donde está también un capitán llamado Dobbin —contestó Becky.

—¿Un individuo desmañado, torpe, que vuelca cuanto tiene al alcance de las manos? Le conozco… Y Osborne debe ser un oficial elegante y apuesto que usa patillas negras, ¿eh?

—Negras y descomunales… de las que está descomunalmente orgulloso.

Rawdon rompió a reír a carcajadas.

—Presume de jugar al billar —dijo—, pero es un chambón. Doscientas libras le gané en Cocoa-Tree… Aquel día hubiese perdido el pobre joven la camisa, si el capitán Dobbin no se lo hubiese llevado a remolque… ¡Podía el capitán haberse ido solo… al cuerno!

—¡Rawdon… Rawdon… no seas mal hablado! —amonestó su tía.

—Pero ¡tía, por Dios… si entre todos los jóvenes que he visto, y se cuentan por millares, no hay uno que, en punto a desgarbado e inoportuno, le llegue a la suela de los zapatos!… Tarquín y Deuceace le sacan hasta el último penique… A trueque de que le vean en compañía de un lord, se tira de cabeza a los infiernos… En Greenwich, él paga las comidas, pero los otros invitan a quien les da la gana.

—Me figuro que esas comidas se harán en agradable compañía —observó Becky.

—Y se figura bien, señorita Becky… acierta, como de ordinario. La compañía es muy agradable… ¡Ja, ja, ja, ja!

—Repito que no seas malo, Rawdon —volvió a exclamar su tía.

—El tal George es hijo de un mercachifle… inmensamente rico, según dicen… ahora bien: los hijos de los mercachifles, ¿no vienen al mundo para que los sangremos los nobles? El día que caiga en mis manos, me río yo del bajón que dará la bolsa de su padre.

—Tendré que prevenir a Amelia… Un marido jugador…

—¡Horror, Becky! —exclamó el capitán con gran solemnidad—. Sin embargo, tía, aunque jugador, no dudo que le veremos aquí pronto.

—¿Es persona presentable? —inquirió la tía.

—¿Presentable? En punto a corrección, no puede pedirse más. Cuando empiece usted a recibir, le invitaremos, así como también a su… ignoro su nombre, pero a bien que no por ello dejaré de designarla; a su adorado tormento… Le escribiré un billetito, vendrá, y veremos si juega tan bien al piquete como al billar… ¿Dónde vive, señorita Becky?

Becky dio las señas de los señores de Osborne, y breves días más tarde, recibía George una carta del capitán Rawdon acompañada de una invitación de la señorita Matilde Crawley.

Becky hizo llegar otra invitación a manos de Amelia, la cual aceptó encantada cuando supo que su George debía formar parte de la reunión. Convínose que Amelia pasaría la mañana con las señoras de la casa de Park Lane, que tan amables eran con ella. Llegó el día; Becky la trató con reposada superioridad; la solterona se entusiasmó con ella, y la trató como a una linda muñeca; la admiró con tales muestras de exagerado éxtasis, que llegó a fatigarla.

George y el capitán Crawley tuvieron una comida de solteros. De sobremesa, Rawdon, que le había acogido con gran familiaridad, gentileza y sencillez, alabó su destreza en el billar, le preguntó cuándo quería tomar el desquite, mostró gran interés por su regimiento, y le habría propuesto una partida de piquete para aquella misma noche, de no haberse opuesto su tía, que no quería que en su casa se jugase. Se libró por aquel día la bolsa de George, pero el capitán le invitó para el siguiente, suponiendo, añadió, que las exigencias del servicio no lo impidiesen, o bien hubiera de acompañar a la señorita Sedley.

George aceptó complacido la proposición del capitán, quien al día siguiente le presentó a tres o cuatro jóvenes elegantes y divertidos.

—A propósito —dijo con expresión picaresca Osborne—. ¿Qué tal está Becky? Es una buena muchacha… Muy complaciente… ¿Gusta en Crawley de la Reina? Amelia la quería entrañablemente el año pasado.

El capitán miró con mirada de tigre a Osborne y se puso en guardia contra él, mas no tardó la conducta de Becky en tranquilizar sus celos, si realmente habían germinado en el fondo de su pecho. Efectivamente, después de la comida, Osborne fue presentado a la señorita Crawley, y no bien cambió con ésta las frases de rigor, se dirigió hacia Becky como quien se dispone a tomar a una persona bajo su protección benévola.

—¿Qué tal, señorita Sharp? —preguntó, alargando su mano izquierda, seguro de que la amiga de Amelia se enorgullecería del honor que le dispensaba.

Becky le presentó el índice de la mano derecha y le hizo una inclinación de cabeza, tan desdeñosa y glacial, que Rawdon, testigo de la escena desde la habitación contigua, no pudo menos de sonreír al ver el apuro del teniente, que permaneció un momento como cortado y acabó por estrechar el único dedo que le ofrecían.

No sabiendo cómo iniciar la conversación, George preguntó a Becky si se encontraba a gusto en su puesto.

—¿Mi puesto? —dijo con frialdad Becky—. Me dispensa usted un honor que no merezco ocupándose de él… Es un puesto bastante apetecible… el salario no es malo… todo lo contrario… aunque probablemente gana más en su casa de usted la señorita Wirt, institutriz de sus hermanitas… A propósito, y aunque podía dispensarme de hacer la pregunta: ¿cómo están éstas?

—Que podía usted dispensarse de preguntar… ¿Por qué, señorita Sharp? —preguntó George, completamente aturdido.

—Es muy sencillo… No sé que nunca hayan tenido la condescendencia de dirigirme la palabra y jamás me invitaron a poner en su casa los pies mientras estuve en la de Amelia… Pero a bien que nosotras, las pobres institutrices, estamos habituadas a semejantes desaires.

—¡Por Dios… señorita Sharp!… —balbuceó George.

—Desaires de algunas familias, por lo menos —continuó Becky—. No son tan opulentos los habitantes del Hampshire como los felices moradores de la capital… pero, en fin, sirvo a una familia de caballeros, una familia de la rancia nobleza inglesa. Supongo que usted debe de saber que el padre de sir Pitt se negó a ser Par del Reino. ¿Cómo me tratan?, viéndolo está usted; muy bien; muy bien… admirablemente bien. Estoy contentísima… y crea usted que le agradezco el interés que me testimonia.

Osborne estaba furioso: el coraje le ahogaba. Aquella institutriz insignificante le derrotaba, se burlaba de él, le había vencido y le había arrebatado la presencia de ánimo, que tan necesaria le habría sido en aquellos momentos para saber salir de una situación falsa, poniendo fin airoso a una conversación que nada de deliciosa tenía para él.

—Yo creí que usted era muy aficionada a las familias que viven en la capital —dijo con intención mordaz.

—¿Hace un año, cuando yo acababa de salir de aquel terrible colegio? Confieso que entonces sí: ¿hay muchacha que no desee ir a su casa o a la de personas amigas los días de fiesta? Además: ¿conocía yo entonces algo mejor? Pero dieciocho meses, señor Osborne, enseñan mucho… y determinan cambios y transformaciones muy radicales, sobre todo, si esos dieciocho meses se pasan… perdóneme que se lo diga… se pasan alternando con caballeros… Amelia es una perla, una perla preciosa que brillará y será encantadora dondequiera que se encuentre… ¡Vaya!… Veo que vuelve usted a recobrar su buen humor… me alegro… ¡Son tan especiales los que viven en la capital!… ¿Y el señor Joseph? ¿Cómo está el admirable, el prodigioso señor Joseph?

—En otro tiempo, me pareció que no le era a usted antipático ese admirable, ese prodigioso señor Joseph —replicó Osborne.

—¡Qué severo es usted!… Bueno: entre nous, debo confesar que no me destrozó el corazón, aunque si me hubiese pedido lo que sus miradas maliciosas dan a entender, no le habría contestado que no.

George no respondió.

—¡Qué honor para mí el haber sido cuñada del caballero George Osborne!, hijo del caballero John Osborne, hijo de… ¿cómo se llamaba el papá de su papá, señor Osborne? No se enfade usted, amigo mío… ¿Es culpa suya si desciende de una familia linajuda? Confieso que sin inconveniente habría yo otorgado mi mano a Joseph Sedley… ¿qué más podía desear una pobre muchacha sin dote? Ya ve usted que soy franca, le he revelado todo el secreto… Soy tan franca como fue usted poco fino y amable recordándome la circunstancia… Mi querida Amelia… de tu hermano Joseph estábamos hablando el señor Osborne y yo… ¿qué tal se encuentra?

La derrota de George fue completa, sin que ello quiera decir que Becky tuviese razón, sino que fue más lista que su interlocutor. Éste hubo de volver vergonzosamente la espalda al enemigo, considerando que si frente a él permanecía un minuto más, cometería alguna locura en presencia de Amelia.

Por viva que fuera la contrariedad de George, no iba a cometer la bajeza de vengarse de una mujer contando a espaldas suyas sus historias pasadas, pero, esto no obstante, al día siguiente al de su derrota hizo hábiles confidencias al capitán Crawley a propósito de Becky, diciendo que era una muchacha astuta, peligrosa, coqueta hasta lo infinito, etc., etc., confidencias que Crawley escuchó riendo a carcajadas y que transmitió a Becky a las pocas horas de recibidas. Como es natural, aumentó considerablemente la estimación que a Osborne profesaba Becky; su instinto femenino le había revelado que sus primeras tentativas amorosas fracasaron gracias a las intrigas de Osborne, y, desde entonces, le favoreció con una estimación que sin esfuerzo supondrá el lector.

—Mi intención es advertirle como amigo —dijo al capitán, quien le había vendido su caballo y ganado algunas docenas de guineas después de la comida—. Mi intención, y mi deber… Me precio de conocer a las mujeres, y le aconsejo que se vaya con tino con la que nos ocupa.

—Gracias, amigo, gracias —contestó Crawley, con expresión de viva gratitud—. Bien se echa de ver que es usted conocedor del género.

George confesó a Amelia lo que había hecho, y le expuso los consejos que había dado a Crawley, un buen muchacho, franco a carta cabal, bonachón e inocente, a quien habría sido un crimen no poner en guardia contra la intrigante Becky.

—¿Contra quién?

—Contra tu amiga la institutriz; no te asombre lo que digo.

—George… George… ¿qué has hecho?

Su penetración femenina, que el amor hace aun más sutil, había adivinado en un instante el secreto que escapó a la mirada de la solterona Crawley, a la de su dama de compañía Briggs y a la un poquito más turbia del joven teniente Osborne: el secreto eran los amores del capitán con Becky.

Era el caso que, habiendo entrado las dos amigas, uno o dos días antes, en un cuarto, donde tuvieron ocasión de comunicarse sus secretos y de tramar tal vez alguna de esas pequeñas conspiraciones que constituyen toda la felicidad de las muchachas, Amelia, acercándose a Becky, tomó entre) las suyas sus dos manos y le dijo: «Becky… lo he adivinado todo».

Por toda contestación, Becky le dio un beso. Ninguna de las dos amigas había vuelto a pronunciar palabra sobre tan delicioso secreto, pero estaba escrito que el misterio había de ser poco duradero.

Breve tiempo después de los acontecimientos narrados, y cuando Becky continuaba viviendo en la casa de Park Lane, falleció la segunda esposa de sir Pitt Crawley. Hallábase éste en Londres cuando el triste suceso tuvo lugar, atareado y en comunicación constante con sus innumerables abogados, gracias a la tramitación de alguno de sus pleitos, también innumerables, lo que no le impedía pasarse todos los días por la casa del Park Lane, para despachar con Becky asuntos de importancia, rogarle unas veces, mandarle otras que volviese cuanto antes al castillo de Crawley de la Reina, donde gemían sus dos abandonadas discípulas en el más triste de los aislamientos, sobre todo después que la enfermedad de su madre se había agravado. No quería oír hablar de marcha la señorita Matilde, la cual, si bien es cierto que gozaba fama merecida de saber abandonar a sus amistades con gran facilidad tan pronto como la compañía de aquéllas comenzaba a fastidiarla, no lo era menos que, mientras duraba su engoument, su apego era extraordinario, y de él dio pruebas elocuentes a Becky.

La noticia del fallecimiento de la esposa del barón no provocó grandes explosiones de dolor ni muchos comentarios en la casa de la solterona.

—Creo que mi hermano tendrá decencia bastante para no pensar en casarse por tercera vez —dijo Matilde.

—Y si se casa, la rabia de mi hermano Pitt será tan grande, que acaso le mate —observó Rawdon.

Becky no despegó los labios; parecía la más conmovida, la más afectada de la familia por el triste acaecimiento. Aquel día se retiró antes que lo hiciese Rawdon, pero la casualidad hizo que se encontrasen en el vestíbulo al marcharse el capitán, y claro está que no iban a cometer la desatención mutua de no hablarse.

A la mañana siguiente, Becky dio un susto a Matilde Crawley, en ocasión en que ésta saboreaba tranquilamente la lectura de una novela francesa, gritando desde la ventana a la que se había asomado:

—Ahí tiene usted a sir Pitt, señora.

Al anuncio siguió inmediatamente el llamamiento del barón.

—No puedo recibirle, querida… no quiero verle —contestó la vieja—. Diga a Bowls que responda que he salido, o bien baje usted y hágale entender que estoy enferma y que no puedo recibir a nadie. Mis nervios no podrían sufrir en este instante la presencia de mi hermano.

Dicho esto, continuó tranquilamente su lectura.

—Está enferma… no puede recibirle —dijo Becky a sir Pitt, a cuyo encuentro salió.

—Tanto mejor —respondió el barón—; a quien deseo ver no es a mi hermana sino a usted, Becky. Vayamos al salón.

No bien entraron en éste, añadió sir Pitt:

—Tengo necesidad absoluta de que usted vuelva a Crawley de la Reina.

Había dejado sobre una mesa sus guantes negros y su sombrero adornado con ancho crespón, y miraba a su bella interlocutora con mirada ansiosa.

—Mi regreso no se hará esperar… —contestó Becky a media voz— cuando la señora esté mejor… Estoy deseando ver a mis queridas discípulas…

—Tres meses hace que me repite usted lo mismo, Becky, no obstante lo cual, continúa aferrada a mi hermana, que la echará de su lado cualquier día, con la tranquilidad con que arroja un par de zapatos usados. Aquello está muy cambiado… mis asuntos se embrollan que es una calamidad… Repito que tengo necesidad absoluta de usted… ¿Quiere usted venir conmigo, sí o no?

—No me atrevo… creo que… temo… que no estaría bien vivir sola con usted —dijo Becky aparentando gran turbación.

—Por tercera vez digo que la necesito, que no puedo hacer nada sin usted. Hasta que la perdí no comprendí todo lo que usted vale… Mis cuentas no son cuentas, mis asuntos andan de cabeza… Es preciso que usted vuelva… Vuelva usted, mi querida Becky… ¿verdad que vuelve?

—Volver… Pero ¿en calidad de qué, señor barón?

—Como lady Crawley, como mi esposa, si usted quiere… ¡Nada! ¡Ya está dicho!… Vuelva y será mi mujer… Váyanse al diablo los pergaminos, que para mujer es tan buena usted como la primera… Más talento tiene usted encerrado en esa cabecita que el que atesoran todas las hijas de barones del reino. ¿Viene usted? ¿Sí o no?

—¡Oh, sir Pitt! —exclamó Becky, intensamente conmovida.

—¡Diga usted que sí, Becky!… Soy viejo, pero bueno… un pedazo de pan… Aun estoy fuerte, y lo estaré durante veinte años más… La haré a usted feliz, no lo dude… Harás lo que quieras, hermosa, gastarás sin tasa, nada te negaré… Pondré a tu nombre una fortuna que asegure tu porvenir… No vaciles… acepta… —suplicaba el barón, mirando a Becky con ojos de sátiro, y terminando por caer de rodillas.

Becky dio un paso atrás, demudado el semblante, hondamente agitada. Hasta aquí no le hemos visto perder la sangre fría, pero en esta ocasión, le faltó por completo. Sus ojos dejaron escapar lágrimas sinceras.

—¡Oh… sir Pitt!… —exclamó—. ¡Estoy… estoy ya casada!